Ciudad del Vaticano, 17:30
El último compromiso de Valendrea llegó pronto para ser viernes. Después se suspendió inesperadamente una cena que había prevista en la embajada francesa —una crisis en París había retenido al embajador—, así que se vio con una inusitada noche libre.
Había pasado una tortuosa hora con Clemente nada más almorzar. Se suponía que iban a celebrar una reunión informativa para tratar los asuntos exteriores, pero no hicieron más que discutir. Su relación empeoraba a pasos agigantados, y el riesgo de un enfrentamiento público cada día era mayor. Faltaba por pedir la renuncia, Clemente sin duda esperaba que mencionara motivos espirituales y abandonara sin más.
Pero eso era algo que jamás ocurriría.
Entre los asuntos de la reunión se incluía la información relativa a una visita del secretario de Estado norteamericano, prevista para dentro de dos semanas. Washington intentaba conseguir el apoyo de la Santa Sede en iniciativas políticas en Brasil y Argentina. La Iglesia era una fuerza política en Sudamérica, y Valendrea había dado a entender su voluntad de utilizar la influencia del Vaticano en favor de Washington. Sin embargo Clemente no deseaba aplicar a la Iglesia. A ese respecto no tenía nada que ver con Juan Pablo II, que preconizaba públicamente la misma filosofía y luego en privado hacía lo contrario. Una estrategia, pensaba a menudo Valendrea, que permitía no hacer sospechar a Moscú y Varsovia y con el tiempo pondría de rodillas al comunismo. Había visto directamente lo que el líder moral y espiritual de mil millones de fieles podía hacer en contra y a favor de los gobiernos. Era una lástima desperdiciar semejante potencial, pero Clemente había ordenado que no se produjera ninguna alianza entre Estados Unidos y la Santa Sede. Los argentinos y los brasileños tendrían que resolver ellos solos sus problemas.
Llamaron a la puerta de sus dependencias.
Estaba solo, pues había enviado a su camarero a buscar un café. Cruzó el estudio, entró en una antesala contigua y abrió la puerta de dos hojas que daba al pasillo. Dos guardias suizos, la espalda contra la pared, flanqueaban la entrada. En medio se hallaba el cardenal Maurice Ngovi.
—Me preguntaba si podríamos charlar un momento, Eminencia. He ido a su despacho y me han dicho que había terminado por hoy.
La voz de Ngovi era baja y reposada, y Valendrea reparó en la formalidad del «Eminencia», sin duda por la presencia de los guardias. Con Colin Michener recorriendo Rumanía, al parecer Clemente había delegado en Ngovi para que ejerciera de recadero.
Invitó a pasar al cardenal y ordenó a los guardias que no los molestaran. A continuación condujo a Ngovi hasta su estudio y le pidió que tomara asiento en un sofá dorado.
—Le invitaría a un café, pero he enviado al camarero por él.
Ngovi alzó la mano.
—No es preciso. He venido a hablar con usted.
Valendrea se sentó.
—Y bien, ¿qué es lo que quiere Clemente?
—Soy yo quien quiere algo. ¿Cuál fue el motivo de su visita de ayer al archivo? ¿Intimidar al cardenal archivero? Porque estuvo fuera de lugar.
—Si mal no recuerdo, el archivo no es de la competencia de la Congregación para la Educación Católica.
—Responda a mi pregunta.
—Así que Clemente, después de todo, quiere algo.
Ngovi no dijo nada, una estrategia irritante que había visto emplear con frecuencia a los africanos y que a veces hacía a Valendrea hablar demasiado.
—Le dijo al archivero que la Iglesia le había encomendado una misión de extrema importancia, una misión que requería tomar medidas extraordinarias. ¿A qué se refería?
Sopesó cuánta información le habría facilitado aquel cabrón blando del archivo. Seguro que no le había confesado el pecado que cometió al perdonar el aborto. El viejo idiota no era tan imprudente. ¿O acaso sí? Resolvió que lo mejor era utilizar una táctica ofensiva.
—Usted y yo sabemos que Clemente está obsesionado con el secreto de Fátima. Ha visitado la Riserva repetidas veces.
—Lo cual es prerrogativa del Papa. Nosotros no somos quiénes para cuestionarla.
Valendrea se inclinó hacia delante.
—¿Por qué nuestro buen pontífice alemán sufre tanto por algo que el mundo ya conoce?
—Ni usted ni yo somos quiénes para cuestionarlo. Juan Pablo II satisfizo mi curiosidad revelando el tercer secreto.
—Usted formó parte del comité, ¿no es cierto? El que revisó el secreto y redactó la interpretación que acompañó su publicación.
—Fue un honor. Llevaba tiempo preguntándome cuál sería el mensaje final de la Virgen.
—Sin embargo resultó tan decepcionante. En realidad no decía gran cosa de nada, aparte de la consabida petición de arrepentimiento y fe.
—Predijo el asesinato de un papa.
—Lo cual explica por qué la Iglesia lo mantuvo oculto todos esos años: no tenía sentido darle a un lunático un motivo divino para que le disparara al Papa.
—Creímos que ésa era la idea cuando Juan XXIII leyó el mensaje y ordenó que lo sellaran.
—Y lo que la Virgen predijo pasó: alguien intentó matar a Pablo VI y luego el turco le disparó a Juan Pablo II. No obstante, lo que yo quiero saber es por qué Clemente siente la necesidad de leer una y otra vez el texto original.
—Le repito que ni usted ni yo somos quiénes para cuestionarlo.
—Salvo cuando uno de los dos sea Papa, —esperó a ver si su adversario mordía el anzuelo.
—Pero ni usted ni yo somos el Papa. Lo que intentó hacer fue una infracción del derecho canónico. —La voz de Ngovi era serena, y Valendrea se preguntó si aquel hombre imperturbable alguna vez perdería los estribos.
—No pretenderá acusarme, ¿no?
Ngovi no se inmutó.
—Si hubiera algún modo de salir airoso lo haría.
—Entonces puede que yo no tuviera más remedio que renunciar y usted acabara siendo secretario de Estado, ¿es eso? Le gustaría, ¿no, Maurice?
—Lo único que me gustaría sería mandarlo de vuelta a Florencia, el lugar al que pertenecen usted y sus antepasados Medici.
El aludido se dijo que debía proceder con cautela: el africano era un maestro en el arte de la provocación. Ésa sería una buena prueba de cara al cónclave, donde sin duda Ngovi procuraría por todos los medios instigarlo a reaccionar.
—Yo no soy un Medici. Soy un Valendrea. Estábamos en contra de los Medici.
—Seguramente sólo después de presenciar el declive de esa familia. Imagino que sus antepasados también serían unos oportunistas.
Valendrea comprendió que los dos principales aspirantes al próximo pontificado estaban cara a cara. Sabía que Ngovi sería el rival más duro. Ya había escuchado conversaciones grabadas entre cardenales cuando se creían a salvo en despachos cerrados a cal y canto del Vaticano. Ngovi era el contrincante más peligroso, un hecho aún más impresionante si se tenía en cuenta que el arzobispo de Nairobi ni siquiera trataba de hacerse con el pontificado. Cuando le preguntaban, aquel cabrón taimado siempre detenía cualquier especulación agitando la mano y mencionando el respeto que sentía por Clemente XV. Nada de eso engañaba a Valendrea. En la silla de san Pedro no se había sentado un africano desde el siglo I. Menudo triunfo sería. Ngovi era un nacionalista acérrimo que opinaba abiertamente que África se merecía algo mejor de lo que recibía en la actualidad, y ¿qué mejor plataforma para impulsar la reforma social que ocupar la cabeza de la Santa Sede?
—Déjelo, Maurice —le dijo—. ¿Por qué no se pasa al equipo ganador? No saldrá Papa del próximo cónclave, se lo puedo asegurar.
—Lo que más me preocupa es que usted salga elegido Papa.
—Sé que ejerce el control sobre el bloque africano, pero eso sólo son ocho votos. No bastan para detenerme.
—Pero sí para ser decisivos en unas elecciones reñidas.
La primera mención de Ngovi del cónclave. ¿Un mensaje, quizás?
—¿Dónde está el padre Ambrosi? —preguntó Ngovi.
Ahora se percataba de cuál era el motivo de la visita: Clemente necesitaba información.
—¿Dónde está el padre Michener?
—Tengo entendido que de vacaciones.
—Igual que Paolo. Tal vez se hayan ido juntos. —Completó el sarcasmo soltando una risita.
—Espero que Colin tenga más gusto escogiendo a sus amigos.
—Lo mismo digo de Paolo.
Se preguntó por qué al Papa le interesaba tanto Ambrosi. ¿Qué más daba? Quizás hubiese subestimado al alemán.
—Sabe, Maurice, antes hablaba en broma, pero sería usted un, excelente secretario de Estado. Su apoyo en el cónclave le garantizaría dicho cargo.
Ngovi tenía las manos entrelazadas bajo la sotana.
—Y ¿a cuántos más les ha ido ofreciendo ese caramelo?
—Sólo a los que están a la altura.
Su invitado se levantó del sofá.
—Le recuerdo que la Constitución Apostólica prohíbe hacer campaña para el papado. Una prohibición que nos afecta a ambos.
Ngovi se dirigió a la antesala.
Sin moverse del asiento, Valendrea llamó al cardenal.
—Yo en su lugar no me preocuparía demasiado por el protocolo, Maurice. Pronto estaremos en la Capilla Sixtina, y su suerte podría sufrir un cambio drástico. Sin embargo, cómo sea dicho cambio depende únicamente de usted.