Bamberg, 11:00
Michener y Katerina atravesaron la Maxplatz en pos de Irma Rahn, cruzaron el río y entraron en una hostería de cinco plantas. Un letrero de hierro forjado anunciaba su nombre: königshof, seguido de 1614, el año que fue erigida, explicó Irma.
Había sido propiedad de su familia durante generaciones, y ella la había heredado de su padre después de que mataran a su hermano en la Segunda Guerra Mundial. Antiguas casas de pescadores flanqueaban el establecimiento. En un principio el edificio era un molino, cuya rueda de paletas había desaparecido hacía siglos, pero el negro tejado abuhardillado, los balcones de hierro y los detalles barrocos seguían en su sitio. Ella había añadido una taberna y un restaurante, y ahora los invitaba a pasar. Se sentaron a una mesa desocupada junto a un ventanal de doce hojas. Fuera, las nubes oscurecían el cielo de una mañana que tocaba a su fin. Parecía que se avecinaba más nieve. La anfitriona les sirvió dos jarras de cerveza.
—Sólo servimos cenas —aclaró Irma—. Las mesas se llenan. Nuestro cocinero es bastante popular.
Había algo que Michener quería saber:
—En la Iglesia ha dicho que Jakob mencionó que Katerina y yo vendríamos. ¿De verdad fue en su última carta?
Ella afirmó con la cabeza.
—Dijo que acudiría usted y que probablemente le acompañara esta encantadora mujer. Mi Jakob era intuitivo, sobre todo en lo concerniente a ti, Colin. ¿Puedo llamarte así? Tengo la sensación de conocerte bien.
—No admitiría que me llamara de ninguna otra manera.
—Y yo soy Katerina.
La anciana les dirigió una sonrisa que fue del agrado de Michener.
—¿Qué más le dijo Jakob? —inquirió éste.
—Me habló de tu dilema, de tu crisis de fe. Dado que estás aquí, supongo que leerías mis cartas.
—Nunca supe lo profunda que era su relación.
Al otro lado de la ventana pasaba una barcaza rumbo al norte.
—Mi Jakob era un hombre amoroso. Dedicó toda su vida a los demás, se entregó a Dios.
—Al parecer no por completo —apuntó Katerina.
Michener esperaba que ella hiciese ese comentario. La noche anterior había leído las cartas que él había conseguido salvar y le impresionaron los sentimientos de Volkner.
—Yo tenía celos de él —confesó Katerina con voz monótona—. Lo imaginaba presionando a Colin para que eligiera, instándolo a poner por delante la Iglesia, pero me equivocaba. Ahora me doy cuenta de que él más que nadie habría entendido cómo me sentía.
—Así es. Me habló del dolor de Colin. Quería contarle la verdad, demostrarle que no estaba solo, pero yo le dije que no lo hiciera. No era el momento adecuado. Yo no quería que nadie supiera lo nuestro, era algo sumamente privado. —Se dirigió a él—: Él quería que siguieras siendo sacerdote para cambiar las cosas. Necesitaba tu ayuda. Creo que sabía, incluso entonces, que algún día tú y él cambiaríais las cosas.
—Él lo intentó. No mediante el enfrentamiento, sino mediante la razón. Era un hombre pacífico —replicó él.
—Pero, sobre todo, Colin, era un hombre. —La voz se le fue al final de la frase, como si hubiese recordado algo que no quisiera pasar por alto—. Sólo un hombre, débil y pecador, como todos nosotros.
Katerina alargó el brazo y posó su mano en la de la anciana. A las dos les brillaban los ojos.
—¿Cuándo comenzó su relación? —preguntó Katerina.
—Cuando éramos niños. Entonces supe que lo amaba y que siempre lo amaría. —Se mordió el labio—. Pero también supe que nunca sería mío. No del todo, pues ya entonces quería ser sacerdote. Pero de algún modo siempre fue bastante que estuviera en posesión de su corazón.
Michener quería preguntarle algo. No estaba seguro del motivo, lo cierto es que no era asunto suyo, pero presentía que podía preguntárselo.
—Ese amor no se consumó nunca, ¿no es así?
La mirada de la anciana sostuvo la suya unos segundos antes de que una leve sonrisa aflorara a sus labios.
—No, Colin. Tu Jakob nunca rompió el juramento que había hecho a su Iglesia. Habría sido impensable, tanto para él como para mí. —Miró a Katerina—. Hemos de juzgarnos en función de los tiempos en que vivimos, y Jakob y yo éramos de otra época. Ya era bastante malo que nos amáramos. Ir más allá habría sido impensable.
Michener recordó lo que Clemente le había dicho en Turín: «Reprimir el amor no es plato de gusto».
—¿Ha vivido aquí sola todo este tiempo?
—Aquí están mi familia, este negocio, mis amigos y mi Dios. Conocí el amor de un hombre que se dio a mí por completo. No en sentido físico, pero sí en todos los demás. No hay muchos que puedan afirmar lo mismo.
—¿Nunca fue un problema que no estuviesen juntos? —preguntó Katerina—. No sexualmente, me refiero a físicamente, a estar cerca. Tenía que resultar duro.
—Habría preferido que las cosas fuesen distintas, pero no estaba en mis manos. Jakob sintió la llamada del sacerdocio temprano. Yo lo sabía, y no me entrometí. Lo amaba lo suficiente para compartirlo… aunque fuera con el Cielo.
Una mujer de mediana edad entró por una puerta batiente y cambió unas palabras con Irma, algo sobre el mercado y las existencias. Otra barcaza se deslizó ante la ventana por el río gris pardo, y unos copos de nieve se estrellaron contra los cristales.
—¿Sabe alguien lo de usted y Jakob? —le preguntó Michener después de que se fuera la mujer.
Ella meneó la cabeza.
—Ninguno de los dos hablábamos de ello. Aquí, en la ciudad, muchos saben que Jakob y yo éramos amigos de la infancia.
—Su muerte debe haber sido terrible para usted —terció Katerina.
Ella exhaló un largo suspiro.
—No te lo imaginas. Sabía que tenía mal aspecto. Lo vi por televisión. Me di cuenta de que sólo era cuestión de tiempo. Ambos estábamos envejeciendo, pero su hora llegó de repente. Todavía espero que me llegue una carta suya, como tantas otras veces. —Su voz se dulcificó, quebrada por la emoción—. Mi Jakob se ha ido, y ustedes son los primeros con los que hablo de él. Me dijo que confiara en ustedes, que su visita me proporcionaría paz. Y tenía razón. El mero hecho de hablar de ello me ha hecho sentir mejor.
Michener se preguntó qué pensaría la delicada anciana si supiera que Volkner se había quitado la vida. ¿Tenía derecho a saberlo? Ella les estaba abriendo su corazón, y él estaba harto de mentir. La memoria de Clemente estaría a salvo con ella.
—Se suicidó.
Irma permaneció un buen rato en silencio.
Las miradas de Michener y Katerina se cruzaron cuando ésta preguntó:
—¿Que el Papa se quitó la vida?
Él asintió.
—Somníferos. Aseguró que la Virgen María le dijo que pusiera fin a su vida por su propia mano. El castigo por su desobediencia. Dijo que había desoído al Cielo demasiado tiempo, pero que no lo haría esa vez.
Irma seguía sin decir nada. Tan sólo lo miraba.
—¿Usted lo sabía? —le preguntó.
Ella asintió.
—Ha venido a verme hace poco… en sueños. Me dice que está bien, que ha sido perdonado. Que de todas formas no habría tardado mucho en reunirse con Dios. No entendí a qué se refería.
—¿Ha tenido visiones estando despierta? —inquirió Michener.
Ella negó con la cabeza.
—Sólo en sueños. —Su voz era distante—. Pronto estaré con él. Es lo único que me consuela. Jakob y yo estaremos juntos para la eternidad. Me lo dice en el sueño. —Miró a Katerina—. Me has preguntado qué sentía estando separados. Esos años carecen de importancia en comparación con la eternidad. Soy paciente.
Él sintió la necesidad de apremiarla para llegar al fondo de la cuestión:
—Irma, ¿dónde está lo que Jakob le envió?
La anciana miró la cerveza.
—Tengo un sobre que Jakob me pidió que te diera.
—Lo necesito.
Irma se levantó de la mesa.
—Está aquí al lado, en mi cuarto. Vuelvo en un instante.
Salió del restaurante con dificultad.
—¿Por qué no me dijiste lo de Clemente? —le preguntó Katerina cuando se cerró la puerta. La frialdad de su tono se correspondía con la temperatura del exterior.
—Yo diría que la respuesta es evidente.
—¿Quiénes lo saben?
—Sólo unos pocos.
Ella se puso en pie.
—Siempre lo mismo, ¿eh? El Vaticano encierra un montón de secretos. —Se puso el abrigo y fue hacia la puerta—. Es algo con lo que pareces sentirte a gusto.
—Igual que tú. —Sabía que no debía haberlo dicho.
Ella se detuvo.
—Eso he de reconocerlo, me lo merezco. ¿Cuál es tu excusa?
Michener no dijo nada, y ella se volvió, dispuesta a marcharse.
—¿Adónde vas?
—A dar un paseo. Estoy segura de que tú y la amante de Clemente tienen mucho de qué hablar que también me excluye.