Castelgandolfo, 14:30
Valendrea miró fijamente a los cardenales reunidos. El ambiente era tenso, muchos de los hombres daban vueltas por la estancia en una inusitada muestra de nerviosismo. Había catorce en el salón de la villa, sobre todo cardenales que formaban parte de la curia u ocupaban puestos cerca de Roma y habían acudido a la llamada que se había realizado hacía tres horas a los 160 miembros del Sacro Colegio: Clemente XV ha muerto, venga inmediatamente a roma. A aquellos que se hallaban en un radio de unos ciento cincuenta kilómetros del Vaticano se les había hecho llegar un mensaje adicional que les instaba a personarse en Castelgandolfo a las dos de la tarde.
Había dado comienzo el interregno, ese período de tiempo que mediaba entre la muerte de un Papa y la elección de otro, un lapso de incertidumbre en que las riendas del poder papal se aflojaban. En siglos pasados ése era el momento en el que los cardenales se hacían con el control comprando votos para el cónclave a cambio de promesas o violencia. Valendrea echaba de menos esos tiempos. El vencedor debía ser el más fuerte; el débil no tenía sitio en la cima. Pero las elecciones modernas eran mucho más benevolentes. Ahora las batallas se libraban con cámaras de televisión y sondeos. Escoger a un Papa que fuese popular se consideraba mucho más importante que escoger a un Papa competente. Lo cual, Valendrea pensaba a menudo, explicaba más que cualquier otra cosa el ascenso de Jakob Volkner. Estaba encantado con la concurrencia: casi todos los hombres que habían acudido estaban con él. En su último recuento aún le faltaban votos para conseguir los dos tercios más uno necesarios para una primera victoria, pero entre él, Ambrosi y las cintas, durante las dos semanas siguientes se aseguraría el respaldo que necesitaba.
No estaba seguro de lo que iba a decir Ngovi, pues ambos no habían hablado desde que coincidieran en el dormitorio de Clemente. Sólo podía esperar que el africano utilizara el sentido común. Ngovi se hallaba hacia un extremo de la alargada habitación, erguido delante de una elegante chimenea de mármol blanco. Los demás príncipes también estaban de pie.
—Eminencias —comenzó Ngovi—, más adelante requeriré su ayuda para que entre todos podamos planificar las exequias y el cónclave. Creo que es importante que le demos a Clemente el mejor adiós. La gente lo amaba, y debería concedérsele la oportunidad de despedirlo debidamente. A ese respecto, acompañaremos el cuerpo hasta Roma esta misma tarde, y se celebrará una misa en San Pedro.
Muchos de los cardenales asintieron.
—¿Se sabe cómo murió el Santo Padre? —preguntó uno de los cardenales.
Ngovi lo miró y repuso:
—Aún está por determinar.
—¿Hay algún problema? —inquirió otro.
El camarlengo estaba rígido.
—Parece haber muerto apaciblemente mientras dormía, pero yo no soy médico. Su médico determinará la causa de la muerte. Todos nosotros éramos conscientes de que la salud del Santo Padre se estaba deteriorando, así que esto no nos pilla del todo por sorpresa.
A Valendrea le complacieron los comentarios de Ngovi, y sin embargo otra parte de sí sentía preocupación. Ngovi se encontraba en una posición dominante y parecía disfrutar de su prestigio. En las últimas horas el africano ya había ordenado al maestro de ceremonias pontificias y a la cámara apostólica que comenzaran a administrar la Santa Sede. Tradicionalmente, esas dos oficinas dirigían la curia durante el interregno. También había tomado posesión de Castelgandolfo al dar órdenes a la guardia de que no dejara entrar a nadie, incluidos los cardenales, sin su autorización expresa y había decretado que sellaran las dependencias del Papa en el Palacio Apostólico.
Además, se había puesto en contacto con la oficina de prensa del Vaticano, había dispuesto la emisión de una declaración ya preparada sobre el fallecimiento de Clemente y había delegado en tres cardenales la tarea de informar personalmente a los medios de comunicación. Al resto le había sido ordenado que declinara las entrevistas. Al cuerpo diplomático del mundo entero también se le había advertido que evitara cualquier relación con la prensa, si bien se le alentaba a poner al corriente a sus respectivos jefes de Estado. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y España ya habían expresado su más sincera condolencia.
Ninguna de las medidas adoptadas hasta el momento excedía las atribuciones del camarlengo, de manera que Valendrea no podía decir nada. Pero lo último que le hacía falta era que los cardenales sacaran fuerza de la fortaleza de Ngovi. Sólo dos camarlengos de la era moderna habían sido elegidos Papa, así que el cargo no era un trampolín hacia el pontificado. Pero por desgracia tampoco lo era el de secretario de Estado.
—¿Comenzará el cónclave a tiempo? —quiso saber el cardenal de Venecia.
—Dentro de quince días —contestó Ngovi—. Estaremos listos.
Valendrea sabía que, conforme a las leyes promulgadas en la Constitución Apostólica de Juan Pablo II, se trataba del período de tiempo mínimo que había de transcurrir antes de que empezara un cónclave. El tiempo destinado a los preparativos se había visto reducido gracias a la construcción del Domus Sanctae Marthae, un espacioso complejo similar a un hotel que por lo general utilizaban los seminaristas. Ya no era preciso que todas las alcobas disponibles se convirtieran en improvisadas habitaciones, y Valendrea se alegraba de que las cosas hubieran cambiado. El nuevo centro al menos era cómodo. Se utilizó por primera vez durante el cónclave de Clemente, y Ngovi ya había dispuesto que prepararan el edificio para los 113 cardenales menores de ochenta años que se hospedarían allí durante la votación.
—Cardenal Ngovi —dijo Valendrea, llamando la atención del africano—, ¿cuándo se expedirá la partida de defunción? —Esperaba que sólo Ngovi captara el verdadero mensaje.
—He solicitado la presencia del maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias, los prelados clérigos, el secretario y el canciller de la cámara apostólica esta noche en el Vaticano. Tengo entendido que para entonces ya se sabrá cuál fue la causa de la muerte.
—¿Se le está practicando la autopsia? —preguntó uno de los cardenales.
Valendrea sabía que ése era un tema delicado: la autopsia sólo se le había practicado a un Papa, y únicamente para determinar si Napoleón lo había envenenado. Se habló de realizársela a Juan Pablo I cuando falleció de forma tan inesperada, pero los cardenales lo impidieron. Sin embargo ahora la situación era distinta. El primero de esos pontífices tuvo una muerte sospechosa, y el otro falleció de repente, mientras que la defunción de Clemente no era inesperada. Tenía setenta y cuatro años cuando fue elegido y, después de todo, la mayoría de los cardenales lo había escogido simplemente porque no viviría mucho.
—No se le practicará la autopsia —contestó Ngovi de forma inexpresiva.
Su tono indicaba que el tema no admitía discusión. Por lo común, a Valendrea le habría ofendido que se pasara de la raya, pero esta vez no fue así. Exhaló un suspiro de alivio. Al parecer su rival había decidido seguirle el juego, y gracias a Dios ninguno de los cardenales puso en duda la decisión. Unos cuantos miraron hacia él como esperando una respuesta, pero su silencio fue la señal de que el secretario de Estado estaba satisfecho con la decisión del camarlengo.
Aparte de las implicaciones teológicas que tendría el suicidio de un Papa, Valendrea no podía permitirse el lujo de que se produjera una oleada de compasión por Clemente. No era ningún secreto que el Papa y él no se llevaban bien. Era posible que la prensa planteara preguntas, y no quería que le colgaran el sambenito de haber sido el hombre que llevó a un Papa a la tumba. Tal vez los cardenales que sintieran miedo por sus propias carreras eligieran a otro, como a Ngovi, que sin duda despojaría a Valendrea de cualquier atisbo de poder, con cintas o sin cintas. En el último cónclave había aprendido a no subestimar jamás el poder de una coalición. Afortunadamente parecía que Ngovi había resuelto que el bien de la Iglesia debía prevalecer sobre aquella oportunidad de oro que se le presentaba para derribar a su principal rival, y a Valendrea le complació esa debilidad. De haberse invertido los papeles, él no habría mostrado la misma deferencia.
—Aunque me gustaría añadir una advertencia —continuó Ngovi.
Valendrea seguía sin poder decir nada, y se percató de que el obispo de Nairobi parecía disfrutar de su voluntario autodominio.
—Les recuerdo a cada uno de ustedes su juramento de no discutir el próximo cónclave con anterioridad a nuestro encierro en la Capilla Sixtina. No habrá campaña ni entrevistas con la prensa ni se expresarán opiniones. Tampoco se hablará de los posibles candidatos.
—No hace falta que me sermonee —espetó un cardenal.
—Puede que a usted no, pero hay otros a los que sí les hace falta.
Y con esas palabras Ngovi abandonó la estancia.