Bucarest, Rumanía.
Viernes, 10 de noviembre
11:15
Michener bajó unos escalones metálicos y pisó el aceitoso asfalto del aeropuerto de Otopeni. El avión de British Airways en el que había llegado desde Roma estaba medio lleno, y era uno de los cuatro únicos aparatos que utilizaban la terminal.
En Rumanía ya había estado una vez, cuando trabajaba en la secretaría de Estado a las órdenes del entonces cardenal Volkner, en el departamento de Relaciones con los Estados, la sección internacional que se ocupaba de las actividades diplomáticas.
Las Iglesias vaticana y rumana llevaban décadas enfrentadas por un conflicto: el traspaso durante la Segunda Guerra Mundial de propiedades católicas a la Iglesia ortodoxa, entre las cuales se incluían monasterios poseedores de una antigua tradición latina. La libertad religiosa volvió con la caída de los comunistas, pero el debate relativo a la propiedad persistió, y en varias ocasiones católicos y ortodoxos habían protagonizado violentos choques. Juan Pablo II inició un diálogo con el gobierno rumano tras el derrocamiento de Ceausescu, e incluso realizó una visita oficial. Pero el progreso era lento. El mismo Michener había tomado parte en algunas negociaciones posteriores, y recientemente el gobierno había hecho algunos movimientos. Alrededor de dos millones de católicos frente a veintidós millones de ortodoxos componían el país, y sus voces comenzaban a oírse. Clemente había dejado claro que quería hacerles una visita, pero esa disputa impedía que se planteara el viaje.
Aquel asunto era otro aspecto más de la complicada política que parecía acaparar los días de Michener. La verdad es que ya no era un sacerdote: era un ministro de gobierno, un diplomático y un confidente personal, todo lo cual terminaría cuando Clemente exhalara el último suspiro. Tal vez entonces pudiera volver a ser sacerdote. Lo cierto es que nunca había trabajado en una congregación; quizás ser misionero supusiera un desafío. El cardenal Ngovi le había hablado de Kenia. Puede que África fuera un excelente refugio para un exsecretario del Papa, sobre todo si Clemente moría antes de nombrarlo cardenal.
Apartó las incertidumbres de su vida según se encaminaba a la terminal. Notaba que se hallaba a mayor altitud. El lúgubre aire era frío: unos cinco grados, había explicado el piloto justo antes de aterrizar. El cielo estaba cubierto de un denso remolino de nubes bajas que impedían que el sol tocara la tierra.
Entró en el edificio y se dirigió hacia el control de pasaportes. Llevaba poco equipaje, tan sólo una bolsa, pues esperaba estar no más de un día o dos, e iba vestido de manera informal, con unos vaqueros, un suéter y una chaqueta, en cumplimiento de la petición de Clemente de que fuera discreto.
Su pasaporte del Vaticano le permitió entrar en el país sin necesidad de pagar el habitual visado. Luego alquiló un baqueteado Ford Fiesta en el mostrador de Eurodollar, nada más salir de la aduana, y un empleado le indicó cómo llegar a Zlatna. Su dominio del idioma era lo bastante bueno para entender la mayor parte de lo que el pelirrojo le dijo.
No le entusiasmaba la idea de conducir solo por uno de los países más pobres de Europa. La investigación que había realizado la noche anterior había revelado varias notas oficiales que advertían de los ladrones y aconsejaban tener precaución, sobre todo de noche y en el campo. Habría preferido contar con la ayuda del nuncio apostólico en Bucarest: algún empleado podía hacerle de conductor y guía, pero Clemente había rechazado la idea. De forma que se subió al coche alquilado, salió del aeropuerto y al final dio con la autopista y se dirigió al noroeste, hacia Zlatna, a toda velocidad.
Katerina se encontraba en el lado oeste de la plaza, los adoquines deformes, muchos inexistentes. La gente entraba y salía, con preocupaciones más vitales: comida, calefacción, agua. El ruinoso suelo era la menor de sus pesadumbres.
Había llegado a Zlatna hacía dos horas y se había pasado otra recabando toda la información posible acerca del padre Andrej Tibor. Tenía cuidado con las pesquisas, ya que los rumanos eran curiosos. Según los datos que Valendrea le había proporcionado, el avión de Michener aterrizaría algo después de las once de la mañana, y él tardaría dos horas largas en recorrer los casi ciento cincuenta kilómetros que lo separaban de Zlatna. Por su reloj era la una y veinte de la tarde, así que, suponiendo que el vuelo no se hubiese retrasado, estaría allí en breve.
Le resultaba extraño y reconfortante a un tiempo volver a estar en casa. Había nacido y crecido en Bucarest, pero había pasado gran parte de su infancia al otro lado de los Cárpatos, en Transilvania. Para ella ésa no era una región novelesca poblada por vampiros y hombres lobo, sino Erdély, un lugar donde abundaban los bosques, las ciudadelas y la gente campechana. La cultura era una mezcla de Hungría y Alemania, aderezada con un toque cíngaro. Su padre era descendiente de los colonos sajones que en el siglo XII fueron allí para defender los pasos de montaña de los invasores tártaros. Los descendientes de aquellos centroeuropeos resistieron a toda una serie de déspotas húngaros y monarcas rumanos, todo para que al final de la Segunda Guerra Mundial los masacraran los comunistas.
Los padres de su madre eran gitanos, y los comunistas fueron cualquier cosa menos amables con ellos, despertando un odio colectivo similar al que Hitler sentía hacia los judíos. Al ver Zlatna, con sus casas de madera, sus balcones tallados y su estación de ferrocarril de estilo turco, recordó la aldea de sus abuelos. Zlatna se libró de los terremotos de la región y sobrevivió a la dictadura de Ceausescu; pero el hogar de sus abuelos no corrió la misma suerte. Al igual que las dos terceras partes de los pueblos del país, el de ellos fue aniquilado de forma sistemática, los vecinos relegados a grises edificios de pisos comunales. Los padres de su madre incluso tuvieron que afrontar la vergüenza de derruir su propia casa. «Un modo de combinar la experiencia campesina con la eficiencia marxista», rezaba el plan. Y, tristemente, fueron pocos los rumanos que lloraron la pérdida de las aldeas gitanas. Ella recordaba ir a ver después a sus abuelos a aquel piso frío e impersonal, las lúgubres habitaciones grises desprovistas del espíritu afectuoso de sus antepasados, la esencia de la vida extirpada de su alma. Que era de lo que se trataba. Más tarde, en Bosnia, se lo denominó «limpieza étnica». A Ceausescu le gustaba decir que era un paso hacia el «progreso». Ella lo llamaba demencia. Y las cosas y los sonidos de Zlatna resucitaban todos esos recuerdos desagradables.
Por un tendero supo que cerca había tres orfanatos estatales. Según decían, el peor era el que le había tocado al padre Tibor. El edificio se hallaba al oeste de la localidad y albergaba a niños enfermos terminales, otra de las locuras de Ceausescu.
El dictador prohibió los anticonceptivos y decretó que las mujeres menores de cuarenta y cinco años tuvieran al menos cinco hijos. El resultado era una nación con más niños de los que sus padres podían alimentar. El abandono de recién nacidos en la calle estaba a la orden del día, y el sida, la tuberculosis, la hepatitis y la sífilis se cobraban un gran número de víctimas. Con el tiempo acabaron surgiendo orfanatos por todas partes, que venían a ser una especie de vertedero para cuidar de las criaturas no deseadas.
También averiguó que Tibor era un búlgaro de casi ochenta años —o tal vez fuera mayor, nadie lo sabía a ciencia cierta— y se le tenía por un hombre piadoso que había abandonado la jubilación para trabajar con unos niños que no tardarían en reunirse con su Dios. Se preguntó cuánto valor haría falta para consolar a un bebé moribundo o para decirle a un niño de diez años que pronto iría a un lugar mucho mejor que aquel en el que estaba. Ella no creía en nada de eso: era atea, siempre lo había sido. La religión era algo creado por el hombre, igual que el mismo Dios. En su opinión era la política, y no la fe, la que lo explicaba todo. Qué mejor forma de mantener a raya a las masas que aterrorizándolas con la ira de un ser omnipotente. Lo mejor era confiar en uno mismo, creer en la capacidad de uno, decidir la propia suerte en el mundo. La oración era para los débiles y los perezosos, ella nunca la había necesitado.
Consultó el reloj: la una y media pasadas.
Hora de ir al orfanato.
Cruzó la plaza para atajar. Qué haría cuando Michener llegase era algo que aún no había decidido.
Pero ya se le ocurriría.
Michener aminoró la velocidad a medida que se acercaba al orfanato. Parte del trayecto desde Bucarest lo había realizado por autostrada, una calzada de cuatro carriles sorprendentemente bien cuidada, pero la carretera secundaria que tomó antes era muy distinta, el arcén irregular, la superficie llena de baches, como un paisaje lunar, y salpicada de confusas señales que lo indujeron a error en dos ocasiones. Había cruzado el río Olt hacía unos kilómetros, atravesando un pintoresco barranco entre dos sierras boscosas. Conforme iba avanzando hacia el norte, la topografía iba cambiando, dejando atrás tierras de labranza para dar paso a estribaciones y montañas. Por el camino había visto negras serpientes de humo de fábricas en el horizonte.
Había sabido del padre Tibor por un carnicero de Zlatna, el cual le dijo dónde podía encontrarlo. El orfanato ocupaba un edificio de tejas rojas con dos plantas. Las cicatrices del tejado de terracota daban fe del aire sulfuroso que irritaba la garganta de Michener. Las ventanas tenían barrotes de hierro, la mayoría de los cristales estaban parcheados con cinta adhesiva. Muchos de ellos los habían encalado, y él se preguntó si sería para evitar las miradas curiosas desde dentro o desde fuera.
Entró por una puerta en el muro y aparcó el vehículo.
El duro suelo estaba tapizado de tupidos hierbajos. A un lado, un tobogán y un columpio herrumbrosos. Un reguero de algo negro y fangoso recorría la pared del fondo, tal vez el origen de la pestilencia que percibió nada más bajarse del coche. De la puerta principal del edificio salió una monja con un hábito marrón.
—Buenos días, hermana. Soy el padre Colin Michener. He venido a hablar con el padre Tibor. —Le habló en inglés, con la esperanza de que lo entendiera, y añadió una sonrisa.
La anciana unió las manos e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo.
—Bienvenido, padre. No sabía que era usted sacerdote.
—Estoy de vacaciones, y he decidido dejarme la sotana en casa.
—¿Es amigo del padre Tibor? —Su inglés era excelente y carecía de acento.
—No exactamente. Dígale que soy un colega suyo.
—Está dentro. Venga conmigo, por favor. —Vaciló—. Y, padre, ¿ha estado usted antes en un lugar como éste?
A él la pregunta se le antojó extraña.
—No, hermana.
—Se lo ruego, intente ser paciente con los niños.
Asintió y subió tras ella cinco ruinosos escalones de piedra. Dentro, el olor era una horrible combinación de orina, heces y dejadez. Reprimió una náusea respirando superficialmente y deseó taparse la nariz, pero pensó que sería insultante. Esquirlas de cristal crujían bajo sus pies, y reparó en los desconchones de las paredes, similares a una piel quemada por el sol.
Los niños salieron en tropel de las habitaciones. Unos treinta, todos varones, entre la infancia y la adolescencia. Se arremolinaron a su alrededor, la cabeza rapada: «para combatir los piojos», aclaró la monja. Algunos cojeaban, otros parecían no controlar los músculos. Muchos sufrían de un ojo vago; otros, de un defecto del habla. Lo toquetearon con las agrietadas manos, exigiendo su atención. Sus voces tenían un dejo de aspereza, y los dialectos variaban, si bien la mayoría empleaba el rumano o el ruso. Varios le preguntaron quién era y por qué estaba allí. En la ciudad le habían informado de que casi todos eran enfermos terminales o tenían una grave minusvalía. La escena era surrealista debido a las prendas que llevaban los muchachos. Al parecer la ropa era cualquier cosa que anduviera a mano y cubriera los desgarbados cuerpos. Eran todo ojos y huesos, y pocos tenían dientes. Las llagas moteaban sus brazos, piernas y rostro. Michener procuró ser cuidadoso, ya que la noche anterior había leído que el VIH se hallaba muy extendido entre los niños olvidados de Rumanía.
Quería decirles que Dios cuidaría de ellos, que su sufrimiento tenía un sentido, pero antes de que pudiera hablar, un hombre alto vestido con un traje negro de clérigo, sin alzacuello, salió al pasillo. Un chiquillo se abrazaba a su cuello con desesperación. El anciano llevaba el cabello muy corto, y todo en su rostro, sus ademanes y su caminar resuelto apuntaba a que era una persona afable. Lucía unas gafas con montura cromada que enmarcaban unos ojos castaños redondos como platos, bajo una pirámide de pobladas cejas blancas. Estaba hecho un palillo, pero tenía unos brazos fuertes y musculosos.
—¿Padre Tibor? —le preguntó en inglés.
—Me han dicho que es usted un colega. —Su inglés tenía un acento de la Europa del Este.
—Soy el padre Colin Michener.
El sacerdote dejó en el suelo al niño que llevaba en brazos.
—A Dumitru le toca su terapia diaria. Dígame ¿por qué debería retrasarla para hablar con usted?
Michener se preguntó cuál sería el motivo de esa hostilidad.
—Su Papa necesita ayuda.
Tibor respiró hondo.
—¿Por fin va a reconocer la situación en la que nos encontramos aquí?
Michener quería hablar a solas, no le gustaba el público que tenían alrededor, en particular la monja. Los niños seguían tirándole de la ropa.
—Es preciso que hablemos en privado.
El rostro del padre Tibor mostró escasa emoción al repasar a Michener con una mirada ecuánime. A éste le asombró el estado físico del anciano y esperó estar la mitad de bien que él cuando cumpliera los ochenta.
—Llévese a los niños, hermana. Y encárguese de la terapia de Dumitru.
La monja cogió al pequeño en brazos y se llevó al resto por el pasillo. El padre Tibor escupió unas instrucciones en rumano, parte de las cuales Michener entendió, si bien quiso saber:
—¿Qué clase de terapia recibe el niño?
—Simplemente le masajeamos las piernas e intentamos hacer que ande. Es probable que sea inútil, pero es todo lo que podemos hacer.
—¿Es que no hay médicos?
—Tenemos suerte de poder darles de comer. Recibir ayuda médica es algo insólito.
—¿Por qué hace esto?
—Extraña pregunta viniendo de un sacerdote. Estos niños nos necesitan.
La atrocidad que acababa de ver seguía atormentándolo.
—¿Ocurre esto mismo en todo el país?
—A decir verdad éste es uno de los sitios mejores. Hemos trabajado de firme para hacerlo habitable, pero, como ve, aún queda mucho por hacer.
—¿No hay dinero?
Tibor meneó la cabeza.
—Sólo el que nos dan las organizaciones de ayuda. El gobierno no hace mucho, y la Iglesia prácticamente nada.
—¿Vino usted por su cuenta?
El anciano asintió.
—Después de la revolución leí algo sobre los orfanatos y decidí que éste era mi sitio. Eso fue hace diez años, y sigo aquí.
Su voz seguía sonando crispada, de modo que Michener le preguntó:
—¿Por qué es usted tan hostil?
—Me pregunto qué es lo que quiere el secretario del Papa de un viejo.
—¿Sabe quién soy?
—No ignoro lo que sucede en el mundo.
Vio que el padre Andrej Tibor no era ningún mentecato. Tal vez Juan XXIII escogiera sabiamente al pedirle a ese hombre que tradujera lo que escribió la hermana Lucía.
—Traigo una carta del Santo Padre.
Tibor agarró a Michener del brazo.
—Me lo temía. Vayamos a la capilla.
Lo que hacía las veces de capilla era una habitación diminuta con el piso cubierto por cartones. Las paredes eran de piedra y el ruinoso techo de madera. El único signo de devoción procedía de una solitaria vidriera en la que un mosaico de colores dibujaba una virgen con los brazos extendidos, al parecer dispuesta a abrazar a todo el que buscara su consuelo.
Tibor señaló la imagen.
—La encontré no muy lejos de aquí, en una iglesia que estaba a punto de ser demolida. Uno de los voluntarios que acuden en verano me la instaló. Todos los niños se sienten atraídos por ella.
—Usted sabe por qué he venido, ¿verdad?
Tibor no dijo nada.
Michener se metió la mano en el bolsillo, sacó el sobre azul y se lo entregó a Tibor.
El sacerdote lo cogió y se acercó a la ventana. Luego rasgó el sobre y extrajo la nota de Clemente. Se alejó el papel de los ojos mientras se esforzaba por leerlo a la luz mortecina.
—Hace tiempo que no leo en alemán —afirmó Tibor—, pero aún lo recuerdo. —Terminó de leer—. La primera vez que escribí al Papa fue con la esperanza de que hiciera lo que le pedía sin más.
A Michener le entraron ganas de saber qué había pedido, pero se limitó a decir:
—¿Tiene una respuesta para el Santo Padre?
—Tengo muchas respuestas. ¿Cuál quiere que le dé?
—Usted es el único que puede tomar esa decisión.
—Ojalá fuese así de sencillo. —Ladeó la cabeza hacia la vidriera—. Ella lo complicó. —Tibor permaneció un momento en silencio y luego se volvió para mirarlo—. ¿Pasará la noche en Bucarest?
—Si usted quiere.
Tibor le devolvió el sobre.
—Hay un restaurante, el café Krom, cerca de la piatsa Revolutsiei. No tiene pérdida. Vaya a las ocho. Pensaré en esto y le daré allí su respuesta.