11:00
Michener entró en la sala del tribunal. Se trataba de un amplio salón de techos altos y mármol blanco y gris, adornado con un dibujo geométrico de mosaicos de vivos colores de cuatrocientos años de antigüedad.
Dos guardias suizos de paisano custodiaban las puertas de bronce e hicieron una reverencia al reconocer al secretario del Papa. Michener había esperado una hora a propósito antes de entrar. Sabía que su presencia daría que hablar. Rara vez alguien tan cercano al pontífice asistía a un proceso.
Ante la insistencia de Clemente, Michener se había leído los tres libros de Kealy y había informado al pontífice en privado de su provocador contenido. Clemente no los había leído porque semejante acción habría dado pie a demasiadas especulaciones. Con todo, el Papa había mostrado un profundo interés en lo que el padre Kealy había escrito. Cuando Michener tomó asiento discretamente al fondo de la sala vio por vez primera a Thomas Kealy.
El acusado estaba sentado solo a una mesa. Kealy daba la impresión de tener unos treinta y tantos años, abundante cabello castaño rojizo y un rostro agradable y juvenil. La sonrisa que esbozaba de vez en cuando parecía calculada, la mirada y la actitud deliberadamente enigmáticas. Michener había leído el sumario que había preparado el tribunal, y todo él pintaba a Kealy como engreído e inconformista. «Claramente un oportunista», aseguraba uno de los investigadores. Sin embargo Michener no podía evitar pensar que los argumentos de Kealy eran, en muchos aspectos, convincentes.
A Kealy lo estaba interrogando el cardenal Alberto Valendrea, el secretario de Estado del Vaticano, y Michener no envidió el lugar de aquel hombre. Todos los cardenales y obispos eran, en opinión de Michener, profundamente conservadores. Ninguno se adhería a las enseñanzas del Vaticano II, y ni uno solo apoyaba a Clemente XV. Valendrea en particular era famoso por su radical observancia del dogma. Los miembros del tribunal iban ataviados con las vestiduras de gala al completo, los cardenales de seda escarlata, los obispos de lana negra, parapetados tras una mesa de mármol curva bajo uno de los cuadros de Rafael.
—No hay nadie más apartado de Dios que el hereje —afirmó el cardenal Valendrea. Su grave voz resonaba, haciendo innecesaria la amplificación.
—A mi juicio, Su Eminencia —repuso Kealy—, cuanto menos franco es el hereje, tanto más peligroso se vuelve. Yo no oculto mis discrepancias. Creo que el debate es saludable para la Iglesia.
Valendrea sostuvo en alto tres libros, y Michener reconoció las portadas de las obras de Kealy.
—Estos libros son una herejía. No hay otro modo de verlo.
—¿Porque soy partidario de que los sacerdotes se casen? ¿De que las mujeres puedan ser sacerdotes? ¿De que un sacerdote pueda amar a una esposa, a un hijo y a su Dios igual que otros fieles? ¿De que el Papa tal vez no sea infalible? Es humano, puede cometer errores. ¿Es eso herejía?
—No creo que una sola persona de este tribunal opine lo contrario.
Y así era.
Michener vio que Valendrea se revolvía en la silla. El italiano era bajo y achaparrado como una bomba de incendios. Un flequillo enmarañado de cabello blanco le caía por la frente, lo cual llamaba la atención por el contraste con su tez cetrina. A sus sesenta años, Valendrea disfrutaba del lujo de ser relativamente joven dentro de una curia dominada por hombres mucho mayores. Además, carecía de la solemnidad que los ajenos asociaban a un príncipe de la Iglesia. Fumaba casi dos paquetes de cigarrillos al día, poseía una bodega que era la envidia de muchos y frecuentaba los círculos sociales europeos adecuados. Su familia tenía la suerte de contar con dinero, gran parte del cual había pasado a sus manos al ser el primogénito por línea paterna.
La prensa hacía tiempo que había calificado a Valendrea de «papable», un título que significaba que, por su edad, posición e influencia, reunía los requisitos necesarios para acceder al pontificado. Michener había oído rumores según los cuales el secretario de Estado se estaba situando de cara al próximo cónclave, negociando con indecisos, coaccionando a la posible oposición. Clemente se había visto obligado a nombrarlo secretario de Estado, el cargo más poderoso por debajo del Papa, ya que un nutrido grupo de cardenales había insistido en que le fuera dado el empleo a Valendrea, y Clemente fue lo bastante astuto para apaciguar a los que lo habían encumbrado al poder. Además, tal y como el Papa explicó en su momento, «ten a tus amigos cerca y a tus enemigos, aún más».
Valendrea apoyó los brazos en la mesa. Delante no tenía ningún papel. Era sabido que no solía necesitar notas.
—Padre Kealy, dentro del seno de la Iglesia son muchos los que tienen la sensación de que el experimento del Vaticano II no puede considerarse un éxito, y usted es un ejemplo perfecto de nuestro fracaso. Los clérigos no tienen libertad de expresión: hay demasiadas opiniones en este mundo para permitirla. Esta Iglesia ha de hablar con una sola voz, y esa voz es la del Santo Padre.
—Y hoy en día hay muchos que tienen la sensación de que el celibato y la infalibilidad del Papa constituyen una doctrina errónea. Reminiscencias de un tiempo en que el mundo era analfabeto y la Iglesia, corrupta.
—No estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero aunque existan esos prelados, se guardan muy mucho de manifestar sus opiniones.
—El temor es capaz de acallar las lenguas, Su Eminencia.
—No hay nada que temer.
—Desde esta silla siento tener que disentir.
—La Iglesia no castiga a sus clérigos por sus pensamientos, padre, sino sólo por sus actos. Como los suyos. Su organización es un insulto a la Iglesia a la que sirve.
—Si no respetara a la Iglesia, Su Eminencia, me habría limitado a abandonar sin decir nada. Pero amo a mi Iglesia lo bastante como para desafiar sus principios.
—¿Acaso creía que la Iglesia no haría nada mientras usted rompía sus votos, convivía con una mujer abiertamente y se absolvía a sí mismo del pecado? —Valendrea levantó de nuevo los libros—. ¿Y luego lo ponía por escrito? Usted ha provocado esta confrontación.
—¿Sinceramente piensa que todos los sacerdotes son célibes? —preguntó Kealy.
La pregunta llamó la atención de Michener, que no dejó de percibir la animación de los periodistas.
—Lo importante no es lo que yo piense —replicó Valendrea—. Eso es algo que ha de plantearse cada clérigo en concreto. Cada uno de ellos prestó juramento a su Dios y a su Iglesia, y espero que dicho juramento se cumpla. Todo el que fracase en ello debería marcharse por propia voluntad o por la fuerza.
—¿Su Eminencia ha cumplido el juramento?
A Michener le sorprendió la osadía de Kealy. Quizá se hubiese dado cuenta del destino que lo aguardaba, así que qué más daba.
Valendrea meneó la cabeza.
—¿Cree que desafiarme personalmente beneficiará en algo su defensa?
—No es más que una pregunta.
—Sí, padre, lo he cumplido.
Kealy se quedó como si nada.
—¿Qué otra cosa iba a decir?
—¿Me está llamando mentiroso?
—No, Su Eminencia. Sólo que ningún sacerdote, cardenal u obispo se atrevería a admitir lo que siente en el fondo. Estamos obligados a decir lo que la Iglesia nos exige. No tengo idea de qué siente en verdad, y me entristece.
—Lo que yo sienta o deje de sentir no guarda relación con su herejía.
—Al parecer Su Eminencia ya me ha juzgado.
—No más que su Dios, que es infalible. O ¿es que también discrepa de esa doctrina?
—¿Cuándo decretó Dios que los sacerdotes no podían conocer el amor de una pareja?
—¿Pareja? ¿Por qué no simplemente mujer?
—Porque el amor no conoce barreras, Su Eminencia.
—De modo que también defiende la homosexualidad, ¿es eso?
—Defiendo únicamente que cada individuo ha de seguir los dictados de su corazón.
Valendrea meneó la cabeza.
—Padre, ¿ha olvidado que su ordenación fue una unión con Cristo? Su identidad, que es la misma para todos los miembros de este tribunal, se deriva de la plena participación en esa unión. Ha de ser una imagen viva y transparente de Cristo.
—Pero ¿cómo saber cuál es esa imagen? Ninguno de nosotros existía en vida de Cristo.
—Es como dice la Iglesia.
—Pero ¿acaso no se trata tan sólo del hombre moldeando lo divino para que se ajuste a sus necesidades?
Valendrea enarcó la ceja derecha fingiendo incredulidad.
—Su arrogancia es asombrosa. ¿Está diciendo que Cristo no era célibe? ¿*** NO HAY *** no situó Su Iglesia por encima de todo? ¿*** NO HAY *** no estaba unido a Su Iglesia?
—No tengo ni idea de cuál era la orientación sexual de Cristo, y usted tampoco.
Valendrea vaciló un instante y al punto repuso:
—Su celibato, padre, es un don, una expresión de su abnegación. Así es la doctrina eclesiástica, una doctrina que parece usted no poder, o no querer, entender.
Kealy respondió aduciendo más dogmas, y Michener no pudo evitar abstraerse del debate. Había procurado no mirar, recordándose que ése no era el motivo por el que se encontraba allí, pero sus ojos recorrieron a toda velocidad a los presentes, un centenar aproximadamente, y acabaron posándose en una mujer que se hallaba sentada dos filas por detrás de Kealy.
Su cabello era del color de la medianoche, con una marcada intensidad y brillo. Michener recordó que en su día era una abundante melena que olía a limón recién exprimido. Ahora la llevaba corta, a capas y peinada con los dedos. Sólo la veía de perfil, pero la delicada nariz y los finos labios seguían allí. Su tez recordaba el tono de un café cremoso, prueba de que su madre era una cíngara rumana y su padre, un alemán de origen húngaro. Su nombre, Katerina Lew, significaba «puro león», una descripción que él siempre había creído apropiada dados su temperamento voluble y sus fanáticas creencias.
Se conocieron en Munich. Él tenía treinta y tres años, y estaba terminando la carrera de Derecho. Ella tenía veinticinco y debía decidirse entre el periodismo o escribir novelas. Sabía que era sacerdote, y pasaron casi dos años juntos antes de que estallara el conflicto. «Tu Dios o yo», anunció ella.
Y él escogió a Dios.
—Padre Kealy —estaba diciendo Valendrea—, la naturaleza de su fe reside en el hecho de que nada puede añadirse o quitarse. Ha de abrazar las enseñanzas de la madre Iglesia en su totalidad o rechazarlas en su totalidad. Los católicos a medias no existen. Nuestros principios, tal y como han sido expuestos por el Santo Padre, no son impíos y no se pueden diluir, son tan puros como Dios.
—Creo que ésas son las palabras del papa Benedicto XV —respondió Kealy.
—Es usted un erudito, lo cual no hace sino aumentar la tristeza que me produce su herejía. Un hombre tan inteligente como parece serlo usted debería comprender que esta Iglesia no puede tolerar, ni tolerará, la disidencia. Especialmente la de su calibre.
—Lo que está diciendo es que a la Iglesia le da miedo el debate.
—Lo que estoy diciendo es que la Iglesia sienta unas normas. Si no le gustan las normas, reúna bastantes votos para elegir a un Papa que las cambie. A menos que haga eso, deberá hacer lo que se le ordena.
—Ah, lo olvidaba: el Santo Padre es infalible. Diga lo que diga sobre la fe es, sin duda, correcto. ¿No dice eso el dogma?
Michener se percató de que ninguno de los otros miembros del tribunal había intentado meter baza: al parecer el secretario era el inquisidor del día. Sabía que todos ellos eran leales a Valendrea, y la posibilidad de que alguno lo desafiara era escasa. Pero Thomas Kealy se lo estaba poniendo fácil, causándose más daño él mismo que el que pudiera infligirle cualquier pregunta.
—Así es —contestó Valendrea—. La infalibilidad papal es fundamental para la Iglesia.
—Otra doctrina creada por el hombre.
—Otro dogma al que esta Iglesia se adhiere.
—Soy un sacerdote que ama a su Dios y a su Iglesia —aseguró Kealy—. No entiendo por qué mostrarme en desacuerdo con el uno o la otra me expone a la excomunión. El debate y la discusión no hacen sino fomentar decisiones acertadas. ¿Por qué teme eso la Iglesia?
—Padre, esta vista no aborda la libertad de expresión. Nosotros no tenemos una constitución que garantice tal derecho. Esta vista aborda su descarada relación con una mujer, su perdón público para el pecado cometido por ambos y su disensión abierta, todo lo cual se opone frontalmente a las normas de la Iglesia de la que entró usted a formar parte.
La mirada de Michener volvió a Kate, el nombre que él le dio para añadir su herencia irlandesa a la personalidad de ella. Estaba sentada derecha, con una libreta en el regazo, bien atenta al debate.
Michener recordó el último verano que pasaron juntos en Baviera, cuando él se tomó tres semanas libres entre semestre y semestre. Fueron a una aldea y se hospedaron en una posada rodeada de cimas coronadas de nieve. Él sabía que estaba mal, pero para entonces ella le había tocado una fibra que él pensaba que no existía. Lo que el cardenal Valendrea acababa de decir sobre Cristo y la unión de un sacerdote con la Iglesia constituía la base del celibato clerical: un sacerdote debía dedicarse en exclusividad a Dios y a la Iglesia. Pero desde aquel verano él se preguntaba por qué no podía amar a una mujer, a su Iglesia y a Dios a la vez. ¿Qué había dicho Kealy? «Igual que otros fieles».
Notó que lo estaban mirando. Al centrarse de nuevo, cayó en la cuenta de que Katerina había vuelto la cabeza y tenía los ojos clavados en él.
Su rostro aún conservaba la dureza que tan atractiva le había resultado. Ahí seguían los leves rasgos asiáticos de los ojos, la boca curvada hacia abajo, la barbilla suave y femenina. Sencillamente no había nada cáustico. Eso, él lo sabía, yacía oculto en su personalidad. Michener examinó su expresión. Ni ira ni resentimiento ni afecto. Una mirada que parecía no decir nada. Ni siquiera «hola». Le incomodó sentirse tan cerca. Quizás ella contara con su presencia y no quisiera darle la satisfacción de pensar que él le importaba. Después de todo, su ruptura no había sido amistosa.
Ella volvió la cara hacia el tribunal, y la inquietud de Michener disminuyó.
—Padre Kealy —decía Valendrea—, le haré una pregunta sencilla: ¿abjura de su herejía? ¿Reconoce que lo que ha hecho va en contra de las leyes de esta Iglesia y de su Dios?
El sacerdote se pegó a la mesa.
—No creo que amar a una mujer vaya en contra de las leyes de Dios, así que perdonar ese pecado no es relevante. Tengo derecho a decir lo que pienso, de manera que no me disculpo por el movimiento que encabezo. No he hecho nada malo, Su Eminencia.
—Es usted un insensato, padre. Le he dado la oportunidad de pedir perdón. La Iglesia puede, y debería, ser compasiva, pero el penitente ha de poner de su parte.
—Yo no busco su perdón.
Valendrea meneó la cabeza.
—Me dan mucha pena usted y sus seguidores, padre. Es evidente que todos ustedes están de parte del Diablo.