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Ciudad del Vaticano, 17:30

Valendrea se hallaba junto a la ventana de su despacho, situado en la tercera planta. Fuera, los altos cedros, los pinos y los cipreses de los jardines del Vaticano pregonaban el verano. Desde el siglo XIII los papas paseaban por los senderos de ladrillo festoneados de laureles y arrayanes, hallando solaz en las esculturas, los bustos y en los relieves en bronce.

Valendrea recordaba la época en que disfrutaba de los jardines, recién salido del seminario, destinado al único lugar del mundo en el que quería estar. Las sendas se hallaban llenas de jóvenes sacerdotes que reflexionaban sobre el futuro. Procedía de una época en que los italianos dominaban el pontificado, pero el Vaticano II lo había cambiado todo, y Clemente XV se estaba apartando aún más. Cada día bajaba del cuarto piso un nuevo listado de órdenes que desplazaban a sacerdotes, obispos y cardenales. Más occidentales, africanos y asiáticos eran llamados a Roma. Él había intentado retrasar su puesta en práctica, esperando que Clemente se muriera de una vez, pero al cabo no había tenido más remedio que obedecer las instrucciones.

Los italianos ya eran minoría en el colegio de cardenales, Pablo VI tal vez fuese el último de su estirpe. Valendrea había conocido al cardenal de Milán, pues había tenido la suerte de encontrarse en Roma los últimos años del pontificado de Pablo. En 1983 Valendrea ya era arzobispo, y Juan Pablo II finalmente le otorgó el birrete rojo, un modo por el que el polaco se granjeó las simpatías del país.

Pero ¿habría algo más?

La tendencia conservadora de Valendrea era legendaria, al igual que su fama de trabajador concienzudo. Juan Pablo lo nombró prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, donde coordinaba a escala mundial las actividades misioneras, supervisaba la construcción de iglesias, definía los límites de las diócesis y educaba a catequistas y clérigos. Aquel trabajo hizo que se implicara en todos los aspectos de la Iglesia y le permitió crear discretamente una base de poder entre aquellos que algún día serían cardenales. Jamás olvidó lo que le dijo su padre: «Favor con favor se paga».

Muy cierto.

Pronto lo vería.

Se apartó de la ventana.

Ambrosi se había marchado a Rumanía. Echaba de menos a Paolo cuando no estaba. Era la única persona con la que Valendrea se sentía completamente a gusto. Ambrosi parecía entender su naturaleza y su dinamismo. Había tanto que hacer en el momento adecuado, en la medida adecuada, y había muchas más posibilidades de fracasar que de salir airoso.

Sencillamente no había muchas oportunidades de convertirse en papa. Ya había participado en un cónclave, y el segundo tal vez no fuera muy lejano. Si no lograba ser elegido esta vez, y a menos que el Papa falleciera repentinamente, el próximo pontífice bien podía enterrarlo.

Miró un retrato de Clemente XV que había al otro lado del despacho. El protocolo exigía que aquella cosa irritante estuviese allí, pero él habría preferido una fotografía de Pablo VI; italiano de nacimiento, romano de naturaleza, latino de carácter. Pablo había sido brillante, claudicando únicamente en pequeños aspectos, transigiendo sólo lo necesario para satisfacer a los entendidos. Así era como dirigiría también él la Iglesia: dando un poco y guardando más. No paraba de pensar en Pablo desde el día anterior. ¿Qué había dicho Ambrosi del padre Tibor? «Es la única persona viva, aparte de Clemente, que ha visto lo que hay en la Riserva relativo a los secretos de Fátima».

No era verdad.

Su mente retrocedió a 1978.

—Ven, Alberto, sígueme.

Pablo VI se levantó y comprobó el estado de su rodilla derecha. El anciano pontífice había sufrido mucho los últimos años: había tenido bronquitis, gripe, problemas de vejiga e insuficiencia renal, y además le habían extirpado la próstata. Dosis ingentes de antibióticos habían mantenido a raya las infecciones, pero los fármacos habían debilitado su sistema inmunológico y minado sus fuerzas. Su artritis parecía especialmente dolorosa, y Valendrea sentía compasión por el pobre anciano. El final se acercaba, pero con una lentitud angustiosa.

El Papa salió de sus dependencias arrastrando los pies, camino del ascensor privado de la cuarta planta. Era una tormentosa noche de mayo, y en el Palacio Apostólico reinaba la calma. Pablo rechazó la presencia de los de seguridad, afirmando que él y su primer asistente volverían en breve. No era necesario que llamaran a sus dos secretarios.

La hermana Giacomina salió de su habitación. Se ocupaba del servicio doméstico y ejercía de enfermera de Pablo. La Iglesia había decretado hacía tiempo que las mujeres que trabajaban en casas de clérigos debían tener la edad canónica, una norma que divertía a Valendrea. En otras palabras: tenían que ser viejas.

—¿Adónde va, Santo Padre? —le preguntó la monja como si él fuera un niño que saliera de su cuarto sin permiso.

—No se preocupe, hermana. He de encargarme de unos asuntos.

—Debería descasar y lo sabe.

—Volveré pronto, pero estoy bien y necesito ocuparme de esto. El padre Valendrea cuidará bien de mí.

—No más de media hora, ¿está claro?

Pablo sonrió.

—Lo prometo. Media hora y me acuesto.

La monja se retiró a su habitación, y ellos fueron al ascensor. En la planta baja Pablo recorrió despacio una serie de pasillos hasta alcanzar la entrada del archivo.

—Llevo muchos años posponiendo algo, Alberto, y creo que esta noche es hora de ponerle remedio.

Pablo siguió avanzando con ayuda del bastón, y Valendrea acortó el paso para seguir su ritmo. Le entristecía ver al que un día había sido un gran hombre. Giovanni Battista Montini era hijo de un próspero abogado italiano. Había conseguido llegar a la curia y finalmente ocupar la secretaría de Estado. Después fue arzobispo de Milán, gobernando la diócesis con eficacia y llamando la atención de un Sacro Colegio dominado por italianos que vieron en él al candidato lógico para suceder al querido Juan XXIII. Había sido un papa excelente en una época difícil. La Iglesia lo echaría mucho de menos, y Valendrea también. Últimamente había tenido la suerte de pasar tiempo con Pablo: el viejo guerrero parecía disfrutar de su compañía. Incluso corría el rumor de que lo nombrarían obispo, una gracia que esperaba que Pablo le concediera antes de recibir la llamada de Dios.

Entraron en el archivo, y el prefecto se arrodilló al ver a Pablo.

—¿Qué le trae por aquí, Santo Padre?

—Por favor, abre la Riserva.

Le gustaba que Pablo respondiera a una pregunta con una orden. El prefecto salió corriendo en busca de un juego de llaves descomunales y los condujo hasta el oscuro archivo. Pablo lo seguía despacio, y llegaron cuando el prefecto terminó de abrir una verja de hierro y de encender un puñado de mortecinas luces. Valendrea sabía de la existencia de la Riserva y de la regla según la cual para entrar era preciso contar con la autorización del Papa. Era la reserva sagrada de los vicarios de Cristo. Sólo Napoleón había violado su santidad, un insulto por el que acabó pagando.

Pablo entró en el cuarto sin ventanas y señaló una caja fuerte negra.

—Ábrela.

El prefecto obedeció, haciendo girar las roscas y liberando resortes. Las puertas de doble hoja se abrieron sin que los goznes de latón dejaran escapar un solo gemido.

El Papa se sentó en una de las tres sillas.

—Es todo —dijo Pablo, y el prefecto se fue—. Mi predecesor fue el primero en leer el tercer secreto de Fátima. Tengo entendido que después ordenó que lo guardaran en esta caja fuerte. Llevo quince años reprimiendo el impulso de venir aquí.

Valendrea estaba un tanto confuso.

—¿Acaso el Vaticano no hizo una declaración en el 67 asegurando que el secreto nunca se desvelaría? ¿Se hizo sin que usted lo leyera?

—Hay muchas cosas que la curia lleva a cabo en mi nombre que escapan a mi conocimiento. No obstante, sí me pusieron al corriente. Después.

Valendrea se preguntó si no habría metido la pata planteando esa pregunta. Se dijo que había de tener cuidado con lo que decía.

—Toda esta historia me asombra —comentó Pablo—. La madre de Dios se aparece a tres niños, en lugar de a un sacerdote o a un obispo o al Papa. Escoge a tres niños ignorantes; parece que siempre elige a los mansos. Tal vez el cielo intente decirnos algo.

Valendrea sabía perfectamente cómo había llegado de Portugal al Vaticano el mensaje que la hermana Lucía recibió de la Virgen.

—Nunca creí que las palabras de la buena hermana merecieran mi atención —aseguró Pablo—. Conocí a Lucía en Fátima, cuando fui en el 67. Me criticaron por ir: los progresistas decían que estaba retrasando el progreso del Vaticano II, concediendo demasiada importancia a lo sobrenatural, venerando a María por encima de Cristo y el Señor. Pero yo sabía que no era así.

Valendrea percibió una luz abrasadora en los ojos de Pablo. Tal vez el viejo guerrero aún tuviera ánimo para luchar.

—Sabía que la gente joven adoraba a María; se sentía atraída por los santuarios. Que yo acudiera allí era importante para ellos, la demostración de que su papa se preocupaba. Y yo tenía razón, Alberto: María es más popular hoy en día que nunca.

Sabía que Pablo amaba a la Virgen, que durante su pontificado había puesto empeño en venerarla concediéndole títulos y atención. Quizás demasiados, según algunos.

Pablo señaló la caja fuerte.

—El cuarto cajón por la izquierda, Alberto. Ábrelo y tráeme su contenido.

Hizo lo que Pablo le pedía y sacó un pesado cajón de hierro. En su interior había una cajita de madera con un sello de cera estampado en el que se distinguía la divisa del papa Juan XXIII. En la parte superior una etiqueta rezaba: secretum sancti officii. Le llevó la caja a Pablo, que examinó el exterior con manos temblorosas.

—Dicen que Pío XII puso la etiqueta y el propio Juan el sello. Ahora me toca echar un vistazo. ¿Te importaría romper el sello, Alberto?

Éste miró a su alrededor en busca de alguna herramienta y, al no encontrar ninguna, partió la cera sirviéndose de la esquina de una de las puertas de la caja fuerte. Le devolvió la caja a Pablo.

—Muy ingenioso —alabó el Papa.

Valendrea aceptó el cumplido inclinando la cabeza.

Pablo puso la caja en equilibrio en el regazo y se sacó unas gafas de la sotana. Después de ponérselas, abrió la tapa y extrajo dos legajos de papel. Dejó uno a un lado y abrió el otro. Valendrea vio una hoja blanca más reciente dentro de un papel claramente más viejo. Ambos estaban escritos.

El pontífice escudriñó la hoja más antigua.

—Ésta es la nota original que escribió la hermana Lucía en portugués —contó Pablo—. Por desgracia no hablo ese idioma.

—Tampoco yo, Santo Padre.

Pablo se la entregó, y él vio que el texto tenía unas veinte líneas escritas con una tinta negra que se había vuelto gris. Resultaba emocionante pensar que sólo la hermana Lucía, una visionaria acreditada de la Virgen, y el papa Juan XXIII habían tocado la hoja que tenía ante sí.

Pablo agitó el papel más reciente.

—Ésta es la traducción.

—¿La traducción, Santo Padre?

—Juan tampoco sabía portugués, así que hizo que le tradujeran el mensaje al italiano.

Valendrea desconocía ese dato. De modo que había que añadir unas terceras huellas, algún miembro de la curia al que llamaron para que realizara la traducción, que sin duda juraría guardar el secreto después y ya habría muerto.

Pablo desdobló la segunda hoja y se puso a leer. A su rostro asomó una mirada de curiosidad.

—Nunca se me han dado bien los acertijos.

El Papa juntó los papeles y echó mano del segundo montón.

—Al parecer el mensaje llevaba a otra página. —Pablo abrió las hojas: asimismo una más nueva y la otra claramente más antigua—. En portugués otra vez. —Pablo echó una ojeada al papel más reciente—. Vaya, en italiano. Otra traducción.

Valendrea observaba mientras Pablo leía las palabras con una expresión que pasó del desconcierto a una honda preocupación. Respiraba superficialmente, el ceño fruncido y la frente arrugada al releer la traducción.

El Papa no dijo nada, ni Valendrea tampoco. No se atrevió a pedir que le dejara leer las palabras.

El Papa leyó el mensaje una tercera vez.

Pablo se humedeció los resecos labios y se revolvió en la silla. Una mirada de asombro afloró a los ojos del anciano. Por un instante Valendrea se asustó. Delante tenía al primer Papa que había dado la vuelta al mundo. Un hombre que aplacó a un ejército de progresistas de la Iglesia y suavizó su revolución con moderación. Que compareció ante las Naciones Unidas y dijo: «Que no vuelva a haber guerra». Que denunció el control de la natalidad por considerarlo pecado y se mantuvo firme incluso en medio de una oleada de protestas que sacudió los cimientos de la Iglesia. Que consolidó la tradición del celibato sacerdotal y excomulgó a los disidentes. Que esquivó a un asesino en Filipinas, desafió a los terroristas y presidió el funeral de su amigo, el primer ministro de Italia. Era un vicario resuelto, que no se impresionaba con facilidad. Sin embargo lo que acababa de leer lo había afectado.

Pablo recompuso los papeles y, a continuación, introdujo ambos legajos en la caja de madera y cerró la tapa de golpe.

—Ponla en su sitio —musitó el Papa, los ojos fijos en el regazo. Trocitos de cera carmesí le moteaban la blanca sotana. Pablo se los sacudió como si fueran una enfermedad—. Esto ha sido un error, no debería haber venido. —Luego pareció armarse de valor y recobró la compostura—. Cuando volvamos arriba, redacta una orden. Quiero que vuelvas a sellar la caja personalmente. Nadie volverá a entrar aquí so pena de excomunión. Sin excepciones.

Pero esa orden no afectaría al Papa, pensó Valendrea: Clemente XV podía entrar y salir de la Riserva a su antojo.

Y eso era precisamente lo que había hecho el alemán.

Valendrea sabía desde hacía tiempo de la existencia de la traducción al italiano de lo que escribió la hermana Lucía, pero hasta el día anterior no había sabido el nombre del traductor.

El padre Andrej Tibor.

Había tres preguntas que lo atormentaban.

¿Por qué Clemente XV no paraba de entrar en la Riserva? ¿Por qué quería el Papa comunicarse con Tibor? Y, la más importante: ¿qué era lo que sabía el traductor?

En ese momento no tenía una sola respuesta.

Aunque quizás los próximos días, entre Colin Michener, Katerina Lew y Ambrosi, averiguara la respuesta de los tres interrogantes.