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Bucarest, 17:50

Los golpecitos en la puerta sobresaltaron a Michener. Nadie salvo Clemente y el padre Tibor sabía que estaba en Rumanía. Y absolutamente nadie sabía que se alojaba en ese hotel.

Se puso en pie, cruzó la habitación y, al abrir la puerta, vio a Katerina Lew.

—¿Cómo demonios me has encontrado?

Ella sonrió.

—Eras tú el que decía que los únicos secretos del Vaticano son los que uno no conoce.

No le gustó escuchar eso: lo último que Clemente querría era que una periodista estuviese al tanto de lo que él estaba haciendo. Y ¿quién le había informado de que había salido de Roma?

—Me sentía mal por lo del otro día en la plaza —contó ella—. No debí decir lo que dije.

—¿Y has venido a Rumanía a disculparte?

—Tenemos que hablar, Colin.

—Éste no es un buen momento.

—Me dijeron que estabas de vacaciones. Pensé que sería el mejor momento.

Michener la invitó a entrar y cerró la puerta tras ella, recordándose que el mundo había encogido desde la última vez que estuvo a solas con Katerina Lew. Luego se le pasó por la cabeza una idea inquietante: si ella sabía tanto sobre él, qué no sabría Valendrea. Necesitaba llamar a Clemente para advertirle de la existencia de una filtración. Pero se acordó de lo que éste le había dicho el día anterior en Turín acerca de Valendrea —«Conoce todo cuanto hacemos, cuanto decimos»— y se dio cuenta de que el Papa ya lo sabía.

—Colin, no hay motivo para que seamos tan hostiles. Comprendo mucho mejor lo que ocurrió hace tantos años. Incluso estoy dispuesta a admitir que manejé mal la situación.

—Ya es algo.

Ella no reaccionó al oír ese reproche.

—Te he echado de menos. Por eso es por lo que fui a Roma: para verte.

—¿Qué hay de Tom Kealy?

—Tuve una relación con Tom. —Vaciló—. Pero él no es tú. —Se acercó más—. No me avergüenzo del tiempo que pasé con él. La situación de Tom es estimulante para un periodista, hay un montón de oportunidades. —Sus ojos apresaron los de Michener como sólo ella sabía hacer—. Pero tengo que saberlo: ¿por qué estabas en el tribunal? Tom me dijo que los secretarios del Papa no suelen ocuparse de esas cosas.

—Sabía que tú estarías allí.

—¿Te alegraste de verme?

Meditó su respuesta y finalmente dijo:

—Tú no pareciste alegrarte especialmente de verme.

—Sólo intentaba calibrar tu reacción.

—Que yo recuerde, no hubo reacción alguna por tu parte.

Ella se alejó hacia la ventana.

—Compartimos algo especial, Colin, no tiene sentido negarlo.

—Ni tampoco revivirlo.

—Eso es lo último que quiero. Ambos somos más viejos, y espero que más listos. ¿Es que no podemos ser amigos?

Él había acudido a Rumanía por encargo del Papa y ahora se había enredado en una discusión emocional con una mujer a la que había amado. ¿Acaso era una nueva prueba del Señor? No podía negar lo que sentía cuando estaba tan cerca de ella. Como Katerina había dicho, una vez lo habían compartido todo. Ella había estado estupenda cuando él luchaba por averiguar cuál era su herencia, preguntándose qué había sido de su madre biológica, por qué su padre biológico lo había abandonado. Con la ayuda de Katerina había frenado a muchos de esos demonios. Pero surgían otros nuevos. Tal vez una tregua con su conciencia estuviera bien. ¿Qué daño podía hacerle?

—Me gustaría.

Ella llevaba un pantalón negro que se le pegaba a las delgadas piernas. Una chaqueta de espiguilla a juego y un chaleco de cuero negro le daban la imagen de la revolucionaria que él sabía que era. En sus ojos no había chispas de ensoñación: sus raíces eran firmes. Quizás demasiado. Pero en el fondo existía una emoción genuina, y él la había echado de menos.

Sintió un cosquilleo familiar.

Se acordó, años atrás, de cuando se retiró a los Alpes una temporada para pensar y, al igual que ese día, ella se presentó ante su puerta, confundiéndolo más.

—¿Qué has estado haciendo en Zlatna? —quiso saber ella—. Me han dicho que ese orfanato es un lugar difícil, dirigido por un viejo sacerdote.

—¿Has estado allí?

Ella asintió.

—Te seguí.

Otra realidad preocupante, si bien Michener la pasó por alto.

—Fui a hablar con ese sacerdote.

—¿Me lo cuentas?

Parecía interesada, y él necesitaba hablar de ello. Tal vez Katerina pudiera serle de ayuda. Pero había que tener en cuenta otro aspecto.

—¿Extraoficialmente? —le preguntó.

Su sonrisa lo confortó.

—Pues claro, Colin. Extraoficialmente.