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21:45

Valendrea estaba disfrutando de la noche. Él y el padre Ambrosi habían abandonado el Vaticano hacía dos horas y habían ido en un coche oficial a La Marcello, uno de sus restaurantes preferidos. Su corazón de ternera con alcachofas era, sin lugar a dudas, el mejor de Roma. La ribollita, una sopa toscana a base de alubias, verduras y pan, le recordaba la infancia, y el sorbete de limón con una decadente salsa de mandarina bastaba para garantizar la vuelta de cualquier cliente. Él cenaba allí desde hacía años, en su mesa de siempre, hacia el fondo. El propietario sabía cuál era su vino favorito y de su necesidad de absoluta privacidad.

—Bonita noche —comentó Ambrosi.

El sacerdote de menor edad miraba a Valendrea en el asiento de atrás de un gran Mercedes cupé que había llevado a numerosos diplomáticos por la Ciudad Eterna, incluso al presidente de Estados Unidos, que había acudido el otoño pasado. El habitáculo trasero se hallaba separado del conductor por un cristal esmerilado, todas las ventanillas estaban tintadas y blindadas; y los flancos y la carrocería, revestidos de acero.

—Sí que lo es. —Le daba chupadas a un cigarrillo, disfrutando de la relajante sensación que le producía la entrada de la nicotina en el torrente sanguíneo tras una comida satisfactoria—. ¿Qué sabemos del padre Tibor?

Se había aficionado a hablar en primera persona de plural, una práctica que esperaba que le resultaría útil en años venideros: los papas habían hablado así durante siglos. Juan Pablo II fue el primero en perder la costumbre, y Clemente XV había decretado oficialmente su abolición. Pero si el Papa actual estaba resuelto a deshacerse de todas las tradiciones, Valendrea estaba resuelto a resucitarlas.

Durante la cena no le había preguntado a Ambrosi nada del tema que tanto le preocupaba, fiel a su norma de no discutir asuntos del Vaticano fuera del mismo. Había visto caer a demasiados hombres por irse de la lengua, una caída a la que él había contribuido en algunos casos. Pero su coche era como una prolongación del Vaticano, y Ambrosi se cercioraba a diario de que no hubiera micrófonos.

El reproductor de CD dejaba escapar una suave melodía de Chopin. La música lo relajaba, pero también enmascaraba las conversaciones en caso de que existiera algún interceptor móvil.

—Se llama Andrej Tibor —repuso Ambrosi—. Trabajó en el Vaticano entre 1959 y 1967. Después fue un sacerdote ordinario al servicio de numerosas parroquias, hasta que se jubiló hace dos décadas. En la actualidad vive en Rumanía y recibe una pensión mensual en un cheque que cobra con regularidad.

Valendrea saboreó una profunda calada del cigarrillo.

—De modo que la pregunta es ¿qué quiere Clemente de ese sacerdote anciano?

—Seguro que tiene que ver con Fátima.

Acababan de dar la vuelta a la via Milazzo y bajaban a toda velocidad por la via dei Fori Imperiali, en dirección al Coliseo. Le encantaba cómo se aferraba Roma a su pasado. No le costaba imaginar a emperadores y papas disfrutando de la satisfacción de saber que podían dominar aquella maravilla. Algún día también él saborearía esa sensación. Jamás estaría satisfecho con el birrete púrpura de cardenal: quería lucir el camauro, el tocado reservado a los papas. Clemente había rechazado ese sombrero anticuado porque lo consideraba anacrónico, pero el casquete de terciopelo rojo ribeteado de piel blanca constituiría un signo más del regreso del pontificado imperial. Los católicos de Occidente y del Tercer Mundo dejarían de poder cuestionar el dogma latino. A la Iglesia había llegado a preocuparle más complacer al mundo que defender su fe. El islamismo, el hinduismo, el budismo e incontables sectas protestantes estaban diezmando las filas de los católicos. Y ello era obra del Diablo. La Iglesia católica, la única verdadera, se encontraba en peligro, pero él sabía lo que necesitaba: una mano firme. Una mano que asegurara la obediencia de los sacerdotes, de la permanencia de sus miembros y de la recuperación de sus ganancias. Una mano que él estaba más que dispuesto a tender.

Sintió un roce en la rodilla y apartó el rostro de la ventana.

—Eminencia, es justo ahí —señaló Ambrosi.

Miró de nuevo por la ventanilla cuando el coche torcía y por delante desfilaba una sucesión de cafés, restaurantes y llamativas discotecas. Se hallaban en una de las calles menores, la via Frattina, con las aceras abarrotadas de juerguistas nocturnos.

—Se hospeda en ese hotel de ahí delante —informó Ambrosi—. Lo sé por la solicitud de credenciales que hay archivada en la oficina de seguridad.

Ambrosi había sido concienzudo, como de costumbre. Valendrea se estaba arriesgando al ir a ver a Katerina Lew sin previo aviso, pero esperaba que la agitación de la noche y la avanzada hora redujeran al mínimo las miradas curiosas. Había sopesado la manera de establecer contacto. No le apetecía nada subir hasta su habitación, ni tampoco que lo hiciera Ambrosi. Pero entonces vio que no sería necesario.

—Tal vez Dios esté velando por nuestra misión —observó al tiempo que señalaba a una mujer que paseaba por la acera, en dirección a la puerta, cubierta de hiedra, del hotel.

Ambrosi sonrió.

—La oportunidad lo es todo.

Dio orden al conductor de que pasara ante el hotel y se situara a la altura de la mujer. Valendrea pulsó un botón y la ventanilla trasera bajó.

—Señorita Lew. Soy el cardenal Alberto Valendrea. Puede que me recuerde del tribunal, esta mañana.

Ella se detuvo y se plantó frente a la ventanilla. Su cuerpo era ágil y menudo, pero su porte, su forma de plantar los pies y de tomar en consideración la pregunta de Valendrea, su modo de ponerse derecha y arquear el cuello apuntaban a un carácter más fuerte de lo que daba a entender su menudencia. Tenía cierto aire lánguido, como si un príncipe de la Iglesia católica —el secretario de Estado, nada menos— se le acercara todos los días. Pero Valendrea también notó otra cosa: ambición, y ello lo relajó en el acto. Era posible que aquello resultara mucho más fácil de lo que pensó en un primer momento.

—¿Podríamos charlar un instante? ¿Aquí, en el coche?

Ella le dedicó una sonrisa.

—¿Cómo rehusar tan gentil petición viniendo del secretario de Estado del Vaticano?

El aludido abrió la portezuela y se hizo a un lado en el asiento de cuero para dejarle sitio. Ella subió, desabrochándose el chaquetón de borrego, y Ambrosi cerró la puerta. Valendrea advirtió que se le subía la falda al sentarse.

El Mercedes avanzó lentamente y paró más abajo, en una callejuela. La muchedumbre quedaba atrás. El conductor salió y caminó hasta el final de la calle, donde, como sabía Valendrea, se aseguraría de que no entraran más coches.

—Éste es el padre Paolo Ambrosi, mi primer asistente.

Katerina estrechó la mano que le tendía Ambrosi, y Valendrea se percató de que Ambrosi dulcificó la mirada, lo cual bastó para infundir serenidad a la mujer. Paolo sabía cómo manejar una situación.

—Hemos de hablar con usted de un importante asunto con el que esperamos que tal vez pueda ayudarnos —dijo Valendrea.

—No acierto a comprender cómo podría ayudar yo a alguien de su talla, Eminencia.

—Asistió a la audiencia en el tribunal esta mañana. ¿Acaso solicitó su presencia el padre Kealy?

—Así que ¿se trata de eso? ¿Le preocupa la mala prensa que pueda suscitar lo sucedido?

Valendrea fingió modestia.

—Con todos los reporteros que estaban presentes, le aseguro que esto no tiene nada que ver con la mala prensa. El destino del Padre Kealy está decidido, como sin duda usted, él y toda la prensa saben. Esto es algo mucho más importante que un hereje.

—¿Lo que está a punto de decirme es oficial?

Valendrea se permitió esbozar una sonrisa.

—Siempre la periodista. No, señorita Lew, nada de esto es oficial. ¿Aún está interesada?

Esperó mientras ella sopesaba en silencio sus opciones. Ése era el momento en que la ambición debía imponerse al buen juicio.

—De acuerdo —repuso—. Extraoficialmente. Adelante.

Valendrea estaba encantado. Por ahora la cosa iba bien.

—Se trata de Colin Michener.

Los ojos de ella reflejaron sorpresa.

—Sí, estoy al tanto de su relación con el secretario del Papa. Un asunto bastante serio para un sacerdote, sobre todo para un sacerdote de su importancia.

—Eso fue hace mucho.

En sus palabras había cierto tono de negación. Quizás ahora, pensó él, ella cayera en la cuenta de por qué él se mostraba tan dispuesto a creerse lo del «extraoficialmente»: aquello tenía que ver con ella, no con él.

—Paolo presenció su encuentro con Michener esta tarde en la plaza. Fue todo menos cordial. «Cabrón» creo que fue lo que le llamó.

Ella miró de reojo al acólito.

—No recuerdo haberlo visto allí.

—La plaza de San Pedro es grande —respondió Ambrosi.

—Puede que esté pensando en cómo pudo oírla —continuó Valendrea—. Apenas fue un susurro. Paolo sabe leer los labios, un don que resulta muy útil, ¿no cree? —Ella parecía no saber qué decir, de modo que Valendrea la dejó un instante antes de añadir—: Señorita Lew, no quiero parecer amenazador. Lo cierto es que el padre Michener está a punto de embarcarse en un viaje en nombre del Papa, y necesito que me ayude a ese respecto.

—¿Qué podría hacer yo?

—Alguien ha de controlar adónde va y qué hace, y usted sería la persona ideal.

—Y ¿por qué iba a hacerlo?

—Porque hubo un tiempo en que él le importaba. Quizás incluso lo amase usted. Puede que aún lo ame. Muchos sacerdotes como el padre Michener han conocido mujeres, es la vergüenza de los tiempos que corren: hombres a los que no les preocupa en absoluto el voto que hicieron a Dios. —Se detuvo un instante—. Ni los sentimientos de las mujeres a las que podían herir. Tengo la sensación de que no le gustaría que el padre Michener sufriera ningún daño. —Dejó que las palabras hicieran mella en ella—. Creemos que se está planteando un problema, un problema que podría hacerle mucho daño. No físico, ya me entiende, pero sí un daño que podría afectar a su permanencia en la Iglesia, poner en peligro su carrera, tal vez. Yo intento que eso no ocurra. Si le encargara este cometido a alguien del Vaticano, se sabría en cuestión de horas, y la misión fracasaría. Me agrada el padre Michener, y no me gustaría ver truncada su carrera. Necesito la confidencialidad que usted puede proporcionarme para protegerlo.

Ella señaló a Ambrosi.

—¿Por qué no envía al padre?

A Valendrea le impresionaron sus agallas.

—El padre Ambrosi es demasiado conocido para hacerse cargo. Por suerte, la misión que le ha sido encomendada al padre Michener le llevará a Rumanía, un lugar que usted conoce bien. Podría plantarse allí sin que él le hiciera demasiadas preguntas. Eso suponiendo que se percatara de su presencia.

—Y ¿cuál es el propósito de esta visita a mi país natal?

Él desechó la pregunta con la mano.

—Eso no haría sino empañar su informe. Usted limítese a observar. De ese modo no nos arriesgamos a influir en sus observaciones.

—En otras palabras, que no me lo va a decir.

—Exactamente.

—Y ¿qué gano yo haciéndole este favor?

Valendrea soltó una risita mientras sacaba un cigarro de un compartimento lateral de la puerta.

—Por desgracia, Clemente XV no durará mucho. Está al caer un cónclave, y cuando eso ocurra, le aseguro que tendrá usted un amigo que le proporcionará información más que suficiente para que sus artículos cobren importancia en los círculos periodísticos. Tal vez la suficiente como para que vuelva a trabajar con esos editores que la dejaron marchar.

—¿Se supone que ha de impresionarme que sepa cosas sobre mí?

—No intento impresionarla, señorita Lew, tan sólo asegurarme su ayuda a cambio de algo por lo que cualquier periodista moriría.

Se encendió el cigarro y saboreó una calada. Ni siquiera se molestó en bajar la ventanilla antes de exhalar una densa bocanada de humo.

—Esto ha de ser importante para usted —afirmó ella.

Valendrea reparó en que la frase no era importante para la Iglesia, sino importante para usted. Decidió añadir un ápice de verdad.

—Lo bastante como para venir a las calles de Roma. Le garantizo que mantendré mi parte del trato. El próximo cónclave será muy importante, y usted contará con una fuente de información fidedigna y de primera mano.

Parecía que ella seguía dudando. Tal vez pensara que Colin Michener sería esa fuente sin nombre del Vaticano que ella podría citar para dar validez a los artículos que difundiera. Pero tenía ante sí otra oportunidad, una oferta lucrativa. Y todo a cambio de una sencilla tarea. El cardenal no le estaba pidiendo que robara, mintiera o engañara, sino tan sólo que volviera a casa para vigilar a un antiguo novio unos días.

—Deje que lo piense —contestó.

Él dio otra profunda calada al cigarro.

—Yo en su lugar no tardaría demasiado. Esto irá deprisa. La llamaré a su hotel mañana, digamos a las dos, para que me dé una respuesta.

—Suponiendo que dijera que sí, ¿cómo le informaré sobre lo que descubra?

Valendrea señaló a Ambrosi.

—Mi asistente se pondrá en contacto con usted. Jamás intente llamarme, ¿entendido? Él dará con usted.

Ambrosi entrelazó las manos, y Valendrea le permitió saborear el momento. Quería que Katerina Lew supiera que no le convenía enfrentarse a aquel sacerdote, y la rigidez de Ambrosi transmitía ese mensaje. Siempre le había gustado esa cualidad de Paolo: tan reservado en público, tan intenso en privado.

Valendrea metió la mano debajo del asiento y sacó un sobre que entregó a su invitada.

—Diez mil euros para los billetes de avión, los hoteles o lo que haga falta. Si decide ayudarme, no espero que sea usted quien se financie esta aventura. Si dice que no, quédese el dinero por las molestias.

Estiró un brazo y le abrió la portezuela.

—Ha sido un placer charlar con usted, señorita Lew.

Ella bajó del coche con el sobre en la mano, y Valendrea clavó la mirada en la noche y dijo:

—Su hotel está saliendo del callejón a la izquierda, en la calle principal. Que pase una buena noche.

Ella echó a andar sin decir nada, y Valendrea cerró la puerta y musitó:

—Qué predecible. Quiere hacernos esperar, pero estoy seguro de que lo hará.

—Casi ha sido demasiado fácil —observó Ambrosi.

—Precisamente por eso te quiero en Rumanía. Ella será quien vigile, y será más fácil de seguir que Michener. He acordado con uno de nuestros benefactores que ponga a nuestra disposición un jet privado. Saldrás por la mañana. Dado que sabemos adónde se dirige Michener, ve tú primero a esperar. Debería llegar antes de mañana por la noche, al día siguiente a lo sumo. No dejes que te vea, pero no pierdas de vista a la mujer y asegúrate de que entiende que queremos sacarle partido a nuestra inversión.

Ambrosi asintió.

El conductor volvió y se situó tras el volante. Ambrosi dio unos golpecitos en la mampara, y el coche regresó marcha atrás a la calle principal.

Valendrea dejó a un lado el trabajo.

—Ahora que ha terminado toda esta intriga, ¿qué te parece un coñac y algo de Chaikovski antes de acostarnos? ¿Te apetece, Paolo?