Ciudad del Vaticano, 10:30
Valendrea se puso a hojear el Lignum Vitae. El archivero estaba delante de él. Había ordenado al anciano cardenal que se presentara en la cuarta planta con el volumen. Quería ver con sus propios ojos qué interesaba tanto a Ngovi y Michener.
Encontró el pasaje de la profecía de Malaquías que se ocupaba de Pedro el Romano, al final de las ochocientas páginas de Arnold Wion:
En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.
—¿De veras se cree esta basura? —le preguntó al archivero.
—Es usted el Papa número 112 de la lista de Malaquías, el último que se menciona. Y él dijo que usted elegiría ese nombre.
—De modo que la Iglesia se enfrenta al Apocalipsis. «En la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo». ¿Acaso lo cree? No es posible que sea tan ignorante.
—Roma es la ciudad de las siete colinas, se la llama así desde la Antigüedad. Y su tono me resulta ofensivo.
—Me da igual que le resulte ofensivo. Sólo quiero saber de qué hablaron usted, Ngovi y Michener.
—No voy a decirle nada.
Señaló el manuscrito.
—Entonces dígame por qué se cree esta profecía.
—Como si importara lo que yo piense.
Valendrea se levantó de la mesa.
—Importa y mucho, Eminencia. Considérelo su acto final para la Iglesia. Tengo entendido que hoy es su último día.
El rostro del anciano no dejó traslucir el pesar que sentía. El cardenal llevaba casi cinco décadas al servicio de Roma, y había conocido la dicha y el dolor, pero era el responsable de que el cónclave hubiese respaldado a Ngovi —había quedado claro el día anterior, cuando los cardenales finalmente empezaron a hablar—, y había hecho un trabajo excelente reuniendo votos. Era una lástima que no hubiese escogido el bando vencedor.
Sin embargo, resultaba igualmente preocupante la discusión de las profecías de Malaquías que se había suscitado entre la prensa los últimos dos días. Él sospechaba que el hombre que tenía delante era la fuente de esas historias, aunque ningún reportero había citado a nadie, tan sólo el habitual «un funcionario anónimo del Vaticano». Las predicciones de san Malaquías no eran nada nuevo —los conspiradores llevaban tiempo advirtiendo de ellas—, pero ahora los periodistas comenzaban a establecer una relación: el Papa número 112 había adoptado el nombre de Pedro II. ¿Cómo era posible que un monje en el siglo XI o un cronista en el XVI supieran lo que iba a pasar? ¿Una coincidencia? Tal vez, pero llevaba este concepto al límite.
A decir verdad Valendrea se preguntaba lo mismo. Hay quienes dirían que había elegido el nombre a sabiendas de lo que constaba en el archivo del Vaticano, pero Pedro siempre había gozado de su preferencia desde que decidió hacerse con el papado, en la época de Juan Pablo II. Nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Ambrosi. Y nunca había leído los vaticinios de san Malaquías.
Clavó la mirada en el archivero a la espera de una respuesta a su pregunta. Al cabo el cardenal contestó:
—No tengo nada que decir.
—En ese caso quizás le apetezca hacer alguna conjetura sobre el paradero del documento que falta.
—No estoy al tanto de que falte ningún documento. Todo lo que figura en el inventario sigue allí.
—Ese documento no figura en nuestro inventario. Clemente lo añadió a la Riserva.
—No soy responsable de aquello que desconozco.
—¿De veras? Entonces dígame lo que conoce: de qué hablaron cuando se reunió con el cardenal Ngovi y monseñor Michener.
El archivero permaneció callado.
—De su silencio deduzco que el tema fue el documento que falta y que fue usted partícipe de su desaparición.
Era consciente de que la puñalada le rompería el corazón al anciano, ya que su cometido como archivero consistía en preservar los textos de la Iglesia. El hecho de que faltara uno mancillaría para siempre su cargo.
—Yo no hice nada, salvo abrir la Riserva por orden de Su Santidad, Clemente XV.
—Y yo le creo, Eminencia. Creo que fue el propio Clemente quien sacó el texto sin que nadie se enterara. Lo único que quiero es encontrarlo. —Relajó el tono, señal de que aceptaba la explicación del otro.
—También yo quiero… —empezó el archivero, pero se detuvo como si fuera a decir más de lo debido.
—Continúe. Dígame, Eminencia.
—Me choca tanto como a usted que haya desaparecido algo, pero no tengo idea de cuándo ocurrió ni de dónde podría estar. —Su tono dejaba claro que ésa era su versión y pretendía mantenerla.
—¿Dónde está Michener? —Estaba bastante seguro de saber la respuesta, pero resolvió que verificarla aliviaría la tensión de pensar que Ambrosi estuviese siguiendo una pista equivocada.
—No lo sé —afirmó el archivero con un leve temblor de voz.
A continuación Valendrea preguntó lo que realmente quería saber:
—¿Qué hay de Ngovi? ¿En qué anda metido?
La luz se hizo en el rostro del archivero.
—Le tiene miedo, ¿no es verdad?
Valendrea no permitió que el comentario lo afectara.
—Yo no le temo a nadie, Eminencia. Sólo me preguntaba por qué el camarlengo está tan interesado en Fátima.
—Yo no he dicho que estuviera interesado.
—Pero se habló de ello en la reunión de ayer, ¿no?
—Tampoco he dicho eso.
Valendrea dejó que sus ojos se posaran en el libro, señal sutil de que la obstinación del anciano no lo impresionaba.
—Eminencia, yo lo eché. Y con la misma facilidad podría volver a contratarlo. ¿Es que no le gustaría morir aquí, en el Vaticano, siendo el cardenal archivero? ¿No le gustaría ver restituido el documento que falta? ¿Acaso no significa más para usted su deber que sus sentimientos personales hacia mí?
El anciano se movió inquieto, su silencio tal vez indicativo de que se estaba planteando la proposición.
—¿Qué quiere? —preguntó éste al cabo.
—Dígame adónde ha ido el padre Michener.
—Esta mañana me han dicho que ha ido a Bamberg. —Su voz destilaba resignación.
—De modo que me ha mentido.
—Me preguntó si sabía dónde estaba, y no lo sé. Sólo sé lo que me han dicho.
—Y ¿cuál es el propósito de ese viaje?
—Puede que el documento que usted busca esté allí.
Y ahora algo nuevo:
—¿Y Ngovi?
—Está esperando la llamada del padre Michener.
Las desnudas manos de Valendrea se aferraron al borde del libro. No se había molestado en ponerse guantes. ¿Qué más daba? Para el día siguiente el libro se habría convertido en cenizas. Y ahora la parte crítica:
—¿Está Ngovi a la espera de saber qué dice el documento que falta?
El anciano asintió como si le doliera ser sincero.
—Quieren saber lo que por lo visto usted ya sabe.