33. EL HELENISMO EN ORIENTE

Los hombres creyeron que Alejandro había subido al cielo, pero durante los doce años siguientes debió de parecer asimismo que todos los que lo habían ayudado estaban malditos. La situación en Babilonia era la prueba del precio que un rey debía pagar por asesinar a todos sus rivales al ser entronizado, una política que fortaleció el trono por un corto período de tiempo y que después lo dejó en manos de los barones. Ninguna de las hermanas de Alejandro se había casado mientras él reinaba, quizá deliberadamente, quizá debido a que no había maridos adecuados en Asia. Cuando Alejandro murió, Roxana estaba embarazada, pero su hijo no nacería como mínimo hasta al cabo de seis semanas, y, además, podía darse el caso de que fuera una niña. Alejandro también había dejado un hijo bastardo, Heracles, fruto de su relación con Barsine, la primera amante persa, pero el niño, que tenía tres años, había sido ignorado y ningún macedonio lo tomaba en serio. Oficiales tan destacados como Pérdicas, Leónato o el anciano Poliperconte reivindicaban la realeza de la sangre que les corría por las venas aludiendo a sus propias dinastías locales de las tierras altas de Macedonia; sus reivindicaciones habrían tenido pocas posibilidades de éxito de no haber sido porque Arrideo, el hijo bastardo de Filipo y el único adulto vivo que había en la familia real de Alejandro, era un deficiente mental. Había que elegir, y puesto que Alejandro le había legado el anillo a Pérdicas, su visir, suya fue la primera decisión; despreciando al idiota macedonio, Pérdicas incitó a los Escoltas y a la caballería a favor del niño que Roxana esperaba. Sin embargo, los Compañeros de a Pie fueron alentados por Meleagro, su general de brigada, para que reivindicasen a Arrideo, una cara que conocían y que, con todos sus defectos, no tenía sangre oriental. El odio de los hombres corrientes por la política oriental de Alejandro no había desaparecido con su muerte. También Meleagro se había quejado en una ocasión de los honores indebidamente tributados a los indios conquistados.

El resultado fue una pelea que sorprendió incluso a los oficiales. Pérdicas y Ptolomeo huyeron con sus amigos a la sala donde yacía Alejandro, pero se encontraron con que la puerta había sido abatida por la infantería de Meleagro, que empezó a acribillarlos con lanzas; fueron detenidos a tiempo, y Pérdicas se retiró con su caballería a los campos que había fuera de Babilonia, donde inició una insidiosa venganza. Impidió que los alimentos entraran en la ciudad hasta que el hambre obligó a Meleagro y a la infantería a llegar a un acuerdo: si Roxana daba a luz un varón, Arrideo debería compartir el reino, y el recién nacido y Arrideo estarían bajo la custodia conjunta de Pérdicas y Meleagro. De acuerdo con la costumbre, el ejército fue purificado de la mácula de la muerte de Alejandro marchando entre las dos mitades de un perro destripado; sin embargo, cuando todos hubieron bajado la guardia, Pérdicas se apoderó de treinta hombres que pertenecían a la facción de Meleagro y los arrojó a los elefantes para que éstos los ejecutaran. Meleagro se quitó la vida al ver que su causa era desesperada. De un modo clarísimo, el orden se había venido abajo pese a que Alejandro sólo llevaba muerto una semana. Efectivamente, ésta fue la «era de la paradoja», pues con las noticias de su muerte los griegos, instigados por Atenas y su general Leóstenes, se alzaron en rebelión, mientras que los persas se afeitaron la cabeza y lamentaron el fallecimiento de un rey justo; Sisigambis, madre de Darío, ayunó hasta la muerte, que le sobrevino al cabo de sólo cinco días, llorando la pérdida del hombre cuya caballerosidad había admirado ya desde su captura en Isos. Fue el gesto más revelador de la actitud cortés de Alejandro para con las mujeres, y, con el campamento sumido en el caos, no se puede reprochar a Sisigambis su lúgubre visión del futuro.

En un año, los conflictos de los nobles macedonios estallaron en Asia y el Mediterráneo. Para muchos, el Imperio era una unidad y debía permanecer así; para unos pocos, había reinos que forjar, ya fuera en Egipto, donde Ptolomeo se apoderó primero de una satrapía y la hizo independiente, o en Macedonia, donde la muerte de Antípatro hizo nacer las esperanzas de un reino separado. Durante los veinte años siguientes, el separatismo creció y se impuso sobre la unidad, hasta que el mundo se dividió en cuatro: Ptolomeo se quedó con Egipto; Seleuco, en otro tiempo líder de los Portadores de Escudo de Alejandro, con Asia; Lisímaco, un antiguo Escolta, con Tracia, y, con Macedonia, cualquier rey que pudiera alzarse y mantener el apoyo inicialmente recibido. Fueron años de guerra y asesinatos a gran escala, que arrastraron a la gente con ellos; seis años después de la muerte de Alejandro, un ejército de las satrapías superiores se encontró con un ejército del Asia occidental en las agrestes montañas del interior de Media, quizá cerca de la actual Kangavar, y, a media mañana, iniciaron una feroz batalla. Los dos bandos habían sufrido la derrota de una de sus alas, la noche estaba cayendo y los ejércitos se habían alejado unos cinco kilómetros del campo de batalla. Se reunieron y, de mutuo acuerdo, formaron de nuevo a sus líneas, elefantes incluidos, para continuar luchando a la luz de la luna. Sólo a medianoche se detuvieron para enterrar a los muertos; en cada bando, desde el principio hasta el final de la batalla hubo unidades macedonias acuchillándose unas a otras.

La racha de desastres empezó también entre los íntimos de Alejandro. En Babilonia, Roxana envió a buscar a la segunda esposa de Alejandro, la hija de Darío, que ahora se llamaba Estatira, y la envenenó con la aprobación de Pérdicas. El niño de Roxana había resultado ser un varón, Alejandro IV, que quedó bajo la custodia de Pérdicas; al cabo de tres años, Pérdicas fue acuchillado por sus guardias después de que les pidiera que se enfrentaran a los cocodrilos y los arenales para cruzar el Nilo. Crátero, que era amado por los soldados como un verdadero macedonio, murió aplastado en el mismo mes, después de que su caballo tropezase durante una batalla; sus soldados fueron conquistados por el secretario Éumenes, que en el transcurso de la victoria acuchilló a un comandante de los Portadores de Escudo. Ptolomeo ya había asesinado al nomarca Cleómenes y se había apoderado de Egipto. A este asesinato siguieron otros: los de los parientes de Pérdicas, los de varios reyes de Chipre y el de Laomedonte, sátrapa de Siria, uno de los más viejos amigos de Alejandro. Anaxarco el Satisfecho se negó a adular a un rey chipriota; su terquedad le costó la vida, y su lengua fue triturada en un almirez con una mano de mortero; Peucestas fue destituido de Persia, lo que hizo que los persas, que lo apreciaban, se enfurecieran; Poro fue asesinado por un tracio que codiciaba sus elefantes; los Portadores de Escudo veteranos, con más de sesenta años a sus espaldas, regresaron a los campos de batalla de Asia y lucharon con una ferocidad que resultó decisiva hasta que uno de sus generales fue arrojado a una fosa y quemado vivo. El resto de la unidad fue relegado a la satrapía de Kandahar, a cuyo sátrapa se le ordenó que formara grupos de dos o tres hombres y que los utilizara en misiones particularmente peligrosas para asegurarse de que nunca se unieran y regresaran. Mientras tanto, Tais vio cómo su hijo prosperaba al tiempo que Ptolomeo tomaba esposa por razones políticas; el filósofo Pirrón, que había acompañado a Alejandro, regresó a Grecia y fundó la escuela de los escépticos, que profesaban no saber nada con certeza. Nadie volvió a hablar de Bagoas.

En Grecia, la situación no era mucho más prometedora. Leóstenes de Atenas murió en una batalla y su rebelión se vino abajo; Demóstenes, en el exilio, ingirió veneno; Aristóteles fue expulsado de Atenas a causa de su pasado macedonio y terminó sus días en la casa de su madre, en la isla de Eubea, afirmando que, en su soledad, la afición que sentía por los mitos había aumentado; cuando Antípatro murió de viejo, Olimpia no tardó en enfrentarse a su hijo Casandro. Con la ayuda de sus tracios, Olimpia asesinó al rey Arrideo y a un centenar de amigos y familiares de Casandro; a Eurídice, sobrina nieta de Filipo, le envió cicuta, una soga y una espada, y le dijo que eligiera; Eurídice se ahorcó con su cinturón, lo cual llevó a Casandro a tomar represalias. Asedió a Olimpia en la ciudad costera de Pidna, lo que la obligó a tener que alimentar a sus elefantes con serrín; Olimpia se comió a los que murieron, junto con los cadáveres de sus criadas. Nueve meses después se rindió y se encaminó a la muerte con orgullo; Casandro asesinó a su familia y se volvió contra Roxana, que estaba visitando Grecia con su hijo; fueron asesinados por sus esbirros doce meses después de haber sido encarcelados. Casandro, el más despiadado de los hijos de Antípatro, deshonró a un hermano y una hermana que se desvincularon de él; su hermano fundó una comunidad marginal en el monte Atos, y sólo su hermana se mantuvo firme en estos tiempos salvajes, defendiendo a los inocentes y ayudando a las parejas sin recursos a casarse a sus expensas.

Mientras el mundo se hacía pedazos a causa de las contiendas y la ambición, a Alejandro no se le permitía descansar en paz. En Babilonia, los egipcios lo embalsamaron para la posteridad, y mientras los oficiales se preguntaban quién buscaría su amistad, hicieron correr la voz de que el deseo del moribundo había sido ser enterrado en Siwa, convenientemente lejos de todos sus rivales. Mientras tanto, los últimos planes de Alejandro se confeccionaron a partir de sus papeles oficiales y fueron mostrados a los soldados: la pira de Hefestión tenía que terminarse con independencia de su coste; iba a construirse un millar de barcos de guerra en Oriente, más grandes que los trirremes, para una campaña contra Cartago por todo el norte de África, hacia el estrecho de Gibraltar, y de regreso por la costa de España y, por tanto, hasta Sicilia; se distribuirían carreteras y muelles a lo largo de la costa norte de África; existía un proyecto detallado para construir seis templos, cuyo coste era enorme, que pasarían a ser centros religiosos griegos y macedonios; en Troya se erigiría el templo más grande posible, mientras que Filipo había de tener una tumba igual a la mayor pirámide de Egipto; por último, pero no por ello menos importante, «las ciudades deberían fusionarse, y los esclavos y la mano de obra deberían intercambiarse entre Asia y Europa, y entre Europa y Asia, con el fin de llevar a los dos continentes más grandes a un acuerdo común y a una amistad de carácter familiar por medio de los matrimonios mixtos y los vínculos de familiares y amigos».

Ninguno de estos planes es inverosímil en su espíritu o diseño. De hecho, ya se había ordenado construir un puerto para albergar un millar de barcos en Babilonia, y, después de Arabia, la conquista de Cartago y de Occidente era seguramente un plan razonable, modesto incluso para un hombre joven que tenía el tiempo y el dinero a su favor, así como un récord de victorias que llegaban nada menos que hasta el Punjab. La oposición no era fuerte, y Cartago se encontraba en un momento tan bajo que, a los doce años de la muerte de Alejandro, sería asaltada y ocupada por aventureros sicilianos. Y en cuanto a las construcciones, si Alejandro podía permitirse cualquier cosa que quisiera, entonces seis grandes templos y uno gigantesco en Troya eran ambiciones comprensibles, junto con el hecho de que proporcionarían un trabajo que sería bienvenido por los obreros y ciudadanos de las ciudades elegidas; una pirámide para Filipo no era una idea insensata procediendo de un hijo al que los veteranos habían censurado por preferir a su «padre» Zeus Amón desde la visita a la tierra de los faraones. La fusión de Europa y Asia es el plan que más llama la atención; «la concordia común» era una consigna política de la época y, por tanto, una consigna vacía, pero el plan de los matrimonios mixtos y del traslado forzoso de pueblos se amoldaba al hombre que había ordenado que se sacaran colonos de Oriente para poblar las nuevas ciudades del golfo Pérsico, que había dado su aprobación a las esposas orientales de sus soldados y que había forzado a los Compañeros a tener esposas iranias. Era un plan memorable, aunque resultaba alarmante; su anuncio, sin embargo, no dejó de levantar sospechas.

Cuando se leyeron los últimos planes a los militares, los oficiales tuvieron motivos para pretender su cancelación. En el oeste, las intenciones de Antípatro no eran seguras, y Crátero ya había llegado a las costas de Asia con las órdenes de Alejandro y los diez mil veteranos que estaba llevando a casa; todavía no había ninguna razón para desconfiar de sus ambiciones, pero Crátero sería quien mantendría el equilibrio entre Asia y Macedonia si sus cortes, tan diferentes, no podían cooperar. Mientras tanto, era un momento de consolidación hasta que naciera el hijo de Roxana y el asunto de la custodia se pusiera en marcha; ahora bien, los rivales podían afirmar que Alejandro había querido que las cosas fuesen de otro modo. Crátero o Antípatro suponían un peligro, pues podían hacer públicos los papeles que Alejandro les había dejado; a sus compañeros oficiales les convenía que dichos documentos se aireasen primero en Babilonia y que se acordara que era imposible poner en práctica sus disposiciones antes de que alguien intentara invocar su autoridad. Los planes fueron leídos por Pérdicas, amigo y patrón de Éumenes, el secretario real; lo que Éumenes pudo haber hecho con los últimos días de los Diarios de Alejandro pudo también haberlo hecho con los planes, exagerando su envergadura para asegurarse de que los soldados rechazarían los excesos. La pira de más de setenta metros de altura para Hefestión, el coste de los templos y el tamaño de la pirámide de Filipo no son extravagancias impensables; tampoco son una prueba de que Alejandro hubiese perdido el sentido de lo posible, pues los faraones habían construido pirámides antes que él y la arquitectura de carácter colosal no era nada nuevo para los reyes que vivían en Babilonia o Susa. Sin embargo, en su contexto político, estos planes quizá obedecen más a la inventiva de Pérdicas que a los deseos de Alejandro; el hombre que los leyó no pretendía que se aprobaran, y los «traslados y matrimonios en masa entre Asia y Europa» eran una poderosa amenaza para los soldados que habían rechazado a un hijo de Roxana como el único heredero iranio. Posiblemente Pérdicas lanzó la sugerencia: «Se dieron cuenta, pese al profundo respeto que en el pasado habían sentido por Alejandro, de que estos planes eran excesivos, y por eso decidieron que ninguno de ellos se llevaría adelante». Aun así, los planes tuvieron que parecer convincentes, tanto a quienes los anunciaron como a los presentes; la conquista de Occidente, los honores rendidos a los dioses griegos, un tributo a Filipo que era quizá demasiado apremiante para ser sincero, y, sobre todo, la temida unión de Asia y Europa y los asentamientos urbanos a una escala mucho mayor de lo que nunca se había hecho antes, todo esto fue lo que los amigos y los soldados creyeron que había preocupado al rey al final de su vida. Sobre el modo en que Alejandro fue visto por sus hombres en los últimos tiempos, no hay ninguna prueba más segura que el espíritu, si no los detalles, de estos planes finales.

Los hombres que alteraron los planes de Alejandro a su conveniencia podían asimismo intentar sacar provecho de sus restos mortales. La posesión del cadáver de Alejandro era un símbolo excepcional de prestigio, y, mientras Occidente y Antípatro no parecieran seguros, no era probable que ningún oficial de Babilonia lo dejara abandonar Asia; se habló de celebrar un funeral en Siwa para mantener tranquilos a los soldados, y, durante un par de años, los ingenieros estuvieron ocupados con los intrincados planos del carro fúnebre. Mientras tanto, se verificó la situación en Macedonia y se comprobó que era amistosa, hasta el punto de permitir que finalmente el cadáver fuera trasladado a casa. Alejandro iba a yacer entre especias en un ataúd de oro con una tapa de oro, cubierto con bordados púrpura y sobre el que descansaban su coraza y el famoso escudo troyano; sobre el ataúd se alzaba un baldaquín con columnas, cuya altura era de unos once metros para dar cabida a una amplia bóveda, hecha con oro y piedras preciosas, de la que colgaba una cortina con anillas, borlas y campanas de aviso; en la cornisa se habían tallado figuras de cabras y ciervos, y en cada ángulo de la bóveda había figuras de oro de la Victoria, el tema en el que Alejandro había hecho hincapié al cruzar Asia, hasta el Punjab, tomándolo de Atenas. A cada lado de la bóveda había pinturas sujetas a unas redes: Alejandro con el cetro y sus escoltas asiáticos y macedonios, Alejandro y los elefantes, la caballería y los barcos de guerra; el ataúd estaba custodiado por leones de oro y, sobre el techo del baldaquín, se izó un estandarte púrpura sobre el que se había bordado una corona de olivo. Había precedentes para un carro de este tipo y se situaban precisamente en Asia, donde recordaba el carro ritual del dios Mitra, un matiz divino que quizá promovieron los admiradores persas de Alejandro; el carro se construyó al estilo persa, y el baldaquín y la decoración de grifos y leones se asemejaban al ornamento del trono de los reyes persas. Sesenta y cuatro mulas escogidas tiraban de cuatro yugos separados, al modo persa; las ornamentadas ruedas y los ejes se habían levantado para protegerlos de los baches, y se había previsto que los ingenieros y los encargados de repararlos los escoltaran en su camino. Cuando el conjunto estuvo preparado, Pérdicas, su guardián, se hallaba luchando con los nativos de Capadocia, la única brecha en el Imperio occidental de Alejandro; así pues, estaba fuera de juego, y mientras tanto Ptolomeo, nuevo sátrapa de Egipto, se había hecho amigo del oficial que estaba al mando del cortejo. Macedonia no fue consultada; el carro partió en secreto hacia Egipto, y Ptolomeo acudió allí para encontrarse con el botín que justificaría su independencia. Se adelantó a los rivales que no habían hablado con el suficiente entusiasmo de Siwa y, en lugar de enviar el ataúd al desierto, lo expuso primero en Menfis y después, finalmente, en Alejandría, donde todavía pudo ser visto por el joven Augusto cuando visitó Egipto trescientos años más tarde. Desde entonces el féretro nunca volvió a verse. A pesar de los intermitentes rumores, la actual Alejandría no ha revelado el lugar en el que se encuentran los restos de su fundador; probablemente fue Caracalla quien visitó por última vez el cadáver y éste fue destruido durante los disturbios que padeció la ciudad a finales del siglo III d. C.

Aunque, tras su muerte, Alejandro acabó sirviendo a la causa de la independencia protagonizada por Ptolomeo, los objetivos por los que había luchado durante diez años eran mucho más amplios. A diferencia de Ptolomeo, Alejandro creyó que era posible que un único poder gobernase desde el Mediterráneo hasta las remotas tierras de la India, estableciendo las bases del Imperio en Macedonia y apoyándose en la inagotable abundancia de Babilonia y de las tierras de labranza que había a su alrededor. Para este fin, y también para facilitar la importación de artículos de lujo de la India y de Oriente, Alejandro había planeado reabrir las antiguas rutas marítimas que anteriormente confluían en el golfo Pérsico. Creía que, una vez hecho esto, la nobleza irania conquistada debería compartir la corte y el gobierno de los vencedores, y que el ejército y el futuro del Imperio acabarían dependiendo de los reclutas nativos occidentalizados y de los hijos de los matrimonios mixtos de soldados criados al estilo macedonio. Y, sobre todo, creía que la cultura y el gobierno significaban ciudades como las que conocían todos los griegos, una convicción que no excluía el estilo de vida de los nómadas, infinitamente más antiguo y versátil. A menudo se ha dicho que estas tres convicciones sin duda habían de irse a pique debido a los prejuicios de sus Sucesores o a la realidad de cualquier época que viniera después. Sin embargo, Alejandro no era un juez tan ingenuo o superficial.

Desde un punto de vista político, la creencia de que era posible un Imperio que se extendiera desde el Mediterráneo occidental hasta la India no fue refutada por el modo en que fracasó a los treinta años de su muerte. Aquellos años fueron caóticos, pero no se sabe que los nativos se alzaran seriamente contra el gobierno macedonio ni una sola vez, excepto en las ciudades de la Península griega, que, por otro lado, nunca se habían controlado con firmeza; allí el alzamiento fracasó al cabo de un año. De hecho, Egipto, una parte de Irán y el Punjab se perdieron para la corte, que se encontraba en Babilonia, pero si Egipto se separó fue porque su nuevo sátrapa Ptolomeo luchó para cumplir sus aspiraciones de ser un faraón independiente; unos veinte años después de la muerte de Alejandro, la India, el Hindu Kush y probablemente el valle del Helmand hasta Kandahar fueron entregados al precio de quinientos elefantes al nuevo y despiadado imperio de Chandragupta, admirador de Alejandro y heredero del reino oriental de Magadha, cuyo último gobernante había sido derrocado; si los hombres de Alejandro no se hubieran amotinado en el Beas, Magadha habría caído en manos de Occidente y el ejército de Chandragupta no habría presionado tan pronto en la frontera oriental. Al cabo de ochenta años de la muerte de Alejandro, los hombres de las tribus de Partia, en el curso bajo del Oxo, habían invadido nuevas tierras de pastoreo al sur y el suroeste del río, y habían cortado la única ruta terrestre que quedaba hasta la rica satrapía superior de Balj y la Sogdiana; allí los generales griegos y macedonios adoptaron el título de rey, quizá tanto por impotencia como por una siniestra ambición. Estos partos, que posteriormente llegarían a dominar Asia, eran unos nómadas y unos desconocidos que sólo se habrían visto forzados a internarse en las satrapías de Alejandro debido a la incontrolable presión que ejercían sobre ellos el clima y la actividad pastoril; en cuanto a los reyes de la Bactriana, eran griegos y macedonios que, como Alejandro, llevaban la diadema, y fueron al este para reclamar sus conquistas indias en campañas tan sorprendentes como desconocidas para nosotros. Ni los reyes ni los partos eran súbditos nativos; de hecho, el Imperio de Alejandro nunca fue desafiado ni desde abajo ni desde dentro.

Asegurado desde el interior, el unificado reino planeado por Alejandro podría haberse hecho realidad sólo con que sus comandantes supremos se hubiesen puesto de acuerdo entre ellos, pues Ptolomeo, Chandragupta y los partos sólo desgajaron las porciones a las que aspiraban en los momentos en que los sucesores asiáticos se encontraban en otros lugares, inmersos en luchas entre ellos, sus hermanos y sus esposas. Hubo represalias, pero, en cada caso, llegaron demasiado tarde y por parte de unos reyes que eran presionados por los rivales del Asia occidental; la India y el Irán oriental no se entregarían tan a la ligera al astronómico precio de quinientos elefantes que se pedía por ellas; una prueba de las prioridades que establecían los reyes la constituía el hecho de que estos elefantes se desplazaron rápidamente al oeste, donde ganaron la decisiva batalla que convirtió a Seleuco en rey de Asia. Atrapados entre Oriente y Occidente, los sucesores dieron prioridad a Occidente y a sus luchas familiares; de haber vivido Alejandro, su personalidad habría descollado sobre el Imperio y los habría mantenido unidos para rechazar a todos los nómadas o a Chandragupta. En otros veinte años, habría instruido a sus hijos para que lo sucedieran. Y en cuanto al Occidente lejano, las victorias del epirota Pirro y del siciliano Agatocles en los cincuenta años siguientes demostrarían que los planes occidentales que Alejandro había insinuado al final de su vida, y que ya había iniciado a través de su cuñado, no eran algo imposible. Tanto Pirro como Agatocles se vincularon con los sucesores mediterráneos de Alejandro; de su herencia, lo que se dejó en manos de estos dos aliados menores podría haber sido logrado seguramente por el propio Alejandro y después confiado a reyes subordinados. La «charca de ranas» de los griegos se habría extendido desde Sicilia hasta el río Beas.

El problema, por tanto, no fue que hubiese una carencia importante de mano de obra, ni que estallase un arrebato de odio nativo que contrariase los objetivos de Alejandro; el problema fueron los enemigos mucho más antiguos del tiempo y la distancia, combinados con los oficiales que lucharon entre ellos debido a la circunstancia de su muerte prematura. Puesto que los sucesores perdieron el Este, a menudo se ha pensado que lo desdeñaron. No obstante, esto es dictar un juicio improbable sobre lo que no se conoce. Se ha afirmado con frecuencia que la convicción de Alejandro de que la corte y el ejército debían incluir iranios y una amplia clase de orientales helenizados fue víctima de los prejuicios de sus oficiales; de nuevo, esta cuestión es demasiado complicada para pasarla por alto sin más. Hacia el siglo III, los oficiales del tribunal de justicia de los reinos de los sucesores eran casi todos exclusivamente griegos; habían sido atraídos desde el Egeo a título personal para entrar a formar parte del servicio del rey, donde ni la clase social ni el lugar de nacimiento eran tenidos en cuenta. Incluso la presencia de macedonios en los trabajos administrativos fuera del ejército era relativamente rara. Esta sociedad abierta no fue más allá de los inmigrantes griegos con talento. En el Egipto de los Ptolomeos, los nativos helenizados sólo eran elevados al rango supremo de la corte en muy raras ocasiones; el nombre de «persa» se limitó a una clase privilegiada de colonos mixtos. Apenas hay una satrapía irania o un sirviente iranio conocido en la corte occidental de los Seléucidas; sólo se sabe que emplearon a iranios en su ejército, donde resultaban demasiado valiosos como para despreciarlos. Además, podía parecer que estaban ahí en aras de la «la asociación y la concordia del Imperio» de Alejandro. Los herederos de estos colonos recurrieron a tortuosos matrimonios endogámicos para evitar incorporar a esposas nativas a las propiedades de sus familias; hay muy pocos griegos en las ciudades orientales de los que se sepa que se casaron con mujeres con nombres nativos. Los prejuicios de la clase dirigente fueron los que finalmente se impusieron.

Puede que la victoria de estos prejuicios no fuera total o inmediata. En Egipto, Ptolomeo empezó empleando a algunos nativos en altos cargos, y quizá sólo endureció su política después, bajo la influencia de los filósofos de la escuela aristotélica. En Asia, noventa y dos iranias se casaron con Compañeros, pero sólo cinco son conocidas en su nueva calidad de esposas. Tres fueron abandonadas tras nuevas bodas de carácter político con mujeres occidentales, pero, de las otras dos, una, la hija del rebelde Espitámenes, era la esposa de Seleuco. Cuando Seleuco se convirtió en rey de Asia, no se divorció de ella; su hijo, Antíoco I, fue enviado a Irán para que se convirtiera en regente, donde viviría entre nobles que aún recordaban la guerra de resistencia llevada a cabo por su abuelo. No podía decirse que se hubiese elegido a un hombre que no sentía simpatía por el Este o por la promoción de los iranios. En las satrapías superiores, los iranios y los griegos tenían motivos para presentar un frente común contra los nómadas, una tendencia que los orígenes de Antíoco debieron de haber alentado. El método de gobierno de los Seléucidas todavía es desconocido, pero probablemente los nobles se agruparon alrededor de este rey medio iranio. El rechazo de la «concordia» de Alejandro sólo pudo haberse desarrollado de forma gradual mientras los miembros de su propia generación morían y se llevaban con ellos su recuerdo. Es posible que en el Alto Irán este recuerdo nunca muriese del todo.

En consecuencia, en Asia los sucesores vivieron a la sombra de Alejandro. Abandonaron sus planes para Arabia, pero puede que no abandonaran enseguida la política que él había seguido en la corte y que, del mismo modo que se agruparon en torno a un rey medio iranio, lo siguieran en la tarea de refundar y dar nuevos nombres a un buen número de ciudades griegas en Asia. Alejandro creía que el modelo de ciudad griega merecía ser diseminado por toda Asia, en los lugares donde se alzaban las antiguas ciudadelas persas, y esta creencia fue su contribución más duradera a la historia. Su juventud había transcurrido en el marco de una sociedad palaciega, pero había visto a su padre Filipo fundar ciudades en lugares como el Mar Negro, situados muy al este; también había aprendido cosas de su tutor, pues Aristóteles basaba su teoría política en la red de las ciudades griegas; éstas habrían de perdurar mucho más tiempo que la sucesión vacía de los reyes de Asia, y florecerían en la costa asiática occidental durante mil años, hasta que el ascenso de los árabes y el islam redujo a sus vástagos a un puñado de fortalezas asediadas. La delgada costra de la cultura clásica sólo se formó en estas ciudades, conectadas por caminos agrestes y rodeadas de tribus extranjeras; sin embargo, aunque las conquistas de Alejandro abrieron una vasta frontera al este y al sur, esta nueva sensación de espacio significó tan poco para los asuntos diarios de los griegos como la conquista de la Luna para el ruidoso nacionalismo del planeta Tierra. En Grecia, la edad de los reyes no mató el espíritu de las ciudades-estado, pues éstas lucharon y protestaron tanto como en la edad de Pericles; políticamente, se trataba de una nueva era, de federaciones más amplias y uniones más estrechas, que en su mayoría fueron manejadas por sus amos macedonios con un cierto desinterés. En Asia, la época de los reyes Sucesores no fue sensiblemente más severa para la libertad de las ciudades griegas y el autogobierno de lo que lo fueron los imperios de Atenas, de Esparta y de Darío que habían funcionado antes; todavía había margen para maniobrar. El momento verdaderamente decisivo tiene lugar con las conquistas romanas, consolidadas por Augusto en un imperio desde 31 a. C. en adelante. Los romanos no eran favorables a la libertad democrática de los griegos y, por tanto, promovieron una renovada difusión de la oligarquía.

Con el primer impacto de las conquistas de Alejandro se habían establecido unas dieciocho Alejandrías en la zona comprendida entre el este del Éufrates y el Punjab; hace setenta años sólo podíamos hacer conjeturas acerca de sus características, y dichas conjeturas eran fundamentalmente pesimistas. Pobladas con nativos y con los heridos de guerra de Alejandro, su apenas intuido estilo de vida suscitó escasa admiración, hasta que las inscripciones y los restos arqueológicos hallados entre Susa y el Oxo empezaron a revelar su lado humano. Cuanto más lejos se deja a un hombre de su hogar, con más tenacidad se apega a todo lo que un día significó algo para él. En Afganistán, donde el río Kokcha fluye desde las montañas y las minas azules de Badajshán para incorporarse al curso superior del Oxo, desde donde se avista Rusia y el corredor que atraviesa los Pamires en dirección a China, la enorme ciudad griega de Ai Khanum empezó a salir a la luz en la década de 1960; por desgracia, las guerras que han tenido lugar desde 1978 han provocado la ruina y el saqueo de la mayor parte de la región. Es posible que originariamente se tratase de una Alejandría, fundada después del año 329 a. C.: probablemente las pruebas todavía se encuentren en la acrópolis, que permanece sin excavar, mientras que, hasta la fecha, los hallazgos procedentes del lugar que hay debajo son de «principios del período helenístico». Todavía puede defenderse que se trata de la «Alejandría de la Sogdiana» (no «del Oxo»), fundada sobre un fuerte fronterizo persa en los meses posteriores al final de la rebelión de Espitámenes. A unos cinco mil kilómetros de distancia del Egeo, había ciudadanos griegos, macedonios y tracios que disfrutaban de los templos, los gimnasios y las palestras exactamente como si estuvieran en una ciudad de la Grecia peninsular; el amplio techo de madera del enorme palacio, hecho con ladrillos de barro, estaba protegido por un porche con delicadas columnas corintias y se apoyaba sobre capiteles tallados en forma de hojas de acanto de estilo griego. Así como en nuestros días los enclaves norteamericanos de las estaciones de radar intentan reproducir la vida de California en la costa norte del Ártico, territorio de los esquimales, con la bendición del Papa, este pueblo fronterizo entre barones sogdianos y un desierto de tonos ocres creó una copia perfecta de la enseñanza moral de los Siete Sabios tal como estaba grabada en Delfos, centro sagrado de su tierra griega de origen. «En la infancia, lo apropiado; en la juventud, autocontrol; en la madurez, justicia; en la vejez, sabios consejos; en la muerte, ausencia de dolor». La redacción y los caracteres, al igual que las esculturas de mármol encontradas en la ciudad, son tan puramente griegos que parecen un fragmento de la lejana Atenas.

Alejandría de la Sogdiana no es la única ciudad de estas características. En Kandahar, la Alejandría de Aracosia, Alejandro dejó a seis mil griegos y veteranos para que se establecieran junto con los nativos en una Alejandría más grande y amurallada que se había construido alrededor del antiguo fuerte persa; veinte años después de la muerte de Alejandro, la ciudad fue entregada al indio Chandragupta con una exigencia concreta: que los ciudadanos griegos pudieran casarse con indios de cualquier casta. Sin embargo, los hijos y los nietos de los griegos habían mantenido de un modo tan intenso su estilo de vida que el nieto de Chandragupta, el rey budista Asoka, pudo presentar un edicto sobre la fe budista cerca de Kandahar grabado con letras claramente griegas y redactado en un impecable lenguaje filosófico griego. Asoka escribía para los herederos de Alejandro, para el público griego de una Alejandría que, trescientos años después, todavía era descrita como una ciudad griega por un geógrafo griego del golfo Pérsico. «Quienes se alaban a sí mismos y critican a sus vecinos son unos egoístas que lo único que desean es sobresalir, pero sólo se hacen daño a sí mismos…». Los preceptos budistas sonaban con elegancia en una lengua que podría haber escrito Platón, y estuvieron arropados por la habitual bienvenida que recibían de un adorador en un oráculo griego. Kandahar no era un simple puesto militar. Era una ciudad con filósofos, intérpretes, canteros y maestros griegos, donde se podía leer a los clásicos o poner en escena una obra griega; en la fortaleza de Alejandro se hablaba de otras cosas aparte de la carga de los Compañeros en Gaugamela o de las virtudes de las espadas de caza de los tracios.

En estas Alejandrías, la gente de los Balcanes volvían a empezar y, de forma natural, seguían el estilo de su pasado. Del mismo modo que los ingleses dejaron campos de criquet a lo largo del río Yangtsé, los colonos de Alejandro construyeron gimnasios sin atender ni al calor ni al paisaje; cada ciudad griega que se establecía en el Este necesitaba uno, que se ponía bajo el patrocinio de Heracles y del dios Hermes, mientras que en la «isla de Ícaro», que Nearco había descubierto en el golfo Pérsico, los festivales atléticos del calendario griego se celebraban con una temperatura estival que debería haber hecho imposible el esfuerzo. La tenacidad de los colonos griegos y macedonios fue asombrosa. En Dura, una colonia militar del Éufrates, las familias con nombres macedonios puros pueden rastrearse a lo largo de los cuatrocientos años posteriores a su fundación; todavía mantenían férreamente bajo su control las adjudicaciones de tierras, que preservaban a través de matrimonios endogámicos. Cuando la propiedad estaba en juego, no se introducía a la ligera una esposa nativa, pues la tierra de labor de un colono se le arrendaba tanto a él como a sus herederos; las mismas razones que los impulsaban a mantener cerrado el círculo familiar los llevaban también a aferrarse a la cultura griega que les era propia, al margen de los intrusos nativos. Para ello, el colono se casaba con su hermana, su sobrina o su nieta antes que con una extranjera.

En estas ciudades, los deportes y el gimnasio formaban parte de la educación de todo ciudadano destacado, pues estos hombres no eran unos esclavos a merced de la lejana corte. Prestaban sus servicios entre los magistrados y un cuerpo de ciudadanos a los que el rey dirigía sus respetuosos requerimientos; los decretos se transmitían en el estilo farragoso del dialecto ático; a los oficiales no se les permitía ocupar el mismo cargo dos veces seguidas y, como en Atenas, estaban sometidos a un control legal cuando dejaban los cargos públicos; la ley griega regulaba los acuerdos públicos y privados, y lo poco que conocemos de los detalles no le habría parecido extraño a un juez del Egeo. Tampoco le habrían resultado raros los entretenimientos de las ciudades, pues a través de toda Asia Alejandro había organizado festivales dramáticos y artísticos al estilo griego, y la literatura griega no desapareció tras él; Sófocles era leído en Susa, las escenas de Eurípides inspiraban a los artistas griegos de la Bactriana y, en la Alejandría del Cáucaso, se representaban piezas cómicas; Babilonia tenía un teatro griego, mientras que la leyenda del caballo de Troya era una de las favoritas en Ai Khanum, donde los hombres debían de haberla leído en la versión de los poetas épicos arcaicos; Homero, merecidamente, llegó hasta la India, e incluso acabaron disfrutando de él en Ceilán, junto con Platón y Aristóteles. Los colonos de Irán no generaron nuevos textos clásicos, aunque un colono de Susa escribió un insípido himno griego a Apolo; la compañía de expatriados no promueve la aparición de nuevos escritores a menos que sean novelistas, y ningún griego después de Homero demostró tener el talento necesario para crear el tipo de novela adecuado. Las ciudades orientales no tenían punto de comparación con la biblioteca de Alejandría ni con los puestos que allí podían ocupar los estudiosos, y, por tanto, estas ciudades no desarrollaron nunca una escuela académica de poetas a partir de la literatura con la que aún disfrutaban. Cuando se le pidió a un hombre que se dedicaba a las letras que se quedase en una de las nuevas ciudades griegas de Mesopotamia, contestó que «un plato no puede contener un delfín»; estos «platos» que había al otro lado del Éufrates no contaron con ningún escritor creativo que les honrara.

Sin embargo, gracias a su tenacidad estas ciudades mantuvieron abiertos los horizontes de un mundo griego amplio y uniforme, y en esto fueron más lejos que en la gloria literaria. «El mundo, mis hijos…», declaraba el rey budista Asoka en el río fronterizo que hay en el noroeste de la India; y en una época en que las luchas de los sucesores en el Asia occidental desconciertan a los historiadores que actualmente se ocupan de ellas, Asoka escribió sobre la preocupación que sentía por cada uno de los cuatro reyes griegos que gobernaban el territorio comprendido entre Babilonia, el lejano Epiro y el Adriático. Este horizonte abierto proporcionó a los viajeros una nueva libertad. Los monjes budistas de Asoka partieron en viajes misioneros desde la India hasta Siria, donde puede que estimularan la aparición de los primeros movimientos monásticos en la historia del Mediterráneo; los griegos de Jonia ayudaron a establecer una ciudad en el golfo Pérsico y, mientras los sucesores batallaban, griegos procedentes de Egipto viajaban y se establecían al sur del Caspio; los embajadores griegos iban por carretera desde Kandahar hasta el Ganges y la corte india de Palimbothra; los preceptos délficos de Alejandría de la Sogdiana habían sido copiados y llevados hasta esta ciudad por el filósofo Clearco, probablemente un discípulo de Aristóteles, que hizo a pie los casi cinco mil kilómetros que separan Delfos del Oxo. Después escribió panfletos en los que hacía derivar la sabiduría de los judíos y los brahmanes de la de los magos, y también reprodujo diálogos entre filósofos griegos y orientales, concediendo una marcada ventaja a estos últimos. En la generación posterior a Alejandro, este aristotélico habría pasado de una Alejandría a la siguiente en su viaje a través de Irán, visitando sus nuevos gimnasios y hablando con hombres que compartían la práctica de la filosofía griega; había una reconfortante regularidad en estas nuevas ciudades griegas, construidas sobre viejos fuertes y ciudadelas persas y situadas a orillas de algún río o, siempre que era posible, en el cruce entre dos ríos; algunas fueron colonizadas a partir de las ciudades del Asia occidental, y todas utilizaban el mismo dialecto oficial que Filipo había introducido en su corte. Se ajustaban a un modelo, y sus calles rectas discurrían sobre un plano rectangular, lo que significaba que, desde el Punjab hasta el sur de Italia, los griegos estaban como en casa. Sólo añoraban los olivos, pero en Babilonia los macedonios plantarían viñas a la manera de su tierra natal.

El mérito de este desafiante entramado corresponde directamente a Alejandro; dependía de él, y su muerte estuvo a punto de destruirlo, ya que los colonos griegos de las satrapías superiores se rebelaron al saber la noticia, «pues añoraban su educación griega y su estilo griego de vida, que sólo habían abandonado por el miedo que sentían de Alejandro cuando estaba vivo». Tuvo que ser un ejército enviado por Pérdicas a Babilonia el que los trajera de regreso y, de este modo, salvara al Irán griego para la historia: varios miles fueron asesinados, pero desde luego, no la mayoría. Algunas ciudades, las que había en el oasis de Merv y la Última Alejandría, fueron rápidamente atacadas por los nómadas y tuvieron que ser reconstruidas; las ciudades que había en la India pasaron a Chandragupta; las del Alto Irán se quedaron aisladas al cabo de ochenta años, y, en dos siglos, todas las ciudades griegas al otro lado del Éufrates fueron invadidas por los partos y los nómadas del Asia central. Sin embargo, la política sólo es una parte de la historia, y los griegos y la cultura griega no desaparecieron cuando se produjo un cambio de amo; puesto que los años parecen minutos cuando uno se encuentra a tanta distancia, cuesta recordar que las ciudades griegas que había en Irán duraron tanto como el Imperio británico en la India. Del mismo modo que la cocina británica continúa estropeando las cocinas del Caribe y que aún se enseña a Shakespeare en las escuelas indias, igualmente pueden rastrearse las huellas de los griegos durante otros setecientos años, tanto en el trazado de las ciudades construidas por sus primeros soberanos nómadas como en las formas de las pequeñas figuras de arcilla que fueron objeto de comercio desde Samarcanda hasta China, así como en los alfabetos y los escritos del Asia central o en el asombroso arte funerario de los nómadas que vivían al otro lado del Oxo. El único libro detallado sobre las ciudades y rutas del Asia central, que fue escrito por un occidental en el Imperio romano, obtenía la información de un mercader macedonio cuyo padre había dejado su hogar colonial en Siria para instalarse en la Bactriana, donde había controlado el comercio de la seda que iba desde el Oxo hasta China.

Desde un punto de vista político, esta difusión de la cultura griega convino a Alejandro; durante el proceso, hizo retroceder por la fuerza los límites del Mediterráneo, hasta el punto que la «charca de ranas» de los griegos amenazó con alcanzar el Mar Exterior. El significado que tenía este nuevo horizonte era enorme. Tres siglos más tarde, la frontera que establecerían sus sucesores romanos se detendría en el río Éufrates, pero incluso entonces dicha frontera no fue nunca tajante. Un viajero de la Siria romana que fuera hasta el Creciente Fértil de los partos no pasaría a un mundo diferente caracterizado por la barbarie, pues los pueblos semitas constituían una vigorosa unidad que los fuertes y fronteras no podían dividir. Asimismo, en las satrapías superiores que se encontraban al otro lado de estos pueblos, el legado mediterráneo de Alejandro no murió del todo. La sangre común del helenismo todavía sobrevivía en las técnicas y en los colonos, mientras que también fluía desde la Alejandría egipcia, por las costas de Arabia y hasta la India, por la gran ruta marítima que su fundador había querido hacer realidad. Al otro lado de la frontera romana, los hombres no eran unos bárbaros; para un historiador de la Italia senatorial, «tenían la deplorable cualidad de no ser lo bastante bárbaros». La cultura griega no se había limitado a los colonos griegos; era dominante y había invitado a sus súbditos a rendirse a ella.

Para una época que ha visto cómo Irán se ha doblegado a los ideales de la industria occidental y cómo Norteamérica es imitada por un Japón que ha perdido su carácter propio, este efecto de la conquista de Alejandro es tan fascinante como escurridizo. Cada área respondió de manera diferente: así lo hicieron las amplias divisiones de Egipto, Asia Menor, los pueblos semitas e Irán, y, en su interior, cada desierto y valle, cada montaña y cada llanura cultivada por los terratenientes respondió también a su modo; los estrechos ramales de una carretera o la cercanía de un reino y una corte occidentalizada pudieron impulsar a algunas tribus a alejarse de su pasado y a adoptar las técnicas y la lengua de los griegos, mientras que los vecinos del interior continuaron con sus rebaños y pastos a la manera de sus antepasados. El arameo de los sirios, los dialectos iranios y el habla del campo del interior de Asia Menor no murieron ante la nueva lengua griega común, pero ciertamente quedaron en un segundo plano. En Irán no había un alfabeto nativo; en el oeste, los dialectos locales sobrevivieron, pero apenas destacan en los testimonios que se han conservado, salvo en los nombres de dioses nativos y en el hecho de que, bajo un gobierno griego, un fenicio escribió la prehistoria de su pueblo en prosa aramea.

Puesto que estos dialectos retrocedieron ante el griego de sus gobernantes, los resultados de su occidentalización fueron diversos y pocas veces edificantes. El florecimiento de la ciencia y la erudición en el Egipto de los Ptolomeos del siglo III fue obra, fundamentalmente, de los inmigrantes griegos del viejo mundo egeo; surgió como un apéndice a la historia de la Grecia clásica, que debía muy poco a los egipcios occidentalizados. El caso especial de la Alejandría de Egipto se reflejó en el destino de Babilonia. Los Sucesores promovieron sus comunidades-templo a la manera de las ciudades griegas libres, y esta tolerancia hizo que el helenismo extranjero afectara sólo a unos pocos gobernadores y sacerdotes nativos; los inmigrantes griegos eran más escasos y no suponían una gran distorsión. En consecuencia, el Creciente Fértil no perdió su vigor; cuando los partos se apoderaron de esta área dos siglos después de Alejandro, el Creciente Fértil les proporcionó un estilo artístico nuevo y espiritual, así como una arquitectura floreciente de bóvedas y arcos. Sin embargo, estos estilos debían más a la cultura semita que a los estratos superiores del gusto griego, que nunca asfixió la unidad cultural de los nativos.

La brillante excepción fue Siria, siempre disputada por los ejércitos de los sucesores. Las circunstancias forzaron a Seleuco a fundar cuatro ciudades en lugares subdesarrollados, desviando el comercio de caravanas procedente del golfo Pérsico por un camino que discurría por la parte más atrasada del país. El helenismo se apoderó de estas ciudades y de sus cercanas colonias militares: la única excepción la constituye la cultura de los deportes, pues no hay juegos atléticos atestiguados en los primeros testimonios helenísticos de esta zona. Había, en cambio, filósofos y una escuela de poetas sirios, los cuales escribieron ingeniosos epigramas griegos y se refirieron a sus hogares como la «Atenas de Asiria». Los abandonaron bastante pronto, pero importa más el hecho de que Siria se hubiese unido a la cultura común de los griegos que el que no pudiera retener a sus hijos más brillantes. Esta cultura perduró y se convirtió en el engranaje que difundió el cristianismo. Sin esta lengua griega común, el cristianismo nunca se hubiese extendido más allá de Judea.

Al este del Éufrates, entre los iranios, el helenismo recibió una atención menor, en parte porque durante largo tiempo se conoció mucho menos: pocos persas helenizados son mencionados por su nombre en la literatura griega que se ha conservado, y la sensación de que existía una frontera abierta, donde se podía hablar griego desde Siria hasta el Oxo, sólo puede deducirse a partir de la perspectiva que proporcionan los geógrafos griegos y de las aleatorias observaciones que aparecen en las historias escritas por occidentales. Recientemente la arqueología ha añadido nuevos testimonios, un proceso que todavía no ha terminado: en un tiempo de nuevos comienzos, el grandioso experimento de la frontera oriental de Alejandro merece aún otra reflexión.

En primer lugar, las generalidades. Después de Alejandro, la cultura griega se convirtió en la cultura de cualquier asiático que desease triunfar, y, por tanto, arrasó en los círculos de las clases gobernantes de Asia. «Hagamos un pacto con los gentiles —escribió el autor judío de la única obra histórica que describe los conflictos del Oriente helenizado—, pues desde que somos distintos a ellos hemos descubierto muchas cosas malas…». Las ganas de pertenecer al mundo griego se adueñaban de los triunfadores en todas partes; no importaba en absoluto que una gran porción del Imperio de Alejandro se hubiera desmembrado en reinos locales al cabo de cien años. Del mismo modo que la romanización de la Europa occidental sólo arraigó gracias a los esfuerzos de los terratenientes locales cuatrocientos años después de las conquistas de César, la helenización de Oriente encontró a sus mejores servidores en estos reyes locales, puesto que necesitaban que la cultura griega circulase a través de sus súbditos para asegurar la existencia de secretarios, tesoreros, generales y oradores, con el fin de defender su causa en el amplio mundo griego. Alejandro nunca había controlado Capadocia, el refugio montañoso de muchos seguidores de Darío, y, bajo los sucesores, se convirtió en un reino independiente con una aristocracia irania y un linaje de reyes. Sin embargo, doscientos años después de Alejandro, esos reyes auspiciaron a los actores griegos y acuñaron monedas de puro diseño griego; los hombres cultos de Capadocia mantenían contactos con Delfos, y una antigua colonia militar asiria emplazada en las llanuras de Capadocia se había convertido ya en una ciudad griega que observaba las leyes del reino de Alejandro y redactaba decretos en un griego perfectamente equilibrado. El vecino rey de Armenia disfrutaba con la literatura griega, y, si bien su reino nunca reconoció a los sucesores, él mismo escribió una pieza teatral; las familias helenizadas de Jerusalén se mostraron deseosas de comprar al rey seléucida el privilegio de instalar un gimnasio para convertir Jerusalén en una ciudad griega llamada Antioquía, pues querían incorporarse al legado de Alejandro, y si su deseo era tan fuerte es porque era espontáneo.

Invocar en este punto el nombre de Alejandro no está demasiado fuera de lugar. Aparte de su lucha incesante, los años transcurridos en las «satrapías superiores» al otro lado de Hamadán habían introducido la lengua griega en la vida de los iranios en etapas diversas, deliberadas y calculadas, que incluían los persistentes juegos, sacrificios y festivales a la manera griega, el reclutamiento de treinta mil nativos para la instrucción militar griega, matrimonios mixtos y planes para sus hijos, maestros griegos para la reina persa y sus hijas, el hecho de hablar griego en la corte, la utilización de comandantes griegos en su ejército integrado, y, sobre todo, el establecimiento de más de veinte mil griegos y veteranos en las reconstruidas Alejandrías, donde se mezclaron con los ciudadanos nativos y, por tanto, difundieron su lengua a través de sus esposas, sus familias y de sus habitantes y correligionarios. Cada Alejandría era una ciudad con todos los derechos en la que los hombres tenían que votar decretos en griego y aceptar la ley griega; la ciudadanía fue un privilegio que no se extendió a todos los nativos que vivían en estas ciudades, como tampoco se concedió una ciudad a todos los grupo de soldados que Alejandro había asentado como colonos. Una ciudad era una fundación especial y distinta. Del mismo modo que los reyes persas habían otorgado tierras a los arrendatarios feudales a cambio del servicio militar, Alejandro fundó las colonias militares en su propio nombre, heredando los colonos del Gran Rey y añadiendo por su parte a otros pobladores. Más de una docena de estos asentamientos se dejaron para que actuaran como defensa contra los nómadas allí donde la provincia de Media da paso a las estepas desérticas; no eran Alejandrías en el pleno sentido de la palabra, pero sus militares terratenientes llegaron a adoptar la ley y la lengua de sus patronos occidentales. De estos «ciudadanos de segunda clase» es de donde proceden las contribuciones más impresionantes a la expansión de la cultura griega entre los iranios. Todavía no se ha excavado ninguno de estos asentamientos en las satrapías superiores, pero en Dura, en el Éufrates, que fue una de las primeras colonias de los sucesores, todos los contratos legales que se conocen y que se sitúan en los siguientes cuatrocientos años se ajustan a la ley griega, aunque la mayoría de los colonos eran nativos orientales y hacía tiempo que la colonia había pasado a ser gobernada por los partos; en las llanuras de Lidia, en la costa occidental de Asia, los colonos hircanios que Ciro había instalado llegarían a ser denominados hircanios macedonios, y conservarían su atuendo militar macedonio incluso bajo el Imperio romano. Cerca de Hamadán, en las agrestes montañas del Kurdistán, un territorio que Alejandro apenas había pisado, los colonos con nombres iranios todavía redactaban las escrituras de venta de sus viñedos en un griego aceptable y se ajustaban de un modo claro a la ley griega un siglo después de que el dominio griego en Asia hubiera finalizado; tratándose de un lugar tan alejado, esto constituye la prueba más convincente de la expansión de la lengua por los extremos más inaccesibles de Irán. Seguramente estos colonos eran descendientes de los mismos colonos-jinetes que los primeros sucesores de Alejandro asentaron en aquellas tierras.

Por medio de la corte y las ciudades, sólo en las satrapías superiores Alejandro había llevado la lengua y las costumbres griegas a unos cien mil orientales; este número aumentaría de una generación a otra, aunque las cifras de los primeros orientales helenizados por Alejandro son irrelevantes, pues griega era la cultura del gobierno y, por tanto, tarde o temprano tenía que imponerse. Dentro de unos límites, la helenización tenía que ser evidente. Estos límites no eran exigentes: un oriental se convertía en un griego reconocido simplemente por hablar la lengua y compartir los juegos y las costumbres de una corte o una comunidad griega. No es que tuviera que hablar sólo griego: era posible una situación de bilingüismo en la vida cotidiana, en el seno de la familia o en los contextos locales. No tenía que cambiar su religión, y el color de su piel era irrelevante; la única excepción era la desnudez, pues los griegos entrenaban desnudos en los gimnasios, una costumbre que los orientales encontraban repugnante y embarazosa; además, no era la menor de las preocupaciones de los judíos helenizados en su nueva Jerusalén el hecho de que sus compañeros atletas vieran que habían sido circuncidados. Los nombres «griego» y «macedonio» se aplicaron libremente a judíos, sirios, egipcios o persas a condición de que hablaran griego y adoptaran las costumbres griegas, si no los dioses griegos; entre los primeros cristianos, la palabra «heleno» se aplicó a todos los paganos, sin tener en cuenta su raza o religión.

Puesto que no excluyó a nadie, la cultura griega pudo extenderse de manera universal; para hacerlo, también tuvo que parecer digna de admiración. En nuestros días, la sumisa rendición de Oriente a la cultura occidental es una rendición al desarrollo tecnológico e industrial, a la que contribuyen el turismo, la música pop y el mundo anodino y vertiginoso de los hombres de negocios. En el Imperio de Alejandro, el transporte por tierra era terriblemente lento y sólo las personas pacientes y resistentes podían viajar; desde un punto de vista económico, los griegos no prometieron ningún milagro, y aunque Cleómenes y los Ptolomeos promovieron la economía real de Egipto por las monedas con las que contrataban a los soldados y los marineros, quien salía ganando con este hábil intercambio era el gobierno, no la gran masa de población egipcia. La fundación de una Alejandría en Egipto y el hecho de reabrir la ruta marítima desde la India hacia Occidente fueron buena prueba de que Alejandro tenía la misma perspicacia que su padre en lo tocante a las virtudes del comercio, aunque el comercio que Alejandro esperaba fomentar no afectaría de manera profunda al mundo agrícola de la mayor parte de Asia. El comercio de Alejandría sólo floreció gracias a los intermediarios griegos de la cercana Rodas y a las ciudades clientes que disponían de un puerto o de un río para recibirlos, mientras que la actividad comercial desde la India constituía la arriesgada forma de vida de una minoría que llevaba artículos de lujo a Occidente, a las cortes de los ricos, no a los pueblos de las tribus y los campesinos. Al abrir una sucesión de nuevas cecas desde Sardes hasta Babilonia, Alejandro promocionó una amplia acuñación de monedas en el mismo estándar ateniense que ya había prevalecido en los centros monetarios de los sátrapas de la costa de Asia; por tanto, circuló un mayor número de monedas que seguían el estándar y el diseño real, que por lo general era el que se utilizaba en Grecia, lo cual resultaba sin duda útil y cómodo para el comercio al por menor y para pagar a los militares mercenarios. Sin embargo, en un mundo agrícola en el que la mayoría de los hombres vivía en un sistema de economía natural, los escasos hallazgos de monedas de pequeño importe no pueden apoyar las aplastantes teorías sobre la acuñación de moneda que los coleccionistas de valiosas piezas de oro y plata han atribuido al pasado clásico; incluso se culpó a Alejandro de promover la inflación en el Egeo por el hecho de haber acuñado monedas con excesiva rapidez gracias a los grandes tesoros de Darío, como si la sociedad agrícola griega se hubiese visto perturbada alguna vez por las fluctuaciones de los tetradracmas de plata o por la supuesta superabundancia de monedas valiosas, buena prueba de lo que todavía queda por descubrir. En cuanto a los nómadas de Asia y los aldeanos del campo, no tenían necesidad de disponer de unas monedas que circulaban, como mucho, en las ciudades. El hallazgo más notable de pequeñas monedas de cambio acuñadas por Alejandro en Irán son los óbolos de bronce encontrados en las bocas de los esqueletos de los nómadas al otro lado del Oxo, que presumiblemente fueron colocados para realizar la habitual ofrenda griega al barquero Caronte, que llevaba al difunto en barca por el río del ultramundo griego.

Si bien los griegos no prometieron una amplia prosperidad, como sus herederos occidentales impresionaron a Oriente con sus habilidades técnicas. En algunos lugares fue como si estuvieran funcionando en un «tercer mundo» subdesarrollado: «Cuando los indios vieron que los macedonios utilizaban esponjas —escribió Nearco—, los imitaron cosiendo cabellos y ensartándolos en una especie de ovillo; después apretaban la lana para convertirla en una especie de fieltro, la cardaban y la teñían de diferentes colores. Muchos de ellos también aprendieron rápidamente a hacer los “cepillos” que utilizábamos para el masaje y los frascos en los que transportábamos el aceite». Desde un punto de vista técnico, los indios podían entrenar a los elefantes y curar las mordeduras de las venenosas serpientes, pero probablemente fue un ingeniero griego el primero que ideó la howdah para el lomo de los elefantes, y siempre se acudía a los médicos griegos cuando se precisaba recurrir a la cirugía en el caso de heridas graves. «Los indios tienen aquí grandes reservas de sal, pero son muy ingenuos sobre lo que poseen…». El rastreador griego de Alejandro informó detalladamente sobre los diferentes minerales que poseía cada provincia asiática, y, aunque la minería era un arte antiguo en Asia, puede que los griegos introdujeran la técnica de partir las rocas con fuego entre unas tribus que, anteriormente, extraían piedras preciosas de los lechos de sus rápidos y caudalosos ríos. Los agrimensores griegos midieron a pasos las primeras distancias exactas a través de unos territorios que, de otro modo, se habrían medido con las etapas variables de una hora de viaje; durante mucho tiempo, el riego había sido la técnica básica que dominaban los granjeros iranios, pero dos nuevas Alejandrías muestran signos de que se mejoró el sistema acuífero, seguramente gracias a los habitantes griegos. Posiblemente las herramientas y el calendario de la agricultura cambiaron poco, pues en esto la sabiduría local siempre tiene más autoridad, además de que los excepcionales resultados que obtenían los iranios impresionaron a los observadores griegos. No obstante, la difusión de árboles y plantas valiosas a través de las fronteras abiertas del Asia griega puede rastrearse en los enérgicos esfuerzos que hicieron los Ptolomeos para importar nuevos cultivos y especias a Egipto (que carecía de aceite de oliva); los reyes menores del Asia griega perpetuaron su modelo de jardines. En sus edificios, los arquitectos griegos podían construir techos sin soportales más amplios que los edificados por los constructores de Persépolis, mientras que el sencillo trazado rectangular de sus ciudades fue adoptado en los oasis que había a lo largo del Oxo y continuado por los nómadas cuando finalmente irrumpieron en las ciudades; las elevadas murallas y fosos constituyeron una defensa necesaria frente a los nuevos métodos de asedio de estos pueblos, y la defensa se reforzó además con la introducción del resorte de torsión, que tanto había sorprendido a los nómadas del Oxo. En Siria, los griegos incluso excavaron nuevos puertos en bahías que sus hábiles predecesores fenicios habían dejado en su estado «natural».

Esta capacidad de inventiva era tanto más impresionante por cuanto constituía una ruptura con el pasado persa. Los persas se apropiaron de las técnicas de sus súbditos, pero los griegos llevaron las suyas con ellos y después las ampliaron. En la Alejandría de Egipto, la edad de oro de la ciencia experimental griega bajo el patrocinio de los Ptolomeos es la contribución más pura al ingenioso intelecto de los griegos, pues ningún persa había calibrado una catapulta, estudiado la anatomía humana, aplicado el poder del vapor a los juguetes o dividido el mundo en zonas según el clima. Si bien la ciencia griega fue, durante demasiado tiempo, seguidora del dogmatismo de Aristóteles, siempre más teórico que práctico, ello constituye, sin embargo, el síntoma de una nueva actividad intelectual. La explotación financiera de Egipto era una cuestión que había que dejar en manos de los griegos, como ya habían advertido los faraones; en Alejandría, bajo los Ptolomeos, la tasación, la agricultura, la mejora de los canales, la acuñación de moneda y las leyes comerciales contribuyeron a abrir una nueva economía para el mundo griego. Los médicos griegos que visitaron la ciudad llevaron el estudio de la anatomía humana mucho más lejos de lo que lo había hecho la magia egipcia; la biblioteca real promovió el nacimiento de la filología clásica y el desalentador aumento de la erudición textual. Mientras Babilonia fue el centro intelectual de Asia, los griegos utilizaron las anotaciones babilonias sobre astronomía y dedujeron la precesión de los equinoccios, que ningún compilador había detectado; mientras un babilonio escribía un libro sobre las propiedades mágicas de las piedras, en la nueva capital babilonia de los sucesores un griego argumentaba que la Tierra giraba alrededor del Sol y que las mareas podían estar influenciadas por las fases de la Luna. Los babilonios se ocuparon de lo particular, pero los griegos contemplaron lo general, y sólo era de esperar que la cultura política más desarrollada del mundo influyera en el gobierno local, en la forma de un decreto babilonio o en la redacción de un manifiesto judío. Los griegos tenían una elegante teoría matemática y el poder del razonamiento abstracto; una pila simple para galvanizar cobre con plata ha sido encontrada en la Babilonia parta, y no es extraño que su invención se atribuya a un griego.

A las tribus y los pueblos de Irán, estas técnicas debieron de causarles la misma impresión que los rifles y las miras telescópicas a los primeros observadores indios. Los griegos tenían armas más fundamentales, su arte y su lengua, dos creaciones del pasado clásico que todavía impresionan en un mundo industrial. Esculpir y pensar en griego iba a traducirse en el empleo de una lengua más sutil, pues como muy bien dijo un romano en la época de las controversias teológicas, si empezaba a discutir sobre la Trinidad en latín, no podría evitar caer en ninguna de las tres graves herejías. Estas nuevas herramientas abrieron paso a un mundo nuevo. No hay ninguna historia escrita sobre la helenización de las satrapías superiores, pero conocemos su arte y unas pocas inscripciones, y éstas quizá son más reveladoras que los meros acontecimientos.

En Irán, Alejandro dejó el griego como única lengua escrita. Ningún dialecto iranio contaba con textos escritos y, por tanto, el pobre arameo de los persas se seguía utilizando para la administración nativa. Con la fastidiosa persistencia de una jerga simplificada, su escritura floreció lejos y durante bastante tiempo, pasando a Kharezm, al otro lado del Oxo, donde sirvió de primer alfabeto nativo quinientos años después de Alejandro, y luego a China, donde siglos más tarde fue utilizada en el Templo del Cielo de Pekín. El arameo literario siguió utilizándose para la ficción literaria en el Oriente Próximo: el Libro de Tobías, en la Biblia, con el episodio de Tobías y el ángel, atestigua su utilización y sus amplios horizontes. Sin embargo, el arameo no era un competidor serio para el pensamiento profundo, si bien la larga tradición de los rapsodas iranios continuó floreciendo en los gosans profesionales que cantaban en la corte de los partos. En todas las Alejandrías que había en Irán, el griego era la única lengua que se utilizaba en los poemas escritos y en la educación de los soldados; de este modo, los clásicos griegos ejercieron su atractivo sobre Oriente con un impacto que sólo ha sido igualado por las canciones populares del Occidente actual. En el palacio de Nisa, corte de los reyes partos en el curso bajo del Oxo, las obras griegas se representaban ante un público compuesto por antiguos nómadas, mientras que en los documentos palaciegos se han encontrado directrices para confeccionar una máscara para un actor trágico. Es posible que el teatro griego influyera incluso en las obras teatrales del norte de la India. En la vecina Armenia, se escribieron versos de Eurípides, quizás en un texto escolar, en una época en que la provincia estaba gobernada por un rey iranio independiente; en el período romano, la leyenda de Cástor y Pólux era conocida en las tierras altas del Swat, sobre el Indo; en el Punjab, quinientos años después de Alejandro, los budistas indios todavía esculpían la leyenda del caballo de Troya junto a la vida de Buda, un tema que ahora sabemos que pasó directamente al vecino reino griego de la Bactriana a través de los herederos de Alejandro. En Ai Khanum, se ha encontrado incluso un papiro que pertenece a principios del siglo II a. C. y cuyo texto versa sobre filosofía griega: quizá por aquel entonces la ciudad tenía su propia biblioteca.

Lo mismo ocurre con el arte. Las monedas y los arreos de plata de los griegos de la Bactriana evidencian una destreza admirable, y en el palacio parto de Nisa podemos apreciar ahora la profunda influencia que ejerció sobre los vecinos iranios. Las copas iranias estaban talladas con la leyenda de Dioniso; Afrodita, Heracles y Hera estaban esculpidos en mármol; el palacio incluía un gimnasio y columnas con hojas de acanto, un estilo que dejó su rastro en el arte del Punjab durante otros cuatrocientos años. Estos reyes eran los hijos de los nómadas iranios, pero, del mismo modo que la Rusia de los zares apostó por la cortesía y la educación de los franceses, ellos adoptaron el arte griego; su buen gusto tenía una historia increíblemente larga, tanto entre los nobles como entre la cultura diferente de los nómadas. La influencia griega puede rastrearse en los diseños de las alfombras orientales que se han encontrado en el Asia central y que son del mismo amplio período de Nisa; también la encontramos en la escultura y la arquitectura de un palacio y un templo iranio en Surkh Kotal, en Afganistán, un siglo después de que los nómadas se hubiesen apoderado de la Bactriana griega, así como en las monedas para Caronte puestas en la boca de los difuntos al otro lado de la frontera noreste del Imperio de Alejandro, y en las figuras de arcilla hechas en Samarcanda unos setecientos años después del último rey griego de la Bactriana. A través de la ruta marítima planeada por Alejandro, que partía de la Alejandría de Egipto, seguía por el folio Pérsico y llegaba hasta el río Indo, el arte griego de Alejandría alcanzó el Punjab y el Irán superior durante al menos quinientos años; puede que sus diseños contribuyeran a asegurar la larga vida del arte griego en la zona, y sin duda influyeron en los primeros relieves budistas que se tallaron en el noroeste de la India. Estos diseños también llegaron a través de la ruta que Alejandro había decidido reabrir.

Y, sin embargo, la helenización de Irán no fue ni lo suficientemente amplia ni profunda como para que sus efectos fueran permanentes. Estuvo compitiendo con una cultura diferente, la de la nobleza irania, para la cual una ciudad era más la suma de sus grandes familias que una ciudadanía autogobernada en una parte del territorio del rey. Para estos iranios, la familia representaba la única continuidad de la vida, y se caracterizaba por las genealogías y las normas rígidas de los antepasados; una cultura que se extendía a través de ciudades y administraciones no podía funcionar mediante las formas simples del gobierno rural. Ya en Nisa, los documentos de los partos estaban escritos en arameo, no en griego, y los nombres de los cortesanos eran todos iranios, mientras que las antiguas palabras del gobierno rural iranio se mantuvieron inalteradas: el impuesto de la comida para la mesa del rey, la tasa sobre la tierra y el alguacil de la aldea, las satrapías y los castillos de los nobles. «Al que te obligue a andar una milla, vete con él dos»; la palabra que Cristo utilizó para referirse a esta imposición en la Judea helenizada era la antigua palabra persa para referirse al servicio obligatorio en los puestos del Camino Real. En el campo, Alejandro no había pretendido cambiar las cosas. Los oficiales que vivían en la capital no podían viajar con rapidez, ni de forma barata, por un Imperio de vastas extensiones en el que abundaban las montañas boscosas, de modo que Alejandro optó por mantener las antiguas estructuras persas. Las nuevas ciudades griegas eran los puntos que había elegido para asegurar la lealtad entre los miembros de las tribus y los jefes del desierto, y, una vez que estas ciudades cayeron en manos de los nómadas o del empuje más fuerte de las alianzas familiares, Irán sólo pudo alimentarse de los recuerdos del gobierno persa; no fue una casualidad que el diseño del trono de la Persia aqueménida perdurara bajo el gobierno griego en el arte cortesano del Irán superior. Además, Persia ya estaba dispuesta a retroceder hacia su pasado, pues los sucesores de Alejandro habían dejado la montañosa provincia natal de los persas a los reyes subordinados, y, como es natural, éstos no privilegiaron el helenismo. Quinientos años después de Alejandro, fue en este «sur profundo» del sentir iranio donde empezó la gran recuperación persa, con una nueva dinastía de reyes que, de repente, recuperó los títulos del Imperio de Darío. Sin embargo, estos nuevos triunfos persas también se inscribieron sobre una roca en una traducción oficial al griego. Atrapados entre los nómadas y los barones tribales, los herederos de las ciudades griegas de Alejandro dieron lugar, al menos, a una corte persa de hacendados rurales, si bien el resplandor de las ascuas del helenismo todavía podía verse en el brillante fuego de la Persia Sasánida.

Durante los siglos de su lento declive, la educación que los griegos recibieron de Oriente es un asunto mucho más delicado. A pesar de que, para los geógrafos occidentales, las conquistas de Alejando parecían haber abierto un conocimiento más amplio y preciso del lejano Oriente en aquellos lugares en los que los hombres hablaban griego, su propia visión de Oriente no fue sensiblemente más correcta. Puede que el único avance fuera más espiritual que científico. Al igual que los intelectuales occidentales que idealizaron la Rusia estalinista, los académicos, desde la distancia, atribuyeron ideales utópicos a unos pueblos del lejano Oriente que no habían visto; esta actitud era posible porque sentían que la filosofía de Oriente merecía ser respetada. Aunque los debates entre los sabios orientales y los filósofos griegos ya habían aparecido en la literatura griega, bajo el dominio griego persistió el tema de que Oriente poseía la sabiduría más antigua y venerable. Lejos de suprimir a los dioses orientales, los griegos los identificaron con los suyos y, a través del arte, se hace patente una cierta actitud de deferencia hacia los dioses resultantes de esa combinación. En las representaciones de deidades greco-orientales, en especial en el caso de las numerosas diosas madre halladas en el este, el elemento oriental tiende a ser dominante; no es difícil imaginar cómo, para algunos griegos, la religión llena de contrastes de los Olímpicos cedió terreno ante la moral y la fe espiritual de Buda. De esto hay huellas incluso en los limitados testimonios que poseemos; hubo macedonios, probablemente en las colonias de Asia Menor, que siguieron a los Magos y adoptaron la adoración del fuego de los iranios, mientras que, en las ciudades griegas del Asia occidental, la influencia de las familias iranias, que controlaban los sacerdocios de la ciudad consagrados a la diosa Ártemis, su propia Anahita, no pudo haber sido insignificante. Cuando los reyes de la Bactriana griega pusieron a dioses indios paganos en sus monedas, puede que intentaran algo más que hacer una diplomática referencia a los indios que vivían en sus reinos, en tanto que es muy probable que entre los griegos abandonados a Chandragupta y sus sucesores indios se produjeran conversiones al budismo, nada menos que a través de los matrimonios con nativas. Un oficial de los restablecidos reinos griegos del noroeste de la India escribió una dedicatoria a Buda en griego, mientras que otro, quizás un macedonio, hizo lo mismo doscientos años después de que hubiera finalizado el dominio griego; estos retazos testimoniales sugieren que los budistas griegos no fueron algo fuera de lo común. Para quienes contemplan al enorme atractivo que la religión oriental tiene entre los jóvenes del Occidente industrializado dominante, no hay nada sorprendente en la conversión de los griegos.

Si los griegos fueron conscientes de que Oriente poseía una sabiduría, la interpretaron en cualquier caso según sus propios patrones occidentales. A diferencia de los británicos, que promovieron el estudio de la cultura india nativa, los griegos no se interesaron tanto por la tradición oriental, excepto allí donde podían decantarla hacia sus propios conceptos; la mirada que arrojaron sobre Oriente estaba determinada por Platón y Heródoto, y su propia cultura definió los puntos que debían observar. Cada tribu y comunidad oriental se ajustó a la prehistoria de los mitos y héroes de los griegos, sin mostrar ningún respeto por sus orígenes independientes; Buda se convirtió en el descendiente de un compañero-soldado de Dioniso durante la invasión de la India, del mismo modo que los tesalios del ejército de Alejandro ya habían deducido que los armenios eran hijos de su héroe Jasón, porque llevaban prendas de vestir de estilo tesalio. No hay datos de que ningún escritor griego hablase un dialecto iranio, y los orientales que escribieron libros en griego sobre la historia de sus reinos adaptaron su narración a los conceptos que resultaban comunes a los griegos; un autor helenizado no podía distanciarse de las actitudes griegas que había decidido compartir. Entre los griegos, el profeta Zoroastro fue descrito más como un mago que como un reformador religioso; sólo es una leyenda sin ningún valor la historia de que Alejandro ordenó que se efectuara una traducción griega de los muchos escritos de Zoroastro que encontró en Persépolis.

Cuando la historia del Oriente helenizado sea conocida de un modo más completo, seguirá pareciendo una historia de oportunidades perdidas, de nuevas fronteras desperdiciadas por las peleas de los sucesores de Alejandro. Nunca estaremos seguros de cuáles fueron las verdaderas intenciones de Alejandro, pero puesto que pasó a través de los pueblos y los páramos de las tribus que vivían al otro lado de Hamadán, tuvo que ser fácil (aunque no lo sea para nuestra moda poscolonial) sentir que una educación griega y las aspiraciones de los griegos constituían una fuerza procedente de un mundo superior. La amplia y absoluta ruptura con el pasado que tuvo lugar en el este después de las conquistas de Alejandro ha parecido mucho más obvia a los historiadores del arte oriental que a los estudiosos de los dispersos testimonios escritos. Sin embargo, el arte es una medida de la sociedad y, cuanto más lo conocemos, más nos parece que el papel de Alejandro merece ser considerado decisivo.

La mayoría de historiadores han creado a su propio Alejandro, y una visión parcial del personaje corre el riesgo de haber pasado por alto la verdad. Hay aspectos que no pueden ser discutidos, como la extraordinaria resistencia que tenía un hombre que sufrió nueve heridas. Una de esas heridas le partió el tobillo, otra fue causada por una flecha que le atravesó el pecho, otra por una saeta que, lanzada desde una catapulta, le atravesó el hombro. Dos veces lo alcanzaron en la cabeza y el cuello, y en una ocasión se le nubló la vista a causa de un golpe. En el frente de batalla siempre demostró una valentía que rayaba en la locura, una actitud que desde entonces muy pocos generales han considerado adecuada; Alejandro se propuso mostrarse como un héroe y, desde el Gránico hasta Multan, dejó tras de sí un rastro de heroicidades que nunca ha sido superado y que quizás es asumido con demasiada ligereza como uno más de sus muchos logros. Hay dos maneras de conducir a los hombres: delegar toda la autoridad y rebajar la carga del líder, o compartir cada dificultad y decisión y hacer que los demás vean que uno se ocupa del trabajo más duro, prolongándolo hasta que todos los demás hombres hayan terminado. El método de Alejandro fue este último, y sólo quienes han sufrido el primero pueden entender por qué sus hombres lo adoraban; algunos recordarán la ligereza con la que los hombres hablan del ejemplo de los líderes, pero también se acordarán de cuánto le cuesta, tanto a la voluntad como al cuerpo, mantener vivo ese ejemplo.

Alejandro no sólo fue un hombre resistente, resoluto y valiente. Luchador mortífero, tenía sin embargo amplios intereses aparte de la guerra: la caza, la lectura, el patrocinio de la música y el teatro, así como su duradera amistad con artistas, actores y arquitectos griegos; se preocupaba por los alimentos que tomaba y se interesaba diariamente por sus comidas, apreciando las codornices de Egipto o las manzanas de los huertos occidentales; desde los pozos de nafta del Kirkuk hasta el «pueblo de Dioniso» de la India, Alejandro demostró tener la curiosidad del explorador nato. Tenía una perspicaz preocupación por la agricultura y el riego, que había aprendido de su padre; también de Filipo procedía su constante interés por las nuevas ciudades y por su trazado y sus leyes. Su generosidad era famosa y le encantaba recompensar la misma disposición de espíritu que se exigía a sí mismo; disfrutó de la amistad de los nobles iranios y, cuando se relacionaba con mujeres, tenía con ellas un trato cortés. Del mismo modo que la experiencia oriental de los últimos cruzados llevó por primera vez la idea del amor cortés a los aposentos de las mujeres en Europa, puede que la visión que Alejandro tenía de Oriente le impulsara a llevarse esta cortesía consigo. Es extraordinario cómo los cortesanos persas aprendieron a admirarle, pero la doble simpatía para con los estilos de vida de Grecia y Persia fue quizá la característica más singular de Alejandro. Era asimismo impaciente y, a menudo, presuntuoso; los mismos oficiales que lo adoraban debieron de haberlo encontrado a menudo intratable, y el asesinato de Clito constituía un atroz recordatorio de cómo la petulancia podía convertirse en ciega cólera. Aunque bebía como vivía, sin escatimar nada, su mente no estaba abotargada por una indulgencia excesiva; no era un hombre al que se pudiera enojar o al que pudiera decírsele lo que no podía hacer, y siempre tuvo firmes puntos de vista sobre lo que quería.

Junto con estos bruscos modales iban la disciplina, la rapidez y un astuto sentido político. Pocas veces daba una segunda oportunidad, pues por lo general lo defraudaban; encaraba los asuntos con inteligencia y audacia, tanto en lo que respecta a su insistencia de que la expedición que emprendía era el reverso del sacrilegio persa —aunque la mayoría de los griegos se opusiera—, como a su lúcida convicción de que la clase dirigente del Imperio debía recaer conjuntamente en iranios y macedonios, y de que la corte y el ejército debían permanecer abiertos a cualquier súbdito que pudiera servirlos. Era generoso y calculaba su generosidad para que se ajustara a sus propósitos; sabía que era absurdo esperar hasta estar seguro de que los conspiradores eran culpables. Como gran estratega, asumió riesgos porque tenía que hacerlo, pero siempre intentó protegerse, «derrotando» a la flota persa desde tierra o aterrorizando las tierras altas del Swat por encima de su ruta principal hacia el Indo: la calculada espera hasta que Darío pudo iniciar una batalla campal en Gaugamela fue increíblemente eficaz, y su plan de abrir la ruta marítima desde la India hasta el Mar Rojo fue una prueba de la amplia visión que tenía de las realidades económicas, que la Alejandría de Egipto todavía atestigua. La misma audacia animó la fatal marcha a través del Makran; poseía sentido táctico, tanto en el Hidaspes como en la política que siguió en Babilonia y Egipto, pero la confianza que tenía en sí mismo podía contrarrestarlo y la suerte no siempre estuvo del lado de esa confianza. En este punto, es muy revelador el hecho de que el beneficio racional no fue la causa de su constante búsqueda de conquistas, como lo ha sido en la mayoría de las restantes guerras a lo largo de la historia. A través de Zeus Amón, Alejandro creyó que estaba especialmente favorecido por el cielo; a través de Homero, eligió el ideal de un héroe, y, para los héroes de Homero, no podía haber marcha atrás ante las exigencias del honor. Ambos ideales, el divino y el heroico, propulsaron su vida demasiado alto como para que ésta perdurase; cada uno de ellos era el ideal de un romántico.

Un romántico no debería ser «romantizado», pues Alejandro pocas veces es compasivo y siempre se muestra distante, pero resulta tentador ver en él, por primera vez, la complejidad de la naturaleza romántica en el seno de la historia griega. Están los pequeños detalles, la espontánea respuesta que daba a cualquier muestra de nobleza, el respeto por las mujeres, el aprecio que sentía por las costumbres orientales, el extremado cariño que profesaba a su perro y, de manera especial, a su caballo; deliberadamente, sus artistas cortesanos crearon un estilo romántico al realizar su retrato, y quizá sea revelador el hecho de que, del saqueo de Tebas, la única pintura que eligió para él fue la de una mujer cautiva pintada con ese estilo intensamente emocional que sólo un romántico habría apreciado; también fue un hombre de ambiciones apasionadas, que valoró la intensa aventura que supone lo desconocido. No creía que nada fuera imposible; un hombre podía hacer cualquier cosa, y él casi lo demostró. Nacido en un mundo que se encontraba a caballo entre Grecia y Europa, vivió fundamentalmente para los ideales de un pasado distante, esforzándose en hacer realidad una época a la que había llegado demasiado tarde.

Amigo, si por desertar de la guerra que tenemos delante

tú y yo estuviésemos destinados a vivir para siempre, sin conocer la vejez,

abandonaríamos; yo no lucharía entre los primeros,

ni te enviaría a la batalla que confiere gloria a los hombres.

Pero tal como están las cosas, cuando los ministros de la muerte están cerca

a millares, y cuando ningún hombre nacido para morir puede escapar de ellos o siquiera eludirlos,

vayamos.

Ningún hombre volvió a llegar nunca tan lejos como Alejandro en este sentido. La emulación de Aquiles, el héroe de Homero, fue revivida por su sucesor, el rey Pirro, pero éste no poseía el talento necesario para que sus victorias frente a Roma y en Sicilia fuesen rotundas, y murió sumido en el fracaso, abatido por una mujer. Después, la emulación se limitó a las lápidas de los últimos gladiadores romanos, que se llamaban a sí mismos con nombres sacados de Homero, los últimos campeones heroicos de una era en la que las perspectivas de los héroes se estrecharon y el mundo se redujo a la arena del circo.

A los cinco años de la muerte de Alejandro, sus Sucesores en Asia se reunieron cerca de Persia para discutir sus diferencias; ni siquiera se los podía convencer de que se sentasen juntos, hasta que alguien sugirió reunirse en la tienda real de Alejandro, donde todos ellos podrían hablar como iguales ante el cetro, las vestimentas reales y el trono vacío de Alejandro. Estos hombres habían sido sus oficiales, pero eran incapaces de deliberar en común sin su presencia invisible. Con la muerte de Alejandro, la atmósfera que había impregnado la corte se había desvanecido, y lo sabían. Sólo un amante de Homero puede sentir lo que esa atmósfera debió de haber sido.