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Ciudad del Vaticano, 19:00

«Exijo una tercera votación», espetó el cardenal de los Países Bajos. Era el arzobispo de Utrecht y uno de los partidarios más incondicionales de Valendrea. Éste había dispuesto con él el día anterior que si las dos primeras rondas no prosperaban, pediría de inmediato una tercera.

Valendrea no estaba satisfecho. Los veinticuatro votos de Ngovi en el primer escrutinio habían sido una sorpresa. Él esperaba que cosechara una docena aproximadamente, no más. Sus propios treinta y dos no estaban mal, pero sí a años luz de los setenta y seis necesarios para ser elegido.

Con todo, el segundo escrutinio le asustó de veras, y tuvo que hacer uso de toda su reserva diplomática para no perder la calma: el apoyo de Ngovi había subido a treinta, mientras que el suyo tan sólo había conseguido arañar los cuarenta y uno. Los restantes cuarenta y dos votos se repartían entre otros tres candidatos. La sabiduría popular proclamaba que un favorito debía lograr un respaldo considerable a medida que se sucedían los escrutinios. La incapacidad de obtenerlo se veía como una debilidad, y los cardenales eran famosos por dejar de lado a los candidatos débiles. Muchas veces tras la segunda votación había surgido un ganador sorpresa que se había hecho con el papado. Juan Pablo I y Juan Pablo II resultaron elegidos de ese modo, al igual que Clemente XV, y Valendrea no quería que se repitiera. Imaginó a los expertos en la plaza cavilando sobre las dos nubes de humo negro. Imbéciles irritantes como Tom Kealy le estarían diciendo al mundo que sin duda los cardenales se hallaban divididos, que ningún candidato se situaba como favorito. Seguirían mortificando a Valendrea. Kealy había sentido un placer malsano calumniándolo las últimas dos semanas, y de un modo bastante inteligente, debía admitir, pues en ningún momento había hecho comentarios personales ni referencia a una excomunión aún pendiente. En su lugar, el hereje había ofrecido el argumento de «italianos contra el mundo», al que al parecer había sacado partido. Semanas atrás debió presionar al tribunal para que apartara a Kealy del sacerdocio. Así al menos sería un antiguo sacerdote de dudosa credibilidad. Tal como estaban las cosas, ese idiota era considerado un disidente que desafiaba el orden establecido, un David frente a Goliat, y nadie apoyaba jamás al gigante.

Observó cómo el cardenal archivero repartía más papeletas. El anciano iba recorriendo la fila en silencio, y lanzó a Valendrea una rápida mirada desafiante cuando le entregó una tarjeta en blanco. Otro problema del que debería haberse ocupado hacía mucho tiempo.

Nuevamente los lápices rozaron el papel y se repitió el ritual de depositar las papeletas en el cáliz de plata. Los escrutadores agitaron las tarjetas y comenzaron a contar. Valendrea oyó su nombre en cincuenta y nueve ocasiones, mientras que el de Ngovi sonó cuarenta y tres. Los once votos restantes seguían desperdigados.

Y serían críticos.

Necesitaba diecisiete más para ser elegido. Aunque se hiciera con esos once rezagados, aún le harían falta seis de los partidarios de Ngovi, y el africano ganaba fuerza a una velocidad alarmante. La perspectiva más aterradora era que cada uno de esos once votos repartidos en los que no había sido capaz de influir tendrían que salir del total de Ngovi, cosa que podía empezar a ser imposible. Los cardenales tendían a atrincherarse tras la tercera votación.

Estaba harto. Se puso en pie.

—Creo, Eminencias, que ya ha sido suficiente desafío por hoy. Sugiero que vayamos a cenar y descansar, y prosigamos por la mañana. No era una petición: cualquier participante tenía derecho a detener la votación. Su mirada fulminó la capilla, deteniéndose de cuando en cuando en los sospechosos de traición.

Esperaba que el mensaje fuese claro.

El humo negro que pronto saldría de la Capilla Sixtina se correspondía con su humor.