Katerina estaba confusa. Michener no le había confiado el hecho de que Clemente se había quitado la vida. Sin duda Valendrea lo sabía, de lo contrario Ambrosi la habría instado a averiguar lo que pudiera sobre la muerte del Papa. ¿Qué diablos estaba pasando? Textos que desaparecían, visionarios que hablaban con la Virgen María, un Papa que se suicidaba tras amar en secreto a una mujer durante seis décadas. Nadie creería nada de aquello.
Salió de la hospedería, se abotonó el abrigo y decidió caminar hasta la Maxplatz para mitigar su frustración. Las campanas repicaban por doquier anunciando el mediodía. Se sacudió del cabello la nieve, cada vez más copiosa. El aire era frío, seco y triste. Como su humor.
Irma Rahn le había abierto la mente. Mientras que años atrás ella había obligado a Michener a elegir, alejándolo y saliendo heridos los dos, Irma había recorrido una senda menos egoísta, una senda que rezumaba amor, no posesión. Tal vez la anciana tuviera razón. La relación física no era importante, lo que contaba era poseer el corazón y la mente.
Se preguntó si ella y Michener podrían haber disfrutado de una relación similar. Probablemente no, corrían tiempos distintos. Y sin embargo allí estaba, de vuelta con el mismo hombre, al parecer en el mismo sendero tortuoso del amor perdido, encontrado, puesto a prueba y que… ésa era la cuestión. Luego ¿qué?
Continuó andando, llegó a la plaza mayor, cruzó un canal y divisó las bulbosas torres gemelas de San Gangolf.
La vida era tan complicada.
Recordaba con claridad al tipo de la otra noche amenazando a Michener navaja en mano. Ella no había vacilado en atacarlo. Después había sugerido acudir a las autoridades, pero Michener desechó la idea. Ahora sabía por qué: no podía arriesgarse a que saliera a la luz el suicidio de un Papa. Jakob Volkner significaba mucho para él, quizás demasiado. Y ahora entendía la razón de su viaje a Bosnia: buscaba respuestas a preguntas que su viejo amigo había dejado pendientes. Era evidente que ese capítulo de su vida no podría cerrarse, pues su final no estaba escrito aún. Katerina se preguntó si alguna vez lo estaría.
Siguió caminando y se sorprendió ante las puertas de San Gangolf. El cálido aire que salía del interior la atrajo. Entró y vio que la verja de la capilla lateral, donde Irma limpiaba, permanecía abierta. La franqueó y se detuvo en otra de las capillas. Allí había una talla de la Virgen María con el niño Jesús en brazos, al que miraba con los ojos tiernos de una madre orgullosa. Sin duda era una representación medieval —la de una mujer nórdica—, pero también una imagen a la que el mundo se había acostumbrado a adorar. María había vivido en Israel, un lugar donde el sol quemaba y la piel era morena, por tanto sus rasgos serían hebreos, su cabello oscuro, su cuerpo robusto. Sin embargo los católicos europeos jamás habrían aceptado esa realidad, así que crearon una imagen femenina familiar, a la que la Iglesia se había aferrado desde entonces.
Y ¿sería virgen? ¿Habría depositado el Espíritu Santo en su vientre al hijo de Dios? Aunque fuese cierto, seguro que la decisión habría sido suya; sólo ella habría accedido a quedarse encinta. Entonces ¿por qué la Iglesia se oponía con tanta vehemencia al aborto y al control de la natalidad? ¿Cuándo perdió la mujer la opción de decidir si quería dar a luz? ¿Acaso María no había hecho valer ese derecho? ¿Y si se hubiese negado? ¿Se le habría seguido exigiendo que llevara a término el embarazo divino?
Estaba harta de dilemas desconcertantes; había demasiados sin respuesta. Dio media vuelta para marcharse.
A menos de un metro se hallaba Paolo Ambrosi.
Verlo la asustó.
El sacerdote arremetió contra ella, la hizo girar y la empujó dentro de la capilla de la Virgen. Acto seguido, la lanzó contra el muro de piedra y le retorció el brazo izquierdo. Otra mano se cerró deprisa en torno a su cuello. Katerina tenía la cara contra la rasposa piedra.
—Me preguntaba cómo iba a separarla de Michener, pero me ha facilitado usted sola el trabajo.
Ambrosi aumentó la presión en el brazo, y ella abrió la boca para gritar.
—Vamos, vamos. No haga eso. Además, aquí no va a oírla nadie.
Ella intentó zafarse con las piernas.
—Quédese quieta. Se me ha acabado la paciencia con usted.
La respuesta de Katerina fue seguir forcejeando.
Ambrosi la apartó de la pared y le rodeó el cuello con el brazo. Katerina sintió que se le constreñía la tráquea en el acto. Trató de soltarse clavándole las uñas, pero la falta de oxígeno le nublaba la vista.
Quiso chillar, pero carecía de aire para formar las palabras.
Levantó la vista.
Lo último que vio antes de que el mundo se tornara negro fue la triste mirada de la Virgen, incapaz de sacarla de semejante aprieto.