21:00
Katerina se acercó al edificio donde vivía Michener. La oscura calle estaba desierta y llena de coches. Las ventanas abiertas le permitieron oír conversaciones, chillidos infantiles y retazos de música. Del bulevar que se extendía a unos cuarenta y cinco metros a sus espaldas llegaba el ruido sordo del tráfico.
En el apartamento de Michener se veía luz, y ella se refugió en un portal de la calle de enfrente, a salvo entre las sombras, y se quedó mirando al tercero.
Tenían que hablar. Él debía entender que no lo había traicionado, no le había contado nada a Valendrea. Con todo, había abusado de su confianza. Michener no se había enfadado tanto como ella esperaba, más bien estaba dolido, lo cual la hacía sentir peor. ¿Cuándo iba a aprender? ¿Por qué seguía cometiendo los mismos errores? ¿Es que no podía hacer por una vez lo correcto por el motivo correcto? Podía mejorar, pero había algo que siempre parecía impedírselo.
Permaneció en la negrura, reconfortada por la soledad, firme sobre lo que tenía que hacer. No había señales de movimiento en la ventana del tercer piso, y se preguntó si Michener estaría allí.
Justo cuando se armaba de valor para cruzar la calle, un coche giró en el bulevar y avanzó despacio hacia el edificio. Los faros barrían un tramo de calle, y ella se pegó a la pared, sumiéndose en la oscuridad. Los faros se apagaron y el vehículo se detuvo.
Un Mercedes cupé oscuro.
La puerta trasera se abrió, y salió un hombre. Al resplandor de la luz interior vio que era alto, el delgado rostro dividido por una nariz larga y afilada. Llevaba un traje gris holgado, y a ella no le gustó el brillo de sus ojos oscuros. Había visto hombres así antes. En el coche había otros dos tipos: uno al volante, y el otro en el asiento de atrás. El cerebro le dijo que aquello significaba problemas. Seguro que los enviaba Ambrosi.
El alto entró en el edificio de Michener, y el Mercedes siguió su camino calle abajo.
La luz del piso de Michener continuaba encendida.
No había tiempo para llamar a la policía.
Salió del portal y cruzó la calle a la carrera.
Michener terminó de leer la última carta y se quedó mirando los sobres que había desparramados a su alrededor. Llevaba las últimas dos horas leyendo cada palabra que Irma Rahn había escrito. Sin duda el baúl no encerraba la correspondencia de toda su vida. Tal vez Volkner hubiese guardado únicamente las misivas que tenían algún significado. La más reciente estaba fechada dos meses atrás: otra carta conmovedora en la que Irma se lamentaba de la salud de Clemente, preocupada por lo que veía en televisión, instándole a que se cuidara.
Repasó todos aquellos años y comprendió algunos de los comentarios que Volkner hiciera, en particular cuando hablaban de Katerina.
«¿Acaso crees que eres el único sacerdote que ha sucumbido? Además, ¿tan malo fue? ¿Tenías la sensación de que estaba mal, Colin? ¿Te decía el corazón que estaba mal?».
Y, justo antes de morir, la curiosa afirmación de Clemente al preguntar por Katerina y el tribunal: «Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar».
Pensó que su amigo sólo pretendía consolarlo, pero ahora caía en la cuenta de que había más.
«Lo cual no significa que no puedan ser amigos. Compartir la vida con palabras y sentimientos. Experimentar la intimidad que puede proporcionar alguien que se preocupa por uno sinceramente. Sin duda la Iglesia no nos prohíbe ese placer».
Recordó las preguntas que Clemente planteara en Castelgandolfo, horas antes de que falleciera: «¿Por qué no pueden casarse los sacerdotes? ¿Por qué han de ser castos? Si es aceptable para otros, ¿por qué no para el clero?».
No pudo evitar preguntarse hasta dónde habría llegado la relación. ¿Había roto el Papa el voto del celibato? ¿Había hecho lo mismo de que se acusaba a Tom Kealy? Nada en las cartas lo indicaba, lo cual, de por sí, no quería decir nada. Después de todo ¿quién escribiría semejante cosa?
Se recostó en el sofá y se frotó los ojos.
La traducción del padre Tibor no se encontraba en el baúl. Había revisado cada sobre, leído cada carta por si Clemente había escondido el papel en una de ellas. A decir verdad no mencionaba nada ni remotamente relacionado con Fátima. Su esfuerzo parecía otro callejón sin salida. Estaba justo donde empezó, salvo que ahora sabía de la existencia de Irma Rahn.
«No se olvide de Bamberg».
Eso fue lo que le dijo Jasna. Y ¿qué le había dicho Clemente en el último mensaje? «Preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante tal vez mi legado pueda descansar allí».
Y luego la tarde en la solana de Castelgandolfo y lo que musitó Clemente:
«Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima».
«¿Qué hay en ella?».
«Parte de lo que me mandó el padre Tibor».
¿Parte? No pilló la indirecta hasta ese instante.
De nuevo se le pasó por la cabeza el viaje a Turín, junto con los acalorados comentarios de Clemente sobre su lealtad y sus aptitudes. Y el sobre. «¿Te importaría echarme esto al correo?». Iba dirigido a Irma Rahn. A él no le pareció extraño, pues le había enviado numerosas cartas a lo largo de los años. Sin embargo era raro que le pidiera mandarla desde allí y en persona. Clemente había estado en la Riserva la noche anterior. Él y Ngovi habían permanecido fuera esperando mientras el Papa estudiaba el contenido de la caja. Una ocasión perfecta para sustraer algo. Lo cual significaba que cuando Clemente y Valendrea bajaron a la Riserva días después, la copia de la traducción ya había desaparecido. ¿Qué le había preguntado él antes a Valendrea?
«¿Cómo sabe que estaba allí?».
«No lo sé, pero nadie volvió al archivo después de aquel viernes por la noche, y Clemente murió a los dos días».
La puerta del apartamento se abrió de golpe.
La habitación estaba iluminada únicamente por una lámpara y, en las sombras, un tipo alto y delgado avanzaba hacia él. Fue arrancado del suelo, y un puño se hundió en su abdomen.
Sus pulmones se quedaron sin aire.
El asaltante le propinó otro golpe en el pecho que lo hizo tambalearse hacia el dormitorio. La impresión lo había paralizado. Él nunca había participado en una pelea. El instinto le decía que levantara los brazos para protegerse, pero el hombre volvió a acertarle en el estómago. El impacto lo lanzó sobre la cama.
Jadeando, miró la oscura silueta, preguntándose qué sería lo siguiente. El hombre se sacó algo del bolsillo, un rectángulo negro de unos quince centímetros con unos brillantes dientes metálicos que sobresalían de un extremo como si fuesen tenazas. De repente percibió un destello entre los dientes.
Un arma paralizadora.
La guardia suiza las llevaba para proteger al Papa sin usar balas. A él y a Clemente se las habían enseñado y les habían explicado que una pila de nueve voltios se podía transformar en doscientos mil voltios capaces de inmovilizar a alguien rápidamente. Vio la corriente blanquiazul saltar de un electrodo a otro, haciendo chasquear el aire que quedaba atrapado en medio.
El hombre esbozó una sonrisa.
—Ahora vamos a divertirnos un rato —le dijo en italiano.
Michener reunió todas sus fuerzas y se levantó de un salto, describió un arco con la pierna y golpeó el brazo extendido del otro. El arma salió volando hacia la puerta abierta.
Aquella acción pareció sorprender a su agresor, pero éste se recuperó y le propinó a Michener un revés en el rostro que lo tumbó en la cama.
La mano del hombre desapareció en otro bolsillo. Tras oír un clic surgió una navaja. El hombre avanzó con el arma bien asida en la mano, y Michener se preparó para la embestida al tiempo que se preguntaba qué sentiría cuando lo apuñalara.
Pero no sintió nada.
En su lugar se oyó un chasquido eléctrico y el tipo se estremeció. Clavó los ojos en el cielo, dejó caer los brazos, y su cuerpo empezó a sufrir convulsiones y violentos espasmos. La navaja se desprendió cuando los músculos dejaron de responderle y él se desplomó en el suelo.
Michener se incorporó.
Detrás del asaltante estaba Katerina, que arrojó el arma a un lado y corrió hacia él.
—¿Estás bien?
Él se sujetaba el estómago, pugnando por respirar.
—¿Colin, te encuentras bien?
—¿Quién demonios era… ése?
—Ahora no es momento. Hay otros dos abajo.
—¿Qué sabes tú… que yo no sepa?
—Te lo explicaré luego. Tenemos que irnos.
El cerebro de Michener se puso en marcha de nuevo.
—Coge mi bolsa de viaje. Está… ahí. Es la de Bosnia, aún no la he deshecho.
—¿Vas a algún sitio?
Él no quiso responder, y Katerina pareció entender su silencio.
—No vas a decírmelo —razonó ella.
—¿Por qué has… venido?
—Vine a hablar contigo, a intentar explicarme. Pero llegaron ese tipo y otros dos.
Michener trató de levantarse de la cama, pero un dolor agudo se lo impidió.
—Estás herido —observó ella.
Él expulsó el aire que tenía en los pulmones.
—¿Sabías que iba a venir ese tipo?
—No me puedo creer que hagas esa pregunta.
—Contéstame.
—Vine a hablar contigo y oí el paralizador. Te vi quitárselo de una patada y luego vi la navaja, así que agarré ese chisme e hice lo que pude. Creí que estarías agradecido.
—Lo estoy. Dime lo que sabes.
—Ambrosi me atacó la noche que quedamos con el padre Tibor en Bucarest. Dejó claro que si no cooperaba se armaría la de San Quintín. —Señaló el bulto del suelo—. Supongo que ése tendrá algo que ver con él, pero no sé por qué ha venido por ti.
—Imagino que Valendrea estaba descontento con la discusión que mantuvimos hoy y decidió forzar la situación. Me dijo que no me gustaría el siguiente mensajero que me enviaría.
—Tenemos que irnos —insistió ella.
Michener se acercó a la bolsa de viaje y se puso unas zapatillas de deporte. El dolor de estómago hizo que se le saltaran las lágrimas.
—Te quiero, Colin. Lo que hice estuvo mal, pero lo hice por un buen motivo. —Las palabras salieron atropelladamente. Necesitaba pronunciarlas.
Él se la quedó mirando.
—Es difícil discutir con alguien que acaba de salvarte la vida.
—No quiero discutir.
Él tampoco quería. Quizás no debiera ser tan moralizador. Él tampoco había sido completamente franco con ella. Se inclinó y le tomó el pulso al agresor.
—Probablemente esté bastante cabreado cuando despierte. Preferiría no estar cerca.
Se encaminó hacia la puerta del apartamento y divisó las cartas y los sobres esparcidos por el suelo. Había que destruirlos. Se dirigió hacia ellos.
—Colin, tenemos que salir de aquí antes de que los otros decidan subir.
—Tengo que recoger esto…
Al punto oyó zapatazos en las escaleras, tres pisos más abajo.
—Colin, no tenemos tiempo.
Cogió unos puñados de cartas y metió lo que pudo en la bolsa, si bien sólo logró hacerse con la mitad. Luego se puso en pie y salieron de allí. Él señaló hacia arriba, y subieron de puntillas hasta el cuarto mientras los pasos resonaban con mayor nitidez. El dolor que sentía en el costado le dificultaba el caminar, pero la adrenalina lo impulsaba a seguir adelante.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —susurró ella.
—Hay otra escalera en la parte de atrás. Da a un patio. Sígueme.
Recorrieron el pasillo con cautela, alejándose de la fachada del edificio. Dio con la escalera justo cuando vieron aparecer a dos hombres a quince metros.
Michener bajó las escaleras de tres en tres. Un dolor electrizante le quemaba el abdomen. La bolsa de viaje golpeándole el tórax no hacía sino aumentar el sufrimiento. Giraron en el descansillo, llegaron a la planta baja y salieron disparados del edificio.
Al otro lado el patio estaba lleno de coches que sortearon zigzagueando. Michener la guió hasta un arco que desembocaba en el concurrido bulevar. Los coches pasaban a toda velocidad, y la gente abarrotaba las aceras. Gracias a Dios a los romanos les gustaba cenar tarde.
Divisó un taxi que se arrimaba al bordillo, a quince metros.
Agarró a Katerina y fue directo hacia el tiznado vehículo. Al volver la cabeza vio a dos hombres que salían del patio.
Éstos lo localizaron y echaron a correr hacia ellos.
Michener consiguió alcanzar el taxi, abrió de un tirón la puerta de atrás y se subieron a él.
—¡Arranque! —gritó en italiano.
El coche avanzó entre sacudidas, y él vio por la luneta que los hombres cejaban en su empeño.
—¿Adónde vamos? —inquirió Katerina.
—¿Llevas encima el pasaporte?
—Lo tengo en la cartera.
—Al aeropuerto —ordenó al taxista.