Ciudad del Vaticano, 14:00
La procesión de cardenales salió de la Capilla Paulina cantando estrofas del Veni Creator Spiritus. Tenían las manos unidas en oración, la cabeza baja. Valendrea iba detrás de Maurice Ngovi, pues el camarlengo iba a la cabeza del grupo, rumbo a la Capilla Sixtina.
Todo estaba dispuesto. Valendrea en persona había supervisado una de las últimas tareas hacía una hora, cuando llegaron los empleados de la casa Gammarelli con cinco cajas que contenían sotanas de lino blanco, zapatillas de seda roja, roquetes, mucetas, medias de algodón y solideos de distintas tallas, todos ellos con la espalda y el dobladillo sin coser, las mangas sin terminar. De los arreglos se encargaría el propio Gammarelli, justo antes de que el cardenal escogido Papa apareciera por primera vez en el balcón de la plaza de San Pedro.
So pretexto de inspeccionarlo todo, Valendrea se había asegurado de que hubiera unas vestiduras —52-54 de pecho, 48 de cintura, zapatillas del número 44— que no necesitaran muchas modificaciones. Después le pediría a Gammarelli que hiciera un juego de prendas tradicionales de hilo blanco, además de unos cuantos diseños nuevos que había estado rumiando los dos últimos años. Se proponía ser uno de los papas mejor vestidos de la historia.
A Roma habían acudido 113 cardenales, cada uno de ellos ataviado con una sotana púrpura y una muceta ciñendo sus hombros. Lucían un birrete rojo y cruces de oro y plata en el pecho. A medida que avanzaban de uno en uno hacia una elevada puerta, las cámaras de televisión captaban la escena para miles de millones de personas. Valendrea reparó en la gravedad de los rostros: tal vez los cardenales estuviesen teniendo en cuenta el sermón de Ngovi de la misa de mediodía, cuando insistió en que dejaran fuera de la Capilla Sixtina las consideraciones mundanas y, con ayuda del Espíritu Santo, escogieran a un «pastor de la madre Iglesia» capaz.
La palabra «pastor» suponía un problema. Rara vez había sido pastoral un pontífice del siglo XX. La mayoría eran intelectuales con carrera o diplomáticos del Vaticano. La experiencia pastoral se había discutido los últimos días en la prensa como algo que el Sacro Colegio debía buscar. Sin duda un cardenal pastoral, uno que se hubiese pasado la vida trabajando con los fieles, resultaba mucho más atractivo que un burócrata profesional. Incluso había oído, en las cintas, que muchos de los cardenales pensaban que sería ventajoso contar con un Papa que supiera llevar una diócesis. Por desgracia él era producto de la curia, un administrador nato carente de experiencia pastoral… a diferencia de Ngovi, que había pasado de sacerdote misionero a arzobispo y cardenal. Le contrariaba la anterior alusión del camarlengo, e interpretó el comentario como un golpe a su candidatura: un codazo sutil, si bien una prueba más de que Ngovi podía llegar a ser un rival temible en las horas que se avecinaban.
La procesión se paró a las puertas de la Capilla Sixtina.
Dentro se oía un coro.
Ngovi vaciló y echó a andar de nuevo.
Las fotografías representaban la Capilla Sixtina como un lugar enorme, pero lo cierto es que resultaba difícil acomodar a 113 cardenales. Había sido erigida hacía quinientos años para ser la capilla privada del Papa, sus muros enmarcados entre elegantes pilastras y cubiertos de narrativos frescos. A la izquierda, la vida de Moisés; a la derecha, la vida de Cristo. Uno liberaba a Israel, el otro a toda la humanidad. La Creación de Adán, en el techo, reflejaba el destino del hombre, previendo su inevitable caída. El Juicio Final, sobre el altar, era una visión aterradora de la cólera divina largamente admirada por Valendrea.
Dos hileras de plataformas elevadas flanqueaban el pasillo central. Unas tarjetas indicaban quién se sentaba dónde, los asientos asignados según la antigüedad. Las sillas tenían el respaldo recto, y a Valendrea no le hacía mucha gracia la perspectiva de pasar mucho tiempo en una de ellas. Delante de cada una de las sillas, en una minúscula mesa, había un lápiz, una libreta y una papeleta.
Los hombres ocuparon sus sitios. Nadie había dicho ni palabra. El coro seguía cantando.
La mirada de Valendrea se posó en la estufa, que se hallaba en un rincón, elevada sobre el suelo de mosaico mediante un andamio de metal. Por su chimenea, cuyo tiro salía por una de las ventanas, el célebre humo indicaría éxito o fracaso. Ojalá no fuera preciso encender muchos fuegos. Cuantos más escrutinios, menos posibilidad de lograr la victoria.
Ngovi se encontraba en la parte de delante de la capilla, las manos entrelazadas. Valendrea tomó nota del gesto adusto en el rostro del africano y esperó que el camarlengo disfrutara de su momento.
—Extra omnes —dijo Ngovi en voz alta. Fuera todos.
El coro, los monaguillos, y los equipos de televisión empezaron a irse. Sólo podrían quedarse los cardenales y treinta y dos sacerdotes, monjas y técnicos.
En la estancia reinó una incómoda calma mientras dos técnicos hicieron un barrido por el pasillo central: eran los responsables de garantizar que en la capilla no hubiera escuchas. En la verja de hierro los dos hombres se detuvieron y aseguraron que la zona estaba despejada.
Valendrea asintió, y ellos se retiraron. El ritual se repetiría antes y después de las votaciones de cada día.
Ngovi dejó el altar y recorrió el pasillo entre los cardenales. Cruzó una celosía de mármol y se detuvo ante las puertas de bronce que los asistentes estaban cerrando. Un silencio absoluto envolvió la habitación. Donde antes había música y un arrastrar de pies sobre las alfombras que protegían el piso de mosaico ahora no se oía nada. Al otro lado de las puertas, por fuera, se oyó el sonido de una llave deslizándose en la cerradura y el encajar de los pestillos.
Ngovi comprobó los picaportes.
Cerrados.
—Extra omnes —repitió.
Nadie le respondió. Se suponía que nadie debía responder. El silencio indicaba que el cónclave había comenzado. Valendrea sabía que fuera estamparían unos sellos de plomo para garantizar simbólicamente la privacidad. Había otra vía de acceso a la Capilla Sixtina —el camino que tomarían todos los días desde el Domus Sanctae Marthae—, pero el sellado de las puertas constituía el método tradicional que señalaba el inicio del proceso electoral.
Ngovi regresó al altar, se situó de cara a los cardenales y dijo lo que Valendrea le había oído decir a un camarlengo en ese mismo lugar hacía treinta y cuatro meses:
—El Señor os bendiga. Comencemos.