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15:00

Michener se sentó en una silla junto a la mesa y contempló cómo dos monjas lavaban el cuerpo de Clemente. El médico había concluido el reconocimiento hacía horas y había vuelto a Roma con la muestra de sangre. El cardenal Ngovi ya había determinado que no habría autopsia, y dado que Castelgandolfo formaba parte del Estado Vaticano, territorio soberano de una nación independiente, nadie cuestionaría su decisión. Con poquísimas excepciones, allí regía la legislación canónica, no la italiana.

Resultaba extraño mirar el cuerpo desnudo de un hombre al que conocía desde hacía más de un cuarto de siglo. Recordó los momentos que habían compartido. Clemente fue quien lo ayudó a darse cuenta de que su padre biológico sencillamente pensó más en sí mismo que en su hijo y le habló de la sociedad irlandesa y de la presión a la que sin duda se vio sometida su madre siendo soltera. «¿Cómo vas a culparla?», le preguntó Volkner. Y él se mostró conforme: no podía culparla. El resentimiento no haría sino empañar los sacrificios que habían hecho sus padres adoptivos. Así que al final dejó a un lado la ira y perdonó a la madre y al padre que nunca había conocido.

Ahora miraba el cuerpo exangüe del hombre que había contribuido a que ese perdón fuera posible. Se encontraba allí porque el protocolo exigía la presencia de un sacerdote. Por lo general era el maestro de ceremonias quien se encargaba, pero el monseñor no estaba disponible, de modo que Ngovi dispuso que él lo sustituyera.

Se levantó de la silla y se puso a dar vueltas delante de la cristalera mientras las monjas finalizaban el baño y entraban expertos embalsamadores, los cuales pertenecían al mayor tanatorio de Roma y eran responsables de embalsamar a los Papas desde Pablo VI. Portaban cinco botellas con una solución rosada, que depositaron en el suelo con suavidad.

Uno de los expertos se dirigió a Michener:

—Padre, tal vez prefiera esperar fuera. No es un espectáculo muy agradable para los que no están acostumbrados.

Él salió al pasillo y vio que el cardenal Ngovi venía hacia el dormitorio.

—¿Han llegado? —quiso saber.

—Las leyes italianas exigen un período de veinticuatro horas antes de proceder al embalsamamiento, ya sabes. Puede que este territorio sea del Vaticano, pero ya hemos discutido esto antes: los italianos nos pedirían que esperáramos.

Ngovi asintió.

—Entiendo, pero el médico ha llamado desde Roma. El torrente sanguíneo de Clemente estaba saturado de medicamentos. Se suicidó, Colin, no hay ninguna duda. No puedo permitir que eso pueda probarse, así que el médico ha destruido la muestra.

—¿Y los cardenales?

—Se les dirá que murió de un paro cardiaco, que será lo que figure en la partida de defunción.

Michener vio la tensión en el rostro de Ngovi. Mentir no le resultaba fácil.

—No tenemos elección, Colin. Hay que embalsamarlo. No me preocupan las leyes italianas.

Michener se pasó una mano por el cabello. Estaba siendo un día largo, y aún no había terminado.

—Sabía que le preocupaba algo, pero nada indicaba que estuviese tan atormentado. ¿Cómo estuvo durante mi ausencia?

—Volvió a la Riserva. Me dijeron que Valendrea estuvo allí con él.

—Lo sé. —Le contó a Ngovi lo que le había dicho Clemente—. Le enseñó lo que le había enviado el padre Tibor. No me dijo de qué se trataba. —Acto seguido le habló más de Tibor y de la reacción del Papa al saber de la muerte del búlgaro.

Ngovi sacudió la cabeza.

—No es así como yo pensaba que terminaría este pontificado.

—Hemos de asegurarnos de que su memoria no se vea empañada.

—Así se hará. Hasta Valendrea será nuestro aliado a ese respecto. —Ngovi señaló la puerta—. No creo que nadie cuestione que hayamos procedido al embalsamamiento tan pronto. Sólo cuatro personas conocen la verdad, y dentro de poco no habrá pruebas, en caso de que alguno de nosotros decidiera hablar. Aunque no creo que eso vaya a ocurrir. El médico está obligado por el secreto profesional, tú y yo lo amábamos, y Valendrea tiene intereses propios. El secreto está a salvo.

La puerta de la habitación se abrió y uno de los expertos salió.

—Casi hemos terminado.

—¿Quemarán los fluidos del pontífice? —inquirió Ngovi.

—Siempre lo hemos hecho. Nuestra empresa se enorgullece de estar al servicio de la Santa Sede. Pueden confiar en nosotros.

Ngovi le dio las gracias al hombre, que volvió a la habitación.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Michener.

—Han traído de Roma las vestiduras pontificias. Tú y yo lo vestiremos para el entierro.

Michener apreció la importancia del gesto y repuso:

—Creo que le habría gustado.

La caravana se fue abriendo paso despacio hacia el Vaticano en medio de la lluvia. Habían tardado casi una hora en recorrer los casi treinta kilómetros que los separaba de Castelgandolfo, el camino festoneado de miles de dolientes. Michener iba en el tercer vehículo junto con Ngovi, el resto de los cardenales en los distintos coches que habían llegado a toda prisa desde el Vaticano. Un coche fúnebre encabezaba el cortejo, el cuerpo de Clemente en la parte posterior, ataviado con las vestiduras y la mitra e iluminado para que los fieles pudieran verlo. Ahora, dentro de la ciudad, casi a las seis de la tarde, era como si toda Roma llenara las aceras, la policía despejaba el camino para que los automóviles pudieran avanzar.

La plaza de San Pedro estaba abarrotada, pero habían acordonado un pasillo entre un mar de paraguas que serpenteaba entre la columnata y llegaba hasta la basílica. Lamentos y llanto seguían a la comitiva. Muchos de los dolientes lanzaban flores a los capos, tantas que comenzaba a resultar difícil ver por el parabrisas. Uno de los hombres de seguridad finalmente apartó los montones con la mano, pero no tardaron en formarse otros.

Los coches atravesaron el Arco de las Campanas y dejaron atrás el gentío. Ya en la plaza de los Protomártires el cortejo rodeó la sacristía de San Pedro y se dirigió hacia una entrada trasera de la basílica. Allí, a salvo tras los muros, el espacio aéreo restringido, podía disponerse el cuerpo de Clemente para los tres días de exposición pública.

Una suave lluvia envolvía los jardines en una bruma espumosa. Las luces de los senderos se desdibujaban como cuando el sol atravesaba densas nubes.

Michener intentó imaginar lo que estaría sucediendo en los edificios que tenía en derredor. En los talleres de los sampietrini se construía un triple ataúd: el interior de bronce, el segundo de cedro, el tercero de ciprés. En San Pedro ya se había organizado e instalado un catafalco, cerca un único cirio encendido, que aguardaba al cuerpo que sustentaría en los días venideros.

Mientras avanzaban por la plaza, Michener había reparado en los equipos de televisión que instalaban cámaras en las balaustradas, los mejores lugares entre las 162 estatuas estarían sin duda muy solicitados. La oficina de prensa del Vaticano se hallaba asediada. Él había echado una mano en el último funeral de un pontífice y preveía las miles de llamadas que entrarían en las próximas jornadas. Hombres de Estado del mundo entero no tardarían en llegar, y habría que asignarles legados para que les prestaran ayuda. La Santa Sede se enorgullecía de una estricta observancia del protocolo incluso ante un pesar indescriptible, el cometido de garantizar el éxito en esto estaba en manos del cardenal de voz suave que iba sentado a su lado.

Los automóviles se detuvieron y los cardenales empezaron a congregarse cerca del coche fúnebre. Los sacerdotes protegían a los príncipes con sendos paraguas, los cardenales iban ataviados con la sotana negra adornada con una faja roja de rigor. Un cuerpo de guardia de honor vestido de gala custodiaba la puerta de la basílica. A Clemente no le faltaría en los próximos días. Cuatro de los guardias suizos llevaban a hombros las andas y se acercaron al coche fúnebre. El maestro de ceremonias pontificias, un sacerdote holandés de rostro barbado y corpulento, permanecía no muy lejos. Se adelantó y dijo:

—El catafalco está listo.

Ngovi asintió.

El maestro de ceremonias avanzó hacia el coche fúnebre y ayudó a los expertos a sacar el cuerpo de Clemente. Una vez centrado en las andas y colocada la mitra, el holandés indicó a los expertos que se retiraran. Luego arregló con sumo cuidado las vestiduras, doblando despacio cada pliegue. Dos sacerdotes protegían el cuerpo con dos paraguas, y otro joven sacerdote se adelantó con el palio. La estrecha banda de lana blanca bordada con seis cruces púrpura simbolizaba la plenitud del papado. El maestro de ceremonias rodeó el cuello de Clemente con los cinco centímetros de banda y a continuación dispuso las cruces en el pecho, los hombros y el abdomen. Realizó algunos arreglos en los hombros y finalmente enderezó la cabeza. Por último se arrodilló, dando a entender que había terminado.

Una leve inclinación de cabeza por parte de Ngovi hizo que la guardia suiza alzara las andas. Los sacerdotes con los paraguas se apartaron, y los cardenales formaron una fila detrás.

Michener no se unió al cortejo: él no era príncipe de la Iglesia, y lo que les aguardaba era sólo para ellos. Tendría que desocupar sus habitaciones en el palacio antes del día siguiente: también las sellarían, a la espera del cónclave. Asimismo tenía que dejar el despacho. Su influencia finalizaba con el último suspiro de Clemente. Los que un día gozaran del favor del Papa se marchaban para dejar sitio a los que pronto gozarían del favor del nuevo pontífice.

Ngovi esperó hasta el final para unirse a la hilera que entraba en la basílica. Antes de irse, dio media vuelta y musitó:

—Quiero que hagas inventario de las dependencias del Papa y saques sus pertenencias: Clemente no habría querido que otro se ocupara de sus efectos personales. He dejado dicho a la guardia que te permita entrar. Hazlo ahora.

Un guardia le abrió a Michener las dependencias del Papa. La puerta se cerró tras él, que se quedó solo con una extraña sensación. Allí donde en su día disfrutara, ahora se sentía como un intruso.

Las habitaciones seguían igual que las había dejado Clemente el sábado por la mañana. La cama estaba hecha, las cortinas descorridas, las gafas de leer de repuesto del Papa aún en la mesilla de noche. La Biblia encuadernada en piel que solía descansar en ese mismo sitio se hallaba en Castelgandolfo, en la mesa, junto al portátil de Clemente, cosas éstas que no tardarían en volver a Roma.

En el escritorio, al lado del mudo computador de sobremesa, había algunos papeles. Pensó que lo mejor sería empezar por allí, de modo que encendió el computador y comprobó las carpetas. Sabía que Clemente se comunicaba con regularidad por correo electrónico con algunos parientes lejanos y algunos cardenales, pero al parecer no había guardado ninguno de esos mensajes. No había archivo alguno. La libreta de direcciones contenía alrededor de una docena de nombres. Examinó todas las carpetas del disco duro: la mayoría eran informes procedentes de la curia, la palabra escrita sustituida por unos y ceros en una pantalla. Borró todas las carpetas utilizando un programa especial que eliminaba todo rastro de los archivos del disco duro y apagó el aparato. El terminal se quedaría allí y sería utilizado por el siguiente Papa.

Echó un vistazo a su alrededor. Tendría que encontrar unas cajas para meter las pertenencias de Clemente, pero por el momento lo amontonó todo en medio de la estancia. No había gran cosa: Clemente había llevado una vida sencilla. Algunos muebles, unos cuantos libros y diversos objetos de familia constituían todas sus posesiones.

El ruido de una llave en la cerradura llamó su atención.

La puerta se abrió y entró Paolo Ambrosi.

—Espera fuera —le ordenó éste al guardia al tiempo que entraba y cerraba tras de sí. Michener se enfrentó a él:

—¿Qué está haciendo aquí?

El menudo sacerdote dio un paso adelante.

—Lo mismo que usted: desocupar las dependencias.

—El cardenal Ngovi me ha encomendado esa tarea a mí.

—El cardenal Valendrea ha dicho que tal vez necesitara ayuda.

Al parecer el secretario de Estado pensaba que sería conveniente ponerle una niñera, pero él no estaba de humor.

—Salga de aquí.

El otro no se movió. Michener le sacaba una cabeza y pesaba veinticinco kilos más, pero Ambrosi no parecía intimidado.

—Aquí ya no pinta nada, Michener.

—Es posible, pero en mi tierra hay un refrán que dice que no es bueno cantar victoria antes de tiempo.

Ambrosi soltó una risita.

—Echaré de menos su humor americano.

Michener reparó en que los ojos de reptil de Ambrosi recorrían la estancia.

—Le he dicho que se vaya. Tal vez no signifique nada, pero Ngovi es el camarlengo. Valendrea no puede invalidar sus decisiones.

—Todavía no.

—Márchese o interrumpiré la misa para consultar a Ngovi.

Ambrosi cayó en la cuenta de que a Valendrea no le haría ninguna gracia protagonizar una escena embarazosa delante de los cardenales. Cabía la posibilidad de que sus partidarios se preguntaran por qué había ordenado a un colega que acudiera a las dependencias del Papa cuando esa labor recaía claramente en el secretario.

Sin embargo Ambrosi no se movió.

De modo que Michener lo rodeó y se encaminó a la puerta.

—Como usted bien dice, yo aquí ya no pinto nada. No tengo nada que perder.

Agarró los picaportes de la puerta.

—Alto —pidió Ambrosi—. Lo dejaré con su trabajo.

La voz no era más que un susurro, su mirada desprovista de todo sentimiento. Michener se preguntó cómo un hombre así podía ser sacerdote.

Sin más, le abrió la puerta. Los guardias se hallaban al otro lado, y sabía que el visitante no diría nada que despertara su interés. Esbozó una sonrisa y dijo:

—Que pase una buena tarde, padre.

Ambrosi lo rozó al pasar y Michener cerró de un portazo, si bien después de ordenar a la guardia que no dejara entrar a nadie más.

Volvió al escritorio. Tenía que terminar lo que había comenzado. Su tristeza por dejar el Vaticano se vio mitigada por una sensación de alivio al saber que ya no tendría que tratar con gente como Paolo Ambrosi.

Registró los cajones: en la mayor parte había artículos de escritorio, bolígrafos, algunos libros y un puñado de disquetes. Nada importante hasta el último cajón de la derecha, donde encontró el testamento de Clemente. Era una tradición que los Papas redactaran el testamento ellos mismos, expresando de su puño y letra sus últimas peticiones y esperanzas para el futuro. Michener desdobló la única hoja y se fijó de inmediato en la fecha, 10 de octubre, hacía poco más de treinta días.

Por la presente yo, Jakob Volkner, en pleno uso de todas mis facultades y deseoso de exponer mi última voluntad y testamento, lego todo aquello que pudiera poseer en el momento de mi muerte a Colin Michener. Mis padres fallecieron hace ya tiempo, y mis hermanos se unieron a ellos en los años que siguieron. Colin me ha prestado un largo y excelente servicio, es lo más parecido a una familia que me queda en este mundo. Pido que haga con mis pertenencias lo que estime adecuado, utilizando la sabiduría y el buen juicio en los que he confiado toda mi vida. Me gustaría pedir que mi funeral sea sencillo y, a ser posible, que sea enterrado en Bamberg, en la catedral de mi juventud, aunque si la Iglesia no lo estima oportuno lo comprenderé: cuando acepté el manto de san Pedro también acepté las responsabilidades, incluyendo la de descansar bajo la basílica junto a mis hermanos. Asimismo me gustaría pedir perdón a todos aquellos a quienes haya podido ofender de palabra o de obra, y en particular a nuestro Señor y Salvador por las faltas en las que haya podido incurrir. Que él se apiade de mi alma.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Michener. También él esperaba que Dios se apiadara del alma de su querido amigo. Las enseñanzas católicas eran claras: los seres humanos estaban obligados a preservar la vida como si fuesen administradores, y no dueños, de lo que el Todopoderoso les había confiado. El suicidio era contrario al amor a uno mismo y al amor a un Dios vivo, y rompía los lazos de solidaridad con la familia y la nación. En suma, era un pecado. Pero la salvación eterna de quienes se quitaban la vida no estaba perdida por completo: la Iglesia enseñaba que, mediante unos caminos que sólo Dios conocía, se les presentaría la ocasión de arrepentirse.

Y él esperaba que fuera ése el caso.

Si de verdad existía el Cielo, Jakob Volkner merecía ser admitido en él. Lo que quiera que le hubiese obligado a hacer lo innombrable no debía relegar su alma a la condenación eterna.

Dejó en la mesa el testamento y procuró no pensar en la eternidad.

Últimamente se sorprendía pensando en su propia mortalidad. Frisaba la cincuentena, no es que fuera tan mayor, pero la vida ya no se le antojaba infinita. No le costaba imaginar que llegaría el momento en que su cuerpo o su mente tal vez no le concedieran la oportunidad de disfrutar de lo que deseaba. ¿Cuánto más viviría? ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Clemente aún gozaba de vitalidad a punto de cumplir los ochenta, trabajaba jornadas de dieciséis horas regularmente. Sólo cabía esperar que él conservara la mitad de su aguante. Con todo, su vida tendría un final. Y se preguntó si las privaciones y los sacrificios que le exigían su Iglesia y su Dios merecían la pena. ¿Habría una recompensa en la otra vida? ¿O sencillamente no habría nada?

«Polvo eres y en polvo te convertirás».

Volvió a centrarse en su labor.

El testamento que tenía delante habría de ser entregado a la oficina de prensa del Vaticano. La tradición mandaba que se publicara el texto, pero primero debía recibir la aprobación del camarlengo, de manera que se lo guardó en la sotana.

Decidió donar anónimamente el mobiliario a una organización benéfica. Los libros y los escasos efectos personales los conservaría a modo de recuerdo de un hombre al que había amado. Contra la pared del fondo descansaba el baúl de madera que Clemente había acarreado consigo durante años. Michener sabía que lo habían tallado en Oberammergau, una población bávara situada al pie de los Alpes, famosa por sus ebanistas. Parecía un Riemenschneider, el exterior sin teñir y adornado con osadas imágenes de los apóstoles, de santos y de la Virgen.

En todos los años que habían pasado juntos nunca había sabido qué guardaba dentro Clemente. Ahora el cofre era suyo. Fue hacia él y probó a abrirlo. Cerrado. Era preciso introducir una llave en el receptáculo de latón, pero no había visto ninguna en la estancia, y lo cierto es que no quería causar daño alguno utilizando la fuerza. Así que resolvió guardar el baúl y preocuparse más tarde por su contenido.

Regresó al escritorio y terminó de vaciar los cajones que faltaban. En el último encontró una hoja del papel del pontífice plegada en tres. En ella había una nota escrita a mano:

Yo, Clemente XV, asciendo en el día de hoy a la categoría de Eminencia cardenal al reverendo padre Colin Michener.

Apenas podía creer lo que leía. Clemente había hecho uso de su capacidad de nombrar a un cardenal in petto, en secreto. Por lo común a los cardenales se les informaba de su ascenso mediante un certificado del actual pontífice publicado abiertamente y a continuación era investido por el Papa en un elaborado consistorio. No obstante los nombramientos secretos se hicieron habituales en el caso de cardenales de países comunistas o en lugares en los cuales regímenes opresivos podían poner en peligro al candidato. Las normas de los nombramientos in petto dejaban claro que la antigüedad empezaba a contar desde el momento del nombramiento, y no a partir del momento en que se hacía pública la elección, pero había otra regla que le destrozó el corazón: si el Papa moría antes de darse a conocer la elección in petto, el nombramiento también moría.

Sostuvo el papel en la mano: fechado hacía seis días.

Qué cerca había estado de lucir el birrete escarlata.

Alberto Valendrea bien podía ser el próximo ocupante de las dependencias que lo rodeaban, de manera que era poco probable que un nombramiento in petto de Clemente XV se confirmara. Sin embargo a una parte de él le daba igual. Con todo lo que había ocurrido en las últimas dieciocho horas, ni siquiera había pensado en el padre Tibor, pero ahora le vino a la mente el viejo sacerdote. Quizás regresara a Zlatna y al orfanato para terminar lo que el búlgaro había comenzado; algo le decía que era lo que debía hacer. Si la Iglesia no lo aprobaba, los mandaría a todos ellos al diablo, empezando por Alberto Valendrea.

«¿Quieres ser cardenal? Pues para lograrlo has de comprender la medida de esa responsabilidad. ¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?».

Las palabras que Clemente pronunció en Turín el jueves anterior. Le había extrañado su dureza, y ahora, sabiendo que su mentor ya lo había elegido, le extrañaban aún más. «¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?».

Ver ¿qué?

Se metió el papel en el bolsillo junto con el testamento.

Nadie sabría nunca lo que Clemente había hecho. Ya no importaba. Lo único que importaba era que su amigo lo había creído merecedor del cargo, y eso le bastaba.