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Medjugorje, Bosnia-Herzegovina

23:30

Michener despertó de un profundo sueño. Katerina yacía a su lado. Fue presa de un desasosiego que no parecía tener nada que ver con el sexo. No se sentía culpable por haber vuelto a romper sus votos de sacerdote, pero le asustaba que aquello que había tardado toda una vida en conseguir significara tan poco. Tal vez sólo fuera que la mujer que dormía junto a él era más importante. Se había pasado dos décadas sirviendo a la iglesia y a Jakob Volkner, pero su querido amigo había muerto, y en la Capilla Sixtina se estaba forjando un nuevo futuro, uno que no lo incluiría. No tardaría en elegirse al 268º sucesor de san Pedro, y aunque él había estado a punto de lucir un capelo rojo, ello sencillamente no ocurriría. Al parecer su destino aguardaba en otra parte.

Le invadió otra extraña sensación, una rara mezcla de inquietud y tensión. Antes, en sueños, no había dejado de oír a Jasna. «No se olvide de Bamberg». «He rezado por el Papa. Su alma necesita nuestras plegarias». ¿Intentaba decirle algo? ¿O tan sólo convencerlo?

Se levantó de la cama.

Katerina no se movió. Se había tomado varias cervezas con la cena, y el alcohol siempre le daba sueño. Fuera, la tormenta seguía rugiendo, la lluvia repiqueteaba en el cristal y los rayos iluminaban la estancia. Se puso a mirar por la ventana. El agua acribillaba los tejados de terracota de los edificios de enfrente y caía a mares por los desagües. Los coches aparcados bordeaban ambos lados de la tranquila calle.

Una figura solitaria surgió en medio del mojado pavimento.

Fijó la mirada en su rostro.

Jasna.

Tenía la cabeza levantada hacia su ventana. Verla lo asustó y lo impulsó a cubrirse la desnudez, aunque no tardó en comprender que era imposible que ella lo viese: las cortinas estaban parcialmente echadas, con unos visillos de encaje entre él y la ventana, el cristal por fuera moteado de lluvia. Él se hallaba algo apartado, la habitación a oscuras, fuera la oscuridad aún mayor. Sin embargo, en el haz de luz de las farolas, cuatro pisos más abajo, veía que Jasna lo observaba.

Algo lo instó a revelar su presencia.

Apartó los visillos.

Ella lo invitó a bajar moviendo su brazo derecho. Michener no sabía qué hacer. La mujer repitió el gesto con la mano. Llevaba la misma ropa y las mismas zapatillas de deporte de por la tarde, el vestido pegado a su delgado cuerpo. Su largo cabello estaba empapado, pero a ella parecía darle igual la tormenta.

Volvió a llamarlo.

Él miró a Katerina. ¿La despertaba? Miró por la ventana de nuevo. Jasna le decía con la cabeza que no y le hacía más señas.

Maldita sea. ¿Acaso sabía lo que estaba pensando?

Decidió que no tenía elección y se vistió sin hacer ruido.

Salió del hotel.

Jasna seguía en la calle.

Sobre sus cabezas se oía el chasquido de los relámpagos, y el ennegrecido cielo descargó otro chaparrón. Michener no llevaba paraguas.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó éste.

—Si quiere conocer el décimo secreto, venga conmigo.

—¿Adónde?

—¿Es que siempre tiene que cuestionarlo todo? ¿No puede tener fe?

—Estamos en medio de un aguacero.

—Es una forma de purificar cuerpo y alma.

La mujer lo asustaba. ¿Por qué? No estaba seguro. Quizás fuese porque se sentía obligado a hacer lo que le pedía.

—Tengo el coche allí —dijo ella.

Aparcado más abajo en la calle había un viejo Ford Fiesta cupé. La siguió hasta él, y Jasna abandonó la ciudad, deteniéndose a los pies de un oscuro montículo, en un aparcamiento donde no había ningún coche. Los faros le permitieron ver un letrero que rezaba: monte de la Cruz.

—¿Por qué hemos venido aquí? —quiso saber Michener.

—No tengo ni idea.

Le entraron ganas de preguntar quién la tenía, pero se contuvo. Estaba claro que ése era el espectáculo de Jasna, y tenía la intención de montarlo a su manera.

Salieron a la lluvia, y él fue tras ella hacia un sendero. El terreno era esponjoso, y las piedras resbalaban.

—¿Vamos a la cima? —inquirió él.

Ella se volvió.

—¿Adónde, si no?

Michener trató de recordar los detalles relativos al monte de la Cruz que la guía les había dado durante el viaje en autocar. Con sus quinientos metros de altura, en lo alto sostenía una cruz que había sido erigida en los años treinta por la parroquia. Aunque no guardaba relación con las apariciones, su ascenso formaba parte de la «experiencia Medjugorje», un ascenso en el que nadie tomaba parte esa noche. Y a él no le hacía mucha gracia verse a quinientos metros de altura en medio de una tormenta con gran aparato eléctrico. Sin embargo Jasna parecía no inmutarse, y su valor le daba fuerzas.

¿Sería eso fe?

La subida se complicó debido a los regueros de agua que bajaban. Michener estaba empapado y tenía los zapatos cubiertos de barro, y sólo los rayos iluminaban el camino. Abrió la boca y dejó que la lluvia le humedeciera la lengua. Se oyó el retumbar del trueno. Era como si el epicentro de la tormenta se hubiera situado justo encima de ellos. La cima apareció al cabo de veinte minutos de dura escalada. Le dolían los muslos y sentía pinchazos en los gemelos.

Ante sí se alzaba la oscura silueta de una enorme cruz blanca de unos doce metros tal vez. En su base de hormigón la tormenta había zarandeado unos ramos de flores. El viento había arrastrado algunos centros, que andaban desperdigados por el lugar.

—Vienen de todo el mundo —explicó ella, señalando las flores—. La gente sube a hacer ofrendas y rezarle a la Virgen, aunque ella nunca se ha aparecido aquí. No obstante sigue viniendo. Su fe es admirable.

—¿Y la mía no?

—Usted no tiene fe. Su alma está en peligro.

Su tono era práctico, como el de la esposa que le pide al marido que saque la basura. Retumbó el ruido sordo de un trueno, una especie de redoble de tambor. Esperó el inevitable relámpago, y el resplandor astilló el cielo en jirones de luz azul y blanca. Decidió enfrentarse con la visionaria:

—¿En qué voy a tener fe? Usted no sabe nada de religión.

—Yo sólo sé de Dios. La religión es una creación del hombre. Se puede cambiar, modificar o desechar por completo. Nuestro Señor es otra cosa.

—Pero los hombres recurren al poder de Dios para justificar sus religiones.

—Eso no significa nada. Hombres como usted han de cambiar eso.

—Y ¿cómo voy a hacerlo?

—Creyendo, teniendo fe, amando a Nuestro Señor y haciendo lo que Él pide. Su Papa intentó cambiar las cosas. Continúe su labor.

—Ya no estoy en situación de hacer nada.

—Está en la misma situación en la que se hallaba el propio Cristo, y Él lo cambió todo.

—¿Por qué hemos venido aquí?

—Esta noche presenciaremos la última visión de Nuestra Señora. Me pidió que acudiera a esta hora y que lo trajera a usted conmigo. Ofrecerá una señal evidente de su presencia. Lo prometió la primera vez que vino, y cumplirá su promesa. Tenga fe ahora, no después, cuando todo esté claro.

—Soy sacerdote, Jasna, no es preciso que me convierta.

—Duda, pero no hace nada por disipar esa duda. Usted más que ningún otro necesita ser convertido. Éste es un momento de gracia, de profundización de la fe, de conversión. Eso es lo que me dijo hoy la Virgen.

—¿A qué se refería con Bamberg?

—Sabe de sobra a qué me refería.

—Ésa no es una respuesta. Dígame a qué se refería.

La lluvia arreció, y una fuerte ráfaga de viento hizo que las gotas laceraran su rostro. Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, Jasna estaba de rodillas, las manos unidas en oración, en los ojos la misma mirada ausente de esa misma tarde mientras miraba el negro cielo.

Michener se arrodilló a su lado.

La mujer parecía tan vulnerable, la insolente visionaria ya no se creía mejor que los demás. Él alzó la vista al firmamento y no vio nada salvo el oscuro contorno de la cruz. Un relámpago dotó de vida por un instante a la imagen. Luego la negrura volvió a envolver la cruz.

—Lo recordaré. Sé que seré capaz —le dijo Jasna a la noche.

Un nuevo retumbar del trueno atravesó el cielo.

Tenían que irse, pero él no se decidía a interrumpirla. Quizás no fuese real para él, pero sí lo era para ella.

—Querida Señora, no tenía idea —le lanzó al viento.

Un brillante destello de luz tocó la tierra, y la cruz estalló en una oleada de calor que los engulló.

Su cuerpo se separó del suelo y salió volando hacia atrás.

Un extraño hormigueo le recorrió las extremidades. Su cabeza golpeó algo duro, y sintió un mareo, náuseas. Los ojos le hicieron chiribitas, y él intentó concentrarse, obligarse a permanecer despierto, pero no pudo.

Luego se impuso el silencio.