PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN

La presente traducción de mi libro sobre Alejandro Magno, cuyo manuscrito he revisado, aparece en un momento en el que la historia de Alejandro continúa siendo un tema vivo de discusión, interpretación e investigación. He corregido cuestiones de contenido y de lenguaje en relación con la anterior traducción alemana, que se terminó en 1974. He dejado sin modificar las principales líneas narrativas e interpretativas, pero, al menos, he podido hacer alusión a algunos de los espléndidos descubrimientos que han tenido lugar desde que lo escribí por primera vez. Los más espectaculares se encuentran en las excavaciones dirigidas por Manolis Andronicos y su equipo en Vergina, en Macedonia, que de este modo confirman mi teoría de 1973 de que Vergina era, en efecto, el lugar en el que se encontraba el cementerio real de Egas, cuyo teatro fue el escenario de la muerte de Filipo. Andronicos sugirió, con la debida precaución, que la doble tumba que hay en Vergina era la del propio Filipo, un punto de vista que ha resistido varias contrapropuestas y que incluso se ha visto reforzado por la reconstrucción que otros han hecho de los huesos incinerados del cráneo de un hombre, que han resultado ser parecidos a la estructura ósea de Filipo y a los retratos que de él conservamos. Estos grandes hallazgos amplían nuestra comprensión acerca de los honores funerarios que recibió. Añaden una prueba visual en relación con los metales preciosos y la destreza artística de la que fue mecenas la casa real macedonia, lo que en buena medida ya estaba atestiguado en los textos literarios. En el libro he hecho alusión a estos hallazgos, cuya detallada publicación esperamos, aunque no los he tratado extensamente.

Vergina-Egas es el hito más importante, pero no es el único avance significativo desde 1973. Hay otros hallazgos que merecen ser destacados: la nueva comprensión del lenguaje de la Bactriana tal como se hablaba en la patria de Roxana, la novia de Alejandro; ejemplos nuevos y más claros de monedas de importancia que muestran a Alejandro y a Poro sobre su elefante; monedas relacionadas, que hasta la fecha eran desconocidas, que muestran a un arquero indio y un elefante; una inscripción fragmentaria sobre una disputa fronteriza en Filipos y su sumisión a Alejandro; una inscripción métrica griega de Kandahar, la Alejandría de Aracosia de Alejandro; hasta 1978, continuos hallazgos en Ai Khanum, en Afganistán; importantes hallazgos también en Takh-i-Sangin, en el río Oxo; una nueva e importante inscripción griega de la Bactriana helenística, recuperada y transcrita con habilidad por los estudiosos; el descubrimiento, al fin, de unas columnas de estilo griego en la propia Balj que prueban la ocupación griega de la ciudad, así como importantes estudios de los antiguos niveles de Samarcanda. Todos estos descubrimientos son importantes para el tema del capítulo final del libro sobre la helenización y sus límites. Sin embargo, más cerca de casa tenemos otros: los hallazgos submarinos de construcciones y estatuaria en Alejandría, en Egipto; las continuas propuestas que se realizan en relación con el emplazamiento, o incluso con los restos, de una u otra tumba de Alejandro en Egipto, así como también continuas excavaciones en Pela que indican el probable emplazamiento del palacio en el que Alejandro creció; y, en Vergina, tenemos una dedicatoria grabada de su abuela y un retrato esculpido que se ha dicho que es Hefestión. Los textos babilónicos que se han publicado hace poco resultan particularmente fascinantes. No sólo muestran la pervivencia, mucho después de Alejandro, de nombres antiguos para unos tipos de tenencia de tierras que ya me llamaron la atención como clasicista. Los mejores de todos incluyen fragmentos de un desconocido dietario babilónico, conservado como una crónica para propósitos de adivinación astronómica, que incluye los días anteriores y posteriores a la gran batalla de Gaugamela, en el año 331 a. C. El ejército persa, ahora lo sabemos de una fuente no griega, vivió un momento de pánico antes de la llegada del ejército, más reducido, de Alejandro.

Desde 1974, he continuado manteniéndome al día con la extraordinaria avalancha de erudición que ha ido apareciendo sobre cualquier cosa, desde la lectura y datación más probable de las inscripciones griegas que mencionan a Alejandro, conocidas desde hace tiempo, hasta los comentarios de las principales narraciones antiguas acerca de la carrera de Alejandro y la comprensión, cada vez mayor, de su sistema monetario. Todos los estudiosos estamos ahora en deuda con dos excelentes ediciones de Arriano, nuestra fuente antigua principal: la más concisa y simple, fruto de la lúcida mente de P. A. Brunt, y la más larga y meticulosa de A. B. Bosworth, un excepcional crítico de muchas teorías y asunciones modernas sobre nuestro tema. Constituye un placer y un continuo desafío reaccionar ante los numerosos estudios de Bosworth, que desde 1980 se han ido centrando cada vez más en Alejandro y sus contemporáneos. Su trabajo me ha estimulado para recomponer algunos detalles del mío, aunque el modo en que me han resultado más provechosas sus interpretaciones y los nuevos argumentos que esgrime ha sido estando en desacuerdo con ellos y trabajando sus puntos débiles. Para Curcio, en latín, tenemos los comentarios de J. E. Atkinson, y para las inscripciones griegas los de A. J. Heisserer, otra fuente de desacuerdo constructivo. También disponemos de un magnífico volumen sobre el sistema monetario de Alejandro de M. J. Price, y un segundo, de G. le Eider, que constituye un estudio inestimable acerca de ciertos aspectos de dicho sistema.

Escribí este libro cuando también yo era muy joven, pero si bien describí a Alejandro como «romántico», utilicé la palabra de un modo más cuidadoso de lo que algunos de mis críticos concluyeron de un modo un tanto precipitado. Mi Alejandro no fue «romantizado», idealizado por mí como si yo fuera un joven adorador: en mi opinión, Alejandro se «romantizó» a sí mismo, y un «romántico» no es en absoluto un héroe de una sola cara. De resultas de mi tesis doctoral, empecé a ocuparme de algunos de los temas principales, con los que comenzó este libro: una particular visión de las fuentes; una insistencia en el contexto, decisivo, de los antecedentes de la Macedonia de Alejandro y su relación con Homero, su ídolo declarado; un enfoque crítico de la prosopografía cuando se aplica sin sentido crítico y, por encima de todo, un interés por el Imperio persa y el impacto que Alejandro tuvo sobre él. Desde 1973, cada una de estas áreas ha sido objeto de un aluvión de nuevos estudios.

A principios de los años setenta, creía que los testimonios contradictorios en las fuentes de la «vulgata» —Diodoro, Curcio y Justino— podían utilizarse no sólo para complementar al respetado Arriano, sino también, en realidad, para corregir y contradecir a este autor que, en buena medida, se basó en dos «sinópticos» contemporáneos, Aristóbulo y Ptolomeo. Ahora considero que esta preocupación por corregir a Arriano a través del material de la vulgata se llevó demasiado lejos. Puede demostrarse que mucho de lo que hay en la vulgata es erróneo, ya sea por ignorancia o invención, y sus partes menos controvertidas posiblemente sólo tienen un valor positivo cuando se remontan, a través de dos, o incluso de tres intermediarios, a los contemporáneos, incluyendo al dudoso Onesícrito o a Nearco. Los volúmenes del comentario de Bosworth, sobre todo el primero, también son muy propensos a mostrarse extremadamente a favor de la vulgata, un enfoque que también debilita su método. No obstante, continúo creyendo, en especial contra la opinión de Hammond, que los autentificados Diarios Reales no son la base factual de nuestras fuentes principales, sino que son un texto tendencioso, surgido para «resolver» la polémica cuestión de la causa de la muerte de Alejandro. Sin embargo, no admito las teorías modernas sobre el valor «propagandístico», ni sobre los contextos precisos, de otros textos que están vinculados al nombre de Alejandro, a su voluntad, a los discursos recogidos durante los días anteriores a su muerte o a las listas de Alejandrías en autores posteriores. La invención o la «ficción» que los acompaña es, me parece, el origen más defendible para estos y otros textos parecidos. El Román d’Alexandre empezó en una fecha temprana: el reciente estudio de C. Mosses, a diferencia del mío, se dedica mucho más a la historia de estas leyendas más tardías y se ocupa sólo de manera breve de la dimensión histórica de la carrera de Alejandro.

Todavía veo Macedonia como provocativamente homérica, pero, por supuesto, no afirmo que cada detalle de su sociedad y de su reino fuera realmente homérico, o que una «sociedad homérica» histórica y singular pueda haber existido. Para mi propósito, me basta con que hubiera aspectos de Macedonia que evocaran aspectos de Homero y que, por tanto, una rivalidad con el Aquiles de Homero no fuera algo tan irracional o anacrónico para Alejandro como se pretendió bajo el dominio de la Roma imperial. Alejandro creció en un mundo pseudohomérico, y podría afirmarse que su comprensión de Homero y Aquiles no era lo bastante profunda. Aun así, todavía considero que esta identidad homérica era tan central a su personalidad como a su publicidad.

Los trabajos sobre Macedonia también han proliferado, en particular en los estudios realizados por N. E. L. Hammond y M. B. Hatzopoulos. Estoy de acuerdo con que los macedonios se veían a sí mismos como griegos, si bien a veces en clara oposición con los «otros griegos», y que los recientes intentos de los estudiosos para disminuir su «etnicidad» y asignarles el papel de «bárbaros» eran erróneos, aunque resultaran de lo más atractivo para quienes contemplan este extraordinario reino y sus grandes nombres con una indignación mal disimulada. Por mi parte, todavía prefiero el punto de vista de mi libro acerca de los «títulos de distinción» de la corte y de la unidad y el equilibrio fundamental que caracterizaba al ejército. Ha sido un desafío, y también una gran suerte, poder participar en la reconstrucción de las armaduras, las tácticas y las unidades de batalla de un ejército de estilo macedonio para la película épica de Oliver Stone sobre Alejandro (2004). Me ha enseñado mucho, pues los estudiosos no entienden en su totalidad el contexto militar de Alejandro.

El estudio del Imperio persa me interesó muchísimo y, desde que escribí este libro, ha sufrido transformaciones. Se han publicado más textos, pero los documentados estudios de los profesores Lewis, Taplin, Briant, Kuhrt, Stronach, Schmitt, Stolper, Rosius, Wiesehofer y muchos otros, incluyendo los que anualmente se han reunido en Groningen, le han proporcionado al tema lo que yo echaba en falta, a saber, una profunda y extensa base de estudios especializados del que los historiadores de Alejandro pudieran ocuparse. El «enfoque persa» ya acaparaba mi atención en 1973, pero desde los años ochenta dicho enfoque ha contribuido a que se ponga un inesperado énfasis en la solidez, el alcance y el simbolismo del Imperio persa que Alejandro conquistó. Los magníficos estudios y artículos de Pierre Briant se han opuesto a la noción de un imperio «decadente», que no creo que tampoco yo aceptara, pero su argumento adicional de que el Imperio que Alejandro conquistó era mucho más fuerte y estaba mucho más cohesionado de lo que muchos creen es, en mi opinión, más elogioso hacia Alejandro y sus rápidas victorias que convincente en relación con el propio Imperio. El capítulo final de este libro, referente a la helenización, todavía me parece válido. Se basa en estudios franceses, en particular de esa época, pero desde 1974 una preocupación moderna en relación con lo políticamente correcto «poscolonial», con las múltiples identidades culturales y con los (supuestos) males del Imperio, así como la miopía de quienes una vez vivieron en uno, han causado un importante, aunque desde mi punto de vista infundado, abandono de ideas como las de «imperialismo cultural» o incluso las de «helenización». Me parece que, como manera para aproximarse a Alejandro y sus sucesores, esta moda es un error. Desde mi punto de vista, también ellos eran propensos al «orientalismo», y los fragmentos de su propia etnografía no son ciertamente prueba de ningún «relativismo» cultural. En los confines del mundo griego, los propios macedonios promovieron y patrocinaron la cultura griega. En mi opinión, Alejandro y otros con y después de él fueron hasta cierto punto unos «imperialistas culturales». Comprendemos mal las Alejandrías, sus percepciones de Asia y su actitud si únicamente adscribimos esta mentalidad a fragmentos tardíos de la retórica de Plutarco y a los «imperialistas» recalcitrantes de una época imperial francesa o británica.

Este punto es relevante para la continuidad del debate sobre los objetivos y los orígenes de las Alejandrías. El reciente libro de P. M. Fraser es una erudita obra maestra de crítica de las fuentes y de topografía, pero su segunda parte es mucho menos acertada y sus afirmaciones sobre el comercio, la actitud cultural de Alejandro y el número de las Alejandrías genuinas (sólo «seis» en el cálculo poco persuasivo de Fraser) son tendenciosas y nada convincentes. Para Bosworth, las Alejandrías fueron instrumentos de explotación que sirvieron para que las gentes del lugar se mataran trabajando y labrando exclusivamente para griegos y macedonios, quienes llevaron «una nueva ola de barbarie desde Occidente». Las fuentes no dicen esto y, en mi opinión, deberíamos prestar atención a su diversidad. El debate es antiguo y está lejos de haber concluido, pero lo políticamente correcto poscolonial de nuestro tiempo no constituye la clave del mismo.

En cuanto al propio Alejandro, las opiniones están divididas. Sus críticos continúan liderados por Ernst Badian, a cuya escuela pertenece Peter Green, y cada vez más por Brian Bosworth, a cuya escuela pertenece Ian Worthington. Tanto Bosworth como Badian estuvieron influenciados por Ronald Syme y su enfoque frío, incluso «agresivo», de los supuestos «grandes hombres» de la revolución romana. No estoy de acuerdo con la interpretación que Badian hace de Alejandro sirviéndose de un enfoque similar, como alguien que (como Augusto o Julio César) hubiera querido promover a su leal ejército contra los oficiales, que básicamente lo odiaban, y que, al igual que Stalin, solía inventar conspiraciones para quitarse de encima las amenazas que subjetivamente percibía. Tampoco acepto el principio subyacente de Badian de que las discusiones basadas en métodos prosopográficos (posibles gracias al excelente libro de Berve) puedan imponerse sobre la evidencia explícita de los textos antiguos que conservamos. A mi entender, Filipo, y después Alejandro, pusieron fin a las discusiones sobre parentesco y localidad que habían prevalecido en el pasado del debilitado reino antes de 340. En 330 incluso podemos encontrar a Alejandro insistiendo en que las antiguas vendetas dejaran de aplicarse en la corte y el ejército tras la condena de Filotas. El ejército y los oficiales eran ahora hombres de Alejandro, unidos a él gracias a la promoción, la recompensa y el enfoque político en un grado que representaba una verdadera transformación de la sociedad macedónica. Si los realineamos en las tradicionales facciones, perdemos los cambios que comportaron su servicio a la corte y al ejército.

Quienes detestan a Alejandro lo detestan (dan a entender) por las vidas que se perdieron en la prosecución de sus propias ambiciones. Su desaprobación moral es perfectamente comprensible, aunque casualmente los contemporáneos de Alejandro no describieron las proezas de Alejandro en la Sogdiana o en la India en estos términos. Sin embargo, todavía tenemos necesidad de preguntarnos por qué miles de hombres lo siguieron y veneraron (incluyendo a indios e iranios) y qué fue lo que conquistó sus corazones y sus mentes. Este libro aborda esta cuestión convencido de que los modernos estudiosos que son enemigos de Alejandro han tenido que deshacerse de la grandeza y prescindir de las pruebas para poder modelar a su personaje y convertirlo en un tirano paranoico que seguramente debería haber sido asesinado a las pocas semanas de haber entrado en Asia. Alejandro no era un soñador, pero puede reconocérsele que tenía visión de futuro. Hizo algunas cosas espantosas, pero no creo que simplemente dejara de pensar o de planificar cuando estaba fuera del campo de batalla. Sus «últimos planes» tenían que parecer plausibles, dignos de él; ciertamente había planes para colonizar el golfo Pérsico: tras las Alejandrías, unas veinte, había algo más que meros acuartelamientos; había sin lugar a dudas una política de inclusión e incorporación de los orientales, el antiguo enemigo, que no puede reducirse a la política de un pragmático y paranoico «divide y vencerás». Pero Alejandro murió tan joven que, por fortuna, nunca podremos estar seguros de lo que esperaba provocar con su política. Este libro todavía constituye un intento de presentar lo que su magnitud e impacto pudieron haber sido.

ROBIN LANE FOX

Oxford, 2004