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Bucarest, 6:45

Michener terminó de vestirse y metió el neceser y la ropa sucia en la bolsa de viaje. Una parte de él quería volver a Zlatna a pasar más tiempo con los niños. El invierno se aproximaba, y el padre Tibor le había contado la noche previa la batalla que suponía el mero hecho de mantener las calderas en funcionamiento. El año anterior se habían pasado dos meses con las tuberías congeladas, utilizando estufas provisionales para quemar la madera que lograban arrebatarle al bosque. Este invierno Tibor creía que estarían bien gracias a los trabajadores de las organizaciones de ayuda que habían estado todo el verano reparando la anticuada caldera.

Tibor había dicho que su mayor deseo era que transcurrieran otros tres meses sin perder más niños. El año anterior habían muerto tres, que se hallaban enterrados en un cementerio que había al otro lado de la tapia. Michener se preguntó cuál sería la finalidad de tanto sufrimiento. Él había tenido suerte: el objetivo de los centros irlandeses era encontrarles un hogar a los niños, si bien la otra cara de la moneda era que a las madres se las separaba para siempre de sus hijos. Él se había imaginado muchas veces al burócrata del Vaticano que había aprobado un plan tan absurdo sin pararse a considerar una sola vez el dolor. Qué maquinaria política tan exasperante, la Iglesia católica. Sus engranajes llevaban dos mil años girando sin parar, impasible ante la reforma protestante, los infieles, un cisma que la desgarró o el saqueo de Napoleón. Por qué pues, reflexionó, temía la Iglesia lo que pudiera decir una niña de Fátima. ¿Qué importancia tenía?

Sin embargo, parecía tenerla.

Se echó al hombro la bolsa y bajó las escaleras para ir a la habitación de Katerina. Habían acordado desayunar juntos antes de que él se marchara al aeropuerto. En el marco de la puerta había una nota. La sacó.

Colin:

He pensado que era mejor que no nos viéramos esta mañana. Quería que nos fuésemos con la sensación que compartimos la otra noche: dos viejos amigos que disfrutaron de la compañía del otro. Te deseo lo mejor en Roma. Mereces que todo te salga bien.

Con cariño,

Kate

Una parte de él sintió alivio: la verdad es que no había sabido qué decirle. No había modo de continuar una amistad en Roma: la menor señal de falta de decoro bastaría para dar al traste con su carrera. Sin embargo, se alegraba de que se hubiesen separado llevándose bien. Tal vez finalmente hicieran las paces. Al menos eso esperaba.

Rompió el papel en pedazos y fue hasta el final del pasillo, donde los arrojó al retrete y tiró de la cadena. Qué extraño que eso fuera preciso. Pero no podía quedar resto alguno del mensaje, nada que pudiera relacionarlos. Todo había de ser saneado.

¿Por qué?

Estaba claro: protocolo e imagen.

Lo que ya no estaba tan claro era la creciente rabia que le inspiraban ambos motivos.

Michener abrió la puerta de su piso en la cuarta planta del Palacio Apostólico. Sus habitaciones se hallaban cerca de las del Papa, donde siempre habían vivido los secretarios del pontífice. Cuando se mudó a ellas, hacía tres años, pensó tontamente que tal vez lo guiara de algún modo el espíritu de sus antiguos ocupantes. Sin embargo con el tiempo había llegado a aprender que no había forma de encontrar a esas almas, y que cualquier consejo que pudiera necesitar tendría que hallarlo en sí mismo.

Había tomado un taxi desde el aeropuerto de Roma en lugar de llamar a su despacho para que le enviaran un coche, siguiendo las órdenes de Clemente de que el viaje pasara inadvertido. Entró en el Vaticano por la plaza de San Pedro, vestido de manera informal, como uno de los muchos miles de turistas.

El sábado no era un día ajetreado para la curia. La mayoría de los empleados se iba y los despachos, a excepción de unos cuantos en la secretaría de Estado, permanecían cerrados. Se pasó por la oficina y se enteró de que Clemente se había ido a Castelgandolfo y no volvería hasta el lunes. La villa se encontraba a unos treinta kilómetros al sur de Roma y era refugio de los Papas desde hacía cuatrocientos años. Los pontífices modernos aprovechaban su ambiente relajado para evitar los agobiantes veranos de Roma y para escapar los fines de semana, utilizando helicópteros para desplazarse.

Michener sabía que a Clemente le encantaba la villa, pero lo que le preocupaba era que el viaje no formaba parte del itinerario del Papa. Uno de sus asistentes le dio por toda explicación que el Papa había dicho que le gustaría pasar un par de días en el campo, así que habían reorganizado todos los compromisos. Algunos habían solicitado en la oficina de prensa información relativa a la salud del pontífice, lo cual no era extraño cuando se modificaba el programa, pero no habían tardado en hacer la declaración habitual: «El Santo Padre goza de una salud excelente, y le deseamos larga vida».

Con todo, Michener estaba inquieto, así que llamó por teléfono al asistente que había acompañado al pontífice.

—¿Qué está haciendo ahí? —inquirió Michener.

—Sólo quería ver el lago y dar un paseo por los jardines.

—¿Ha preguntado por mí?

—No.

—Dígale que he vuelto.

Una hora después sonó el teléfono en el piso de Michener.

—El Santo Padre desea verlo. Ha dicho que sería agradable ir al sur en coche por la campiña. ¿Sabe a qué se refiere?

Michener sonrió y consultó el reloj: las tres y veinte de la tarde.

—Dígale que estaré ahí antes de que anochezca.

Al parecer Clemente no quería que usara el helicóptero, aunque la guardia suiza prefería el transporte aéreo. De manera que llamó al parque móvil y solicitó que le prepararan un vehículo.

El recorrido hacia el sureste, a través de olivares, bordeaba las colinas albanas. El complejo papal de Castelgandolfo comprendía la villa Barberini, la villa Cybo y un exquisito jardín, todos ellos enclavados a la orilla del lago Albano. El refugio carecía del bullicio incesante de Roma: era un lugar para la soledad dentro del continuo ajetreo de los asuntos eclesiásticos.

Encontró a Clemente en la terraza. Michener volvía a desempeñar su papel de secretario del Papa, con su alzacuello y su sotana negra con la faja púrpura. El pontífice estaba sentado en una silla en medio del invernadero. Por las elevadas cristaleras de las paredes exteriores entraba el sol de la tarde, y el cálido aire olía a néctar.

—Colin, tráete una silla de ésas. —El saludo vino acompañado de una sonrisa.

Michener hizo lo que le pedía.

—Tiene buen aspecto.

Clemente sonrió.

—No sabía que antes no lo tuviera.

—Ya sabe lo que quiero decir.

—La verdad es que me siento bien. Y te enorgullecerá saber que hoy he desayunado y almorzado. Y ahora háblame de Rumanía. Con pelos y señales.

Explicó lo que había sucedido, omitiendo únicamente el tiempo que había pasado con Katerina. Luego le entregó a Clemente el sobre, y éste leyó la respuesta del padre Tibor.

—¿Qué te dijo exactamente el padre Tibor? —le preguntó el Papa.

Michener respondió y añadió:

—Hablaba en clave, sin decir nunca gran cosa, aunque no fue muy benévolo con la Iglesia.

—Eso lo entiendo —musitó Clemente.

—Estaba molesto por la forma en que la Santa Sede había tratado el tercer secreto. Dio a entender que se había desoído deliberadamente el mensaje de la Virgen, y me dijo repetidas veces que hiciera lo que Ella decía. Que no lo discutiera ni lo aplazara, que simplemente lo hiciera.

La mirada del anciano se detuvo en él.

—Te habló de Juan XXIII, ¿no?

Michener asintió.

—Cuéntame.

Lo hizo, y Clemente parecía fascinado.

—El padre Tibor es el único que aún vive de los que estuvieron presentes aquel día —apuntó el Papa cuando su secretario hubo terminado—. ¿Qué te pareció el sacerdote?

En su cabeza desfilaron varias imágenes del orfanato.

—Parece sincero. Pero también se mostró obstinado. —No añadió lo que pensaba: «Como usted, Santo Padre»—. Jakob, ¿por qué no me cuenta ahora de qué va todo esto?

—Necesito que emprendas otro viaje.

—¿Otro?

Clemente asintió.

—Esta vez a Medjugorje.

—¿A Bosnia? —preguntó Michener con incredulidad.

—Has de hablar con uno de los visionarios.

Medjugorje le era familiar. Según decían, el 24 de junio de 1981 dos niños habían visto a una hermosa mujer que sostenía a un niño en lo alto de un monte del suroeste de Yugoslavia. La tarde siguiente los niños volvieron con cuatro amigos, y los seis vieron algo similar. Después los seis niños continuaron viendo las apariciones a diario, y cada uno de ellos recibió un mensaje. Los funcionarios comunistas de la localidad afirmaron que se trataba de un complot revolucionario e intentaron detener el espectáculo, pero la gente acudió en masa a la zona. En el plazo de unos meses se habló de curaciones milagrosas y rosarios que se convertían en oro. Las visiones siguieron incluso durante la guerra civil, al igual que las peregrinaciones. Ahora los niños ya eran mayores, el lugar se hallaba en Bosnia-Herzegovina, y todos salvo uno de los seis habían dejado de tener visiones. Igual que en Fátima, había secretos. La Virgen había confiado diez mensajes a cinco de los visionarios; el sexto sólo conocía nueve. De esos nueve secretos, todos habían salido a la luz, pero el décimo seguía siendo un misterio.

—Santo Padre, ¿es preciso que realice ese viaje?

No le hacía mucha gracia recorrer Bosnia, una nación desgarrada por la guerra. Las fuerzas norteamericanas y de la OTAN encargadas de mantener la paz continuaban allí tratando de mantener el orden.

—Necesito conocer el décimo secreto de Medjugorje —contestó Clemente, su tono indicaba que la cuestión no admitía réplica—. Redacta una orden papal para los visionarios. Que te cuenten el mensaje a ti y a ningún otro. Sólo a ti.

Le entraron ganas de decir algo, pero estaba demasiado cansado por el vuelo y el apretado programa del día anterior para enredarse en algo que sabía no conduciría a nada, de modo que se limitó a preguntar:

—¿Cuándo, Santo Padre?

Su viejo amigo pareció notar su fatiga.

—Dentro de unos días. Así llamará menos la atención. Y esto también queda entre nosotros.