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Michener terminó de meterlo todo en las cinco cajas que le proporcionó la guardia suiza. El armario, el tocador y las mesillas de noche estaban vacíos. Unos trabajadores sacaban los muebles, que serían almacenados en el sótano hasta que él organizara la donación.
Permaneció en el pasillo mientras cerraban las puertas por última vez y colocaban un sello de plomo. Sería más que probable que no volviera a pisar las dependencias papales. Eran pocos los que habían llegado tan lejos en la Iglesia, menos aún los que volvían. Ambrosi tenía razón: allí ya no pintaba nada. Las habitaciones no se abrirían hasta que un nuevo Papa se situara ante las puertas y se rompieran los sellos. Se estremeció al pensar que Alberto Valendrea podía ser ese nuevo ocupante.
Los cardenales seguían reunidos en San Pedro, se estaba celebrando una misa de réquiem ante el cuerpo de Clemente XV, una de las muchas que se sucederían durante los próximos nueve días. Mientras eso pasaba él todavía tenía que cumplir un último cometido antes de que finalizaran sus deberes oficiales.
Bajó al tercero.
Al igual que en las dependencias de Clemente, en el despacho de Michener se quedarían la mayoría de las cosas. El mobiliario sería requisado por el Vaticano, y los cuadros de la pared, incluyendo un retrato de Clemente, pertenecían a la Santa Sede. Todas sus posesiones —unos cuantos artículos de escritorio, un reloj bávaro regalo de cumpleaños y tres fotos de sus padres— cabrían en una caja. Todos sus destinos con Clemente le habían proporcionado las cosas tangibles que necesitaba; aparte de algo de ropa y un computador portátil no tenía nada. A lo largo de los años se las había arreglado para ahorrar una gran parte de su sueldo y, tras sacar partido de algunos buenos consejos en materia de inversión, tenía unos cientos de miles de dólares en una cuenta en Ginebra —el dinero de su jubilación—, ya que la Iglesia no era precisamente espléndida con los sacerdotes. La reforma de los fondos de pensiones había sido objeto de una detenida discusión, y Clemente estaba a favor de hacer algo, pero ahora esa tentativa tendría que aguardar al siguiente pontificado.
Se sentó a la mesa y encendió el computador por última vez. Quería comprobar si tenía algún mensaje y preparar las instrucciones para su sucesor. En las últimas semanas sus sustitutos se habían ocupado de todo, y vio que la mayor parte de los mensajes podía esperar hasta después del cónclave. Dependiendo de quién resultara elegido Papa, tal vez su presencia fuera requerida una semana o dos después del cónclave para facilitar la transición. Pero si Valendrea se hacía con el trono, era casi seguro que Paolo Ambrosi fuera el próximo secretario del Papa, con lo cual las credenciales del Vaticano de Michener serían revocadas de inmediato y se prescindiría de sus servicios. Cosa que le parecía estupenda. No haría nada para ayudar a Ambrosi.
Continuó bajando por la lista de mensajes, leyendo cada uno de ellos y a continuación borrándolo. Guardó unos cuantos, a los que añadió una breve nota para el personal. Había condolencias de obispos amigos, a los que envió una corta respuesta; quizás alguno de ellos necesitara un asistente, Pero desechó la idea: no volvería a hacer lo mismo. ¿Qué era lo que le había dicho Katerina en Bucarest? «¿Piensas dedicar tu vida al servicio de otros?». Tal vez si se entregara a algo, como la causa que el padre Tibor consideraba importante, al alma de Clemente XV le fuese concedida la salvación. Su sacrificio podría servir de penitencia por las faltas de su amigo.
La idea lo hizo sentir mejor.
En la pantalla apareció el programa del Papa para las próximas navidades. Lo habían remitido a Castelgandolfo para que fuera revisado, y llevaba las iniciales de Clemente, lo cual era señal de que éste había dado su aprobación. Estaba previsto que el pontífice celebrara la tradicional misa del gallo en San Pedro y que el día siguiente, desde el balcón, diera su mensaje de Navidad. Michener comprobó cuándo había sido enviada la respuesta desde Castelgandolfo: diez y cuarto de la mañana, sábado. Más o menos cuando él volvió a Roma de Bucarest, mucho antes de que él y Clemente hablaran por vez primera. Y mucho antes aún de que Clemente se enterara del asesinato del padre Tibor. Qué extraño que un pontífice suicida se molestara en revisar un programa que no tenía intención de cumplir.
Michener se desplazó hasta el último mensaje y reparó en que no aparecía el remitente. De cuando en cuando recibía mensajes anónimos de gente que se las había apañado para conseguir su dirección de correo, la mayoría oraciones inofensivas de personas que querían que su Papa supiera que se preocupaban por él.
Hizo doble clic y vio que el mensaje procedía de Castelgandolfo y era del día anterior. Recibido a las once cincuenta y seis de la noche.
Colin, a estas alturas ya sabrás lo que he hecho. No espero que lo entiendas. Sólo quiero que sepas que la Virgen volvió y me dijo que había llegado mi hora. El padre Tibor la acompañaba. Esperé a que Ella me llevara, pero me dijo que debía poner fin a mi vida por mi propia mano. El padre Tibor afirmó que era mi deber, mi penitencia por haber desobedecido, y que todo ello se aclararía más adelante. Me pregunté qué sería de mi alma, pero me respondieron que el Señor aguardaba. He desoído al cielo demasiado tiempo: esta vez no lo haré. Me has preguntado repetidamente qué me pasaba. Te lo diré: en 1978 Valendrea sacó de la Riserva parte del tercer mensaje de Fátima de la Virgen. Sólo cinco personas saben lo que había en un principio en esa caja. Cuatro de ellas —la hermana Lucía, Juan XXIII, Pablo VI y el padre Tibor— han muerto; el único que queda es Valendrea. Naturalmente él lo negará todo, y las palabras que estás leyendo serán consideradas los desvaríos de un hombre que se quitó la vida. Pero has de saber que cuando Juan Pablo leyó el tercer secreto y lo dio a conocer al mundo no estaba al tanto del mensaje completo. Tú eres quien debe arreglar las cosas. Ve a Medjugorje. Es crucial. No sólo para mí, sino para la Iglesia. Tómalo como la última petición de un amigo.
Estoy seguro de que la Iglesia prepara mis exequias. Ngovi realizará bien su trabajo. Haced con mi cuerpo lo que os plazca. La pompa y la ceremonia no lo convierten a uno en piadoso. Sin embargo, en lo que a mí respecta preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante, tal vez mi legado pueda descansar allí, pero ésa será una conclusión que dejaré en manos de otros. Dios te guarde, Colin, y no olvides que te he amado como un padre a su hijo.
Una nota de suicidio, llana y sencilla, escrita por un hombre atormentado que al parecer deliraba. El sumo pontífice de la Iglesia católica aseguraba que la Virgen María le había pedido que se suicidara. Sin embargo, la parte de Valendrea y el tercer secreto era interesante. ¿Podía dar crédito a la información? Se preguntó si debía informar a Ngovi, pero decidió que cuantos menos supieran de la existencia del mensaje, mejor. El cuerpo de Clemente estaba embalsamado, sus fluidos consumidos por las llamas, y la causa de la muerte jamás se sabría. Las palabras que tenía ante sí en la pantalla no eran sino la confirmación de que tal vez el difunto pontífice tuviera una enfermedad mental.
Por no mencionar su obsesión.
Clemente había vuelto a instarle a ir a Bosnia, pero él no tenía pensado seguir adelante con dicha petición. ¿Qué sentido tenía? Aún llevaba consigo la carta dirigida a uno de los visionarios que había firmado Clemente, pero la autoridad para sancionar dicha orden recaía ahora en el camarlengo y en el Sacro Colegio. Y Alberto Valendrea jamás le permitiría que recorriera Bosnia a la búsqueda de secretos marianos: ello implicaría respetar a un Papa al que despreciaba abiertamente. Por no hablar del hecho de que obtener permiso oficial para realizar cualquier viaje requeriría que se informara a todos los cardenales de lo del padre Tibor, las apariciones del Papa, y la obsesión de Clemente con el tercer secreto de Fátima. La cantidad de preguntas que generarían tales revelaciones sería pasmosa, y la reputación de Clemente era demasiado valiosa para arriesgarla. Ya era bastante malo que cuatro hombres estuvieran al tanto del suicidio del Papa. Sin duda no sería él quien pusiera en entredicho la memoria de un gran hombre. Con todo, puede que fuera preciso que Ngovi leyera las últimas palabras de Clemente. Recordó lo que éste le dijo en Turín: «Maurice Ngovi es la persona más cercana a mí. Recuérdalo en días venideros».
Hizo una copia impresa.
A continuación borró el archivo y apagó el aparato.