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Turín, Italia.

Jueves, 9 de noviembre

10:30

Michener miró por la ventanilla del helicóptero la ciudad que se extendía a sus pies. Turín se hallaba envuelta en un tenue manto mientras un vivo sol matutino pugnaba por disipar la neblina. Más allá estaba el Piamonte, esa región italiana arrimada a Francia y Suiza, una llanura de tierras bajas rodeada por cumbres alpinas, glaciares y el mar.

Clemente iba sentado a su lado; enfrente, dos hombres del servicio de seguridad. El Papa había ido al norte a bendecir la Sábana Santa de Turín antes de que la reliquia volviera a su encierro. Tan particular visita había dado comienzo justo después de Pascua, y Clemente debería haber estado allí cuando fue descubierta, sin embargo se había dado prioridad a un viaje a España programado anteriormente. De manera que se resolvió que acudiría a la clausura de la exhibición, donde se sumaría a su veneración tal y como habían hecho los papas durante siglos.

El helicóptero se ladeó hacia la izquierda e inició un lento descenso. Debajo, la via Roma estaba repleta de tráfico, la piazza San Carlo igualmente congestionada. Turín era un centro industrial, fabricante de vehículos principalmente, una ciudad empresarial a la manera europea, no como muchas otras que Michener conociera en su infancia en el sur de Georgia, donde predominaban las papeleras.

Vieron el duomo San Giovanni, sus altas agujas enredadas en la niebla. La catedral, dedicada a san Juan Bautista, llevaba allí desde el siglo XV, pero el Santo Sudario no se instaló en ella hasta el XVII.

Los patines del helicóptero rozaron el húmedo pavimento.

Michener se desabrochó el cinturón de seguridad cuando cesó el gemido de los rotores. Los guardaespaldas no abrieron la portezuela hasta que las aspas no estuvieron completamente inmóviles.

—¿Vamos? —dijo Clemente.

El Papa no había hablado mucho durante el trayecto desde Roma. Clemente podía ser así cuando viajaba, y Michener era consciente de las rarezas del anciano.

Michener salió a la plaza seguido de Clemente. Una multitud rodeaba el perímetro. El aire era fresco, pero Clemente había insistido en no llevar chaqueta. Verlo con su sotana blanca, el pectoral en el pecho, causaba gran impresión. Y el fotógrafo del Papa comenzó a sacar instantáneas para repartir entre la prensa al final de la jornada. El pontífice saludó y el gentío le devolvió la gentileza.

—No deberíamos entretenernos —le susurró Michener a Clemente.

La seguridad del Vaticano había hecho hincapié en que la plaza no era segura. Aquello sería cosa de entrar y salir, como decían los equipos de seguridad, ya que la catedral y la capilla eran los únicos lugares que habían peinado en busca de explosivos y estaban controlados desde el día anterior. Dado que esa visita había recibido mucha cobertura de prensa y había sido organizada hacía tiempo, cuanto menos permanecieran al aire libre, mejor.

—Sólo un momento —aseguró Clemente mientras seguía saludando—. Han venido a ver a su pontífice, dejemos que lo hagan.

Los papas siempre habían viajado por la península Itálica con libertad, una ventaja de la que disfrutaban los italianos a cambio de sus dos mil años de comunión con la madre Iglesia, de modo que Clemente se tomó un instante para saludar a la multitud.

Finalmente el Papa entró en el pórtico de la catedral. Michener iba en pos, rezagándose adrede para que el clero tuviera la oportunidad de fotografiarse con el Santo Padre.

El cardenal Gustavo Bartolo aguardaba dentro. Lucía una sotana de seda púrpura con una faja a juego que indicaba su elevada categoría dentro del colegio cardenalicio. Era un hombre de cabello blanco y deslustrado y barba poblada. Michener solía preguntarse si el aspecto de profeta bíblico era intencionado, ya que Bartolo no tenía reputación de brillantez intelectual ni de iluminación espiritual, sino más bien de fiel recadero. Había sido nombrado obispo de Turín por el predecesor de Clemente y ascendido al Sacro Colegio, el cual lo designó prefecto de la Sábana Santa.

Clemente no había revocado dicho nombramiento aun a sabiendas de que Bartolo era uno de los más íntimos colaboradores de Alberto Valendrea. El voto de Bartolo en el próximo cónclave estaba perfectamente claro, de manera que a Michener le divirtió que el Papa fuera directo al cardenal y le tendiera la mano derecha. Bartolo pareció percatarse en el acto de lo que dictaba el protocolo y, con sacerdotes y monjas observando, no tuvo más remedio que aceptar la mano, arrodillarse y besar el sello papal. Por lo común, Clemente prescindía de dicho gesto. En situaciones similares, a puerta cerrada y entre representantes de la Iglesia, solía bastar con un apretón de manos. La insistencia del Papa en el estricto protocolo era un mensaje que el cardenal captó, ya que Michener percibió una momentánea mirada de irritación que el viejo clérigo trataba de reprimir con todas sus fuerzas.

A Clemente no pareció preocuparle la incomodidad de Bartolo y se puso en el acto a intercambiar cortesías con los presentes. Tras unos minutos de conversación trivial, Clemente bendijo a la veintena de personas que había alrededor y a continuación encabezó el séquito y entró en la catedral.

Michener se quedó atrás y dejó que la ceremonia transcurriera sin él. Su tarea era permanecer cerca, siempre dispuesto a echar una mano, no participar en los actos. Se dio cuenta de que uno de los sacerdotes también esperaba. Sabía que aquel clérigo bajo y algo calvo era el asistente de Bartolo.

—¿Se quedará el Santo Padre a almorzar? —preguntó el sacerdote en italiano.

A Michener no le agradó la brusquedad de su tono: era respetuoso, pero transmitía un dejo de irritación. Estaba claro que la lealtad del sacerdote no era para con el anciano Papa, y tampoco sentía la necesidad de ocultar su animosidad ante un monseñor norteamericano que sin duda se quedaría sin empleo cuando muriera el actual vicario de Cristo. Aquel hombre imaginaba lo que su prelado podía hacer por él, igual que Michener hacía dos décadas, cuando un obispo alemán le tomó simpatía a un tímido seminarista.

—El Papa se quedará a almorzar, siempre y cuando todo salga según lo previsto. La verdad es que vamos algo adelantados. ¿Recibió la información sobre el menú?

Un leve asentimiento de cabeza.

—Es como lo han solicitado.

A Clemente no le hacía gracia la cocina italiana, un hecho que el Vaticano procuraba que no se supiera. Según la versión oficial, los hábitos alimentarios del Papa eran algo personal que no tenía nada que ver con sus obligaciones.

—¿Vamos adentro? —preguntó Michener.

Últimamente se notaba poco predispuesto a bromear con la política de la Iglesia, pues había caído en la cuenta de que la disminución de su influencia era directamente proporcional a la salud de Clemente.

Entró en la catedral y el irritante sacerdote fue tras él. Al parecer era su guardián.

Clemente se encontraba en la intersección de la nave, donde había una vitrina rectangular colgada del techo. En su interior, alumbrada por luz indirecta, había una tela pálida de color hueso de unos cuatro metros de largo. Impresionada sobre ella se veía la imagen desvaída de un hombre tumbado, las mitades frontal y dorsal unidas en la cabeza, como si hubieran depositado un cuerpo encima y a continuación lo hubiesen cubierto. Tenía barba y un cabello enmarañado que le llegaba por los hombros, las manos cruzadas con modestia sobre las partes pudendas. Se distinguían heridas en la cabeza y la muñeca; en el pecho, tajos; marcas de latigazos en la espalda.

Que la imagen fuera o no la de Cristo era cuestión únicamente de fe. A Michener, en concreto, le costaba aceptar que un pedazo de tela pudiera permanecer intacto dos mil años, y asemejaba la reliquia a lo que había leído con tanta intensidad los últimos dos meses sobre las apariciones marianas. Había estudiado los relatos de todos los supuestos visionarios que afirmaban haber presenciado una visita de los cielos. Los investigadores pontificios opinaban que la mayoría era un error o una alucinación o la manifestación de problemas psicológicos, algunas eran sencillamente un engaño; pero había alrededor de una veintena de incidentes que, por mucho que lo intentaran, los investigadores no habían podido desacreditar. Al final, la única forma de racionalizarlos era atribuyéndolos a una aparición terrenal de la Madre de Dios. Ésas eran las apariciones «merecedoras de crédito».

Como Fátima.

Pero, de forma similar al sudario que pendía ante él, ese «crédito» se reducía a una cuestión de fe.

Clemente estuvo rezando diez minutos ante el sudario, y Michener vio que empezaban a retrasarse, pero nadie se atrevió a interrumpirlo. Los presentes guardaron silencio hasta que el Papa se puso en pie, se santiguó y siguió al cardenal Bartolo hasta una capilla de mármol negro. Éste parecía ansioso por presumir de tan impresionante espacio.

La visita duró casi media hora, prolongada por las preguntas de Clemente y su insistencia en saludar personalmente a todos los congregados en la catedral. La agenda se resentiría, y Michener sintió alivio cuando Clemente por fin guió al séquito hasta un edificio contiguo para almorzar.

El Papa se detuvo antes de llegar al comedor y se volvió hacia Bartolo:

—¿Hay algún sitio donde pueda hablar un momento con mi secretario?

El cardenal no tardó en señalar un cuarto sin ventanas que al parecer hacía las veces de vestidor. Una vez cerrada la puerta, Clemente se metió la mano en la sotana y sacó un sobre azul celeste. Michener reconoció el papel que el pontífice utilizaba para su correspondencia personal: lo había adquirido él en Roma y se lo había regalado a Clemente las últimas navidades.

—Ésta es la carta que deseo que lleves a Rumanía. Si el padre Tibor no pudiera o no quisiera hacer lo que le pido, destrúyela y regresa a Roma.

Michener cogió el sobre.

—Entendido, Santo Padre.

—El bueno del cardenal Bartolo es bastante servicial, ¿no crees? —Una sonrisa acompañó la pregunta de Clemente.

—Dudo que merezca las trescientas indulgencias que otorga besar el anillo del Papa.

Según una antiquísima tradición, todos aquellos que besaran con devoción el sello papal recibirían indulgencias. Michener solía preguntarse si a los papas medievales que idearon esta recompensa les preocupaba perdonar los pecados o simplemente asegurarse de que los veneraran con el debido celo.

Clemente soltó una risita.

—Supongo que el cardenal necesita algo más que el perdón de trescientos pecados. Es uno de los mayores aliados de Valendrea; incluso podría sustituirlo en la secretaría de Estado si el toscano lograra hacerse con el pontificado. Pero es una idea aterradora: Bartolo apenas merece ser obispo de esta catedral.

Al parecer aquélla era una conversación sincera, de modo que Michener dijo con tranquilidad:

—En el próximo cónclave necesitará a todos sus amigos para impedir que eso ocurra.

Clemente lo pilló al vuelo.

—Quieres la púrpura, ¿no?

—Sabe que sí.

El Papa señaló el sobre.

—Ocúpate de esto por mí.

Michener se planteó si el recado de Rumanía no tendría algo que ver con el nombramiento de cardenal, pero desechó la idea al instante. Ése no era el estilo de Jakob Volkner. Sin embargo el Papa se había mostrado evasivo, y no era la primera vez.

—No va a decirme lo que le preocupa, ¿verdad?

—Créeme, Colin, es mejor que no lo sepas.

—Tal vez pueda ser de ayuda.

—No me has contado qué tal fue la conversación con Katerina Lew. ¿Cómo estaba, después de tantos años?

Otro cambio de tema.

—No hablamos mucho. Y lo que dijimos fue tenso.

Clemente enarcó las cejas con curiosidad.

—¿Por qué permitiste que pasara eso?

—Es testaruda. Sus opiniones sobre la Iglesia son intransigentes.

—Pero ¿cómo vas a culparla, Colin? Probablemente te amara, pero no pudo hacer nada al respecto. Perder frente a una mujer es una cosa, pero frente a Dios… puede ser difícil de aceptar. Reprimir el amor no es plato de gusto.

A Michener volvió a sorprenderle el interés de Clemente por su vida privada.

—Ahora ya no importa. Ella tiene su vida y yo la mía.

—Lo cual no significa que no puedan ser amigos. Compartir la vida con palabras y sentimientos. Experimentar la intimidad que puede proporcionar alguien que se preocupa por uno sinceramente. Sin duda la Iglesia no nos prohíbe ese placer.

La soledad era un peligro inherente al sacerdocio. Michener había tenido suerte: cuando le faltó Katerina tuvo a Volkner, que lo escuchó y le dio la absolución. Tom Kealy también había caído y por eso iba a sufrir la excomunión. Tal vez fuera ésa la razón por la cual Clemente simpatizaba con Kealy.

El Papa se dirigió a uno de los percheros y toqueteó las vistosas vestimentas.

—De pequeño, en Bamberg, fui monaguillo. Recuerdo esa época con cariño. Fue después de la guerra, durante la reconstrucción. Por suerte la catedral se salvó, sobre ella no cayó ninguna bomba. Siempre creí que era una buena metáfora. Con todo lo que es capaz de hacer el hombre, la iglesia de nuestra ciudad sobrevivió.

Michener no dijo nada. Seguro que todo aquello tenía algún sentido. ¿Por qué iba a retrasar Clemente a todo el mundo por mantener una conversación que podía esperar?

—Me encantaba esa catedral —continuó Clemente—. Fue parte de mi juventud. Aún oigo al coro cantando. Realmente inspirador. Ojalá pudieran enterrarme allí, pero no es posible, ¿verdad? Los papas han de descansar en San Pedro. Me gustaría saber quién instituyó esa norma.

La voz de Clemente era distante, y Michener se preguntó con quién estaba hablando realmente. Se acercó a él.

—Jakob, dígame qué le pasa.

Clemente soltó la prenda y entrelazó sus temblorosas manos.

—Eres muy ingenuo, Colin. Simplemente no lo entiendes. Ni puedes entenderlo. —Hablaba entre dientes sin mover apenas la boca. Su voz era apagada, carente de emoción—. ¿De verdad crees que disfrutamos de alguna privacidad? ¿Acaso no comprendes el grado de ambición de Valendrea? Ese toscano conoce todo cuanto hacemos, cuanto decimos. ¿Quieres ser cardenal? Pues para lograrlo has de comprender la medida de esa responsabilidad. ¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?

Rara vez desde que se conocían habían intercambiado palabras airadas, pero el Papa lo estaba reprendiendo. Y ¿por qué?

—Nosotros no somos más que hombres, Colin, nada más. Yo no soy más infalible que tú, y sin embargo nos proclamamos príncipes de la Iglesia. Clérigos devotos preocupados únicamente por complacer a Dios, aunque sólo buscamos nuestra propia complacencia. Ese bobo de Bartolo, esperando ahí fuera, es un buen ejemplo. Su única preocupación es cuándo me voy a morir. Seguro que entonces su sino cambiará, igual que el tuyo.

—Espero que no hable así con todo el mundo.

Clemente cogió con suavidad el pectoral que llevaba colgado en el pecho, un gesto que pareció calmar sus temblores.

—Estoy preocupado por ti, Colin. Eres como un delfín encerrado en un acuario. Durante toda tu vida los cuidadores se han ocupado de que el agua estuviese limpia, de que hubiera bastante comida. Ahora están a punto de devolverte al océano. ¿Serás capaz de sobrevivir?

Le ofendió que Clemente le hablara con aire de superioridad.

—Sé más de lo que cree.

—No tienes idea de hasta dónde puede llegar alguien como Alberto Valendrea. Ha habido muchos papas como él, codiciosos y engreídos, necios que piensan que el poder es la respuesta a todo. Yo creía que formaban parte del pasado, pero me equivocaba. ¿Piensas que puedes luchar contra Valendrea? —Clemente sacudió la cabeza—. No, Colin. Tú no puedes competir con él, eres demasiado cabal, demasiado confiado.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Es necesario. —Clemente se aproximó. Estaban a escasos centímetros el uno del otro, frente a frente—. Alberto Valendrea será la ruina de esta Iglesia, si es que mis predecesores y yo no lo hemos sido antes. No paras de preguntarme qué sucede. No debería preocuparte tanto lo que me atormenta como hacer lo que te pido. ¿Está claro?

La franqueza de Clemente lo dejó desconcertado. Él era monseñor y tenía cuarenta y siete años. Era el secretario del Papa, un sirviente abnegado. ¿Por qué su viejo amigo cuestionaba su lealtad y su capacidad? No obstante decidió no seguir discutiendo.

—Perfectamente, Santo Padre.

—Maurice Ngovi es la persona más cercana a mí. Recuérdalo en días venideros. —Clemente retrocedió y pareció cambiar de humor—. ¿Cuándo te vas a Rumanía?

—Por la mañana.

Clemente asintió y luego introdujo la mano en la sotana y sacó otro sobre azul celeste.

—Estupendo. Y ahora ¿te importaría echarme esto al correo?

Aceptó el sobre y vio que iba dirigido a Irma Rahn. Ella y Clemente eran amigos de la infancia. Irma seguía viviendo en Bamberg, y llevaban años manteniendo correspondencia.

—Yo me encargo.

—Desde aquí.

—¿Cómo dice?

—Que envíes la carta desde aquí, en Turín. Y en persona, te lo ruego. No delegues en nadie.

Él siempre mandaba las cartas del Papa en persona, y jamás había precisado que se lo advirtieran. Pero, de nuevo, decidió no hacer preguntas.

—Por supuesto, Santo Padre. La enviaré desde aquí. Personalmente.