34

Lunes, 27 de noviembre

11:00

Michener entró en el Vaticano por la plaza de San Pedro, tras una multitud de visitantes que acababa de bajar de los autobuses. Había desocupado sus habitaciones del Palacio Apostólico hacía diez días, justo antes del funeral de Clemente. Aún conservaba un pase de seguridad, pero, una vez que solucionara la última cuestión administrativa, sus deberes con la Santa Sede finalizarían.

El cardenal Ngovi le había pedido que se quedara en Roma hasta que se reuniera el cónclave. Incluso había sugerido que trabajara con él en la Congregación para la Educación Católica, pero no podía prometerle un cargo después del cónclave. El cometido de Ngovi en el Vaticano también terminaba con el fallecimiento de Clemente, y el camarlengo ya había dicho que si Valendrea se hacía con el papado, él regresaría a África.

El funeral de Clemente había sido sencillo, celebrado al aire libre ante la restaurada basílica de San Pedro. Un millón de personas abarrotaba la plaza, la llama de un único cirio junto al ataúd sacudido por una brisa constante. Michener no tomó asiento junto a los príncipes de la Iglesia, donde podría haber estado si las cosas hubieran seguido un rumbo distinto. En su lugar, se sentó entre el personal que había servido a su Papa lealmente durante treinta y cuatro meses. Asistieron más de un centenar de jefes de Estado, y la ceremonia fue retransmitida en directo por televisión y radio en el inundo entero.

Ngovi no presidió, sino que delegó la función de hablar en otros cardenales, un movimiento hábil a decir verdad, pues con él el camarlengo se granjearía el cariño de los elegidos. Tal vez eso no bastara para garantizar un voto en el cónclave, pero sí era suficiente para hacerse con un interlocutor voluntarioso.

A nadie sorprendió que ninguno de esos cometidos le fuese encomendado a Valendrea, y justificar la omisión resultó sencillo: el secretario de Estado se ocupaba de las relaciones exteriores de la Santa Sede durante el interregno. Toda su atención se centraba en asuntos relativos al exterior, la tarea de elogiar a Clemente y despedirlo solía quedar en manos de otros. Valendrea se había tomado a pecho su deber y en las últimas dos semanas se había convertido en un habitual de la prensa, entrevistado por los principales organismos informativos del mundo, las palabras del toscano escasas y cuidadosamente escogidas.

Cuando finalizó la ceremonia, doce portadores atravesaron con el féretro la Puerta de la Muerte y descendieron a la cripta. El sarcófago, realizado a toda prisa por los canteros, lucía la imagen de Clemente II, el Papa alemán del siglo XI al que Jakob Volkner tanto admiraba, además del emblema pontificio de Clemente XV. La tumba se hallaba próxima a la de Juan XXIII, algo que a Clemente le habría gustado. Allí fue sepultado junto a 148 hermanos.

—Colin.

Oír su nombre llamó su atención, y se detuvo. Katerina estaba cruzando la plaza. No la había visto desde Bucarest, hacía casi tres semanas.

—¿Has vuelto a Roma? —preguntó él.

Vestía de manera diferente: pantalones de algodón, camisa de ante marrón y chaqueta de pata de gallo. Algo más a la moda de lo que la recordaba, pero atractiva.

—No llegué a irme.

—¿Viniste aquí desde Bucarest?

Katerina asintió. Su cabello de ébano ondeaba al viento, y ella se lo apartaba de la cara.

—Estaba a punto de irme cuando me enteré de lo de Clemente, así que me quedé.

—¿Qué has estado haciendo?

—Cogí un par de trabajos por libre para cubrir el funeral.

—Vi a Kealy en la CNN.

El sacerdote había aparecido con regularidad la semana anterior, ofreciendo opiniones tendenciosas sobre el próximo cónclave.

—Yo también, pero no he visto a Tom desde el día después de que muriera Clemente. Tenías razón. No me conviene.

—Hiciste lo correcto. He estado escuchando a ese idiota en televisión. Tiene una opinión para todo, y la mayoría de sus puntos de vista es errónea.

—Tal vez la CNN debiera haberte contratado a ti.

Él soltó una risita.

—Justo lo que me hacía falta.

—¿Qué vas a hacer, Colin?

—He venido a decirle al cardenal Ngovi que me vuelvo a Rumanía.

—¿A ver al padre Tibor otra vez?

—¿Es que no lo sabes?

Al rostro de Katerina asomó una mirada de perplejidad, y él le contó lo del asesinato de Tibor.

—Pobre hombre, no lo merecía. Y esos niños. Él era todo lo que tenían.

—Exactamente por eso me voy. Tenías razón. Ya es hora de que haga algo.

—Pareces satisfecho con la decisión.

Michener echó un vistazo a la plaza y se detuvo en un lugar por el que solía pasear con la impunidad del secretario del Papa. Ahora se sentía como si fuera un extraño.

—Es hora de cambiar.

—¿No más torres de marfil?

—No en el futuro. El orfanato de Zlatna será mi hogar durante una temporada.

Ella se movió intranquila.

—Hemos recorrido un largo camino. Sin discusiones, sin ira. Finalmente amigos.

—Se trata de no cometer dos veces los mismos errores. Eso es lo único que podemos esperar. —Notó que ella estaba de acuerdo. Se alegraba de que se hubieran vuelto a encontrar, pero Ngovi lo esperaba—. Cuídate, Kate.

—Tú también, Colin.

Y se fue, reprimiendo a duras penas el impulso de volver la cabeza una última vez.

Encontró a Ngovi en su despacho de la Congregación para la Educación Católica. La maraña de habitaciones bullía de actividad. Con el cónclave empezando al día siguiente, todo el mundo parecía hacer un esfuerzo por tenerlo todo listo.

—Lo cierto es que creo que estamos preparados —le dijo Ngovi.

La puerta se cerró, y el personal recibió instrucciones de no molestarlos. Michener se esperaba otra charla sobre el trabajo, ya que había sido Ngovi quien había convocado la reunión.

—He esperado hasta ahora para hablar contigo, Colin. Mañana estaré encerrado en la Capilla Sixtina. —Ngovi se enderezó en la silla—. Quiero que vayas a Bosnia.

La petición lo sorprendió.

—¿Para qué? Usted y yo pensábamos que esa historia era ridícula.

—El asunto me preocupa. El Papa tenía algo en mente, y quiero cumplir sus deseos. Es el cometido de cualquier camarlengo. Él quería saber cuál era el décimo secreto, y yo también.

Michener no le había mencionado a Ngovi lo del último correo electrónico que le envió Clemente, de modo que metió la mano en el bolsillo y sacó la copia.

—Ha de leer esto.

El cardenal se puso unas gafas y leyó atentamente el mensaje.

—Lo envió el domingo justo antes de medianoche. Deliraba. Si me voy a recorrer Bosnia, no haremos sino llamar la atención. ¿Por qué no lo dejamos estar?

Ngovi se quitó las gafas.

—Ahora más que nunca quiero que vayas.

—Habla igual que Jakob. ¿Qué mosca le ha picado?

—No lo sé. Lo único que sé es que esto era importante para él, y deberíamos terminar lo que él quería. Esta nueva información sobre Valendrea que asegura que eliminó parte del tercer secreto hace que resulte crucial que investiguemos.

Michener seguía sin convencerse.

—Hasta el momento nadie ha sacado el tema de la muerte de Clemente. ¿Acaso quiere arriesgarse?

—Lo he sopesado, pero dudo que a la prensa vaya a interesarle lo que tú haces: el cónclave acaparará toda su atención. Así que quiero que vayas. ¿Aún tienes la carta para el visionario?

Michener asintió.

—Te daré otra con mi firma. Eso debería bastar.

Le contó a Ngovi lo que pretendía hacer en Rumanía.

—¿No puede otro ocuparse de esto?

Ngovi meneó la cabeza.

—Ya conoces la respuesta.

Vio que Ngovi se mostraba más inquieto que de costumbre.

—Hay algo más que es preciso que sepas, Colin. —Ngovi señaló el mensaje—. Tiene que ver con esto. Me dijiste que Valendrea entró en la Riserva con el Papa. Lo comprobé, y el registro confirma esa visita la noche del viernes anterior al fallecimiento de Clemente. Lo que no sabes es que Valendrea abandonó el Vaticano el sábado por la tarde, y el viaje no estaba previsto. De hecho canceló todos sus compromisos para sacar tiempo. Estuvo fuera hasta el domingo por la mañana temprano.

A Michener le impresionó la red de información de Ngovi.

—No sabía que lo vigilara tan de cerca.

—El toscano no es el único que espía.

—¿Tienes idea de adónde fue?

—Sólo que salió del aeropuerto de Roma en un avión privado antes de que oscureciera y regresó en el mismo avión a la mañana siguiente temprano.

Recordó la sensación de incomodidad en el café mientras él y Katerina hablaban con Tibor. ¿Sabía Valendrea de la existencia del padre Tibor? ¿Lo habrían seguido?

—Tibor murió el sábado por la noche. ¿Qué está diciendo?

Éste alzó las manos vacilante.

—Yo sólo doy datos. En la Riserva, el viernes, Clemente le enseñó a Valendrea lo que le había enviado el padre Tibor, y la noche siguiente asesinaron al sacerdote. Desconozco si el repentino viaje de Valendrea del sábado está relacionado con el asesinato del padre Tibor, pero el sacerdote dejó este mundo en un momento bastante extraño, ¿no crees?

—Y ¿piensa que la respuesta a todo esto se halla en Bosnia?

—Eso pensaba Clemente.

Ahora veía los verdaderos motivos de Ngovi, sin embargo preguntó:

—¿Qué hay de los cardenales? ¿No habría que informarles de lo que estoy haciendo?

—No es una misión oficial; esto es algo entre tú y yo. Un gesto para con nuestro difunto amigo. Además, estaremos reunidos en el cónclave por la mañana, encerrados. No podría informarse a nadie.

Comprendió por qué Ngovi había esperado para hablar con él, pero también recordó la advertencia de Clemente sobre Alberto Valendrea y la falta de privacidad. Echó una ojeada a unas paredes que habían sido levantadas en la época de la Revolución norteamericana. ¿Habría alguien a la escucha? Decidió que en realidad no importaba.

—De acuerdo, lo haré. Pero sólo porque usted me lo pide y Jakob lo quería. Después me iré.

Y esperó que Valendrea estuviese escuchando.