Ciudad del Vaticano, 9:30
Valendrea subió las escaleras que conducían a la Capilla Sixtina creyendo tener el papado al alcance de la mano. El único obstáculo era un cardenal de Kenia que intentaba aferrarse a la política fallida de un Papa que se había suicidado. Si de él dependiera, y puede que así fuese antes de que acabara el día, sacaría el cuerpo de Clemente de la basílica de San Pedro y lo enviaría de vuelta a Alemania. A decir verdad tal vez fuera posible llevar a cabo esa proeza, ya que en su propio testamento —cuyo texto se había publicado hacía una semana— Clemente expresaba su sincero deseo de ser enterrado en Bamberg. El gesto se podría interpretar como un cariñoso homenaje que la Iglesia rendía a su difunto pontífice, un homenaje que sin duda provocaría una reacción positiva, al tiempo que expulsaba del suelo sagrado a un alma débil.
Seguía disfrutando del espectáculo del desayuno. Los esfuerzos de Ambrosi de los últimos dos años empezaban a dar frutos. Las escuchas habían sido idea de Paolo. En un principio a él le asustaba la posibilidad de que las descubrieran, pero Ambrosi tenía razón. Tendría que recompensar a Paolo. Lamentaba no haberlo traído al cónclave, pero Ambrosi se había quedado fuera con la orden expresa de eliminar los magnetófonos y los micrófonos mientras se celebraba la elección. Era el momento perfecto para hacerlo, ya que el Vaticano se hallaba en estado de hibernación, todos los ojos y los oídos en la Capilla Sixtina. Llegó a lo alto de una estrecha escalera de mármol. Ngovi se encontraba allí, al parecer esperando.
—El día del Juicio Final, Maurice —le dijo al llegar al último peldaño.
—Es una manera de verlo.
El cardenal más próximo se hallaba a quince metros, y tras él no subía nadie. La mayor parte de los cardenales ya habían entrado; él había esperado hasta el último momento.
—No echaré de menos tus acertijos. Ni los tuyos ni los de Clemente.
—Lo que me interesa son las respuestas a esos acertijos.
—Le deseo lo mejor en Kenia. Disfrute del calor.
Echó a andar.
—No ganará —vaticinó Ngovi.
Valendrea se giró. No le agradó la mirada petulante en el rostro del africano, pero no pudo evitar preguntar:
—¿Por qué?
Ngovi no respondió. Se limitó a pasar por delante de él y entrar en la capilla.
Los cardenales ocuparon sus respectivos asientos. Ngovi estaba ante el altar, casi invisible delante de aquella caótica visión de color que era El Juicio Final de Miguel Ángel.
—Antes de que comience la votación, tengo algo que decir.
Los 113 cardenales volvieron la cabeza hacia Ngovi, y Valendrea respiró hondo: no podía hacer nada. El camarlengo aún estaba al mando.
—Parece que algunos de ustedes piensan que yo seré el sucesor de nuestro querido y difunto Santo Padre. Aunque su confianza me halaga, he de rehusar. Si salgo elegido, no aceptaré. Sépanlo y voten en consecuencia.
Ngovi bajó del altar y tomó asiento entre los cardenales.
Valendrea cayó en la cuenta de que ahora ninguno de los cuarenta y tres hombres que apoyaban a Ngovi permanecería a su lado. Querían formar parte del equipo ganador, y como su caballo acababa de salirse de la pista, sus alianzas cambiarían. Dadas las escasas posibilidades que había de que apareciera un tercer candidato a esas alturas, Valendrea hizo un cálculo rápido: sólo necesitaba mantener sus cincuenta y nueve cardenales y añadir una parte del bloque acéfalo de Ngovi.
Y eso era algo sencillo.
Le entraron ganas de preguntarle a Ngovi el porqué: aquel gesto no tenía sentido. Aunque negaba querer el papado, alguien se había encargado de orquestar los cuarenta y tres votos del africano, y él distaba mucho de creer que hubiese sido obra del Espíritu Santo. Aquélla era una batalla entre hombres, organizada y librada por hombres. Estaba claro que uno o más de quienes lo rodeaban era un enemigo, aunque encubierto. Un buen candidato era el cardenal archivero, poseedor tanto de talla como de conocimientos. Esperaba que la firmeza de Ngovi no supusiera un rechazo de su persona. Necesitaría lealtad y entusiasmo en los próximos años, y a los disidentes les daría una lección. Ése sería el primer cometido de Ambrosi. Todos debían entender que había que pagar un precio por no haber sabido elegir, pero había de reconocer el mérito del africano de enfrente. «No ganará». No. Ngovi le estaba entregando el papado. Pero a quién le importaba.
Una victoria era una victoria.
La votación duró una hora. Después del bombazo de Ngovi, todos parecían deseosos de poner fin al cónclave.
Valendrea no llevó por escrito la cuenta, se limitó a sumar mentalmente cada vez que salía su nombre. Al oírlo por septuagésima sexta vez, dejó de escuchar. Sólo cuando los escrutadores dictaminaron su elección con 102 votos fijó la vista en el altar.
Muchas veces se había preguntado cómo sería ese momento. Ahora él solo establecía lo que debían creer o no mil millones de católicos. Ningún cardenal podría rechazar sus órdenes. Lo llamarían Santo Padre y todas sus necesidades serían atendidas hasta el día que muriera. Algunos cardenales habían llorado o sentido miedo en ese momento. Unos cuantos incluso habían abandonado la capilla, protestando a voz en grito. Se dio cuenta de que todas las miradas estaban a punto de descansar en él. Ya no era el cardenal Alberto Valendrea, obispo de Florencia, secretario de Estado de la Santa Sede. Era el Papa.
Ngovi se acercó al altar, y Valendrea comprendió que el africano iba a desempeñar su último cometido como camarlengo. Tras unos instantes de oración, Ngovi recorrió en silencio el pasillo y se plantó delante de él.
—Reverendísimo cardenal, ¿aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?
Eran las palabras que se habían dirigido a los vencedores durante siglos.
Miró con fijeza los penetrantes ojos de Ngovi e intentó averiguar en qué estaba pensando el anciano. ¿Por qué había declinado su candidatura, a sabiendas de que un hombre al que despreciaba saldría elegido pontífice casi con toda seguridad? Por lo que él sabía, el africano era un católico devoto, alguien que haría cuanto fuera preciso para proteger a la Iglesia. No era ningún cobarde, y sin embargo había rehuido una lucha que podía haber ganado.
Apartó de su mente tan confusos pensamientos y contestó con voz clara:
—Acepto. —Era la primera vez en décadas que la pregunta se respondía en italiano.
Los purpurados se levantaron y tributaron aplausos.
La tristeza por la muerte del Papa fue sustituida por el júbilo de contar con un nuevo pontífice. Al otro lado de las puertas de la capilla, Valendrea imaginó lo que ocurriría cuando los observadores oyeran el alboroto, la primera señal de que tal vez se hubiese tomado una decisión. Vio a uno de los escrutadores llevar las papeletas a la estufa. En breves instantes un humo blanco inundaría el matutino cielo, y la plaza prorrumpiría en vítores.
La ovación cesó. Era preciso hacer una última pregunta.
—¿Cómo quieres ser llamado? —inquirió Ngovi en latín.
La capilla guardó silencio.
La elección del nombre decía mucho de lo que vendría. Juan Pablo I reveló su legado al escoger los nombres de sus dos predecesores inmediatos: su mensaje era que esperaba emular la bondad de Juan y la severidad de Pablo. Juan Pablo II lanzó un mensaje similar al optar por los dos nombres de su predecesor. Valendrea llevaba muchos años sopesando el nombre que elegiría, debatiéndose entre los más populares: Inocencio, Benedicto, Gregorio, Julio, Sixto. Jakob Volkner se había inclinado por Clemente debido a su ascendencia alemana. Valendrea, no obstante, quería que su nombre transmitiera el mensaje inequívoco de que había vuelto el papado imperial.
—Pedro II.
Unos gritos ahogados desgarraron la capilla. Ngovi seguía impertérrito. De los 267 pontífices, había habido veintitrés Juanes, seis Pablos, trece Leones, doce Píos, ocho Alejandros y algunos otros.
Pero sólo un Pedro.
El primer Papa.
«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia».
Sus huesos yacían a tan sólo unos metros, bajo el mayor lugar de culto de la Cristiandad. Fue el primer santo de la Iglesia católica y el más venerado. A lo largo de dos milenios nadie había escogido su nombre.
Se levantó de la silla.
El fingir se había terminado. Todos los rituales se habían llevado a cabo como era debido; su elección había sido confirmada, y él había aceptado formalmente y anunciado su nombre. Ahora era obispo de Roma, vicario de Jesucristo, príncipe de los Apóstoles, Pontifex Maximus, con primacía en la jurisdicción sobre la Iglesia Universal, arzobispo y metropolitano del arzobispado de Roma, primado de Italia, patriarca de Occidente.
Siervo de los siervos de Dios.
Se situó frente a los cardenales y se aseguró de que todos lo entendieran:
—Me llamaré Pedro II —anunció en italiano.
Nadie dijo nada.
Luego uno de los cardenales de la noche anterior comenzó a aplaudir, y otros se fueron sumando lentamente. Pronto un aplauso atronador retumbó en la capilla. Valendrea saboreó la dicha absoluta de la victoria, una victoria que nadie podría arrebatarle. Sin embargo su éxtasis se vio atemperado por una cosa:
La sonrisa que asomó a los labios de Maurice Ngovi.