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Ciudad del Vaticano, 23:40

Valendrea aplastó el cigarrillo en un cenicero cuando llamaron a la puerta de su cámara. Había estado casi una hora absorto leyendo un libro. Le gustaban sobremanera las novelas americanas de suspense, pues constituían una agradable evasión de su vida de palabras prudentes y estricto protocolo. Su retirada cada noche a un mundo de misterio e intriga era algo que esperaba con impaciencia, y Ambrosi se aseguraba de que siempre tuviera una nueva aventura que leer.

—Adelante —invitó.

Apareció el rostro del camarero.

—Acabo de recibir una llamada, Eminencia. El Santo Padre está en la Riserva. Usted pidió que se le informara si se daba el caso.

Valendrea se quitó las gafas de leer y cerró el libro.

—Eso es todo.

El camarero se fue, y él se apresuró a ponerse una camisa de punto, unos pantalones y unas zapatillas de deporte y salió de sus dependencias hacia el ascensor privado. En la planta baja recorrió los desiertos pasillos del Palacio Apostólico. El silencio sólo se veía interrumpido por el débil gemido que emitían las cámaras del circuito cerrado de televisión al girar en sus elevados soportes y por el chirriar de las suelas de goma. No corría peligro de que alguien lo viera: de noche el palacio estaba cerrado a cal y canto.

Entró en el archivo y pasó por alto al prefecto de noche, atravesó el laberinto de estanterías y fue directo a la verja de hierro de la Riserva. Clemente XV se hallaba en el interior del iluminado espacio, de espaldas a él, ataviado con una sotana de hilo blanco.

Las puertas de la antigua caja fuerte se encontraban abiertas. Valendrea no se esforzó en ocultar su presencia. Había llegado el momento de la confrontación.

—Pasa, Alberto —le dijo el Papa, aún dándole la espalda.

—¿Cómo ha sabido que era yo?

Clemente dio media vuelta.

—¿Quién iba a ser?

Se situó dentro del haz de luz, era la primera vez que entraba en la Riserva desde 1978. Por aquel entonces sólo un puñado de bombillas iluminaba el cuarto sin ventanas; ahora los tubos fluorescentes lo bañaban todo con un resplandor nacarado. En el mismo cajón, la misma caja de madera, con la tapa abierta. Restos del sello de cera que él había roto y sustituido se veían en el exterior.

—Sé lo de tu visita aquí, con Pablo —afirmó Clemente. Acto seguido señaló la caja—: Estabas presente cuando la abrió. Dime, Alberto, ¿se quedó estupefacto? ¿Se estremeció ese viejo idiota al leer las palabras de la Virgen?

No le iba a dar a Clemente la satisfacción de saber la verdad.

—Pablo era más Papa de lo que usted lo será nunca.

—Era un hombre obstinado e inflexible. Tuvo la ocasión de hacer algo, pero dejó que su orgullo y su arrogancia lo dominaran. —Clemente cogió una hoja de papel abierta que había junto a la caja—. Leyó esto y sin embargo antepuso su persona a la de Dios.

—Murió tan sólo tres meses después. ¿Qué podía haber hecho?

—Podía haber hecho lo que la Virgen pedía.

—¿Hacer qué, Jakob? ¿Qué es eso tan importante? El tercer secreto de Fátima no exige otra cosa que fe y arrepentimiento. ¿Qué debería haber hecho Pablo?

Clemente continuaba rígido.

—Qué bien se te da mentir.

El cardenal sintió una furia ciega que no tardó en reprimir.

—¿Es que se ha vuelto loco?

El pontífice se acercó a él.

—Estoy al corriente de tu segunda visita a esta habitación.

El otro no dijo nada.

—Los archiveros llevan un registro pormenorizado, apuntan desde hace siglos a todo el que entra aquí. La noche del 19 de mayo de 1978 viniste con Pablo y volviste una hora después. Solo.

—El Santo Padre me había encomendado una misión. Me mandó volver.

—Estoy seguro de que lo hizo, teniendo en cuenta lo que contenía la caja.

—Me envió a sellarla de nuevo y devolverla al cajón.

—Pero antes de sellarla leíste el contenido. Y ¿quién podría culparte? Eras un sacerdote joven destinado a la casa del Papa. Tu Papa, al que venerabas, acababa de leer las palabras de una visionaria mariana, unas palabras que sin duda le afectaron.

—Usted qué sabe.

—Si no, es que era más tonto de lo que yo pensaba. —La mirada de Clemente se agudizó—. Leíste las palabras y eliminaste parte de ellas. Como bien sabes, antes había cuatro pliegos de papel en esta caja: dos escritos por la hermana Lucía cuando dio testimonio del tercer secreto en 1944 y dos obra del padre Tibor cuando realizó la traducción en 1960. Pero después de que Pablo abriera la caja y tú la sellaras de nuevo, nadie volvió a abrirla hasta 1981, año en que Juan Pablo II leyó el tercer secreto por primera vez, cosa que hizo en presencia de varios cardenales. Su testimonio confirma que el sello de Pablo estaba intacto. Todos los que estuvieron presentes ese día también dieron fe de que en la caja sólo había dos hojas: una la de la hermana Lucía y la otra la traducción del padre Tibor. Diecinueve años después, en 2000, cuando Juan Pablo finalmente dio a conocer al mundo el texto del tercer secreto, en la caja sólo seguían esos dos papeles. ¿Cómo lo explicas, Alberto? ¿Dónde están las otras dos páginas de 1978?

—Usted no sabe nada.

—Por desgracia para ambos, no es así. Hay algo que tú nunca has sabido: el traductor de Juan XXIII, el padre Andrej Tibor, copió el tercer secreto, que ocupaba dos páginas, en una libreta y a continuación hizo una traducción en dos hojas. Le entregó al Papa el original, pero más tarde cayó en la cuenta de que en la libreta se había impresionado lo que había escrito. Él, al igual que yo, tenía la molesta costumbre de apretar demasiado. Cogió un lapicero, sombreó las palabras y las pasó a dos hojas de papel: en una, el texto original de la hermana Lucía; en la otra, su traducción. —Clemente sostuvo en alto el papel que tenía en la mano—. Uno de esos facsímiles es éste, me lo envió el padre Tibor hace poco.

Valendrea se mantenía impertérrito.

—¿Puedo verlo?

Clemente sonrió.

—Si lo deseas.

El italiano agarró el pliego y una oleada de aprensión se apoderó de su estómago. Aquélla era la misma letra femenina que él recordaba, unos diez renglones en portugués que seguía sin entender.

—El portugués era la lengua materna de la hermana Lucía —prosiguió Clemente—. He comparado el estilo, el formato y la caligrafía del facsímil del padre Tibor con la primera parte del tercer secreto, que te dignaste a dejar en la caja: son idénticos.

—¿Existe una traducción? —inquirió, disimulando cualquier emoción.

—Existe, y el buen padre también me mandó el facsímil. —Clemente señaló la caja—. Pero está en la caja, donde debe estar.

—En 2000 se publicaron unas fotografías de la letra de la hermana Lucía. Puede que el padre Tibor se limitara a copiar su estilo. —Sacudió la hoja—: Esto podría ser una falsificación.

—¿Por qué sabía que dirías eso? Podría ser, pero no lo es. Y los dos lo sabemos.

—¿Por eso es por lo que ha estado viniendo aquí? —le preguntó Valendrea.

—¿Qué querías que hiciera?

—Ignorar esas palabras.

Clemente meneó la cabeza.

—Eso es precisamente lo que no puedo hacer. Además de esta copia, el padre Tibor me hizo llegar una sencilla pregunta. «¿Por qué miente la Iglesia?». Tú conoces la respuesta: nadie mintió, porque cuando Juan Pablo II sacó a la luz el texto del tercer secreto, nadie, aparte del padre Tibor y tú mismo, sabía que ése no era todo el mensaje.

Valendrea retrocedió, se metió una mano en el bolsillo y sacó un encendedor en el que había reparado al bajar. Prendió el papel y arrojó al suelo la hoja en llamas.

Clemente no trató de impedírselo.

Valendrea pisoteó las cenizas ennegrecidas como si acabara de luchar contra el Diablo y, acto seguido, sus ojos se centraron en Clemente.

—Deme la traducción de ese maldito cura.

—No, Alberto. Se quedará en la caja.

Su primer pensamiento fue apartar de un empujón al anciano y hacer lo que había que hacer, pero el prefecto de noche apareció en la puerta de la Riserva.

—Cierre con llave esta caja —le dijo Clemente, y el otro se adelantó para cumplir la orden.

El Papa agarró a Valendrea del brazo y lo sacó de la Riserva. Éste quería desasirse, pero la presencia del prefecto exigía que se mostrase respetuoso. Fuera, entre las estanterías, lejos del prefecto, se zafó de la garra de Clemente.

—Quería que supieras lo que te espera —comentó el pontífice.

Pero a Valendrea le preocupaba otra cosa:

—¿Por qué no ha impedido que quemara el papel?

—Era perfecto, ¿no, Alberto? Eliminar esas dos páginas de la Riserva. Nadie se enteraría. Pablo vivía sus últimos días, pronto ocuparía la cripta. A la hermana Lucía le habían prohibido hablar con nadie y luego murió. Nadie más sabía lo que había en esa caja, salvo tal vez un traductor búlgaro desconocido. Pero en 1978 habían pasado tantos años que el traductor dejó de preocuparte. Sólo tú sabías de la existencia de esas dos páginas. Y aunque alguien se percatara, las cosas tienden a desaparecer del archivo. Si el traductor aparecía, sin las páginas no existía ninguna prueba. Sólo palabras, rumores.

Valendrea no tenía intención de responder a lo que acababa de escuchar. Prefirió insistir:

—¿Por qué no impidió que quemara el papel?

El Papa vaciló un instante antes de contestar:

—Ya lo verás, Alberto.

Y Clemente se alejó arrastrando los pies cuando el prefecto cerró de golpe la puerta de la Riserva.