Michener salió de la biblioteca. Ambrosi esperaba fuera, pero no lo acompañó hasta la logia, sino que se limitó a decirle que el coche y su conductor lo llevarían a donde quisiera.
Katerina estaba sentada en un sofá dorado. Él trataba de comprender qué la había impulsado a engañarlo. Le había extrañado que diera con él en Bucarest y que luego se presentara en su apartamento de Roma. Quería creer que todo lo que había pasado entre ellos había sido sincero, pero no podía evitar pensar que era un cuento destinado a influir en sus sentimientos y hacerle bajar la guardia. Le preocupaba que hubiera oídos indiscretos. Y en lugar de eso, la única persona en la que confiaba se había convertido en la emisaria perfecta de su enemigo.
Clemente se lo había advertido en Turín: «No tienes idea de hasta dónde puede llegar alguien como Alberto Valendrea. ¿Piensas que puedes luchar contra Valendrea? No, Colin. Tú no puedes competir con él, eres demasiado cabal, demasiado confiado».
Se le hizo un nudo en la garganta al acercarse a Katerina. Tal vez la crispación de su rostro traicionara sus pensamientos.
—Te ha hablado de mí, ¿verdad? —Su voz era triste.
—¿Lo esperabas?
—Ambrosi estuvo a punto de hacerlo ayer, así que supuse que lo haría Valendrea. Ya no me necesitan.
Él se sintió asaltado por las emociones.
—No les he dicho nada, Colin. Nada de nada. Cogí el dinero de Valendrea y fui a Rumanía y a Bosnia, es verdad, pero porque quería ir, no porque ellos quisieran que fuese. Los utilicé igual que ellos me utilizaron a mí.
Las palabras sonaban bien, pero no bastaban para aliviar su dolor. Él preguntó con tranquilidad:
—¿La verdad significa algo para ti?
Ella se mordió el labio, y Michener vio que le temblaba el brazo derecho. La ira, su respuesta de siempre ante un enfrentamiento, no había emergido. Al no contestar, él añadió:
—Me fiaba de ti, Kate. Te conté cosas que no le habría contado a nadie.
—Y yo no abusé de esa confianza.
—¿Cómo voy a creerte? —repuso, aunque quería hacerlo.
—¿Qué te dijo Valendrea?
—Lo suficiente como para que estemos manteniendo esta conversación.
Se estaba quedando desconcertado. Sus padres habían muerto, al igual que Jakob Volkner, y ahora Katerina lo había traicionado. Por primera vez en su vida estaba solo, y de repente cayó sobre él el peso de ser un niño no deseado que había nacido en una institución y que había sido arrancado a su madre. Estaba perdido en muchos sentidos, no tenía adonde dirigirse. Creyó que, con Clemente muerto, la mujer que tenía delante poseía la respuesta a su futuro. Incluso estaba dispuesto a renunciar a un cuarto de siglo de su vida en favor de la oportunidad de amarla y ser amado.
Pero ¿cómo iba a hacer eso ahora?
Hubo un momento de tenso silencio, embarazoso y violento.
—Muy bien, Colin —dijo ella al cabo—. He captado el mensaje. Me voy.
Dio media vuelta para marcharse.
El taconeo resonó en el mármol mientras se alejaba. Él quiso decirle: «No te vayas, espera». Pero fue incapaz de pronunciar las palabras.
Y se fue en la dirección opuesta, hacia la salida. No tenía intención de utilizar el coche que Ambrosi le había ofrecido. No quería nada más de aquel sitio, salvo que lo dejaran en paz.
Se encontraba en el Vaticano sin credenciales ni escolta, pero su rostro era tan conocido que ninguno de los guardias se cuestionó su presencia. Llegó al final de una larga logia repleta de planisferios y globos terráqueos. Maurice Ngovi se hallaba en la puerta de enfrente.
—Me enteré de que estabas aquí —comentó mientras él se aproximaba—. También sé lo que sucedió en Bosnia. ¿Te encuentras bien?
Michener asintió.
—Iba a llamarlo más tarde.
—Tenemos que hablar.
—¿Dónde?
Ngovi pareció entender, y le indicó que lo siguiera. Caminaron sin decir nada hasta el archivo. Las salas de lectura volvían a estar llenas de estudiosos, historiadores y periodistas. Ngovi vio al cardenal archivero, y los tres se dirigieron a una de las salas de lectura. Una vez dentro y con la puerta cerrada Ngovi dijo:
—Creo que este sitio es más o menos reservado.
Michener se volvió al archivero.
—Pensé que a estas alturas estaría sin empleo.
—Me han ordenado que me vaya antes del fin de semana. Mi sustituto llegará pasado mañana.
Él sabía lo que ese empleo significaba para el anciano.
—Lo siento. Pero creo que estará mejor así.
—¿Qué quería de ti nuestro pontífice? —inquirió Ngovi.
Michener se dejó caer en una de las sillas.
—Cree que tengo un documento que estaba supuestamente en la Riserva. Algo que el padre Tibor envió a Clemente y guarda relación con el tercer secreto de Fátima. El facsímil de una traducción. No tengo ni idea de qué me habla.
Ngovi le dirigió una mirada de extrañeza al archivero.
—¿Qué ocurre? —inquirió Michener.
Ngovi le refirió la visita que hizo Valendrea el día anterior a la Riserva.
—Se comportó como un loco —aseguró el archivero—. No paraba de decir que había desaparecido algo de la caja. Me asustó de veras. Dios ampare a esta Iglesia.
—¿Le explicó algo Valendrea? —le preguntó Ngovi.
El interpelado les contó a ambos lo que el Papa había dicho.
—Aquel viernes por la noche que Clemente y Valendrea estuvieron juntos en la Riserva quemaron algo —agregó el cardenal archivero—. Encontramos cenizas en el suelo.
—¿Clemente no le dijo nada al respecto? —se interesó Michener.
El archivero negó con la cabeza.
—Ni una palabra.
Muchas de las piezas empezaban a encajar, pero seguía habiendo un problema.
—Todo este asunto es extraño. La hermana Lucía en persona confirmó en el año 2000 la autenticidad del tercer secreto antes de que Juan Pablo lo diera a conocer.
Ngovi asintió.
—Yo lo presencié. El texto original fue de la Riserva a Portugal en la caja, y ella ratificó que el documento era el mismo que redactó en 1944. Pero, Colin, en la caja sólo había dos papeles. Yo mismo estaba allí cuando la abrieron: contenía un texto original y una traducción al italiano. Nada más.
—Si el mensaje se hallaba incompleto, ¿no habría dicho ella nada? —preguntó Michener.
—Era muy anciana y frágil —replicó Ngovi—. Recuerdo que se limitó a echar una ojeada a la página y asintió. Me dijeron que no veía bien y no oía.
—Maurice me pidió que hiciera unas comprobaciones —terció el archivero—. Valendrea y Pablo VI entraron en la Riserva el 18 de mayo de 1978, y Valendrea regresó una hora después, por orden expresa de Pablo, y permaneció allí a solas quince minutos.
Ngovi lo corroboró.
—Da la impresión de que lo que el padre Tibor envió a Clemente abrió una puerta que Valendrea creía cerrada hacía tiempo.
—Y que puede que le costara la vida a Tibor. —Sopesó la situación—. Valendrea dijo que lo que ha desaparecido es el «facsímil de una traducción». Una traducción ¿de qué?
—Colin, parece que el tercer secreto de Fátima va más allá de lo que sabemos —afirmó Ngovi.
—Y Valendrea cree que lo tengo yo.
—¿Lo tienes? —inquirió Ngovi.
Michener negó con la cabeza.
—Si fuera así se lo daría. Estoy harto, lo único que quiero es terminar con todo esto.
—¿Tienes idea de qué puede haber hecho Clemente con la copia de Tibor?
Lo cierto es que no se lo había planteado.
—No. Clemente no era de los que robaban.
Tampoco de los que se suicidaban, pero supo que era mejor callarse: el archivero no sabía nada de eso. Sin embargo, por la expresión de Ngovi supo que el keniano estaba pensando en lo mismo.
—Y ¿qué pasó en Bosnia? —preguntó éste.
—Cosas más raras que en Rumanía.
Les enseñó el mensaje de Jasna. Le había dado a Valendrea una copia y había conservado el original.
—No podemos darle demasiado crédito a esto —aseveró Ngovi—. Medjugorje parece más una feria que una experiencia religiosa. El décimo secreto podrían ser simplemente las imaginaciones de esta visionaria y, para ser sincero, teniendo en cuenta su envergadura, me veo obligado a cuestionarme seriamente si no será eso.
—Justo lo que yo pienso —coincidió Michener—. Jasna se ha convencido de que es real. Con todo, Valendrea reaccionó violentamente al leerlo. —Les contó lo que acababa de ocurrir.
—Así es como se condujo en la Riserva —aseguró el archivero—. Como un loco.
Michener clavó la vista en Ngovi.
—¿Qué está pasando aquí, Ngovi?
—No sé qué decir. Años atrás, cuando era obispo, otros y yo nos pasamos tres meses estudiando el tercer secreto a petición de Juan Pablo. Ese mensaje era muy distinto de los dos primeros. Éstos eran precisos, detallados, pero el tercero era una especie de parábola. Su Santidad pensó que no estaba de más pedir consejo a la Iglesia para interpretarlo, y yo me mostré conforme. Pero no nos planteamos que el mensaje estuviese incompleto.
Ngovi señaló un volumen grueso y enorme que descansaba en la mesa. El colosal manuscrito era antiguo, sus páginas tan viejas que parecían carbonizadas. En la tapa se veían unos garabatos en latín rodeados de vistosos dibujos de papas y cardenales. Las palabras lignum vitae, escritas en desvaída tinta carmesí, resultaban apenas perceptibles.
Ngovi se sentó en una de las sillas y le preguntó a Michener:
—¿Qué sabes de san Malaquías?
—Lo bastante para poner en duda si el hombre era sincero.
—Te aseguro que sus profecías son reales. Ese libro de ahí fue publicado en Venecia en 1595 por un historiador benedictino, Arnold Wion, y es el relato definitivo de lo que el propio san Malaquías escribió sobre sus visiones.
—Maurice, esas visiones sucedieron a mediados del siglo doce, y pasaron cuatrocientos años antes de que Wion comenzara a anotarlo todo. He oído esas patrañas. Quién sabe lo que dijo Malaquías, si es que dijo algo. Sus palabras no han sobrevivido.
—Pero los escritos de Malaquías se encontraban aquí en 1595 —intervino el archivero—. Nuestros índices lo demuestran. Así que Wion habría tenido acceso a ellos.
—Si los libros de Wion sobrevivieron, ¿por qué no el texto de Malaquías?
Ngovi señaló el mamotreto.
—Aunque lo que escribió Wion sea falso, y se trate de sus profecías en lugar de las de Malaquías, la precisión de éstas es extraordinaria. Más aún teniendo en cuenta lo que ha ocurrido estos últimos días.
Ngovi le entregó tres hojas mecanografiadas. Michener les echó un vistazo y vio que era un resumen.
San Malaquías era irlandés y nació en 1094. Se ordenó sacerdote a los veinticinco años y obispo a los treinta. En 1139 abandonó Irlanda y se fue a Roma, donde informó de sus diócesis al Papa Inocencio II. Estando allí tuvo una extraña visión del futuro, una larga lista de hombres que un día gobernarían la Iglesia. Trasladó su visión al pergamino y le ofreció a Inocencio el manuscrito. El Papa lo leyó y a continuación lo guardó en el archivo, donde permaneció hasta 1595, cuando Arnold Wion dejó nueva constancia del listado de pontífices a los que Malaquías había visto, junto con las consignas proféticas de Malaquías, empezando por Celestino II, en 1143, y terminando 111 papas después, con el supuesto último pontífice.
—Ni siquiera hay pruebas de que Malaquías tuviera visiones —apuntó Michener—. Si la memoria no me falla, todo eso fue un añadido llevado a cabo por terceros a finales del siglo diecinueve.
—Lee alguna de las consignas —pidió Ngovi con tranquilidad.
Fijó de nuevo la vista en las páginas que tenía en la mano. Según el vaticinio, el octogésimo primer papa sería «El lirio y la rosa», y Urbano VIII, pontífice por aquel entonces, era de Florencia, cuyo símbolo era una flor de lis roja. También era obispo de Spoletto, cuyo símbolo era la rosa. El nonagésimo cuarto papa sería «La rosa de Umbría», y Clemente XIII, antes de ser papa, era gobernador de Umbría. El «Peregrino apostólico» era la predicción para el nonagésimo sexto pontífice, y Pío VI terminaría sus días como prisionero errante de los revolucionarios franceses. León XIII fue el centésimo segundo pontífice, al que llamó «Luz en el cielo», y el escudo de armas de León mostraba un cometa. De Juan XXIII dijo que sería «Pastor y navegante», un juicio certero, ya que él mismo definió su pontificado como el de un pastor, y el distintivo del Vaticano II, el concilio que convocó, era una cruz y un barco. Además, antes de que fuera elegido, Juan era patriarca de Venecia, una antigua capital marítima.
Michener alzó la cabeza.
—Interesante, pero ¿qué tiene esto que ver con lo otro?
—Clemente fue el papa número 111, según Malaquías «De la gloria del olivo». ¿Recuerdas el Evangelio de san Marcos, capítulo 24, las señales del fin del mundo?
Lo recordaba: Jesús salió del templo y se alejaba cuando los discípulos alabaron la belleza de la construcción. «En verdad os digo», anunció él, «que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea demolida». Después, en el monte de los Olivos, los discípulos le suplicaron que dijera cuándo iba a suceder eso y cuál sería la señal del fin del mundo.
—En ese pasaje Cristo predijo el segundo advenimiento. Pero no creerá de verdad que el fin del mundo se acerca, ¿no?
—Tal vez no algo tan catastrófico, pero sí un claro final y un nuevo comienzo. Según las predicciones, Clemente sería el precursor de ese evento. Y aún hay más; de todos los papas que describió Malaquías desde 1143, el último de sus ciento doce es el actual pontífice, y en 1138 Malaquías vaticinó que se llamaría Petrus Romanus.
Pedro el Romano.
—Pero eso es una falacia —aseguró Michener—. Hay quien dice que Malaquías nunca dijo nada de un Pedro, que eso fue añadido en una edición del siglo diecinueve.
—Ojalá fuera cierto —afirmó Ngovi mientras se ponía unos guantes de algodón y abría con delicadeza el voluminoso manuscrito. El esfuerzo hizo crujir el antiguo pergamino—. Lee esto.
Michener miró las palabras, escritas en latín:
En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.
—Valendrea —empezó Ngovi— escogió el nombre de Pedro motu propio. ¿Entiendes ahora por qué estoy tan preocupado? Ésas son las palabras de Wion, supuestamente también las de Malaquías, escritas hace siglos. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionarlas? Quizás Clemente tuviese razón: planteamos demasiadas preguntas y hacemos lo que nos place, en lugar de lo que se supone hemos de hacer.
—¿Cómo te explicas que este libro tenga casi quinientos años de antigüedad y que estas caracterizaciones se ajusten a estos papas? —preguntó el cardenal archivero—. Que diez o veinte sean correctas es coincidencia, pero un noventa por ciento es otra cosa, y de eso es de lo que estamos hablando. Sólo alrededor de un diez por ciento de las caracterizaciones parece no guardar relación alguna; la mayoría es sorprendentemente precisa. Y la última, Pedro, es exactamente la 112. Me estremecí cuando Valendrea adoptó ese nombre.
Las cosas se sucedían deprisa. Primero lo de Katerina, y ahora la posibilidad de que se acercara el fin del mundo. «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo». A Roma se la llamaba desde hacía tiempo «la ciudad de las siete colinas». Miró a Ngovi. La preocupación estaba escrita en el rostro del prelado.
—Colin, has de encontrar la copia de la traducción de Tibor. Si Valendrea cree que ese documento es vital, nosotros también deberíamos creerlo. Conocías a Jakob mejor que nadie. Descubre su escondite. —Ngovi cerró el manuscrito—. Puede que éste sea el último día que tengamos acceso a este archivo. Vamos a ser víctimas de una manía persecutoria, Valendrea está depurando a todos los disidentes. Quería que vieras esto directamente para que entendieras la gravedad. Lo que anotó la visionaria de Medjugorje es discutible, pero lo que escribió la hermana Lucía y tradujo el padre Tibor es otra cosa.
—No tengo idea de dónde podría estar ese documento. Ni siquiera me cabe en la cabeza que Jakob lo sacara del Vaticano.
—Yo era el único que conocía la combinación de la caja fuerte —dijo el cardenal archivero—. Y sólo la abrí para Clemente.
Al pensar de nuevo en la traición de Katerina lo invadió el vacío. Centrarse en otro asunto tal vez sirviera de ayuda, aunque sólo fuese durante un tiempo.
—Veré qué puedo hacer. Pero ni siquiera sé por dónde empezar.
El gesto de Ngovi era adusto.
—Colin, no quiero dramatizar más de lo necesario, pero puede que el destino de la Iglesia esté en tus manos.