18:15
Katerina se sintió atraída por el set de la CNN, justo frente a la columnata sur de la plaza de San Pedro. Había visto a Tom Kealy al otro lado de la adoquinada explanada, bajo unas luces brillantes, delante de tres cámaras. En la plaza había numerosos platós de televisión improvisados. Las miles de sillas y barreras del funeral de Clemente se habían esfumado y habían sido reemplazadas por vendedores de recuerdos, manifestantes, peregrinos y los periodistas que habían afluido a Roma, preparados para el cónclave que daría comienzo por la mañana. Los objetivos buscarían la mejor toma de una chimenea metálica que se alzaba en lo alto de la Capilla Sixtina cuyo humo blanco indicaría que había nuevo papa.
Se acercó a un grupo de mirones que se apiñaba en torno a la tarima de la CNN, donde Kealy hablaba a las cámaras. Llevaba una sotana de lana y el alzacuello, lo cual le hacía parecer un auténtico sacerdote. Para alguien con tan poca estima hacia su profesión, se le veía a sus anchas con sus galas.
—… es verdad, antiguamente las papeletas se quemaban sin más tras cada escrutinio con paja seca o húmeda para generar humo negro o blanco. Ahora se añade una sustancia química para dar color. En los últimos cónclaves se ha producido una gran confusión con el humo; al parecer, incluso la Iglesia católica puede permitir a veces que la ciencia facilite las cosas.
—¿Se sabe algo de lo de mañana? —preguntó la corresponsal que estaba sentada junto a Kealy.
Éste centró su atención en la cámara.
—Me inclino a pensar que hay dos favoritos: los cardenales Ngovi y Valendrea. Ngovi sería el primer Papa africano desde el siglo primero y podría hacer mucho en favor de su continente. No hay más que ver lo que Juan Pablo II hizo por Polonia y Europa del Este. África podría hacer idéntico uso de su paladín.
—Pero ¿están listos los católicos para tener un Papa negro?
Kealy se encogió de hombros.
—¿Acaso importa? Actualmente la mayoría de los católicos son de América Latina y de Asia. Los cardenales europeos ya no predominan. Todos los Papas que siguieron a Juan XXIII se aseguraron de ello ampliando el Sacro Colegio y llenándolo de no italianos. En mi opinión, a la Iglesia le convendría más Ngovi que Valendrea.
Ella sonrió. Era como si Kealy se estuviese vengando del recto Alberto Valendrea. Resultaba interesante ver cómo se habían vuelto las tornas. Hacía diecinueve días era Kealy quien recibía el fuego de artillería que le enviaba Valendrea, camino de la excomunión; sin embargo, durante el interregno, el tribunal, junto con todo lo demás, se había suspendido. Y allí estaba el acusado, en las televisiones del mundo entero, menospreciando al acusador, un serio candidato al papado.
—¿Por qué Ngovi le convendría más a la Iglesia? —quiso saber la corresponsal.
—Valendrea es italiano. La Iglesia no ha parado de alejarse de la dominación italiana, y su elección supondría una vuelta atrás. Además, es demasiado conservador para el católico del siglo veintiuno.
—Hay quien podría pensar que una vuelta a las raíces sería beneficiosa.
Kealy meneó la cabeza.
—¿Pasarse cuarenta años desde el Vaticano II intentando modernizar, hacer un buen trabajo convirtiendo la Iglesia en una institución universal para luego arrojarlo todo por la borda? El Papa ya no es sólo el obispo de Roma: es el cabeza de mil millones de fieles, la mayor parte de los cuales no son italianos ni europeos, ni siquiera caucásicos. Elegir a Valendrea sería suicida; y más cuando hay alguien como Ngovi, igualmente papabile y mucho más atractivo de cara al mundo.
Una mano en el hombro de Katerina la sobresaltó. Al girarse vio los negros ojos del padre Paolo Ambrosi. El irritante curita se hallaba a tan sólo unos centímetros de su rostro. Sintió un arranque de ira, pero mantuvo la calma.
—Parece que no le cae bien el cardenal Valendrea —musitó el sacerdote.
—Quíteme la mano del hombro.
Una sonrisa crispó las comisuras de la boca de Ambrosi, que retiró la mano.
—Pensé que estaría aquí. —Señaló a Kealy—. Con su amante.
Ella sintió náuseas, pero se ordenó a sí misma no mostrar miedo.
—¿Qué quiere?
—¿Seguro que quiere hablar aquí? Si su socio volviera la cabeza, es posible que se preguntara por qué estaba usted conversando con alguien tan cercano al cardenal al que desprecia. Puede que incluso se pusiera celoso y montara en cólera.
—No creo que deba preocuparse por usted. Yo meo sentada, así que dudo que sea su tipo.
Ambrosi no dijo nada, pero tal vez tuviese razón: lo que quisiera que hubiera de decirle debía ser dicho en privado. Así que Katerina lo condujo por la columnata, pasando ante hileras de quioscos que vendían sellos y monedas.
—Qué asco —espetó Ambrosi, señalándolos—. Creen que es carnaval, tan sólo una ocasión para ganar dinero.
—Y estoy segura de que las alcancías de San Pedro se han cerrado desde que murió Clemente.
—Es usted muy lista.
—¿Qué pasa? ¿La verdad duele?
Habían salido del Vaticano y se encontraban en las calles de Roma, bajando por una vía flanqueada por una maraña de modernos apartamentos. Katerina tenía los nervios de punta, estaba en vilo. Se detuvo.
—¿Qué quiere?
—Colin Michener va ir a Bosnia. Su Eminencia quiere que usted vaya con él y le informe de lo que hace.
—Ni siquiera le importó lo de Rumanía. No he tenido noticia de ustedes hasta ahora.
—Aquello se volvió irrelevante. Esto tiene más importancia.
—No me interesa. Además, Colin se va a Rumanía.
—Por el momento no. Va a Bosnia, al santuario de Medjugorje.
Estaba confusa. ¿Por qué iba a sentir Michener la necesidad de realizar semejante peregrinación, sobre todo después de lo que le había dicho?
—Su Eminencia insistió en que le dejara claro que sigue teniendo un amigo en el Vaticano, por no hablar de los diez mil dólares que le pagó.
—Dijo que el dinero era mío. Sin preguntas.
—Muy interesante. Parece que no es usted una puta barata.
Katerina le cruzó la cara.
Ambrosi no se mostró sorprendido. Se limitó a mirarla fijamente con sus penetrantes ojos.
—Es la última vez que me abofetea. —Había un dejo de amargura en su voz, un dejo que no le gustó nada.
—Ya no me interesa ser su espía.
—Es usted una zorra insolente. Sólo espero que Su Eminencia se canse pronto de usted. Puede que después yo le devuelva la visita.
Ella retrocedió.
—¿Por qué va Colin a Bosnia?
—Para localizar a uno de los visionarios de Medjugorje.
—¿Qué es todo esto de los visionarios y la Virgen María?
—Imagino que está familiarizada con las apariciones en Bosnia.
—Menudo disparate. No creerá de verdad que la Virgen María se les ha aparecido a esos niños cada día durante todos estos años y aún se le aparece a uno de ellos.
—La Iglesia aún no ha concedido validez a las apariciones.
—¿Es que su aprobación va a hacer que sean reales?
—Su sarcasmo es tedioso.
—Lo mismo que usted.
Sin embargo, empezaba a sentir interés. No quería hacer nada por Ambrosi o Valendrea, y sólo había permanecido en Roma por Michener. Se había enterado de que se había ido del Vaticano —Kealy lo había anunciado como parte de un análisis relativo a las consecuencias que se derivaban de la muerte de un Papa—, pero no se había esforzado por averiguar su paradero. Lo cierto era que, después de su anterior encuentro, ella había acariciado la idea de seguirlo a Rumanía. Pero ahora se le planteaba otra posibilidad: Bosnia.
—¿Cuándo se marcha? —preguntó, odiándose por parecer interesada.
Los ojos de Ambrosi brillaron de satisfacción.
—No lo sé. —El sacerdote metió una mano bajo la sotana y sacó un papel—. Ésta es la dirección de su apartamento, no está lejos de aquí. Podría… consolarlo. Su mentor ha muerto, su vida es un caos, pronto un enemigo suyo será papa…
—Valendrea está bastante seguro de sí mismo.
—¿Cuál es el problema?
Ella pasó por alto la pregunta.
—¿Cree que Colin es vulnerable? ¿Que se abrirá a mí? ¿Que incluso me permitirá ir con él?
—Ésa es la idea.
—No es tan débil.
Ambrosi sonrió.
—Apuesto a que sí.