Ciudad del Vaticano.
Miércoles, 29 de noviembre
12:30
Valendrea se abotonó la sotana y salió de su habitación en el Domus Sanctae Marthae. Al ser el secretario de Estado le habían asignado una de las estancias de mayor tamaño, la que solía utilizar el prelado que llevaba la residencia de seminaristas. Gozaban de un privilegio similar el camarlengo y el director del Sacro Colegio. No era la clase de habitaciones a las que él estaba acostumbrado, pero sí constituían una inmensa mejora respecto a los días en que un cónclave equivalía a dormir en un catre y orinar en un cubo.
El camino de la residencia a la Capilla Sixtina se realizaba a través de pasajes seguros, lo cual constituía una novedad en relación con el último cónclave, pues los cardenales salvaban el trayecto entre la residencia y la capilla en un autobús escoltado. A muchos les molestaba llevar carabina, de modo que se estableció un camino por los pasadizos del Vaticano que podía sellarse y estaba abierto únicamente a los participantes del cónclave.
En la cena había dejado claro en voz baja que quería reunirse más tarde con tres de los cardenales, y ahora los tres aguardaban en la Capilla Sixtina, al otro extremo del altar, cerca de la puerta de mármol. Fuera, al otro lado de las puertas selladas, sabía que la guardia suiza estaba dispuesta a abrir las puertas de bronce cuando el humo blanco se hubiera alzado hacia el cielo. Nadie esperaba que ello sucediera pasada la medianoche, de manera que la capilla constituía un lugar seguro para mantener una discreta discusión.
Se acercó a los tres cardenales y no les dio la oportunidad de hablar.
—Sólo tengo unas cosas que decir —aseguró en voz queda—. Estoy al tanto de lo que dijeron ustedes tres en días anteriores: me garantizaron su apoyo y luego me traicionaron. Sólo ustedes sabrán por qué. Lo que quiero es que la cuarta votación sea la última. En caso contrario, ninguno de ustedes formará parte de este colegio el año que viene.
Uno de los cardenales fue a decir algo, pero él levantó la mano derecha para acallarlo.
—No quiero oír que me han votado. Los tres han respaldado a Ngovi, pero eso es algo que cambiará por la mañana. Además, antes de la primera sesión, quiero que hayan convencido a otros. Espero obtener la victoria en la cuarta votación, y de ustedes depende que ello ocurra.
—Eso es irreal —observó uno de los cardenales.
—Lo que es irreal es cómo escapó usted a la justicia española por malversar fondos de la Iglesia. Estaba claro que lo consideraban un ladrón, sólo que carecían de pruebas. Yo poseo esas pruebas: me las facilitó de buena gana una joven a la que usted conoce bastante bien. Y ustedes dos no deberían ser tan petulantes: tengo información similar de cada uno de ustedes, y no precisamente halagüeña. Ya saben lo que quiero: encabecen un movimiento, invoquen al Espíritu Santo. No me importa cómo lo hagan, pero háganlo. El éxito les garantizará su estancia en Roma.
—¿Y si no queremos estar en Roma? —preguntó uno de los tres.
—¿Preferiría la cárcel?
A los observadores del Vaticano les encantaba hacer conjeturas acerca de lo que ocurría en un cónclave. El archivo se hallaba repleto de publicaciones que representaban a hombres piadosos en lucha con su conciencia. En el último cónclave había observado que algunos cardenales argüían que su juventud era una desventaja, ya que a la Iglesia no le iban bien los papados largos. De cinco a diez años estaba bien; más creaba problemas. Y había algo de verdad en esa conclusión. Autocracia e infalibilidad podían ser una mezcla volátil, aunque también podían ser los ingredientes del cambio. El trono de san Pedro era el púlpito de los púlpitos, y no se podía desoír a un Papa fuerte. Él tenía la intención de ser esa clase de Papa, y no estaba dispuesto a permitir que tres idiotas de tres al cuarto echaran a perder esos planes.
—Lo único que quiero es oír mi nombre setenta y seis veces por la mañana. Si me veo obligado a esperar, habrá consecuencias. Mi paciencia se ha puesto a prueba hoy, y no resulta aconsejable que se repita esa situación. Si mi rostro sonriente no aparece en el balcón de la plaza de San Pedro mañana por la tarde, antes de que puedan llegar a su habitación del Domus Sanctae Marthae a recoger sus cosas habré acabado con su reputación.
Y dio media vuelta y se fue sin dejarles pronunciar palabra.