Michener iba hacia el Sur, a Bucarest, luchando con las imágenes del orfanato.
Al igual que muchos de esos niños, tampoco él había conocido a sus padres biológicos. Más adelante en su vida se enteró de que su madre vivía en Clogheen, un pueblecito irlandés al norte de Dublín. Cuando se quedó embarazada estaba soltera y aún no había cumplido los veinte. El padre era desconocido, o al menos eso era lo que sostenía firmemente su madre. Por aquel entonces el aborto era algo desconocido, y la sociedad irlandesa desdeñaba brutalmente a las madres solteras.
Así que la Iglesia llenó el vacío.
«Centros natalicios», los llamaba el arzobispo de Dublín, si bien eran poco más que un vertedero como el que acababa de dejar. Los dirigían monjas, pero no almas bondadosas como las de Zlatna, sino mujeres difíciles que trataban a las futuras madres que tenían a su cargo como a delincuentes.
A las mujeres se les obligaba a realizar tareas degradantes hasta que daban a luz y también después, y trabajaban en condiciones horribles por un sueldo escaso o inexistente. A algunas las molían a palos, otras morían de hambre, la mayoría eran maltratadas. A ojos de la Iglesia eran pecadoras, y el arrepentimiento forzoso era el único camino hacia la salvación. Sin embargo, la mayor parte eran campesinas que no podían permitirse el lujo de criar a un hijo. Algunas habían mantenido relaciones ilícitas que sus padres no reconocían o bien que querían mantener en secreto; otras eran esposas que habían tenido la mala suerte de quedarse encinta en contra de los deseos de sus maridos. El denominador común era la vergüenza: ni una sola de ellas quería llamar la atención sobre su persona o sobre su familia por un niño no deseado.
Después del parto, los niños permanecían en los centros durante un año, tal vez dos, y los iban alejando poco a poco de sus madres: cada día pasaban menos tiempo juntos. El aviso definitivo sólo se producía la noche previa: una pareja americana llegaría a la mañana siguiente. El privilegio de la adopción estaba reservado únicamente a los católicos, los cuales debían acceder a educar al niño dentro del seno de la Iglesia y no divulgar su procedencia. Se agradecía, aunque no era necesaria, una donación en metálico a la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón, la organización creada para dirigir el proyecto. A los niños se les podía contar que eran adoptados, pero a los nuevos padres les pedían que dijeran que sus padres biológicos habían muerto. La mayoría de las madres biológicas lo quería así, con la esperanza de que la vergüenza de su error se desvaneciera con el tiempo: no hacía falta que nadie supiera que se habían desprendido de un hijo.
Michener recordaba vivamente el día que fue al centro donde nació. El edificio de piedra caliza gris se encontraba en una cañada sin vida, un lugar llamado Kinnegad, no muy lejos del mar de Irlanda. Recorrió la desierta construcción imaginando a una madre angustiada que se colaba en el cuarto del niño la noche antes de que se lo llevaran para siempre, intentando armarse de valor para decirle adiós, preguntándose por qué una Iglesia y un Dios permitían semejante tormento. ¿Tan grande era su pecado? Y, de ser así, ¿por qué no era igual para el padre? ¿Por qué tenía ella que cargar con toda la culpa?
Y con todo el dolor.
Se situó ante una ventana del último piso y se quedó mirando una morera. Lo único que interrumpía el silencio era una tórrida brisa que resonaba en las habitaciones vacías como los gritos de los niños que en su día languidecieron allí. Sintió el horror desgarrador de la madre tratando de ver por última vez a su hijo cuando se lo llevaban a un coche. Su madre biológica había sido una de esas Mujeres. Quién, él nunca lo sabría. Los niños rara vez recibían apellidos, así que no había forma de asociar a un niño con su madre. Lo poco que sabía de sí mismo lo había averiguado gracias a la débil memoria de una monja.
Más de dos mil niños salieron de Irlanda de esa manera, uno de ellos un diminuto muchacho de cabello castaño claro y vivos ojos verdes cuyo destino fue Savannah, Georgia. Su padre adoptivo era abogado, y su madre sentía devoción por su nuevo hijo. Creció en la costa del Atlántico, en un barrio de clase media alta. Destacó en el colegio y se hizo sacerdote y abogado, complaciendo a sus padres adoptivos sobremanera. Luego se fue a Europa y halló consuelo junto a un obispo solitario que lo quiso como a un hijo. Y ahora servía a ese obispo, un hombre que había llegado a ser Papa, parte de la misma Iglesia que tan estrepitosamente fracasara en Irlanda.
Había querido mucho a sus padres adoptivos, los cuales cumplieron con su parte del trato diciéndole en todo momento que a sus padres biológicos los habían matado. Sólo en su lecho de muerte su madre le contó la verdad: la confesión que una santa le hizo a su hijo, el sacerdote, con la esperanza de que tanto él como su Dios la perdonaran.
«No me la he podido quitar de la cabeza en todos estos años, Colin. Cómo debió sentirse cuando te llevamos con nosotros. Intentaron decirme que era por el bien de todos. Intenté decirme que era lo correcto, pero sigo sin poder quitármela de la cabeza».
Él no supo qué decirle.
«Teníamos tantas ganas de tener un hijo. Y el obispo nos aseguró que sin nosotros tu vida sería dura. Que nadie se ocuparía de ti. Pero sigo sin poder quitármela de la cabeza. Quiero decirle que lo siento. Quiero decirle que te eduqué bien, que te he querido como lo habría hecho ella. Quizás de esa manera pueda perdonarnos».
Pero no había nada que perdonar. La culpable era la sociedad. La culpable era la Iglesia. No la hija de un granjero del sur de Georgia que no podía tener hijos. Ella no había hecho nada malo, y Michener le suplicaba a Dios con fervor que le concediera a su madre la paz.
Ya no solía pensar en el pasado, pero el orfanato se lo había recordado todo. El fétido aire persistía, y trató de desembarazarse del hedor con el frío viento que entraba por una ventanilla bajada. Aquellos niños nunca disfrutarían de un viaje a América, nunca sabrían lo que era el amor de unos padres que los querían. Su mundo estaba limitado por un muro de contención gris, en el interior de un edificio con barrotes de hierro donde no había luces y la calefacción era escasa. Allí morirían, solos y olvidados, amados únicamente por un puñado de monjas y un viejo sacerdote.