Tras una vida llena de misterios, habría sido impropio de Alejandro que hubiese muerto de una forma sencilla. La simplicidad no era lo suyo, de modo que Alejandro no hizo nada de esto. No es que su muerte fuera poco memorable. Bien al contrario: el recuerdo de cómo murió era demasiado peligroso como para hablar de ello abiertamente y, al principio, sus oficiales frenaron la publicación de los detalles; sabían lo que podían llegar a perder sólo con la calumnia que se construyó alrededor de los hechos. Pero entonces su propio secretismo generó rumores, y pronto se encontraron con que estaban peleando entre ellos. La muerte de Alejandro empezó a verse envuelta en sus disputas y terminaron atribuyéndola a un crimen que usaron para culparse unos a otros sin ningún respeto por la verdad. Los últimos días en Babilonia dicen tanto de los sucesores como de Alejandro, un sesgo que no augura nada bueno en relación con el único problema importante: ¿qué provocó que Alejandro muriera a la edad de treinta y dos años?
Cualquier respuesta a esta pregunta debería partir del día 29 de mayo. Entre augurios y oscuras profecías, Alejandro había intentado conjurar la mala suerte, si no valiéndose de un rey sustituto al menos por medio de una serie de sacrificios; con un humor aparentemente generoso, se volcó en las diversiones y los festejos, dejando a un lado el funeral de Hefestión y animando a la corte de cara al futuro. Nearco fue coronado almirante de la campaña contra Arabia, y los preparativos iban a continuar para que el viaje empezara el 4 de junio. Tras dejar a la multitud que se había congregado para rendirle honores, Alejandro cenó, bebió hasta bien entrada la noche y asistió tarde a un banquete que ofrecía Medio, un Compañero de Tesalia; algunos dijeron que Medio lo había abordado; otros, con más astucia, dijeron que el banquete llevaba tiempo preparándose, pues se trataba del día de la fiesta tesalia en honor de la muerte de Heracles, y Medio seguía siendo fiel a sus tradiciones nativas. Todos están de acuerdo en que la juerga se prolongó, pero el modo en que se desarrolló fue objeto de una enérgica discusión; en torno a esta cuestión gira la verdad sobre la muerte de Alejandro.
La descripción más antigua que puede fecharse con alguna certeza es lacónica y hostil. Alejandro, en el transcurso de la cena ofrecida por Medio,
pidió una copa con las tres cuartas partes de vino y brindó por Proteas; en respuesta, Proteas tomó la copa, cantó las alabanzas del rey con exagerada efusividad y vació su contenido en medio de los aplausos generales. Un poco después, Proteas brindó con la misma copa por Alejandro. Alejandro tomó la copa y bebió con ganas, pero no pudo aguantar la tensión. Se desplomó sobre unos almohadones y la copa se le cayó de las manos. Como resultado de esto, cayó enfermo y falleció durante su enfermedad.
Su muerte se produjo «debido a la ira que Dioniso sentía contra él por haber asediado Tebas, su ciudad natal». Esta explicación absurda no carecía de ironía. La ira de Dioniso había sido evocada con anterioridad para disculpar al asesino ebrio de Clito: el tal Proteas que hizo que Alejandro bebiera hasta morir era el sobrino de Clito.
Aunque no es imposible que Alejandro muriera en parte debido a la bebida, es improbable que esta frívola crónica sea verdad; una vez más, su autor era Efipo, nada menos que un insidioso propagador de rumores. Otros vieron la orgía de otro modo. «En la última cena con Medio —escribió un autor desconocido, posteriormente llamado Nicobulo— Alejandro recitó un extracto de la Andrómeda, la obra de Eurípides, que había memorizado; después bebió a la salud de cada uno de los veinte invitados que estaban presentes con vino puro. A su vez, cada uno de los invitados brindó con igual cantidad de vino y, poco después de dejar el banquete, Alejandro empezó a sentirse mal». Después de haber brindado por veinte invitados, esto no resulta sorprendente. De golpe, surge la pregunta: aparte de Medio, el anfitrión, ¿quiénes eran los otros diecinueve?
En este punto la historia se acelera y entran en juego los dos documentos más curiosos relativos a la carrera de Alejandro. El primero es un panfleto que no se encuentra en ninguna crónica. Está insertado en la Vida y hazañas de Alejandro, un texto en buena medida ficticio y de notoria imaginación, gran parte del cual se compiló unos quinientos años después de la muerte de Alejandro. Se conserva en cuatro variantes, tres de las cuales finalizan con una crónica detallada de la muerte de Alejandro. Su estructura y la información personal pertenecen, y ello puede demostrarse, a una época muy temprana, que se sitúa a los diez años del suceso; es como si una nueva prueba de la muerte de Stalin se encontrara sólo en un libro póstumo de cuentos infantiles rusos. Cada texto ha sido alterado o ampliado por manos posteriores y, a menudo, los manuscritos están corrompidos, pero su estructura se remonta al panfleto original y merece ser tomado en serio. Proporciona lo que los contemporáneos, como el texto admite, tuvieron miedo de publicar: una lista completa de los veinte invitados a la cena de Medio y una explicación del motivo de su presencia allí.
Los veinte nombres están seleccionados de un modo convincente: entre ellos se encuentran los de Ptolomeo, Pérdicas, el secretario real Eumenes y el médico Filipo, el ingeniero griego Filipo, el almirante Nearco y el persófilo Peucestas. Los veinte son conocidos con independencia de que hubieran tenido motivos para estar en Babilonia, y la mayoría de ellos pudo haber estado presente en la cena de Medio. Se dijo que más o menos catorce de esos nombres tenían un motivo más que poderoso para asistir a la cena. Esa noche había un taimado complot para envenenar al rey, y esos catorce invitados lo conocían y lo aprobaban.
Al parecer, el complot había sido planeado en Europa unos meses antes y tenía como eje la familia de Antípatro. Como subraya el panfleto, los motivos de Antípatro no son difíciles de imaginar: el abuso ilimitado de la reina reinante, Olimpia; el lento pero amenazador acercamiento de Crátero y los veteranos; las órdenes que lo instaban a acudir a Asia y la ejecución de viejos amigos, como Parmenión, o de parientes, como Alejandro el lincesta. Cualquiera de estos motivos era causa de resentimiento y pudo haberlo impulsado a defenderse. Dos de sus hijos ya estaban en Babilonia, y hacía poco que había enviado a Casandro, el tercero y el que tenía más carácter, para que se encontrase con ellos. Iba provisto, según dice el panfleto, de un pequeño cofre de hierro que contenía veneno y que estaba revestido con la pezuña de una mula, el único material lo bastante resistente para contenerlo. Posteriormente fueron muchos los que pensaron que este veneno era agua helada de la mortífera laguna Estigia, que fluía a través de las montañas de Arcadia antes de desembocar en el más allá; pero Arcadia quedaba lejos de Antípatro, y las actuales cataratas del Mavroneri, emplazamiento de la antigua Estigia, defraudan la creencia de los antiguos en el poder de sus aguas infernales.
La llegada de Casandro a Babilonia en los últimos meses de la vida de Alejandro es un hecho histórico: es cierto, además, que siete años más tarde iba a mostrarse como un oponente implacable a la memoria del rey y que incluso asesinaría a Olimpia, mientras que las habladurías sostenían que no podía mirar la estatua de Alejandro sin inquietarse y desmayarse. Una vez allí, continúa el panfleto, Casandro le pasaría el veneno a su hermano Yolao y prepararía su huida, pues Yolao era mayordomo del rey y podía mezclar el veneno con el vino real sin ser descubierto: todo lo que necesitaba era la ocasión adecuada, y ninguna resultaba más propicia que el banquete de Medio, pues Medio, decía el panfleto, estaba enamorado de Yolao. Si la fiesta era en honor de la muerte de Heracles, no habría que temer que Alejandro cambiase sus hábitos en relación con la bebida. Tradicionalmente se hacía circular «una copa de Heracles», y Alejandro, émulo y descendiente de Heracles, sería seguramente el primero en beber de ella. La entrada en escena del veneno parecía asegurada.
El panfleto menciona más cómplices además de Medio y el mayordomo. De los veinte invitados, se decía que seis eran inocentes: Ptolomeo, Pérdicas, Éumenes y otros tres. Los otros catorce, entre ellos Nearco y el médico Filipo, estarían conversando oportunamente mientras Alejandro bebía el vino adulterado. Todos ellos habían jurado mantener el secreto y esperaban obtener un provecho personal de un cambio de rey.
La noche del banquete, decía el panfleto, todo sucedió según lo planeado. Alejandro bebió de su copa y «de repente, aulló de dolor como si le hubieran atravesado el hígado con una flecha». Al cabo de unos minutos, ya no pudo soportarlo. Les dijo a sus invitados que continuaran bebiendo y se fue a su dormitorio: era ya un hombre sentenciado. Entre todos estos sensacionales detalles, sólo un hecho es seguro: quienes estuvieron presentes en el banquete no querían que sus nombres se hiciesen públicos. Puede que fueran culpables; puede que sólo temieran las inevitables calumnias. Sólo lo que vino después puede ayudar a averiguarlo.
Si, en efecto, Alejandro fue envenenado, la dosis debería haber sido lo bastante grande como para matarlo sin correr el riesgo de quedarse cortos. No tenía ningún sentido darle la mitad de la dosis, o una cantidad dudosa de veneno; incluso sin el cianuro, el mundo antiguo poseía los suficientes conocimientos de herboristería como para producir un veneno infalible. La estricnina, por ejemplo, se extraía desde hacía mucho tiempo de la nuez vómica, conocida por la escuela de Aristóteles, y ciertamente habría matado a un joven macedonio. Pero sus efectos son más o menos instantáneos, y aquí la secuencia cronológica de la muerte de Alejandro adquiere una gran importancia: por suerte, la fecha, que apareció publicada, es el único hecho bien atestiguado en todo este asunto. A partir de un calendario babilonio contemporáneo, se sabe que Alejandro murió el día 10 de junio, mientras que el banquete de Medio, de acuerdo con la única fecha precisa, tuvo lugar el día 29 de mayo: por tanto, se registró que el rey había estado enfermo durante más de diez días y, sea lo que sea lo que lo mató, no pudo ser estricnina ni ningún otro veneno instantáneo. Hay otras posibilidades, más remotas, y hay confusiones en la medicina antigua que pueden ser relevantes, pero, a falta de un veneno concreto, el documento alternativo merece ser considerado. Se trata nada menos que de las Efemérides reales, los Diarios Reales de Alejandro.
En torno a estos Diarios, que en la Antigüedad se creía que habían sido publicados por Éumenes, el secretario real, y por un tal Diódoto, planea un misterio insoluble. De un modo bastante brusco, en referencia a los últimos días del reinado, los Diarios son citados por fuentes secundarias posteriores como una crónica de los asuntos que ocupaban a Alejandro día a día; para frustración de los historiadores, que sólo disponen de tres largas citas, los Diarios muestran a Alejandro cazando pájaros y zorros, celebrando banquetes o jugando a los dados, y todas estas actividades parecen concentrarse en su último mes en Babilonia. Quizás era así como se desarrollaba toda la obra, pero quienes pudieron leer los Diarios en su totalidad observaron que constantemente se referían a las recurrentes juergas de Alejandro, incluso al hecho de que se pasaba todo el día durmiendo para recuperarse de sus orgías nocturnas. Esta franqueza resulta muy sorprendente. Los hábitos de bebedor de Alejandro se convirtieron rápidamente en un tema delicado, en parte a causa de las habladurías, en parte porque el asesino de Clito no siempre había suscrito la sobriedad; unos veinticinco años más tarde, Aristóbulo alegaría, contradiciendo los hechos, que «Alejandro sólo se demoraba mucho frente a una copa de vino por el gusto de conversar», como si fuera un robusto hombre del campo. Y, sin embargo, ahí estaba supuestamente Éumenes, el antiguo secretario, publicando un diario detallado de las continuas francachelas del rey; los tres breves extractos de que disponemos describen cinco orgías en el último mes, tras cada una de las cuales Alejandro necesitó treinta y seis horas de sueño antes de poder empezar de nuevo a cazar, beber y jugar a los dados. El propósito de esta extraña publicación sólo puede deducirse de sus contenidos.
El tema es recurrente hasta el punto de resultar tedioso. Se decía que el mes en que se produjo la muerte del rey había empezado con una sucesión de fiestas, una con Éumenes, otra con Pérdicas, otra en la «casa de Bagoas», no el eunuco sino el antiguo visir, cuya residencia campestre, cerca de Babilonia, era famosa por sus raras palmeras datileras y se había convenido que fuera propiedad del rey. Habían pasado ocho años desde que Alejandro se la regaló a Parmenión como recompensa. En cada ocasión, Alejandro se había pasado después todo el día durmiendo, recobrando fuerzas. El 29 de mayo, después de esta sarta de orgías nocturnas, Alejandro cenó muy tarde con sus amigos, bebió todavía hasta más tarde con Medio, dejó la habitación sintiéndose bien, se bañó, durmió y, al día siguiente, volvió a «beber otra vez hasta bien entrada la noche». Esta vez se fue para darse un baño, comió un poco, pero se quedó dormido en la bañera «porque ya estaba empezando a tener fiebre». La fiesta de Medio, lejos de demostrarse fatal, fue repetida al día siguiente, y sólo entonces Alejandro se puso enfermo, no tras ingerir una copa de veneno, sino tras bañarse, dormir y tener fiebre.
Es muy difícil no percibir una parcialidad deliberada en el tono de un diario de este tipo. Alejandro, parece subrayar, no hizo nada fuera de lo habitual al beber copiosamente en el banquete de Medio, pues había estado bebiendo mucho durante los meses anteriores. Además, no lo mató la bebida, sino una enfermedad imprevista. Los relatos de los posteriores días guardan asimismo silencio acerca del veneno. Al día siguiente, Alejandro fue sacado en litera para realizar sacrificios a sus dioses habituales, entre ellos sin duda Amón, y después se quedó en su dormitorio dando detalladas instrucciones a sus oficiales acerca de la expedición a Arabia, que todavía pretendía iniciar al cabo de cuatro días. Después fue llevado en barca a los jardines que había al otro lado del Éufrates, probablemente al palacio de verano de Nabucodonosor, en el barrio más septentrional y fresco de la ciudad; allí continuó realizando sacrificios, se bañó, habló con los oficiales y jugó a los dados con Medio, aunque tuvo fiebre durante toda la noche. Sin embargo, al día siguiente su estado empeoró y ni siquiera pudo llevar a cabo el sacrificio. El hecho de desplazarse al «palacio cerca del estanque» no hizo que mejorara, si bien, para los siguientes dos días, los Diarios todavía insisten en que continuó dando instrucciones a los oficiales acerca del viaje. Al final incluso a los oficiales se les ordenó que esperasen fuera, en el patio, y, el 7 de junio, el rey, que de hecho estaba muy enfermo, fue llevado de vuelta en barca al palacio principal, donde había empezado a tener fiebre. Cuando sus oficiales fueron a verle, Alejandro ya no podía hablar; el 8 y el 9 de junio no hubo novedad, y la noche del 9 sucedió el único incidente en el que tanto los Diarios como el panfleto coinciden: los soldados de caballería se amotinaron.
Durante los últimos diez días sólo habían visto la barcaza real flotando arriba y abajo por el Éufrates. Los oficiales les habían dicho que Alejandro estaba enfermo pero vivo, y puesto que los días pasaban sin que aquél se mostrase, los soldados estuvieron cada vez más inclinados a no creerlos. Pensaban que los Escoltas los habían engañado, por lo que se reunieron fuera de las puertas del palacio y empezaron a intimidar a los oficiales que estaban de guardia. Hacía dos días que estos oficiales de segundo rango habían visto a Alejandro por última vez, y entonces sólo habían visto a un inválido que había perdido el habla; ellos también podían sospechar una conspiración de silencio por parte de sus superiores y, por tanto, dejaron entrar a los soldados. «Uno a uno desfilaron ante la cama de Alejandro, vestidos con sus túnicas militares; el rey ya no podía hablar, pero les hizo una señal a cada uno de ellos, levantando la cabeza con gran dificultad y haciéndoles gestos con los ojos». Sin hacer ruido, los soldados salieron por la otra puerta. Al día siguiente, al anochecer, dicen los Diarios, se anunció que Alejandro había muerto.
Salvo por el desfile de los hombres, que difícilmente puede negarse, las Diarios Reales no tienen ningún parecido con el panfleto en la descripción que proporcionan de los días que siguieron al banquete de Medio. En el panfleto, no hay conversaciones con los oficiales, no hay juegos de dados con Medio y no hay navegaciones arriba y abajo por el Éufrates; en su lugar, hay escenas con Roxana y Pérdicas. Después del envenenamiento, dice el panfleto, Alejandro se sintió desasosegado e incapaz de soportar a sus amigos y doctores: quería vomitar, e inocentemente le pidió al culpable Yolao que le hiciese cosquillas en la garganta con una pluma, que Yolao, como verdadero hijo de Antípatro, ya había untado con más veneno. Después Alejandro hizo que sus amigos se fueran, a excepción de Pérdicas, al que designó como Sucesor; pasó una tarde agitada y, al caer la noche, salió, realizando un último y memorable esfuerzo.
En el palacio había una puerta que conducía al río Éufrates; Alejandro había ordenado que se abriera y que se dejara sin su guardia habitual. Cuando todos sus amigos se hubieron marchado y llegó la medianoche, Alejandro se levantó de la cama, apagó la vela y se arrastró a gatas hasta la puerta, pues estaba demasiado débil para caminar. Jadeando, se dirigió hacia el río, pues quería arrojarse a él y desaparecer en la corriente. Pero cuando estaba cerca, miró a su alrededor y vio a su esposa Roxana que corría hacia él.
Roxana había visto que la habitación estaba vacía y supuso que su marido se había ido para ofrecer una despedida digna de su coraje; siguiendo el sonido de sus gemidos, le siguió la pista hasta la orilla del río, donde lo abrazó y le suplicó, entre lágrimas, que desistiera. Lamentándose de que Roxana hubiera empañado su gloria, Alejandro permitió que su esposa lo llevara de vuelta a la cama.
Tanto si esta historia es cierta como si no, era pertinente y ejerció su influencia. Como observaba el panfleto, se creía que Alejandro era un dios, y los dioses no se hacen honor a sí mismos si mueren en público; en Roma, cuando murió Julio César, su cuerpo se dejó para que fuera examinado, pero, en relación con las afirmaciones sobre su divinidad, resultó decisivo el hecho de que un cometa apareciera de pronto en el cielo y permitiera que los hombres concentraran la creencia en la inmortalidad de su alma en esta súbita nueva morada. Al igual que Julio César fue al cielo, Alejandro quería ir al agua; posteriormente se pensó que otras divinidades habían hecho lo mismo, y fue tal el impacto de la «partida» de Alejandro que, seiscientos años más tarde, los obispos cristianos todavía se ponían nerviosos cuando se sugería que el emperador Juliano el Apóstata en realidad no había muerto, sino que había desaparecido, como Alejandro, en las aguas del Tigris, por lo que un día podría reanudar el trabajo de persecución que había llevado a cabo en vida.
De vuelta a la cama, decía el panfleto, Alejandro escribió su testamento y sobrevivió durante otros nueve días con la ayuda de los fármacos y cataplasmas de Roxana; finalmente, tras haberse despedido de sus soldados entre abundantes lágrimas, en sus horas finales le entregó su anillo a Pérdicas y murió al recibir una tercera dosis de veneno: «Mientras agonizaba, puso la mano de Roxana sobre la de Pérdicas y se la encomendó haciendo un gesto con la cabeza: después, cuando sus fuerzas se apagaron, Roxana le cerró los ojos y lo besó en los labios para atrapar el alma que lo abandonaba». Así, de un modo apropiado para un héroe homérico, el alma de Alejandro dejó su cuerpo «y el rey abandonó la vida para irse con los dioses».
Sin embargo, tanto el panfleto como los Diarios Reales discrepan de forma llamativa sobre la causa y el desarrollo de la enfermedad de Alejandro. Allí donde discrepan, el autorizado nombre de Éumenes y los coherentes detalles de los Diarios han dado a menudo la impresión de tener más peso, y por eso, por lo general, la historia de los últimos días de Alejandro se escribe únicamente a partir de los Diarios. Y, sin embargo, ni los Diarios, ni Éumenes ni su ayudante Diódoto son del todo creíbles. Ciertamente, los Diarios pudieron alterarse desde la época de Éumenes; según se cuenta en ellos, la noche de la muerte de Alejandro un grupo de amigos suyos consultaron al dios Serapis en su templo babilonio para preguntarle cuál era el tratamiento más prudente. No es probable que Serapis existiera en esa época, ya que por lo visto fue creado por Ptolomeo como un dios grecorromano unos veinticinco años más tarde. Si Serapis se entrometió en los Diarios, tal vez también lo hicieron muchos otros.
No resulta convincente desechar todos los Diarios como una falsificación posterior hecha por alguno de los diversos escritores desconocidos que dieron a sus obras un título similar. Los detalles que aparecen son demasiado verosímiles, incluso en lo concerniente a la geografía de Babilonia, que no se contradice con el probable trazado de las calles de la ciudad en el año de la muerte de Alejandro. La falsedad, más bien, reside en el tono. Si los Diarios fueron publicados por Éumenes, el antiguo secretario real, debieron de estar apoyados por Pérdicas, que se convirtió en su señor después de la muerte de Alejandro; ambos respetaban la memoria de Alejandro en cuanto herederos de su Imperio y nunca habrían publicado una crónica tan comprometedora respecto a ese mes final de orgías a menos que hubiera habido alguna razón para ello. Los Diarios parecen gratuitos, excepto como respuesta a las habladurías de que los oficiales envenenaron a Alejandro; incluso en este punto son curiosamente irrelevantes. Después de haberse demorado hablando sobre un mes en el que Alejandro había estado bebiendo de forma copiosa, los Diarios insisten en que sólo murió de fiebre; unos hombres preocupados por preservar el nombre de Alejandro y refutar el cargo de envenenamiento sólo tendrían que haber descrito el desarrollo de su grave enfermedad, quizá con un parte diario ofrecido por los médicos reales. La afición a la bebida podía explicarse como una consecuencia de la sed de un hombre enfermo, exactamente la línea que siguió cuarenta años más tarde el ex oficial Aristóbulo defendiendo la sobriedad de su señor. El mes de orgías de los Diarios no se ajusta ni a la actitud de Éumenes hacia Alejandro ni a una argumentación en contra de un supuesto envenenamiento.
Sin embargo, seguimos teniendo a ese misterioso co-autor, Diódoto. Al parecer, había venido de Eritrea, una ciudad griega de Asia Menor; sólo se conoce a un Diódoto en las vidas de Filipo y Alejandro, y resulta sorprendentemente apropiado. Diódoto, un griego capacitado y cultivado, había servido a las dinastías griegas en Asia Menor, desde donde fue recomendado a Antípatro como asesor; el contacto asiático más cercano para los macedonios era el gobernador de Eritrea, por lo que es muy posible que este Diódoto llegara primero a sus oídos a través del tirano de su región. Resulta muy atrayente conjeturar que se convirtió en un ayudante del alto mando, un Éumenes para el sustituto Antípatro. De ser así, su autoría de los Diarios se aclara. Fueron publicados como si se hubieran encargado de ello los dos secretarios griegos de Pérdicas y Antípatro, y debían de pertenecer al período comprendido entre los dos años siguientes a la muerte de Alejandro. Después de esto, Éumenes estaba ocupado fuera de la corte y Antípatro y Pérdicas luchaban el uno contra el otro. Los Diarios, por tanto, debieron de ser una obra muy temprana. Hay indicios, aunque no pruebas, de que los rumores del envenenamiento llegaron muy rápidamente a Grecia, y puede que los Diarios fueran una refutación inmediata.
No obstante, pueden aducirse importantes objeciones a esto. El tono y los contenidos de los Diarios no son los de la autodefensa de un oficial; está también la parcialidad del panfleto. Obviamente, el panfleto fue concebido por los seguidores de Pérdicas después de que éste se volviera contra Antípatro; pone el énfasis en Pérdicas como heredero de Alejandro, señalándolo incluso como el marido elegido para Roxana, y denuncia que fue la familia de Antípatro quien envenenó a Alejandro. Por tanto, Pérdicas no podía haber publicado recientemente, a través de su secretario, unos Diarios que desmentían de forma rotunda las calumnias subsiguientes contenidas en el panfleto de sus oficiales; el uno habría hecho al otro demasiado poco convincente para que fuera digno de crédito. Al parecer, los Diarios no aparecieron en vida de Pérdicas, una probabilidad que se ve apoyada por el escrito de un historiador alrededor de 312 y que proporciona los informes alternativos que éste había leído sobre la muerte de Alejandro. Se refiere, sin creérsela, a la historia de Antípatro y el veneno, que habría leído en el panfleto de Pérdicas, pero no muestra ningún conocimiento, hasta donde su historia puede rastrearse, de ninguno de los detalles de los Diarios. Si éstos ya se hubiesen publicado, habría sido difícil ignorar su enorme peso entre los relatos alternativos.
Los Diarios sólo eran necesarios para refutar los rumores de envenenamiento, por lo que debían de estar vinculados a un hombre al que se supiera que estos rumores habían afectado. Si no pertenecen a Antípatro, calumniado por Pérdicas, pueden concernir a su hijo Casandro, que fue violentamente acusado de asesinato por Olimpia a los siete años de morir Alejandro; otros nueve años después de esto, destacados miembros de la escuela de Aristóteles, también vinculados a Casandro, fueron inculpados de haber envenenado a Alejandro por su veterano oficial, Antígono el Tuerto, en aquel entonces gobernador de Asia. Las dos líneas convergen en Casandro, el candidato favorito para envenenador de Alejandro. Tal vez hizo circular primero los Diarios a modo de respuesta; podía afirmar que los había encontrado entre los papeles de Diódoto, en especial si Diódoto había sido ayudante de su padre. Casandro era el único de los sucesores que luchaba contra el recuerdo de Alejandro y que necesitaba refutar el cargo de asesinato; se habría alegrado de presentar el último mes de Alejandro como una interminable orgía, sosteniendo a la vez que había muerto de fiebre y no por algo que hubiese bebido. Sus amigos del círculo de Aristóteles tenían un interés similar. A muchos de ellos no les gustaba Alejandro, sobre todo porque había asesinado a su compañero, el filósofo Calístenes, y aunque la calumniosa respuesta de Antígono, según la cual Aristóteles había envenenado a su regio discípulo, no era cierta, su recuerdo perduró durante quinientos años y fue sostenido contra la escuela aristotélica por el emperador romano Caracalla. También los filósofos estaban interesados en ofrecer un relato alternativo.
Entre este grupo de aristotélicos, el más interesante es Demetrio, el colega de Casandro, que huyó de Atenas debido a la calumnia lanzada por Antígono de que Aristóteles había preparado el veneno fatídico. Demetrio fue un autor prolífico; huyó a Egipto y escribió el primer libro sobre el nuevo dios Serapis, detallando las muchas curaciones que el dios había propiciado a través de los sueños. La mención de Serapis en los Diarios siempre ha parecido una torpe intrusión; un hombre como Demetrio, al que los detalles de los últimos días de Alejandro afectaban sobremanera, pudo haber insertado el nombre del nuevo dios de la salud, al que patrocinaba de un modo tan ferviente, en el lugar de una desconocida deidad babilonia. Además, tres de los cuatro oficiales que, según se dice, consultaron a Serapis sobre cuál había de ser el mejor tratamiento para Alejandro son conocidas víctimas o enemigos de Antípatro, que difundió la calumnia del envenenamiento contra Demetrio y su maestro Aristóteles; también Casandro se había unido a una alianza contra Antígono para defenderse o vengarse del maltrato de esos oficiales de alto rango. Otros detalles, como la «casa de Bagoas», por ejemplo, eran conocidos, al margen de los aristotélicos, en el círculo de Casandro. Para acabar con las calumnias lanzadas contra ellos mismos y contra Casandro, es muy posible que publicaran o elaboraran los Diarios en nombre de los secretarios de los regentes. El tono de los Diarios, su fecha y contenidos se ajustarían claramente a su propósito.
Si el panfleto empezó como propaganda a favor de Pérdicas y si los Diarios fueron confeccionados por Casandro y su círculo, entonces las diversas causas de la muerte de Alejandro sólo pueden juzgarse en base a sus propios pros y contras, no en base a las autoridades. La bebida puede descartarse como causa principal, precisamente como Aristóbulo, el ex oficial de Alejandro, sabía que debía hacerse; los Diarios son la única pista de que Alejandro bebía más de la cuenta antes de su muerte, y es probable que fueran escritos por unos hombres que lo odiaban. Posiblemente sea irrelevante que uno de los médicos personales de Alejandro escribiera como un experto en alcoholismo, aunque es interesante el hecho de que recomendara contra el veneno la inútil prescripción de una dieta regular de rábanos. La fiebre parece una causa mucho más verosímil que la bebida. Alejandro había estado navegando por los canales de Babilonia, donde la malaria había sido endémica durante mucho tiempo, y, aunque su repentino declive tras una semana de enfermedad no es un patrón común de la malaria, las consecuencias de su herida en el pecho pudieron ser más graves de lo que se creía. Estaba, dijo Efipo, «melancólico»; es una teoría atrayente, pero errónea, que la enfermedad de la melancolía de los antiguos sea idéntica a la malaria, cuyos síntomas son a menudo los mismos; por otro lado, Efipo quería dar a entender con esa palabra que estaba «irascible». Esto, más bien, hace pensar en el envenenamiento de un rey que era «insoportable y de instintos asesinos».
Sin embargo, no hay pruebas de que los oficiales conspiraran entre ellos o con Antípatro antes de la muerte de Alejandro. Ciertamente, la calurosa y exigente marcha a Arabia estaba sólo a una semana vista; el panfleto también se refiere, de un modo que resulta sugestivo, a los nombres de los invitados en la fiesta de Medio, «que Onesícrito, el timonel real, se negó a citar por miedo a su venganza». Onesícrito publicó su libro a los dos años del suceso, pero las palabras del panfleto no implican que mencionara abiertamente el veneno. Puede que empezara por la extraña historia, repetida posteriormente por los autores que se sirvieron de su relato, de que Alejandro bebió de la copa de Heracles, que gritó como si lo hubiese atravesado una flecha y después se desmayó. Otros creyeron esta historia sin aceptar por ello el rumor de envenenamiento; así pues, también pudo haberlo creído Onesícrito, pero es posible que no osara mencionar el veneno como tampoco a los invitados, y que, por tanto, sólo se atreviera a registrar que en la fiesta había sucedido algo dramático. Era un oficial y un contemporáneo, pero es un testigo muy poco fiable; es el único que sustenta la posibilidad del veneno y naturalmente con su palabra no basta.
Conspiradores aparte, el veneno en sí mismo resulta técnicamente inverosímil. En una época que carecía de un concepto claro de la enfermedad o de los peligros de la comida o el agua en malas condiciones, era comprensible que a menudo se culpara de las enfermedades repentinas a la lenta acción de un veneno, una causa que sólo se identificaba después de que una cadena de misteriosos efectos desembocaba en el fatal desenlace. Sin embargo, a menos que los venenos lentos sean sofisticados, no puede garantizarse que sean letales: un ácido, por ejemplo, habría hecho que Alejandro «aullara como si lo hubiera atravesado una flecha» y después habría actuado lentamente en su interior hasta que finalmente habría hecho mella en su estómago o quemado sus cuerdas vocales impidiéndole hablar, pero es muy dudoso que la medicina antigua estuviera familiarizada con un ácido de estas características. Los venenos de los herbolarios eran rápidos e irremediables, tanto si se trataba de la cicuta, el eléboro o la belladona, y, excepto como explicación de una misteriosa enfermedad, un veneno lento no era algo que resultase necesario en la trastienda de ponzoñas de la antigua Grecia. Si Alejandro hubiese sido envenenado, probablemente le habrían suministrado una dosis masiva que garantizara su muerte repentina. Y, sin embargo, tanto los Diarios como los panfletos y los calendarios oficiales insisten en que transcurrieron doce días entre el fatídico banquete de Medio y la muerte del rey.
Es difícil pasar por alto este dato. La detallada narración de los Diarios sólo es lo suficientemente explícita en el hecho de que, durante los últimos cinco días de su vida, Alejandro dio pruebas indudables de estar vivo; ahora bien, el 9 de junio los soldados desfilaron ante su cama y supuestamente vieron cómo movía levemente la cabeza y los ojos mientras el rey «les hacía una señal», dicho esto con una palabra griega que, por lo general, significa un gesto de la mano derecha. Alejandro no dijo nada; yacía en cama sin moverse; pero esta señal implica que todavía estaba vivo y que no se le había dado ningún veneno con tanta antelación como el 29 de mayo. Ha habido demasiadas acusaciones de envenenamiento en la historia antes del siglo XIX como para que la de Alejandro sobreviva a esta funesta contradicción.
Quienes están habituados a la muerte de los hombres poderosos no se sorprenderán de que la de Alejandro sea un misterio difícil de resolver más allá de la controversia. En este aspecto, la historia se ha repetido a menudo, pero, atendiendo al modo y las circunstancias, es más útil decir: Alejandro murió, un hombre «del que, por lo general, se admitía que era de una naturaleza superior a la que se atribuye a los mortales»; nadie volvería a llevar su atuendo divino en su totalidad, y los testigos, aunque se ahorraron una marcha a Arabia, se quedaron asustados y desconcertados en una tierra que se encontraba muy lejos de casa. Fuera del dormitorio real, nadie estaba seguro de lo que había sucedido; cuando se anunció el desenlace, el día 10 de junio, una oscuridad que no presagiaba nada bueno se cernió sobre las almenas y las calles principales de Babilonia. Los hombres se perdieron por la ciudad, sin atreverse a encender ni una luz; no era que su dios invencible hubiese muerto, sino que, así lo dijeron, «partió de la vida entre los hombres», y él mismo, una divinidad semejante al sol, los dejó sin luz mientras su alma ascendía a su morada entre las estrellas. El alma de Alejandro era inmortal, pero su cuerpo permaneció expuesto en las desoladas salas del palacio de Nabucodonosor; y mientras los soldados se inquietaban por su futuro, los oficiales ya estaban murmurando las últimas divinas palabras de su rey. «Cuando le preguntaron a quién le había dejado el reino, él contestó: “Al más fuerte”. Añadió que preveía que sus destacados amigos organizarían un gran competición fúnebre en su honor». Tanto si murió a causa de la fiebre como del veneno, Alejandro expiró sin ser capaz de hablar, por lo que todas estas observaciones sólo pueden ser consideradas leyendas. Sin embargo, Alejandro estaba mirando, creían sus hombres, desde los cielos, y, al cabo de una semana, la segunda de las dos frases que supuestamente había dicho empezó a revelarse más cierta que la primera. La competición fúnebre había empezado, pero habrían de pasar muchos años antes de que pudiera verse al más fuerte hacer su aparición.