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El circo mediático comenzó temprano, como suponía Michener. Se acercó a la ventana y vio cómo las unidades móviles de televisión iban entrando en la plaza de San Pedro y reclamaban el lugar que les había sido asignado. La oficina de prensa del Vaticano le había informado el día anterior de que habían aprobado setenta y una solicitudes de prensa para el tribunal, pertenecientes a periodistas norteamericanos, ingleses y franceses, aunque en el grupo también había una docena de italianos y tres alemanes. La mayoría eran de la prensa escrita, pero varias cadenas de televisión habían solicitado permiso para retransmitir en directo, un permiso que se les había concedido. La BBC incluso había presionado para que le permitieran introducir las cámaras en el tribunal, como parte de un documental que estaba preparando, petición que le fue denegada. Aquello sería una especie de espectáculo, pero ése era el precio que había que pagar por cubrir a una celebridad.

La Penitenciaría Apostólica era el más importante de los tres tribunales vaticanos y se ocupaba exclusivamente de las excomuniones. El derecho canónico proclamaba cinco motivos por los cuales alguien podía ser excomulgado: Infringir el secreto de la confesión, atacar físicamente al Papa, consagrar a un obispo sin la aprobación de la Santa Sede, profanar la Eucaristía y, el punto que les ocupaba ese día, que un sacerdote absolviera a su cómplice en un pecado sexual.

El padre Thomas Kealy, de la iglesia de San Pedro y San Pablo de Richmond, Virginia, había hecho lo impensable: hacía tres años había establecido una relación abierta con una mujer y después, delante de sus fieles, había absuelto del pecado a ambos. La proeza, así como los cáusticos comentarios de Kealy sobre la inflexible posición de la Iglesia en lo tocante al celibato, habían recibido una gran atención. Algunos sacerdotes y teólogos llevaban ya algún tiempo desafiando a Roma en la cuestión del celibato, y la respuesta habitual consistía en esperar hasta que el contestatario se diera por vencido, ya que la mayoría de ellos o abandonaba o entraba en vereda. Pero el padre Kealy había llevado el desafío a otros niveles al publicar tres libros, uno de ellos un éxito de ventas a escala internacional, que contradecían abiertamente la doctrina católica establecida. Michener conocía de sobra el miedo institucional que había suscitado. Una cosa era que un sacerdote desafiara a Roma y otra muy diferente que la gente empezara a escuchar.

Y la gente escuchaba al padre Kealy.

Era apuesto y listo, y poseía el envidiable don de ser capaz de expresar sucintamente sus ideas. Había hecho apariciones en el mundo entero y conseguido un abultado grupo de seguidores. Todo movimiento necesitaba un líder, y los partidarios de la reforma eclesiástica habían encontrado el suyo en la figura de aquel osado sacerdote. Su sitio web, que Michener sabía que era controlado a diario por la Penitenciaría Apostólica, recibía más de veinte mil visitas al día. Hacía un año Kealy había fundado un movimiento global, Católicos por la Igualdad Contra las Excentricidades Teológicas, CRÉATE, según su acrónimo del inglés, que contaba con más de un millón de miembros, en su mayoría de Norteamérica y Europa.

El atrevido liderazgo de Kealy había cundido entre los obispos norteamericanos, y el pasado año había faltado poco para que un número considerable respaldara abiertamente sus ideas y cuestionara la confianza de Roma en la arcaica filosofía medieval. Tal y como había declarado en más de una ocasión Kealy, la Iglesia norteamericana se hallaba en crisis gracias a las ideas anticuadas, los sacerdotes caídos en desgracia y los dirigentes arrogantes. Su opinión de que «al Vaticano le encanta el dinero norteamericano, pero no la influencia norteamericana» había hallado eco. Michener sabía que ofrecía la clase de sentido común que anhelaban las mentes occidentales: se había convertido en una celebridad. Y ahora el contendiente había acudido a conocer al campeón, y su encuentro sería registrado por la prensa internacional.

Pero primero Michener tenía que librar su justa.

Se volvió y se quedó mirando con fijeza a Clemente XV, alejando de su mente la idea de que su viejo amigo podía morir muy pronto.

—¿Cómo se encuentra hoy, Santo Padre? —le preguntó en alemán. Cuando estaban a solas siempre utilizaban la lengua materna de Clemente. Casi ninguno de los empleados del palacio hablaba alemán.

El Papa echó mano de una taza de porcelana y dio un sorbo a su café.

—Es sorprendente que verse rodeado de tanto esplendor pueda resultar tan poco satisfactorio.

Su cinismo no era ninguna novedad, pero últimamente se había intensificado.

Clemente dejó la taza en la mesa.

—¿Diste con la información en el archivo?

Michener se apartó de la ventana y asintió.

—¿Te fue útil el relato original de Fátima?

—En absoluto. Descubrí otros documentos mucho más interesantes.

Se preguntó de nuevo por qué era importante aquello, pero no dijo nada.

El Papa pareció leerle el pensamiento.

—Tú nunca haces preguntas, ¿no?

—Si quisiera que lo supiera, usted me lo diría.

En los últimos tres años aquel hombre había cambiado mucho: el Papa estaba más distante, pálido y frágil cada día. Si bien Clemente siempre había sido un hombre menudo y delgado, recientemente era como si su cuerpo se hubiera replegado en sí mismo. Su cabeza, un día cubierta por una mata de pelo castaño, lucía ahora una pelusilla corta y gris. El rostro vivo que adornara periódicos y revistas, sonriendo desde el balcón de San Pedro cuando se anunció su elección, se veía descarnado, las sonrosadas mejillas hundidas, la otrora apenas perceptible mancha se destacaba tanto que la oficina de prensa del Vaticano la borraba sistemáticamente de las fotos. La presión derivada de ocupar la silla de san Pedro le había pasado factura, avejentando seriamente a un hombre que, no hacía tanto tiempo, escalaba los Alpes bávaros con regularidad.

Michener señaló la bandeja del café. Se acordó de la época en que el embutido, el yogur y el pan negro constituían su desayuno.

—¿Por qué no come? El camarero me ha dicho que la otra noche no probó bocado.

—No seas agonías.

—¿Por qué no tiene hambre?

—Y encima insistente.

—Eludir mis preguntas no acallará mis temores.

—Y ¿cuáles son tus temores, Colin?

Le entraron ganas de mencionar las arrugas del ceño de Clemente, la alarmante palidez de su piel, las venas que se le marcaban en las manos y las muñecas de anciano, pero se limitó a decir:

—Sólo su salud, Santo Padre.

Clemente sonrió.

—Sabes evitar mis pullas.

—Discutir con el Santo Padre resulta infructuoso.

—Ay, lo de la infalibilidad. Se me olvidaba… yo siempre tengo razón.

Su interlocutor decidió recoger el guante.

—No siempre.

Clemente soltó una risita.

—¿Encontraste el nombre en el archivo?

Michener se metió la mano en la sotana y sacó lo que había escrito justo antes de oír el sonido. Se lo entregó a Clemente y dijo:

—Otra vez había alguien.

—Lo cual no debería extrañarte. Aquí no hay privacidad. —El Papa leyó y a continuación repitió lo que había escrito—: Padre Andrej Tibor.

Michener supo lo que se esperaba de él.

—Es un sacerdote jubilado que vive en Rumanía. Consulté los archivos: el cheque de su jubilación aún se le envía a una dirección de allí.

—Quiero que vayas a verlo.

—¿No va a decirme por qué?

—Todavía no.

Durante los últimos tres meses Clemente había estado muy preocupado. El anciano había intentado ocultarlo, pero tras veinticuatro años de amistad era poco lo que le pasaba inadvertido a Michener. Recordaba con precisión cuándo había dado comienzo el temor: justo después de una visita al archivo —a la Riserva— y a la antigua caja fuerte que aguardaba tras la cerrada verja de hierro.

—¿Puedo saber cuándo me dirá el motivo?

El Papa se levantó de la silla.

—Después de las oraciones.

Salieron del despacho y recorrieron en silencio la cuarta planta, deteniéndose ante una puerta abierta. La capilla que había al otro lado se hallaba revestida de mármol y tenía una deslumbrante vidriera que representaba el Vía Crucis. Clemente iba allí cada mañana a meditar unos minutos. Nadie podía interrumpirlo. Todo podía esperar a que él terminara de hablar con Dios.

Michener había servido a Clemente desde los primeros días, cuando el enjuto y nervudo alemán era arzobispo, primero, luego cardenal y después secretario de Estado. Había ido subiendo a la par que su mentor —de seminarista a sacerdote y de ahí a monseñor—, la ascensión culminó, hacía treinta y cuatro meses, cuando el colegio de cardenales eligió al cardenal Jakob Volkner 267º sucesor de san Pedro. Volkner escogió en el acto a Michener como secretario personal.

Michener conocía al verdadero Clemente, un hombre educado en la Alemania de la posguerra, sumida en el caos, que había aprendido el arte de la diplomacia en destinos tan inestables como Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo y Varsovia. Jakob Volkner poseía una enorme paciencia y una inmensa capacidad de concentración. Michener no había dudado una sola vez en todos los años que habían pasado juntos de la fe o el carácter de su mentor, y había decidido hacía tiempo que con que fuera la mitad de lo que era Volkner consideraría su vida un éxito.

Clemente finalizó sus oraciones, se santiguó y besó la cruz que ornaba la pechera de su blanca sotana. Su período de calma había sido breve ese día. El Papa se levantó del reclinatorio, pero se entretuvo en el altar. Michener permaneció en silencio en el rincón hasta que el pontífice se acercó a él.

—Tengo la intención de explicarme en una carta dirigida al padre Tibor. Le exhortaré a que te confíe determinada información.

Pero seguía sin explicar por qué era necesario que él emprendiera ese viaje a Rumanía.

—¿Cuándo quiere que salga?

—Mañana. Pasado mañana como muy tarde.

—No estoy seguro de que sea buena idea. ¿No puede encargarse de esto algún legado?

—Te lo aseguro, Colin: no me moriré mientras estés fuera. Puede que tenga mal aspecto, pero me encuentro perfectamente.

Tal y como habían confirmado los médicos de Clemente hacía no menos de una semana. Después de una serie de pruebas, aseveraron que el Papa no padecía ninguna enfermedad debilitante. Sin embargo, en privado, el médico del pontífice advirtió que la tensión era el peor enemigo de Clemente, y su rápido declive de los últimos meses parecía ser la prueba de que algo le estaba desgarrando el alma.

—Yo no he dicho que tuviera mala pinta, Santidad.

—No hace falta. —El anciano señaló sus ojos—: Lo dice tu mirada.

Michener sostuvo en alto el papel.

—¿Por qué quiere ponerse en contacto con este sacerdote?

—Debería haberlo hecho después de entrar por vez primera en la Riserva, pero me resistí. —Clemente hizo una pausa—. Ya no puedo resistir más. No tengo elección.

—¿Por qué el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica no puede elegir?

El Papa se apartó y se situó frente a un crucifijo que había en la pared. Dos cirios ardían a cada lado del altar de mármol.

—¿Vas a ir al tribunal esta mañana? —quiso saber Clemente, de espaldas a él.

—Eso no responde a mi pregunta.

—El Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica puede escoger sus respuestas.

—Me mandó ir al tribunal, así que sí, allí estaré. Junto con un montón de reporteros.

—¿Estará ella allí?

Michener sabía exactamente a quién se refería el anciano.

—Me han dicho que solicitó unas credenciales para cubrir el evento.

—¿Sabes por qué está interesada en el tribunal?

Michener meneó la cabeza.

—Como ya le he dicho, me enteré de que iba a asistir por casualidad.

Clemente se volvió para mirarlo.

—Una casualidad afortunada.

El secretario se preguntó a qué venía el interés del Papa.

—Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.

Clemente conocía toda la historia porque Michener necesitaba un confesor, y el arzobispo de Colonia era su compañero más allegado. Fue la única ruptura de sus votos durante su cuarto de siglo de sacerdocio. Se planteó dejarlo, pero Clemente lo convenció de que no lo hiciera, explicando que un alma sólo podía volverse fuerte mediante la debilidad. Yéndose no ganaba nada. Ahora, tras más de una docena de años, sabía que Jakob Volkner tuvo razón. Él era su secretario, y llevaba casi tres años ayudando a Clemente a dominar su carácter, una combinación de espíritu burlón y cultura católica. El hecho de que su ayuda se basara en una violación de su juramento a su Dios y a su Iglesia parecía no preocuparle, una idea que últimamente se había vuelto bastante alarmante.

—No he olvidado nada —musitó.

El Papa se acercó a él y apoyó una mano en su hombro.

—No llores por lo que has perdido. Es malsano y contraproducente.

—Mentir no se me da bien.

—Tu Dios te ha perdonado. Eso es lo único que necesitas.

—¿Cómo puede estar seguro?

—Lo estoy. Y si no crees al infalible cabeza de la Iglesia, ¿a quién vas a creer? —Una sonrisa acompañó el jocoso comentario, una sonrisa que le decía a Michener que no se tomara las cosas tan en serio.

También él sonrió.

—Es usted insufrible.

Clemente retiró la mano.

—Cierto, pero soy encantador.

—Procuraré recordarlo.

—Hazlo. En breve tendré lista la carta para el padre Tibor. Requerirá una respuesta por escrito, pero si desea hablar, escúchalo, pregúntale cuanto quieras y cuéntamelo todo. ¿Entendido?

Michener se preguntó cómo iba a saber qué preguntar sin tener idea de por qué iba, pero se limitó a responder:

—Entendido, Su Santidad. Como siempre.

Clemente sonrió.

—Eso es, Colin. Como siempre.