Michener observaba a Irma, que miraba el río por la ventana. Había regresado al poco de irse Katerina con un sobre azul que ahora descansaba sobre la mesa.
—Mi Jakob se suicidó —musitó para sí—. Qué triste. —Se volvió hacia él—. Y sin embargo lo enterraron en la basílica de San Pedro, en terreno consagrado.
—No podíamos contarle al mundo lo ocurrido.
—Ésa era la queja que tenía de la Iglesia: en ella la verdad es poco común. Qué ironía que su legado dependa ahora de una mentira.
Lo cual, al parecer, no era nada del otro jueves. Al igual que Jakob Volkner, toda la carrera de Michener se había basado en una mentira. Cuán interesante lo parecidos que habían resultado ser.
—¿Él siempre la amó?
—Lo que quieres saber es si hubo otras, ¿no? No, Colin, sólo yo.
—Cabría pensar que, al cabo de un tiempo, ambos habrían necesitado comenzar otra etapa. ¿No deseó nunca tener marido, hijos?
—Hijos sí. Es lo único que lamento en la vida. Pero supe muy pronto que quería ser de Jakob, y él deseaba lo mismo de mí. Estoy segura de que te diste cuenta de que tú eras, en todos los sentidos, su hijo.
Los ojos de Michener se humedecieron.
—Leí que fuiste tú quien encontró su cuerpo. Tuvo que ser espantoso.
No quería pensar en la imagen de Clemente en la cama, las monjas disponiéndolo para el entierro.
—Era un hombre extraordinario, y sin embargo ahora tengo la sensación de que era un extraño.
—No tienes por qué sentir eso. Es sólo que había partes suyas que sólo le pertenecían a él. Igual que estoy segura de que hay partes de ti que él nunca conoció.
Muy cierto.
Ella señaló el sobre.
—No pude leer lo que me envió.
—¿Lo intentó?
La mujer asintió.
—Abrí el sobre porque me picaba la curiosidad, pero sólo después de que Jakob muriera. Está escrito en otro idioma.
—En italiano.
—Dime qué es.
Él obedeció, y ella escuchó asombrada. No obstante se vio en la obligación de decirle que nadie con vida, excepto Alberto Valendrea, sabía lo que ponía el documento que encerraba el sobre.
—Sabía que algo inquietaba a Jakob. Las cartas de los últimos meses eran deprimentes, cínicas incluso. Ése no era su estilo. Y se negaba a contarme nada.
—Yo también lo intenté, pero no me dijo ni palabra.
—Podía ser así.
Michener oyó que se abría y se cerraba una puerta en la parte anterior del edificio. Luego en el piso de madera resonaron pasos. El restaurante se hallaba en la trasera, pasando una salita y unas escaleras que conducían a las plantas superiores. Supuso que Katerina había vuelto.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó Irma.
Michener estaba de espaldas a la puerta, cara al río, y al volverse vio a Paolo Ambrosi a unos metros detrás de él. El italiano lucía unos vaqueros negros holgados y una camisa oscura con botones en el cuello, además de un sobretodo gris que le llegaba por la rodilla. Una bufanda granate envolvía su cuello.
Michener se puso en pie.
—¿Dónde está Katerina?
Ambrosi no respondió, y a Michener no le gustó nada la mirada de suficiencia en el rostro de aquel cabrón. Se abalanzó hacia él, pero, con toda tranquilidad, Ambrosi se sacó un arma del bolsillo del abrigo, y él se paró en seco.
—¿Quién es este hombre? —inquirió Irma.
—Un problema.
—Soy el padre Paolo Ambrosi, y usted debe de ser Irma Rahn.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Michener se interpuso entre ambos con la esperanza de que Ambrosi no viera el sobre que había en la mesa.
—Leyó sus cartas. La otra noche, antes de salir de Roma, no pude cogerlas todas.
La anciana se llevó el puño a la boca y soltó un grito ahogado.
—¿Lo sabe el Papa?
Él señaló a Ambrosi.
—Si este hijo de puta lo sabe, Valendrea también.
Ella se santiguó.
Michener se encaró con Ambrosi y comprendió.
—Dígame dónde está Katerina.
El arma lo apuntaba.
—Está a salvo, por ahora. Pero ya sabe lo que quiero.
—Y ¿cómo sabe que lo tengo?
—O lo tiene usted o esta mujer.
—Creía que Valendrea me había mandado buscarlo a mí.
Esperaba que Irma guardara silencio.
—Y el cardenal Ngovi habría sido el destinatario.
—No sé lo que habría hecho.
—Imagino que ahora lo sabe.
Le entraron ganas de quitarle esa arrogancia de la cara a golpes, pero no había que olvidar el arma.
—¿Se encuentra Katerina en peligro? —preguntó Irma.
—Está bien —aclaró Ambrosi.
—Francamente, Ambrosi, Katerina es su problema. Ella era espía suya, y a mí ya no me importa un pito.
—Estoy seguro de que oír eso le destrozará el corazón.
Él se encogió de hombros.
—Fue ella la que se metió en este lío, así que salir de él es cosa suya. —Se preguntó si no estaría arriesgando la seguridad de Katerina, pero cualquier señal de debilidad sería desastrosa.
—Quiero la traducción de Tibor —exigió Ambrosi.
—No la tengo.
—Pero Clemente la envió aquí, ¿me equivoco?
—Eso es algo que no sé… aún. —Necesitaba ganar tiempo—. Pero puedo averiguarlo. Y hay otra cosa. —Señaló a Irma—. Cuando lo haga, quiero que ella se quede fuera. Este asunto no le concierne.
—Fue Clemente quien la involucró, no yo.
—Si quiere el texto, ésa es mi condición. De lo contrario se lo daré a la prensa.
La frialdad de Ambrosi sufrió un breve instante de vacilación que casi le hizo sonreír. Michener había acertado. Valendrea había enviado a su secuaz a destruir la traducción, no a recuperarla.
—Quedará fuera siempre que no lo haya leído —afirmó Ambrosi.
—Ella no habla italiano.
—Pero usted sí, así que recuerde la advertencia. Limitará seriamente mis opciones si decide no hacer caso de lo que le digo.
—¿Cómo sabría si lo he leído?
—Supongo que se trata de un mensaje que cuesta trabajo disimular. Los papas han temblado al leerlo, de manera que déjelo estar, Michener. Esto ya no es de su incumbencia.
—Para no ser de mi incumbencia, parece que estoy justo en medio. Como la visita que me mandó la otra noche.
—Yo no sé nada de eso.
—Lo mismo diría yo si fuese usted.
—¿Qué hay de Clemente? —preguntó Irma con voz suplicante. Por lo visto seguía pensando en las cartas.
Ambrosi se encogió de hombros.
—Su recuerdo está en sus manos. No quiero que la prensa se entrometa, pero si eso ocurre, estamos dispuestos a filtrar ciertos datos que resultarán, como poco, devastadores para su memoria… y la de usted.
—¿Le contará al mundo cómo murió? —quiso saber la anciana.
Ambrosi miró a Michener.
—¿Lo sabe?
Éste asintió.
—Igual que usted, al parecer.
—Bien, esto facilita las cosas. Sí, se lo contaremos al mundo, pero no directamente. Los rumores son mucho más dañinos. La gente aún cree que el bendito Juan Pablo I fue asesinado. Piense en lo que escribiría sobre Clemente. Las cartas que tenemos resultan bastante condenatorias. Si lo aprecia, como creo que es el caso, colabore con nosotros y nada se sabrá.
Irma no dijo nada, pero las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—No llore —pidió Ambrosi—. El padre Michener hará lo que deba. Siempre lo hace. —Retrocedió hasta la puerta y se detuvo—. Me han dicho que el famoso recorrido de belenes de Bamberg empieza esta noche: todas las iglesias expondrán nacimientos, y se dirá misa en la catedral. Asistirá bastante gente. Comienza a las ocho. ¿Por qué no nos unimos al gentío e intercambiamos lo que cada uno de nosotros quiere a las siete?
—Yo no he dicho que quiera algo de usted.
Ambrosi esbozó una irritante sonrisa.
—Lo quiere. Esta tarde, en la catedral. —Señaló la ventana y el edificio que coronaba una colina en el extremo más alejado del río—. Es un lugar bastante público, así todos nos sentiremos más a gusto. O, si lo prefiere, podemos efectuar el intercambio ahora.
—A las siete en la catedral. Y ahora lárguese de aquí.
—Recuerde lo que le he dicho, Michener: manténgalo cerrado. Hágase un favor a usted mismo y hágaselo a la señorita Lew y a la señorita Rahn.
Ambrosi se fue.
Irma estaba callada, sollozando. Finalmente dijo:
—Ese hombre es malvado.
—Él y nuestro nuevo Papa.
—¿Tiene algo que ver con Pedro?
—Es su secretario.
—¿Qué está pasando aquí, Colin?
—Para saberlo he de leer lo que hay en el sobre. —Pero también tenía que proteger a la anciana—. Quiero que se vaya, prefiero que no sepa nada.
—¿Por qué vas a abrirlo?
Michener sostuvo en alto el sobre.
—Debo saber qué es tan importante.
—Ese hombre ha dejado bien claro que no debías hacerlo.
—Al diablo Ambrosi. —La severidad de su tono lo sorprendió.
Ella pareció sopesar el aprieto en que se hallaba Michener y dijo:
—Me aseguraré de que nadie te moleste.
Se retiró y cerró la puerta tras de sí. Los goznes chirriaron levemente, como los del archivo aquella mañana lluviosa, hacía casi un mes, cuando alguien lo vigilaba.
Seguro que había sido Paolo Ambrosi. A lo lejos se oyó el sordo estruendo de un cuerno. Al otro lado del río las campanas daban la una de la tarde.
Se sentó y abrió el sobre.
Dentro había dos papeles, uno azul y el otro pardo. Leyó primero el azul, escrito con letra de Clemente:
Colin, a estas alturas ya sabrás que la Virgen dejó más cosas. Ahora sus palabras te son confiadas. Sé prudente con ellas.
Las manos le temblaban cuando dejó a un lado la hoja azul. Por lo visto Clemente sabía que al final él recalaría en Bamberg y leería el contenido del sobre.
Abrió el papel pardo.
La tinta era de un azul claro, el papel nuevecito. Echó una ojeada al italiano, traduciendo mentalmente, y un segundo vistazo pulió el lenguaje. Una última lectura y sabría lo que la hermana Lucía había escrito en 1944 —el resto de lo que le dijo la Virgen en el tercer secreto— y el padre Tibor había traducido aquel día de 1960.
Antes de que Nuestra Señora se fuera, afirmó que había un último mensaje que el Señor deseaba transmitir únicamente a Jacinta y a mí. Nos dijo que Ella era la Madre de Dios y nos pidió que diésemos a conocer este mensaje al mundo entero cuando llegara el momento. Al hacerlo encontraríamos una fuerte oposición. «Escuchad atentamente y prestad atención», nos ordenó. Los hombres han de enmendarse. Han pecado y mancillado el don que les ha sido concedido. «Hija mía», dijo, «el matrimonio es una unión santificada, su amor es infinito. Lo que siente el corazón es genuino, sin importar por quién o por qué, y Dios no ha impuesto límites en cuanto a lo que constituye una unión sólida. Sabed que la felicidad es la única prueba verdadera del amor. Sabed también que las mujeres forman parte de la Iglesia de Dios en igual medida que los hombres. Servir al Señor no es un empeño masculino. A los sacerdotes del Señor no debería estarles prohibidos el amor y la compañía, ni tampoco la dicha de un niño. Servir a Dios no equivale a renunciar al propio corazón. Los sacerdotes deberían ser generosos en todos los sentidos. Por último, dijo, sabed que vuestro cuerpo es vuestro. De la misma manera que Dios me confió a su hijo, el Señor os confía a vosotras y a todas las mujeres sus futuros hijos. Sois vosotras solas las que habéis de decidir lo que es mejor. Marchad, pequeñas mías, y anunciad la gloria de estas palabras. Yo siempre estaré a vuestro lado».
Las manos le temblaban. No eran las palabras de la hermana Lucía, por provocadoras que fuesen. Se trataba de otra cosa.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el mensaje que Jasna había escrito hacía dos días: las palabras que la Virgen le dedicó en lo alto de una montaña bosnia, el décimo secreto de Medjugorje. Desdobló el mensaje y lo releyó.
«No temas, quien te habla es la Madre de Dios, la misma que te pide que des a conocer este mensaje al mundo entero. Al hacerlo encontrarás una fuerte oposición. Escucha atentamente y presta atención a lo que te digo. Los hombres han de enmendarse. Con humildes peticiones han de pedir perdón por los pecados cometidos y por los que cometerán. Anuncia en mi nombre que un gran castigo caerá sobre la humanidad; no hoy ni mañana, pero pronto si no creen mis palabras. Ya revelé esto a los bienaventurados de La Salette y luego en Fátima, y hoy te lo repito a ti porque la humanidad ha pecado y mancillado el don que Dios le concedió. Vendrán la hora de las horas y el final de los finales si la humanidad no se convierte; y en caso de que todo siga como hasta ahora o peor, si es que puede empeorar más, el grande y el poderoso perecerá junto con el pequeño y el débil».
«Escuchad estas palabras: ¿Por qué perseguir al hombre o la mujer que aman de forma distinta de los otros? Esas persecuciones no son del agrado del Señor. Sabed que el matrimonio ha de ser compartido por todos sin restricciones. Lo contrario responde a la locura del hombre, no a la palabra del Señor. Las mujeres ocupan un lugar preferente a ojos de Dios. Ha estado prohibido demasiado tiempo que sirvan al Señor, y esa represión no es del agrado del Cielo. Los sacerdotes de Cristo deberían ser felices y munificentes. La dicha del amor y los hijos jamás les debería ser negada, y el Santo Padre haría bien en comprender esto. Mis últimas palabras son las más importantes: sabed que escogí libremente ser la madre de Dios. La elección de tener hijos recae en la mujer, y el hombre no debería interferir en esa decisión. Ahora ve, cuéntale al mundo mi mensaje y proclama la bondad del Señor, pero recuerda que yo siempre estaré a tu lado».
Se deslizó del asiento y se postró de rodillas. Las implicaciones eran incuestionables. Dos mensajes: uno escrito por una monja portuguesa en 1944 —una mujer con escasa cultura y un dominio limitado del lenguaje— y traducido por un sacerdote en 1960: el relato de lo que se dijo el 13 de julio de 1917, cuando apareció supuestamente la Virgen; el otro redactado hacía dos días por una mujer, una visionaria que había presenciado cientos de apariciones, el relato de lo que le fue comunicado en una montaña tormentosa cuando la Virgen María se le apareció por última vez.
Casi cien años separaban los dos sucesos.
El primer mensaje había estado sellado en el Vaticano, lo habían leído únicamente los papas y un traductor búlgaro, ninguno de los cuales llegó a conocer a la portadora del segundo mensaje; asimismo a la destinataria de este segundo mensaje le habría sido imposible saber el contenido del primero. Sin embargo el contenido de ambos mensajes era idéntico. El denominador común: el mensajero.
María, la madre de Dios.
Los escépticos llevaban dos mil años pidiendo pruebas de la existencia de Dios, algo tangible que demostrara sin lugar a dudas que Él era una entidad con vida, consciente del mundo, vivo en todos los sentidos. No una parábola o una metáfora, sino el soberano de los cielos, proveedor del hombre, supervisor de la Creación. A Michener se le pasó por la cabeza la visión de la Virgen que él mismo experimentara.
«¿Cuál es mi destino?», le preguntó.
«Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo».
Pensó que no era más que una alucinación. Ahora sabía que era real.
Se santiguó y, por vez primera, rezó sabiendo que Dios escuchaba. Pidió perdón para la Iglesia y la estupidez del hombre, sobre todo la suya. Si Clemente tenía razón, y ya no había motivo alguno para dudar de su palabra, en 1978 Alberto Valendrea retiró la parte del tercer secreto que él acababa de leer. Imaginó lo que Valendrea debió pensar al ver las palabras la primera vez: dos mil años de enseñanzas eclesiásticas descartadas por una niña portuguesa ignorante. ¿Las mujeres podían ser sacerdotes? ¿Los sacerdotes pueden casarse y tener hijos? ¿La homosexualidad no es un pecado? ¿La maternidad es elección de la mujer? Y el día anterior, cuando Valendrea leyó el mensaje de Medjugorje comprendió en el acto lo que Michener sabía ahora.
Todo aquello era la Palabra de Dios.
Recordó de nuevo las palabras de la Virgen: «No renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca».
Cerró los ojos. Clemente tenía razón: el hombre era insensato. El Cielo había tratado de llevar a la humanidad por el buen camino, y los insensatos habían desoído sus esfuerzos. Pensó en los mensajes que faltaban de los visionarios de La Salette. ¿Hubo otro Papa hacía un siglo que hizo lo que intentaba hacer ahora Valendrea? Eso explicaría por qué la Virgen se apareció después en Fátima y Medjugorje; para probar de nuevo. No obstante Valendrea había conocido las revelaciones y destruido las pruebas, Clemente al menos lo intentó. «La Virgen volvió y me dijo que había llegado mi hora. El padre Tibor la acompañaba. Esperé a que Ella me llevara, pero me dijo que debía poner fin a mi vida por mi propia mano. El padre Tibor afirmó que era mi deber, mi penitencia por haber desobedecido, y que todo ello se aclararía más adelante. Me pregunté qué sería de mi alma, pero me respondieron que el Señor aguardaba. He desoído al Cielo demasiado tiempo: esta vez no lo haré». Esas palabras no eran los desvaríos de un alma demente, ni siquiera una nota de suicidio de un hombre inestable. Ahora entendía por qué Valendrea no podía permitir que se comparara la copia de la traducción del padre Tibor con el mensaje de Jasna.
Las repercusiones eran devastadoras.
«Servir al Señor no es un empeño masculino». La postura de la Iglesia respecto a que las mujeres fueran sacerdotes había sido inflexible. Ya desde los tiempos de los romanos los Papas habían convocado concilios para reafirmar esa tradición. Cristo era un hombre, por lo tanto los sacerdotes también lo serían.
«Los sacerdotes de Cristo deberían ser felices y generosos. La dicha del amor y los hijos jamás les debería ser negada». El celibato era una noción concebida por los hombres e impuesta por los hombres. Se creía que Cristo era célibe, así que sus sacerdotes también lo serían.
«¿Por qué perseguir al hombre o la mujer que aman de forma distinta de los otros?». El Génesis describía a un hombre y una mujer que se unían en «una sola carne» para dar vida a otro ser, de modo que la Iglesia llevaba tiempo enseñando que una unión que no pudiera engendrar vida sólo podía ser pecaminosa.
«De la misma manera que Dios me confió a su hijo, el Señor os confía a vosotras y a todas las mujeres sus futuros hijos. Sois vosotras solas las que habéis de decidir lo que es mejor». La Iglesia se oponía frontalmente a cualquier tipo de control de la natalidad. Los papas habían decretado en repetidas ocasiones que el embrión poseía alma, que era un ser humano que merecía vivir, y que había que preservar la vida, incluso a expensas de la madre.
El concepto que el hombre tenía de la Palabra de Dios al parecer difería de la Palabra en sí. Peor todavía: durante más de un siglo actitudes rígidas habían proclamado el mensaje de Dios con el sello de la infalibilidad del Papa, la cual, por definición, resultaba ahora falsa, ya que ningún pontífice había hecho lo que el Cielo quería. ¿Qué había dicho Clemente? «Nosotros no somos más que hombres, Colin, nada más. Yo no soy más infalible que tú, y sin embargo nos proclamamos príncipes de la Iglesia. Clérigos devotos preocupados únicamente por complacer a Dios, aunque sólo buscamos nuestra propia complacencia».
Estaba en lo cierto. Dios bendijera su alma, tenía razón.
Tras leer un puñado de palabras sencillas escritas por dos mujeres bienaventuradas, miles de años de errores religiosos quedaban claros. Rezó de nuevo, esta vez agradeciendo a Dios su paciencia. Le pidió al Señor que perdonara a la humanidad y luego a Clemente que velara por él en las próximas horas.
No podía entregarle la traducción del padre Tibor a Ambrosi, de ninguna manera. La Virgen le había dicho que él era una señal para el mundo, el faro que serviría de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciaría que Dios estaba vivo. Y para hacerlo necesitaba el tercer secreto de Fátima al completo. Los estudiosos debían analizar el texto y establecer una sola conclusión.
Pero quedarse con el texto del padre Tibor pondría en peligro a Katerina.
Así que se puso a orar nuevamente, esta vez pidiendo consejo.