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9:00

Michener vio aterrizar el helicóptero del Vaticano por la ventana del dormitorio. No había dejado a Clemente desde que hiciera el descubrimiento, y había utilizado el teléfono que había junto a la cama para llamar al cardenal Ngovi a Roma.

El africano era el camarlengo, chambelán de la Iglesia, la primera persona a la que había que informar de la muerte de un Papa. De acuerdo con el derecho canónico, Ngovi se encargaría de administrar la Iglesia durante el período de sede vacante, la denominación oficial que recibía ahora el gobierno vaticano. No había sumo pontífice. En su lugar, Ngovi, junto con el Sacro Colegio de cardenales, se pondría al frente de un gobierno que duraría las próximas dos semanas, un tiempo durante el cual se llevarían a cabo los preparativos del funeral y se organizaría el cónclave venidero. Como camarlengo, Ngovi no haría las veces de Papa, sino tan sólo de suplente, si bien su autoridad era clara, cosa que a Michener le parecía estupenda. Alguien tendría que controlar a Alberto Valendrea.

Las palas del helicóptero se detuvieron, y la puerta de la cabina se abrió. Ngovi fue el primero en salir, seguido de Valendrea, ambos vestidos de púrpura. Al ser el secretario de Estado, la presencia de Valendrea era necesaria. Detrás de éste iban dos obispos más, además del médico del Papa, cuya asistencia Michener había solicitado expresamente. No le había contado a Ngovi ningún detalle relativo al fallecimiento, ni tampoco había dicho nada al personal de la villa, informando tan sólo a la monja y al camarero para que éstos se cercioraran de que nadie entrase en el dormitorio.

Pasaron tres minutos antes de que se abriera la puerta de la cámara y entraran los dos cardenales y el médico. Ngovi cerró la puerta y echó el pestillo. El médico se acercó a la cama y examinó a Clemente. Michener lo había dejado todo exactamente igual que lo había encontrado, incluyendo el computador portátil del Papa, que seguía encendido, conectado a una línea de teléfono, la pantalla brillante, con un salvapantallas programado especialmente para Clemente: una tiara cruzada con dos llaves.

—Dime qué ha sucedido —pidió Ngovi al tiempo que dejaba en la cama una pequeña cartera negra.

Michener explicó lo que había encontrado y después señaló la mesa. Ninguno de los cardenales había reparado en el frasco de comprimidos.

—Está vacío.

—¿Está diciendo que el sumo pontífice de la Iglesia católica se ha suicidado? —inquirió Valendrea.

Michener no estaba de humor.

—No estoy diciendo nada, sólo que en ese frasco había treinta pastillas.

Valendrea se volvió hacia el médico.

—¿Qué opina usted, doctor?

—Lleva muerto algún tiempo, cinco o seis horas, quizás más. No hay señales de trauma, nada que indique en apariencia un paro cardiaco. Ni pérdida de sangre ni contusiones. A primera vista todo apunta a que murió mientras dormía.

—¿Pudo ser por las pastillas? —quiso saber Ngovi.

—No hay forma de decirlo, a no ser que se realice una autopsia.

—Ni hablar —se apresuró a decir Valendrea.

Michener miró al secretario de Estado.

—Es preciso que lo sepamos.

—No es preciso que sepamos nada —contestó Valendrea alzando la voz—. A decir verdad es mejor que no sepamos nada. Deshágase de ese frasco. ¿Se imagina la repercusión que tendría en la Iglesia que llegara a saberse que el Papa se quitó la vida? La mera insinuación causaría un daño irreparable.

Michener ya había sopesado eso mismo, pero estaba resuelto a manejar la situación mejor que cuando Juan Pablo I falleció de repente en 1978, cuando tan sólo llevaba treinta y tres días de pontificado. Los posteriores rumores y la información engañosa —destinada únicamente a ocultar el hecho de que había sido una monja y no un sacerdote la que había hallado el cadáver— no hicieron sino alimentar la idea de un asesinato entre los conspiradores.

—Estoy de acuerdo —convino Michener—. Un suicidio no se puede hacer público, pero deberíamos saber la verdad.

—¿Para tener que mentir? —preguntó Valendrea—. Mejor que no sepamos nada.

Era interesante que a Valendrea le preocupara mentir, pero Michener no dijo nada.

Ngovi miró al médico.

—¿Bastaría con una muestra de sangre?

El médico asintió.

—Tómela.

—No tiene usted autoridad —bramó Valendrea—. Haría falta consultar al Sacro Colegio. Usted no es Papa.

Ngovi permaneció inexpresivo.

—Yo, por mi parte, quiero saber cómo murió este hombre. Su alma inmortal me preocupa. —Ngovi se dirigió al médico—: Realice usted mismo el análisis y luego destruya la muestra. Comuníqueme el resultado sólo a mí. ¿Está claro?

El otro asintió.

—Se está usted excediendo, Ngovi —afirmó Valendrea.

—Hable de ello con el Sacro Colegio.

El dilema de Valendrea era divertido: no podía invalidar la decisión de Ngovi ni tampoco podía, por razones evidentes, discutir el asunto con los cardenales. De modo que el toscano, sabiamente, mantuvo la boca cerrada. Michener se temía que tal vez sólo estuviese dejando actuar a Ngovi para que él mismo cavara su propia fosa.

Éste abrió la cartera negra que había traído consigo, sacó un martillo de plata y a continuación se dirigió a la cabecera de la cama. Michener comprendió que era obligación del camarlengo llevar a cabo el ritual que estaba a punto de presenciar, por inútil que pudiera ser.

Ngovi golpeó con suavidad la frente del pontífice con el martillo y le hizo la pregunta que llevaba siglos planteándose a los cadáveres de los Papas:

—Jakob Volkner, ¿estás muerto?

Transcurrió todo un minuto de silencio y a continuación Ngovi repitió la pregunta. Tras otro minuto de silencio, preguntó por tercera vez.

Después efectuó la correspondiente declaración:

—El Papa ha muerto.

Ngovi extendió el brazo y levantó la mano derecha de Clemente. El anillo del pescador ceñía el cuarto dedo.

—Qué extraño —comentó—. Clemente no solía llevarlo.

Michener sabía que era cierto: el aparatoso anillo de oro era más un sello que una joya. Representaba a san Pedro el pescador, rodeado por el nombre de Clemente y la fecha de investidura. Había sido colocado en el dedo de Clemente después del último cónclave por el camarlengo de entonces y se utilizaba para sellar las cartas del pontífice. Rara vez se llevaba, y Clemente lo evitaba.

—Quizás supiera que lo buscaríamos —apuntó Valendrea.

Tenía razón, pensó Michener. Al parecer existía cierta planificación, algo muy de Jakob Volkner.

Ngovi retiró el anillo y lo introdujo en un saquito de terciopelo. Después, ante la reunión de cardenales, utilizaría el martillo para hacer añicos el anillo y el sello de plomo del Papa: de esa forma nadie podría sellar ningún documento hasta que se hubiera elegido un nuevo papa.

—Listo —anunció Ngovi.

Michener cayó en la cuenta de que el traspaso de poder había concluido. El pontificado, de treinta y cuatro meses de duración, de Clemente XV, 267º sucesor de san Pedro, el primer alemán en ostentar el trono en novecientos años, había terminado. A partir de ese instante él ya no era el secretario del Papa: tan sólo era un monseñor al servicio temporalmente del camarlengo de la Iglesia.

Katerina cruzó a la carrera el aeropuerto Leonardo da Vinci en dirección al mostrador de Lufthansa. Había reservado plaza en el vuelo de la una a Francfurt. Después no estaba segura de cuál sería su próximo destino, pero por eso ya se preocuparía al día siguiente o al otro. Lo principal era que Tom Kealy y Colin Michener formaban parte del pasado, y era hora de hacer algo con su vida. Se sentía fatal por haber engañado a Michener, pero dado que no se había puesto en contacto con Valendrea y que no le había contado gran cosa a Ambrosi, tal vez la falta le fuera perdonada.

Se alegraba de haber terminado con Tom Kealy, aunque dudaba que él le diera mayor importancia. Kealy estaba ascendiendo y no necesitaba una lapa, y así era exactamente como ella se sentía. Cierto que él necesitaría a alguien que realizara todo el trabajo por el que al final él se llevaría el mérito, pero estaba segura de que aparecería otra mujer que ocuparía su lugar.

La terminal estaba concurrida, pero empezó a percatarse de que la gente se apiñaba en torno a los televisores que salpicaban el lugar. Su mirada finalmente se posó en una de las pantallas que había en alto. Una vista aérea de la plaza de San Pedro. Al acercarse al monitor oyó: «Aquí reina una profunda tristeza. Todos los que amaban a Clemente XV sienten su muerte. Se le echará de menos».

—¿El Papa ha muerto? —preguntó en voz alta.

Un hombre con un abrigo de lana le respondió:

—Murió la otra noche mientras dormía, en Castelgandolfo. Que Dios lo acoja en su seno.

Katerina se quedó desconcertada. Había desaparecido un hombre al que había odiado durante años. Ni siquiera había llegado a conocerlo. Michener intentó presentarlos una vez, pero ella se negó. Por aquel entonces Jakob Volkner era el arzobispo de Colonia, la persona en la cual veía todo lo que ella despreciaba de la religión organizada, por no hablar del otro extremo del tira y afloja que arrastraba la conciencia de Michener. Ella había perdido esa batalla, y desde entonces tenía celos de Volkner, no por lo que pudiera o no haber hecho, sino por lo que simbolizaba.

Ahora había muerto, y Colin debía estar desolado.

Una parte de ella le decía que fuera al mostrador y volara a Alemania. Michener sobreviviría, siempre lo hacía. Pero pronto habría un nuevo Papa, nuevos nombramientos. Una nueva oleada de sacerdotes, obispos y cardenales inundaría Roma. Ella sabía lo suficiente acerca de la política del Vaticano para darse cuenta de que los aliados de Clemente estaban acabados: su carrera tocaba a su fin.

Nada de ello era su problema, y sin embargo una parte de sí le decía que lo era. Tal vez costara realmente romper las viejas costumbres.

Dio media vuelta, equipaje en mano, y salió de la terminal.