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Castelgandolfo.

Domingo, 12 de noviembre

12:00

Michener iba detrás de Clemente en el papamóvil cuando el vehículo salía de las tierras de la villa y se dirigía a la ciudad. Aquel coche especialmente diseñado era una furgoneta Mercedes-Benz modificada que permitía a dos personas ponerse de pie dentro de un habitáculo transparente a prueba de balas. El vehículo siempre se utilizaba cuando el Papa se desplazaba entre una gran multitud.

Clemente había accedido a realizar una visita dominical. Tan sólo unas tres mil personas vivían en el pueblo que lindaba con el recinto pontifical, pero sentían verdadera devoción por el Papa, y esas visitas eran la forma que tenía éste de darles las gracias.

Después de la conversación que habían mantenido la tarde del día anterior, Michener no había vuelto a ver al Papa hasta esa mañana. Aunque le gustaba la gente por naturaleza y disfrutaba con la buena conversación, Clemente XV continuaba siendo Jakob Volkner, un hombre solitario que valoraba su intimidad, así que no era extraño que hubiese pasado el resto de la tarde anterior solo, rezando y leyendo, y retirándose pronto.

Hacía una hora Michener había redactado una carta en la que ordenaba a uno de los visionarios de Medjugorje que dio testimonio del presunto décimo secreto, y Clemente la había firmado. A Michener seguía sin apetecerle el viaje por Bosnia, y lo único que le cabía esperar es que fuera breve.

Sólo tardaron unos minutos en efectuar el recorrido hasta la localidad. La plaza del pueblo estaba abarrotada, y el gentío prorrumpió en vítores al ver avanzar el coche del Papa. Clemente pareció animarse con la demostración de afecto y agitó la mano, señalando rostros que reconocía, enviando saludos especiales.

—Está bien que amen a su Papa —afirmó Clemente, en voz queda, en alemán, su atención centrada en la multitud, asido firmemente a la barra de acero inoxidable.

—Tampoco les da usted motivo para que sea de otro modo —repuso Michener.

—Ése debería ser el objetivo de todo el que lleva esta sotana.

El coche dio la vuelta a la plaza.

—Pídele al conductor que pare —dijo el Papa.

Michener pegó dos golpecitos en la ventana. El vehículo se detuvo y Clemente abrió la puerta de cristal. Bajó al adoquinado, y los cuatro hombres de seguridad que rodearon el coche se pusieron alerta en el acto.

—¿Cree que esto es buena idea? —inquirió Michener.

Clemente levantó la vista.

—Es una idea inmejorable.

El protocolo exigía que el Papa no saliera jamás del vehículo. Aunque esa visita había sido organizada el día anterior, avisando con poca antelación, había pasado bastante tiempo para que hubiera motivo de preocupación.

Clemente se acercó a la muchedumbre con los brazos extendidos. Los niños acogieron sus ajadas manos, y él los atrajo hacia sí en un abrazo. Michener sabía que una de las mayores decepciones en la vida de Clemente era no ser padre: los niños eran preciosos para él.

El equipo de seguridad rodeó al pontífice, pero los vecinos fueron de ayuda al mostrarse reverentes mientras Clemente pasaba ante ellos. Muchos gritaron el tradicional «Viva, viva» que los Papas llevaban siglos escuchando.

Michener se limitaba a observar. Clemente XV estaba haciendo lo que hacían los Papas desde hacía dos milenios. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la Tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares será desatado en los cielos». Doscientos sesenta y siete hombres habían sido elegidos eslabones de una cadena ininterrumpida, comenzando por Pedro y terminando en Clemente XV. Ante sí tenía un perfecto ejemplo del pastor entre el rebaño.

Se le pasó por la cabeza parte del tercer secreto de Fátima.

«El Santo Padre atravesó una gran ciudad medio en ruinas, un tanto tembloroso y con paso titubeante, afligido de dolor y pesar. Rezó por las almas de los cuerpos que se fue encontrando por el camino. Una vez coronada la cima de la montaña, de rodillas a los pies de la gran cruz, un grupo de soldados le disparó balas y flechas, y lo mató».

Tal vez esa declaración de peligro explicara por qué Juan XXIII y sus sucesores decidieron acallar el mensaje. Sin embargo, en última instancia un asesino pagado por los rusos había intentado matar a Juan Pablo II en 1981. Poco después, mientras se restablecía, Juan Pablo había leído por vez primera el tercer secreto de Fátima. Entonces ¿por qué había esperado diecinueve años para dar a conocer al mundo las palabras de la Virgen? Una buena pregunta, una que iría a sumarse a la creciente lista de preguntas sin respuesta. Resolvió no pensar en nada de aquello, y en su lugar se concentró en Clemente, que disfrutaba de la multitud, y todos sus temores se desvanecieron.

Ese día nadie le haría daño a su querido amigo.

Eran las dos de la tarde cuando volvieron a la villa. Un almuerzo ligero los aguardaba en la terraza, y Clemente le pidió a Michener que se uniera a él. Comieron en silencio, disfrutando de las flores y de una espectacular tarde de noviembre. La piscina del recinto, al otro lado de la cristalera, estaba vacía. Era uno de los escasos lujos en los que Juan Pablo II había insistido, diciéndole a la curia, cuando ésta se quejó del precio, que era mucho más barata que elegir a un nuevo pontífice.

El almuerzo consistió en una sustanciosa sopa de carne con verdura, una de las preferidas de Clemente, y pan negro. Michener tenía debilidad por el pan, le recordaba a Katerina. Solían compartirlo cuando tomaban un café y la cena. Se preguntó dónde estaría en ese momento y por qué había sentido la necesidad de abandonar Bucarest sin despedirse. Esperaba volver a verla algún día, tal vez después de que finalizara su estancia en el Vaticano, en un lugar donde no hubiese hombres como Alberto Valendrea, donde a nadie le importara quién era él o lo que hacía. Donde quizás pudiera seguir los dictados de su corazón.

—Háblame de ella —pidió Clemente.

—¿Cómo ha sabido que estaba pensando en ella?

—No ha sido muy difícil.

Lo cierto es que le apetecía hablar del tema.

—Es diferente. Cercana, pero difícil de definir.

Clemente bebió un sorbo de vino de su copa.

—No puedo evitar pensar que sería mejor sacerdote, mejor hombre, si no tuviera que reprimir mis sentimientos —repuso Michener.

El Papa dejó el vaso en la mesa.

—Tu confusión es comprensible. El celibato no está bien.

Michener dejó de comer.

—Espero que no le haya contado eso a nadie más.

—Si no puedo ser sincero contigo, ¿con quién voy a serlo?

—¿Cuándo llegó a esa conclusión?

—El Concilio de Trento se celebró hace mucho, y sin embargo aquí nos tienes, en el siglo veintiuno y aferrándonos a una doctrina del siglo dieciséis.

—Es la naturaleza católica.

—El Concilio de Trento se convocó para tratar de la Reforma protestante. Perdimos esa batalla, Colin. Los protestantes se han convertido en un problema permanente.

Entendió lo que estaba diciendo Clemente. El Concilio de Trento había determinado que el celibato era necesario por el bien del Evangelio, pero admitía que su origen no era divino, lo cual significaba que podía cambiarse si la Iglesia lo deseaba. Los únicos concilios que se habían celebrado después del de Trento, el Vaticano I y el Vaticano II, habían rehusado hacer nada, y ahora el sumo pontífice, el único hombre que podía hacer algo, se cuestionaba lo acertado de la actitud de sus predecesores.

—¿Qué está diciendo, Jakob?

—No estoy diciendo nada, tan sólo hablo con un viejo amigo. ¿Por qué no pueden casarse los sacerdotes? ¿Por qué han de ser castos? Si es aceptable para otros, ¿por qué no para el clero?

—Personalmente estoy de acuerdo, pero creo que la curia adoptaría un punto de vista distinto.

Clemente se inclinó hacia delante al apartar el cuenco de sopa vacío.

—Y ése es el problema: la curia siempre se opondrá a todo aquello que amenace su supervivencia. ¿Sabes lo que me dijo uno de ellos hace unas semanas?

Michener negó con la cabeza.

—Dijo que el celibato debía mantenerse porque el coste que supondría pagar a los sacerdotes se dispararía. Nos veríamos forzados a destinar decenas de millones para hacer frente a la subida de sueldos, ya que los sacerdotes tendrían esposa e hijos que mantener, ¡imagínate! Ésa es la lógica que emplea la Iglesia.

Michener era de la misma opinión, si bien se sintió en la obligación de contestar:

—El mero hecho de que insinuara la necesidad de un cambio le daría a Valendrea un arma arrojadiza perfecta para utilizar con los cardenales. Podría enfrentarse a una rebelión.

—Pero ésa es la ventaja de ser Papa: mis opiniones en materia de doctrina son infalibles. Mi palabra es la última palabra. No necesito permiso, y no me pueden echar.

—La infalibilidad también fue creada por la Iglesia —le recordó Michener—. El próximo Papa podría cambiarla, junto con todo aquello que usted haga.

Clemente se pellizcaba la parte carnosa de la mano, una nerviosa costumbre que Michener ya le había visto.

—He tenido una visión, Colin.

Las palabras, apenas un susurro, tardaron un instante en ser asimiladas.

—Una ¿qué?

—La Virgen me habló.

—¿Cuándo?

—Hace muchas semanas, justo después de que el padre Tibor se pusiera en contacto conmigo por vez primera. Por eso acudí a la Riserva. Ella me dijo que fuera.

Primero el Papa hablaba de desechar un dogma que llevaba en pie cinco siglos y ahora afirmaba haber presenciado apariciones marianas. Michener cayó en la cuenta de que la conversación debía quedar entre ellos, con las plantas por único testigo, pero oyó de nuevo lo que Clemente había dicho en Turín: «¿De verdad crees que disfrutamos de alguna privacidad aquí, en el Vaticano?».

—¿Es prudente discutir esto? —Esperaba que su tono le transmitiera el aviso, pero Clemente no pareció escuchar.

—Ayer se me apareció en mi capilla. Alcé la vista y allí estaba, flotando delante de mí, rodeada de una luz dorada y azul, un halo envolviendo su resplandor. —El Papa hizo una pausa—. Me dijo que su corazón estaba rodeado de espinas con las que los hombres la laceran, sus blasfemias y su ingratitud.

—¿Está seguro de esas afirmaciones? —le preguntó el sacerdote.

Clemente asintió.

—Las dijo con toda claridad. —El Papa unió los dedos—. No estoy senil, Colin. Fue una visión, de eso estoy seguro. —Se detuvo—. Juan Pablo II también las tuvo.

Michener lo sabía, pero no dijo nada.

—Somos unos estúpidos —aseguró el Papa.

A su interlocutor empezaban a inquietarlo tantos acertijos.

—La Virgen me dijo que fuera a Medjugorje.

—Y ¿por eso me envía allí?

Clemente afirmó con la cabeza.

—Dijo que entonces quedaría todo claro.

Por unos momentos reinó el silencio. Michener no sabía qué decir. Era difícil discutir con el Cielo.

—Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima —musitó el pontífice.

Michener se sentía confuso.

—¿Qué hay en ella?

—Parte de lo que me mandó el padre Tibor.

—¿Va a decirme qué es?

—No puedo.

—¿Por qué permitió que Valendrea lo leyera?

—Para ver su reacción. Incluso trató de intimidar al archivero para que le dejara echar un vistazo. Ahora sabe exactamente lo mismo que sé yo.

Michener estaba a punto de preguntar una vez más de qué se trataba cuando unos golpecitos a la entrada de la terraza interrumpieron la conversación. Entró uno de los camareros con una hoja de papel doblada.

—Acaba de llegar esto de Roma por fax, monseñor Michener. En la cabecera indicaba que se lo entregara de inmediato.

El aludido cogió el papel y le dio las gracias al camarero, que se marchó al punto. Lo abrió y leyó el mensaje. Luego miró a Clemente y dijo:

—Hace un rato se ha recibido una llamada del nuncio de Bucarest. El padre Tibor ha muerto. Encontraron su cuerpo esta mañana, en la orilla de un río al norte de la ciudad. Tenía el cuello rajado, y al parecer lo arrojaron por un precipicio. Hallaron su coche cerca de una vieja iglesia que frecuentaba. La policía sospecha que fueron ladrones, porque la zona está plagada. Me han informado porque una de las monjas del orfanato le habló al nuncio de mi visita. Se pregunta por qué fui sin decir nada.

El rostro de Clemente perdió el color. El Papa hizo la señal de la cruz y unió sus manos en oración. Michener vio que Clemente apretaba los ojos y musitaba algo para sí.

Luego las lágrimas anegaron la cara del alemán.