22:00
Michener y Katerina se bajaron del vagón del metro y salieron de la estación a la noche glacial. Ante ellos apareció el antiguo palacio real rumano, la malparada fachada de piedra envuelta en un resplandor amarillento. La piatsa Revolutsiei se abría en abanico en todas direcciones, los húmedos adoquines moteados de gente arrebujada en pesados abrigos de lana. Por las calles adyacentes el tráfico circulaba con lentitud, y el frío aire dejaba en la garganta un regusto a carbón.
Observó a Katerina mientras ella escudriñaba la plaza. Sus ojos se posaron en la vieja sede central comunista, un monolito estalinista, y la vio detenerse ante el balcón del edificio.
—Ahí fue donde Ceausescu pronunció su discurso esa noche. —Señaló—. Yo andaba por allí. Fue estupendo. Ese imbécil pedante estaba ahí mismo, bajo las luces, declarando que era amado por todos. —El edificio permanecía a oscuras, al parecer ya no era lo bastante importante para ser iluminado—. Las cámaras de televisión retransmitieron el discurso por todo el país. Estaba tan orgulloso de sí mismo… hasta que todos empezamos a gritar: «Timisoara, Timisoara».
Él había oído hablar de Timisoara, una población al oeste de Rumanía donde un sacerdote en solitario finalmente denunció a Ceausescu. Cuando la Iglesia Ortodoxa Reformada, que se hallaba bajo el control del gobierno, lo echó, hubo disturbios en todo el país. A los seis días la violencia estalló en la plaza que tenía delante.
—Tendrías que haber visto la cara de Ceausescu, Colin. Fue su indecisión, el susto momentáneo, lo que nos alentó a pasar a la acción. Atravesamos las barreras policiales y… ya no hubo vuelta atrás. —Bajó la voz—. Al final llegaron los tanques, luego las mangueras, después las balas. Esa noche perdí a muchos amigos.
Michener tenía las manos en los bolsillos del abrigo, viendo cómo su aliento se evaporaba ante sus ojos, dejándola recordar, a sabiendas de que estaba orgullosa de lo que había hecho. También él lo estaba.
—Me alegro de que hayas vuelto —le dijo.
Ella se giró hacia él. Un puñado de parejas paseaban por la plaza, abrazadas.
—Te he echado de menos, Colin.
Éste había leído una vez que en la vida de cada uno siempre había alguien que tocaba una fibra tan profunda, tan preciosa, que, en momentos de necesidad, la mente volvía a ese lugar tan preciado buscando consuelo en unos recuerdos que nunca parecían decepcionantes: eso era Katerina para él. Y le preocupaba la razón por la cual la Iglesia o su Dios eran incapaces de proporcionarle la misma satisfacción.
Ella se acercó más.
—Eso que dijo el padre Tibor sobre que había que hacer lo que dijo la Virgen, ¿qué significaba?
—Ojalá lo supiera.
—Podrías saberlo.
Sabía a qué se refería, y se sacó del bolsillo el sobre que contenía la respuesta del padre Tibor.
—No puedo abrirlo, ya lo sabes.
—¿Por qué no? Encontraremos otro sobre. Clemente no se enteraría.
Ya había sucumbido a la doblez demasiado al leer la primera nota de Clemente.
—Me enteraría yo. —Sabía lo falsa que sonaba su negación, pero volvió a meterse el sobre en el bolsillo.
—Clemente ha moldeado a un sirviente fiel —comentó Katerina—. Ese mérito hay que reconocérselo.
—Es mi Papa. Le debo respeto.
Los labios y las mejillas de Katerina hicieron una mueca que ya conocía.
—¿Piensas dedicar tu vida al servicio de los Papas? ¿Qué hay de ti, Colin Michener?
Él se había preguntado eso mismo muchas veces durante los últimos años. ¿Qué había de él? ¿Se resumiría su vida en el capelo de cardenal? ¿Haciendo poco más que disfrutar del prestigio que concedía la púrpura? Eran hombres como el padre Tibor quienes desempeñaban la labor de los sacerdotes. Sintió de nuevo la caricia de los niños ese día y percibió el hedor de su desesperanza.
Lo invadió un sentimiento de culpa.
—Colin, quiero que sepas que no le diré una palabra de esto a nadie.
—¿Incluyendo a Tom Kealy? —Lamentó su forma de plantear la pregunta.
—¿Estás celoso?
—¿Debería estarlo?
—Parece que tengo debilidad por los sacerdotes.
—Ten cuidado con Tom Kealy. Me da la impresión de que es de los que salieron corriendo de esta plaza cuando empezaron los disparos. —La vio tensar la mandíbula—. No es como tú.
Ella sonrió.
—Yo me planté delante de un tanque junto a otro centenar de personas.
—La idea es terrible. No me gustaría que te hirieran.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿Más de lo que ya lo estoy?
Katerina dejó a Michener en su habitación y bajó los ruidosos escalones. Le dijo que charlarían por la mañana, en el desayuno, antes de que él volviera a Roma. A él no le sorprendió saber que ella se alojaba en el piso de abajo, y Katerina no mencionó que también ella regresaría a Roma, en un vuelo posterior, sino que le contó que su próximo destino estaba en el aire.
Empezaba a lamentar haberse enredado con el cardenal Alberto Valendrea. Lo que había comenzado como un movimiento en pro de su carrera había degenerado en el engaño de un hombre al que todavía amaba. Le preocupaba mentir a Michener. Su padre, de saber lo que su hija estaba haciendo, se sentiría avergonzado. Y esa idea también le resultaba molesta, pues ya había decepcionado a sus padres bastante en los últimos años.
Al llegar a su cuarto, abrió la puerta y entró.
Lo primero que vio fue el rostro sonriente del padre Paolo Ambrosi, una visión que en un primer momento la sobresaltó, si bien recuperó la compostura deprisa, ya que presentía que mostrar miedo ante ese hombre sería un error. Lo cierto es que se esperaba la visita, puesto que Valendrea había dicho que Ambrosi daría con ella. Cerró la puerta, se quitó el abrigo y se acercó a la lamparita que había junto a la cama.
—Es mejor que no la encienda —recomendó Ambrosi.
Ella se percató de que el padre iba vestido con unos pantalones negros y un jersey de cuello alto oscuro. Encima, un sobretodo oscuro abierto. Ninguna de esas prendas era religiosa. Katerina se encogió de hombros y tiró el abrigo en la cama.
—¿Qué ha averiguado?
Ella se tomó un instante y, acto seguido, le hizo un resumen del orfanato y de lo que Michener le había contado sobre Clemente, si bien se guardó algunos datos esenciales. Terminó hablándole del padre Tibor, de nuevo una versión reducida, y de la advertencia del anciano sacerdote relativa a la Virgen.
—Debe enterarse de cuál es la respuesta de Tibor —dijo Ambrosi.
—Colin no quiso abrir el sobre.
—Pues arrégleselas.
—¿Cómo espera que lo haga?
—Suba y sedúzcalo. Léala después, mientras él duerme.
—¿Por qué no lo hace usted? Estoy segura de que a usted le interesan los sacerdotes más que a mí.
Ambrosi se abalanzó sobre ella, le agarró el cuello con sus dedos largos y finos y la tumbó en la cama. Las garras eran frías. Luego le puso la rodilla en el pecho y la apretó con fuerza. Era más fuerte de lo que ella suponía.
—A diferencia del cardenal Valendrea, yo no tengo mucha paciencia para escuchar sus lindezas. Le recuerdo que estamos en Rumanía, no en Roma, y aquí la gente desaparece. Quiero que se entere de lo que escribió el padre Tibor. Averígüelo o puede que la próxima vez que nos veamos no me contenga. —La rodilla de Ambrosi se hundió más en su pecho—. La encontraré mañana, igual que la he encontrado esta noche.
A ella le entraron ganas de escupirle a la cara, pero aquellos dedos aún aferrados a su cuello le advirtieron de que no lo hiciera.
Ambrosi la soltó y se dirigió hacia la puerta.
Ella se llevó las manos al cuello, respiró unas cuantas veces y se levantó de un salto de la cama.
Ambrosi se volvió hacia ella, con una pistola en la mano.
Ella se detuvo.
—Es usted… un puto… mafioso.
Él se encogió de hombros.
—La historia nos enseña que la línea entre el bien y el mal es muy fina. Que pase una buena noche.
Acto seguido abrió la puerta y se fue.