Bucarest.
Sábado, 11 de noviembre
6:00
Katerina durmió mal. Le dolía el cuello debido al ataque de Ambrosi, y estaba furiosa con Valendrea. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue mandar a la mierda al secretario de Estado y contarle a Michener la verdad, pero sabía que de ese modo echaría por tierra la paz que habían firmado la noche anterior. Michener jamás creería que el principal motivo por el que se había aliado con Valendrea era volver a estar cerca de él. Lo único que vería sería su traición.
Tom Kealy no se había equivocado con Valendrea: «Es un cabrón ambicioso». Más de lo que Kealy sabía, pensó ella, mirando de nuevo al techo de la habitación a oscuras y frotándose los doloridos músculos. Kealy también tenía razón en otra cosa. Una vez le dijo que había dos clases de cardenales: los que querían ser Papa y los que de verdad querían ser Papa. Ahora ella añadía una tercera: los que codiciaban ser Papa.
Como Alberto Valendrea.
Se odiaba a sí misma. Había una inocencia en Michener que ella había quebrantado. Él no podía evitar ser quien era ni creer lo que creía. Quizás fuera eso precisamente lo que le atrajo de él. Una lástima que la Iglesia no permitiera que sus clérigos fuesen felices. Una lástima que nada fuera a cambiar. Maldita fuera la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y maldito Alberto Valendrea. Había dormido con la ropa puesta, y llevaba las últimas dos horas aguardando. Los crujidos de la madera del piso de arriba la pusieron sobre aviso. Sus ojos siguieron el sonido que hacía Colin Michener al andar por la habitación. Oyó correr el agua en el lavabo y esperó lo inevitable. Al poco, los pasos se dirigieron al pasillo, y Katerina oyó abrir y cerrar la puerta.
Se levantó, salió del cuarto y fue directa a la escalera justo cuando la puerta del baño del pasillo se cerraba. Subió las escaleras con sigilo y titubeó al llegar arriba. Esperó a oír el agua de la ducha y avanzó por una raída alfombra que cubría el desnivelado suelo de dura madera hasta llegar a la habitación de Michener, cruzando los dedos para que siguiera teniendo la costumbre de no cerrar nada con llave.
La puerta se abrió.
Ella entró y sus ojos localizaron la bolsa de viaje. La ropa de la noche anterior y la chaqueta también estaban allí. Rebuscó en los bolsillos y encontró el sobre del padre Tibor. Katerina recordó que Michener no tardaba mucho en ducharse y rasgó el sobre.
Santo padre:
He mantenido el juramento que me obligó a prestar Juan XXIII por amor a nuestro Señor, pero hace unos meses un hecho me hizo reconsiderar dicha obligación. Uno de los niños del orfanato murió, y cuando su vida tocaba a su fin, mientras gritaba de dolor, me preguntó por el Cielo y quiso saber si Dios lo perdonaría. No fui capaz de imaginar qué le tendría que ser perdonado a ese inocente, pero le dije que el Señor se lo perdonaría todo. Me pidió que se lo explicara, pero la muerte se mostró impaciente, y él falleció antes de que yo pudiera darle una aclaración. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que también yo había de pedir perdón. Santo Padre, el juramento que le hice a mi Papa era importante para mí. Lo he mantenido más de cuarenta años, pero no hay que desafiar al Cielo. No cabe duda de que yo no soy quién para decirle a usted, el Vicario de Cristo, lo que hay que hacer. Eso es algo que sólo le pueden indicar su bendita conciencia y la mano de nuestro Señor y Salvador. Pero debo preguntar: ¿cuánta intolerancia permitirá el Cielo? No pretendo resultar irrespetuoso, pero es usted quien solicitó mi opinión, la cual le ofrezco humildemente.
Katerina releyó el mensaje. El padre Tibor era tan críptico sobre el papel como lo había sido en persona la noche anterior, aportando únicamente más acertijos.
Dobló de nuevo la nota y la introdujo en un sobre blanco que había encontrado entre sus cosas. Era algo mayor que el original, pero esperaba que no lo bastante distinto como para levantar sospechas.
Metió el sobre en la chaqueta y salió del cuarto.
Al pasar por delante de la puerta del baño, el agua de la ducha cesó. Imaginó a Michener secándose, ajeno a su última traición. Vaciló un instante y bajó las escaleras sin mirar atrás, sintiéndose aún peor consigo misma.