67

Ciudad del Vaticano, 18:30

Valendrea daba un paseo por los jardines disfrutando de una tarde de diciembre excepcionalmente tibia. El primer sábado de su papado había sido movidito. Por la mañana había celebrado misa y luego había atendido al nutrido grupo que había ido a Roma a desearle lo mejor. La tarde había empezado con una reunión de cardenales. En la ciudad aguardaban unos ochenta, y había pasado con ellos tres horas explicándoles a grandes rasgos lo que pretendía hacer. Se habían planteado las preguntas de costumbre, sólo que en esa ocasión él había aprovechado para anunciar que los nombramientos que diera Clemente XV no sufrirían modificaciones hasta la semana siguiente. La única excepción la constituía el cardenal archivero, el cual, según sus palabras, había ofrecido su renuncia por motivos de salud. El nuevo archivero sería un purpurado belga que ya había vuelto a casa, pero que ahora estaba de camino a Roma. Aparte de eso, ni había tomado ni tomaría ninguna decisión hasta pasado el fin de semana. Se percató de que muchas miradas se posaron en él, a la espera de que cumpliese con las promesas que le había hecho con anterioridad al cónclave, pero nadie cuestionó sus declaraciones, lo cual fue de su agrado.

Delante estaba el cardenal Bartolo, esperando donde habían quedado antes en verse cuando finalizara la reunión de cardenales. El prefecto de Turín había insistido en que hablaran. Valendrea sabía que a Bartolo le había sido asegurado el cargo de secretario de Estado, y ahora, por lo visto, éste quería que se mantuviera la promesa. El que la hizo fue Ambrosi, no sin antes aconsejar a Valendrea que retrasara todo lo posible esa decisión. Después de todo Bartolo no era el único al que se había garantizado ese puesto. Habría que inventar excusas para los competidores que resultaran eliminados, motivos para disipar la amargura y evitar las represalias. Qué duda cabía que podían ofrecer otros puestos a algunos, pero sabía de sobra que el de secretario de Estado lo codiciaba más de un cardenal.

Bartolo se encontraba próximo al pasetto di Borgo, el corredor medieval que recorría la muralla del vaticano y llegaba hasta el cercano castillo Sant’Angelo, una fortificación que en su día protegiera a los papas de los invasores.

—Eminencia —lo saludó Valendrea al verlo.

Bartolo inclinó su barbado rostro.

—Santo Padre. —El anciano sonrió—. Le gusta cómo suena, ¿no, Alberto?

—Tiene fuerza, sí.

—Me ha estado evitando.

El aludido desechó la observación.

—Eso nunca.

—Lo conozco demasiado bien. No soy el único al que ha ofrecido el cargo de secretario de Estado.

—Conseguir votos es duro. Uno hace lo que tiene que hacer. —Procuraba parecer desenfadado, pero vio que Bartolo no era ningún ingenuo.

—Fui directamente responsable de al menos una docena de esos votos.

—Que resultaron no ser necesarios.

Los músculos del rostro de Bartolo se contrajeron.

—Sólo porque Ngovi se retiró. Supongo que esos doce votos habrían sido vitales si la lucha hubiese continuado.

La subida de tono en la voz del anciano parecía socavar la fuerza de las palabras, tornándolas una súplica. Valendrea decidió ir al grano:

—Gustavo, eres demasiado mayor para ser secretario. Es un puesto exigente, en el que se viaja mucho.

El aludido lo fulminó con la mirada. Aquél iba a ser un aliado difícil de aplacar. Era verdad que el cardenal le había conseguido un determinado número de votos, lo cual habían confirmado las escuchas, y lo había defendido desde el principio. Pero Bartolo tenía reputación de ser un hombre vago con una cultura mediocre y ninguna experiencia diplomática. No gozaría de popularidad en ningún puesto, menos todavía en uno tan crucial como el de secretario de Estado. Había otros tres cardenales que habían trabajado igual de duro, poseían una formación ejemplar y disfrutaban de mayor prestigio en el Sacro Colegio. Con todo, Bartolo ofrecía algo que éstos no prestaban: obediencia absoluta. Y ésa era una cosa nada desdeñable.

—Gustavo, si me planteara darte lo que me pides, habría condiciones. —Estaba tanteando el terreno, comprobando hasta qué punto podía ser éste tentador.

—Soy todo oídos.

—Tengo la intención de dirigir personalmente la política exterior. Las decisiones serán mías, no tuyas. Tendrás que hacer exactamente lo que yo diga.

—Usted es el Papa.

La respuesta fue pronta, dando a entender su deseo.

—No toleraré desacuerdos ni disidencias.

—Alberto, llevo casi cincuenta años de sacerdote, y siempre he hecho lo que decían los Papas. Hasta me arrodillé y besé el anillo de Jakob Volkner, un hombre al que despreciaba. No entiendo por qué cuestiona mi lealtad.

Valendrea se permitió esbozar una sonrisa.

—No cuestiono nada. Sólo quiero que conozca las reglas.

Avanzó un tanto por el sendero y Bartolo lo siguió. El pontífice señaló hacia arriba y dijo:

—Antes los Papas huían del Vaticano por ese pasaje y se escondían como si fuesen niños con miedo a la oscuridad. La sola idea me pone enfermo.

—Ya no hay ejércitos que invadan el Vaticano.

—Tropas no, pero siguen existiendo ejércitos invasores. Los infieles de hoy acuden en forma de periodistas y escritores. Traen sus cámaras y sus libretas e intentan echar por tierra los cimientos de la Iglesia con ayuda de liberales y disidentes. A veces, Gustavo, incluso el propio Papa es su aliado, como sucedió con Clemente.

—Su muerte fue una bendición.

Le gustó oír aquello, y sabía que no era una frase de circunstancias.

—Pretendo devolver la gloria al pontificado. El Papa está al mando de más de un millón de almas cuando aparece en cualquier lugar del mundo, y los gobiernos deberían temer semejante potencial. Pretendo ser el Papa más viajero de la historia.

—Y para lograrlo precisará la ayuda constante del secretario de Estado.

Caminaron algo más.

—Eso mismo pensaba yo, Gustavo.

Valendrea miró de nuevo el pasadizo de ladrillo e imaginó al último Papa que huyó del Vaticano cuando los mercenarios alemanes asaltaron Roma. Sabía la fecha exacta: 6 de mayo de 1527. Ciento cuarenta y siete guardias suizos murieron ese día defendiendo a su pontífice, que escapó a duras penas por el corredor de ladrillo que se alzaba por encima de él, despojándose del hábito blanco para que no lo reconocieran.

—Yo nunca escaparé del Vaticano —aseguró no sólo a Bartolo, sino también a los muros. De repente se sintió abrumado por el momento y decidió desatender el consejo de Ambrosi—. Muy bien, Gustavo. Lo anunciaré el lunes. Serás mi secretario de Estado. Sírveme bien.

El semblante del anciano se iluminó.

—En mí encontrará una entrega absoluta.

Lo cual le hizo pensar en su más fiel aliado.

Ambrosi había telefoneado hacía dos horas y le había contado que la copia de la traducción del padre Tibor sería suya a las siete de la tarde. Hasta ese momento nada parecía indicar que nadie la hubiese leído, informe éste que lo complació.

Consultó el reloj: las siete menos diez.

—¿Tiene que ir a algún sitio, Santo Padre?

—No, Eminencia, sólo pensaba en otro asunto que se está resolviendo en este mismo instante.