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Medjugorje, Bosnia-Herzegovina

18:00

A Katerina se le hizo un nudo en el estómago al ver al padre Ambrosi entrar en el hospital. Reparó de inmediato en una novedad: el ribete escarlata y la faja roja de su sotana negra, lo que quería decir que había ascendido a monseñor. Al parecer Pedro II no perdía el tiempo repartiendo el botín.

Michener descansaba en su habitación. Todas las pruebas que le habían realizado habían dado negativas, y el médico pronosticó que al día siguiente estaría bien. Tenían pensado irse a Bucarest a la hora de comer, pero la presencia de Ambrosi en Bosnia era sinónimo de problemas.

Éste la divisó y se acercó a ella.

—Me han dicho que el padre Michener se ha salvado por los pelos de morir.

A ella le molestó su fingida preocupación, a todas luces de cara a la galería.

—Váyase a la mierda —le dijo en voz baja—. Esta fuente está seca.

Él meneó la cabeza simulando indignación.

—Así que es verdad que el amor lo vence todo. Da igual. No queremos nada más de usted.

Pero ella sí quería algo.

—No quiero que Colin se entere de lo nuestro.

—Me hago cargo.

—Yo misma se lo contaré, ¿entendido?

Él no respondió.

Katerina tenía en el bolsillo el décimo secreto, escrito por Jasna. Estuvo a punto de sacar el papel y obligar a Ambrosi a leer las palabras, pero lo que el Cielo deseara sin duda carecía de interés para aquel idiota arrogante. Nadie sabría nunca si el mensaje provenía de la madre de Dios o de las lamentaciones de una mujer que se hallaba convencida de haber sido elegida por la divinidad. Sin embargo Katerina se preguntó cómo justificarían la Iglesia y Alberto Valendrea el décimo secreto, sobre todo después de aceptar los otros nueve de Medjugorje.

—¿Dónde está Michener? —preguntó Ambrosi con tono inexpresivo.

—¿Qué quiere de él?

—Yo nada, pero no así su Papa.

—Déjenlo en paz.

—Caramba, la leona enseña las garras.

—Lárguese de aquí.

—Me temo que no es usted quién para decirme lo que tengo que hacer. Imagino que la palabra del secretario del Papa tendría mucho peso aquí, seguro que más que la de una periodista desempleada.

La esquivó, pero ella se interpuso en su camino.

—Lo digo en serio, Ambrosi, déjenos en paz. Dígale a Valendrea que Colin ha terminado con Roma.

—Sigue siendo un sacerdote de la Iglesia, sujeto a la autoridad del Papa. Hará lo que se le ordene o se atendrá a las consecuencias.

—¿Qué quiere Valendrea?

—Vamos a ver a Michener —sugirió Ambrosi— y se lo explicaré. Le aseguro que merece la pena escucharlo.

Katerina entró en la habitación con Ambrosi a la zaga. Michener estaba sentado en la cama, y su rostro se contrajo al ver al visitante.

—Le traigo recuerdos de Pedro II —anunció Ambrosi—. Nos hemos enterado de lo sucedido…

—Y sintió la necesidad de venir hasta aquí para hacerme saber lo preocupados que están.

Ambrosi se mantenía imperturbable, y Katerina se preguntó si esa capacidad sería innata o si habría llegado a dominar la técnica a lo largo de años de engaño.

—Sabemos por qué está en Bosnia —afirmó Ambrosi—, me han enviado a averiguar si los visionarios le han contado algo.

—Nada en absoluto.

A Katerina también le impresionó el talento de Michener para mentir.

—¿Quiere que vaya a enterarme de si está siendo sincero?

—Haga lo que le plazca.

—La información que circula por la localidad es que el décimo secreto le fue revelado a la visionaria, Jasna, la otra noche y que las visiones han cesado. A los sacerdotes de aquí les disgusta bastante esa perspectiva.

—¿No vendrán más turistas? ¿Adiós al dinero? —no pudo evitar decir Katerina.

Ambrosi se volvió a ella.

—Quizás sea mejor que espere fuera. Éste es un asunto de la Iglesia.

—Ella no va a ninguna parte —espetó Michener—. Con todo lo que sin duda habrán estado haciendo usted y Valendrea estos dos últimos días y les preocupa lo que sucede aquí, en Bosnia. ¿Por qué?

Ambrosi entrelazó las manos a la espalda.

—Soy yo quien hace las preguntas.

—Se lo ruego, adelante.

—El Santo Padre le ordena que vuelva a Roma.

—Ya sabe lo que puede decirle al Santo Padre.

—Qué falta de respeto. Al menos nosotros no menospreciábamos abiertamente a Clemente XV.

El rostro de Michener se endureció.

—¿Se supone que eso ha de impresionarme? Hicieron todo lo posible por desbaratar todo cuanto él intentaba hacer.

—Esperaba que me causara problemas. El tono del comentario de Ambrosi inquietó a Katerina, pero él parecía sumamente complacido.

—Debo informarle de que si no viene por su propio pie, el gobierno italiano dará orden de que lo arresten.

—¿De qué narices está hablando? —inquirió Michener.

—El nuncio apostólico de Bucarest ha puesto al corriente a Su Santidad de la reunión que mantuvo usted con el padre Tibor. Le molesta que no se le informara de lo que hacían usted y Clemente. Ahora las autoridades rumanas quieren hablar con usted. Ellos, al igual que nosotros, se mueren de curiosidad por saber qué quería el difunto Papa del anciano sacerdote.

Katerina sintió opresión en la garganta; aquello se iba adentrando en aguas peligrosas. Sin embargo Michener estaba impertérrito.

—¿Quién ha dicho que a Clemente le interesara el padre Tibor?

Ambrosi se encogió de hombros.

—¿Usted? ¿Clemente? ¿Qué más da? Lo único que importa es que fue usted a verlo, y la policía rumana desea hablar con usted. La Santa Sede puede impedirlo o alentarlo. ¿Qué prefiere?

—Me da igual.

Ambrosi se volvió hacia Katerina.

—¿Y a usted? ¿También le da igual?

Ella cayó en la cuenta de que el muy capullo estaba jugando su baza: o conseguía que Michener regresara a Roma o éste se enteraría ya mismo de cómo ella había dado con él tan fácilmente en Bucarest y en Roma.

—¿Qué tiene ella que ver con esto? —se apresuró a preguntar Michener.

Ambrosi hizo una desesperante pausa, y a Katerina le apeteció cruzarle la cara, como ya hiciera en Roma, pero se contuvo.

Ambrosi volvió a centrarse en Michener.

—Sólo me preguntaba cuál sería su opinión. Tengo entendido que nació en Rumanía y está familiarizada con la policía de su país. Supongo que sería preferible evitar sus técnicas de interrogatorio.

—¿Le importaría decirme cómo es que sabe tantas cosas de ella?

—El padre Tibor habló con el nuncio apostólico en Bucarest y le dijo que la señorita Lew se encontraba presente cuando usted habló con él. Yo me limité a informarme de sus antecedentes.

Katerina admiró la explicación de Ambrosi. De no ser porque conocía la verdad, hasta ella le hubiese creído.

—Déjela al margen de esto —pidió Michener.

—¿Volverá a Roma?

—Sí.

La respuesta la sorprendió, y Ambrosi asintió en señal de aprobación.

—Tengo listo un avión en Split. ¿Cuándo saldrá del hospital?

—Por la mañana.

—Esté preparado a las siete. —Ambrosi fue hacia la puerta—. Y esta tarde —se detuvo un instante— rezaré por su pronta recuperación.

Luego salió.

—Si va a rezar por mí es que estoy en un buen lío —dedujo Michener cuando la puerta se cerró.

—¿Por qué has accedido a volver? Lo de Rumanía era un farol.

Michener cambió de postura en la cama, y ella lo ayudó a colocarse.

—He de hablar con Ngovi. Debe saber lo que ha dicho Jasna.

—¿Para qué? No es posible que creas una palabra de lo que ha escrito. Ese secreto es absurdo.

—Puede, pero es el décimo secreto de Medjugorje, tanto si lo creemos como si no. Tengo que dárselo a Ngovi.

Ella le enderezó la almohada.

—¿Has oído hablar de los faxes?

—No quiero discutir esto, Kate. Además, me pica la curiosidad, quiero enterarme de qué es tan importante como para que Valendrea envíe a su recadero. Parece que es algo grande, y creo saber qué.

—¿El tercer secreto de Fátima?

Él asintió.

—Aunque sigue sin tener sentido. El mundo entero conoce ese secreto.

Ella recordó lo que el padre Tibor decía en sus mensajes a Clemente: «Haga lo que dijo la Virgen… ¿Cuánta intolerancia permitirá el Cielo?».

—Todo este asunto carece de lógica —aseguró Michener.

—Ambrosi y tú ¿siempre han sido enemigos? —le preguntó ella.

Él asintió.

—Me pregunto cómo se hizo sacerdote un hombre así. De no ser por Valendrea, jamás habría llegado a Roma. Son tal para cual. —Vaciló, como si estuviese inmerso en sus pensamientos—. Supongo que habrá un montón de cambios.

—Ése no es tu problema —replicó ella con la esperanza de que no estuviese cambiando de idea respecto al futuro.

—No te preocupes, no tengo dudas. Pero me pregunto si las autoridades rumanas estarán interesadas en mí de verdad.

—¿A qué te refieres?

—Podría ser una cortina de humo.

Ella puso cara de perplejidad.

—Clemente me mandó un correo electrónico la noche que murió. En él me decía que era posible que Valendrea hubiese destruido parte del tercer secreto original hacía mucho tiempo, cuando trabajaba para Pablo VI.

Katerina escuchaba con interés.

—Clemente y Valendrea acudieron juntos a la Riserva la noche antes de que Clemente falleciera, y al día siguiente Valendrea salió de Roma en un viaje no programado.

Ella comprendió la importancia de aquella revelación en el acto.

—¿El sábado que fue asesinado el padre Tibor?

—Une los puntos y empezará a formarse el dibujo.

A Katerina le asaltó la imagen de Ambrosi con la rodilla hundida en su pecho, las manos alrededor de su cuello. ¿Estaban implicados Valendrea y Ambrosi en el asesinato de Tibor? Le entraron ganas de contarle a Michener lo que sabía, pero se dio cuenta de que la explicación daría lugar a muchas más preguntas de las que estaba dispuesta a responder en ese momento, de manera que optó por preguntar:

—¿Podría estar implicado Valendrea en la muerte del padre Tibor?

—Resulta difícil de decir, pero es muy capaz. Igual que Ambrosi. No obstante, sigo pensando que Ambrosi se estaba tirando un farol. Lo último que quiere el Vaticano es llamar la atención. Apuesto a que nuestro nuevo Papa hará todo cuanto esté en su mano para no estar en primer plano.

—Pero Valendrea podría hacer que otro ocupara el primer plano.

Michener pareció entender.

—Por ejemplo, yo.

Ella afirmó con la cabeza.

—Nada mejor que echarle toda la culpa a un antiguo empleado.

Valendrea se puso una de las sotanas blancas que la Casa Gammarelli había confeccionado esa tarde. Por la mañana él había estado en lo cierto: sus medidas se hallaban archivadas, y resultó fácil realizar las prendas apropiadas en un breve período de tiempo. Las costureras habían hecho bien su labor. Él admiraba el buen trabajo, y anotó mentalmente que Ambrosi les diera las gracias de manera oficial.

No había tenido noticias suyas desde que se marchara a Bosnia, pero no albergaba dudas respecto a que su amigo Paolo desempeñara la misión que le había sido encomendada. Ambrosi sabía lo que había en juego. Aquella noche Valendrea le había puesto las cosas claras: era preciso traer a Roma a Colin Michener. Clemente XV había sido ingeniosamente previsor —tenía que reconocerlo—, y al parecer había concluido que Valendrea lo sucedería, de modo que había sacado a propósito la última traducción de Tibor, a sabiendas de que él no podría empezar su papado con la amenaza que suponía semejante desastre en potencia.

Pero ¿dónde estaba?

Seguro que Michener lo sabía.

Sonó el teléfono.

Valendrea se encontraba en su dormitorio del tercer piso del palacio; las dependencias papales aún no estaban listas.

El teléfono volvió a sonar.

Se preguntó a qué vendría la interrupción. Eran casi las ocho de la tarde, y él intentaba vestirse para su primera cena formal, una celebración de agradecimiento con los cardenales, y había dejado recado de que no lo molestaran. Sonó de nuevo.

Levantó el auricular.

—Santo Padre, el padre Ambrosi está llamando y me ha pedido que se lo pase. Ha dicho que es importante.

—Pásemelo.

Tras unos cuantos clics se oyó a Ambrosi:

—He hecho lo que me pidió.

—¿Y la reacción?

—Estará allí mañana.

—¿Su salud?

—Nada grave.

—¿Su compañera de viaje?

—Tan encantadora como de costumbre.

—Tengámosla contenta, por ahora.

Ambrosi le había referido que ella lo agredió en Roma. Entonces era la mejor forma de llegar a Michener, pero la situación había cambiado.

—Por mi parte, perfecto.

—Hasta mañana entonces —se despidió Valendrea—. Que tengas buen viaje.