No hay nada más difícil que comprender a Alejandro después de la muerte de Hefestión. Era un hombre que vivía a una escala formidable, si bien disponía de los recursos necesarios para hacerle frente y de años de grandes logros para justificarla. Desde un punto de vista psicológico, no hay duda de que había quedado destrozado, pero eso también les sucede a muchas personas cuando fallece el ser amado, incluso aunque no tengan el recuerdo de una desastrosa marcha por el desierto realizada el año anterior; una cuestión muy distinta es saber cuánto tiempo duraron los efectos. Hacia finales de año Roxana estaba embarazada, de modo que una parte de la vida de Alejandro no se interrumpió, y la idea de tener un hijo y heredero le proporcionó una reconfortante estabilidad. Con el paso de los años Alejandro había cambiado, era inevitable, pero el cambio no se plasmó tanto en los incognoscibles recovecos de su mente, donde Amón y Aquiles todavía ocupaban un lugar destacado, como en el estilo de vida que llevaba. La pompa en medio de la cual se movía constituye el punto central de los últimos días de Alejandro y merece la pena que nos detengamos en ella.
Si un cortesano nos hubiera dejado sus memorias, seguramente habría comentado que durante el último año los festejos se habían sucedido como nunca antes en la historia de Grecia. Esta tendencia siempre había estado presente en los reinados de Filipo y Alejandro, pero Alejandro iba ahora rumbo a Babilonia, donde este despliegue podía contar con toda la maquinaria del despotismo centralizado que tradicionalmente se había desarrollado alrededor de una economía basada en los canales reales. Las cuadrillas de trabajadores reales, los tesoreros y, sin duda, la vieja burocracia habían sobrevivido a la caída de Darío. Desde el Makran, el ejército vivía para las grandes ocasiones: las bodas de Susa, el banquete en Opis y los aciagos juegos de Hamadán. Babilonia y su estructura podían superar todas estas celebraciones con los últimos ritos que se iban a dedicar a Hefestión. Tres mil atletas y artistas fueron convocados para participar en los juegos. En Babilonia, en cuanto los enviados regresaran del oráculo de Amón con la propuesta de adorar a Hefestión como un héroe, se celebraría un funeral completo. Corría el rumor de que se necesitarían para la ocasión 10.000 talentos, que aportarían el rey y los súbditos; después de la muerte de Patroclo, la primera preocupación de Aquiles había sido tributar a su amigo los honores adecuados, tanto para contribuir a su propio prestigio público como para proporcionarle consuelo al difunto. Ahora Alejandro hacía gala de la misma actitud heroica.
Aunque este gasto constituía un despilfarro extraordinario, Alejandro podía permitirse hacerse cargo de una parte de él. Su actitud para con el dinero no era distinta a la que había tenido su padre Filipo, como tampoco a la que tenía cualquier caballero acaudalado en el mundo clásico; en la medida en que era un bien material, el dinero existía para ser gastado, no ahorrado, por lo que semejante manifestación de consumismo constituyó un rasgo imperecedero en la vida de las antiguas ciudades aristocráticas, ya fueran griegas, romanas o bizantinas. Entre los hombres de la Antigüedad, se cultivaba con acierto el arte de ir públicamente a la bancarrota, y Alejandro fue fiel a esta actitud a la mayor escala posible. Es muy probable que las únicas cifras de que disponemos relativas a las reservas de su tesoro sean poco fidedignas, pero, al parecer, de los 180.000 talentos que se decía que había capturado de los palacios persas, sólo quedaban cincuenta mil cuando murió. Sin duda la malversación tuvo que ver con estas cifras, pero, puesto que los pocos gastos conocidos en los últimos seis años totalizaban unos 50.000 talentos, el desembolso de un capital de este calibre puede que se acerque bastante a la verdad, a pesar de que tanto las fuentes como las estadísticas son dudosas. Esta decidida sangría de las reservas no era nada nuevo para los griegos, sobre todo a falta de una doble contabilidad; Pericles, el tan elogiado político ateniense, siguió una política que habría llevado rápidamente las reservas de Atenas a la bancarrota si no hubiera muerto a tiempo. Sin embargo, los 50.000 talentos que quedaban, y el tributo anual de otros doce mil o más, todavía hacían de Alejandro, con diferencia, el rey más acaudalado del mundo. Los pagos en especie eran más importantes que los pagos en dinero, pero no disponemos de cifras; Alejandro recibía también enormes regalos de los mensajeros y, mientras tanto, podía acuñar nuevas monedas de los lingotes que los reyes persas habían guardado en sus salas y habitaciones a modo de decoración. La fundición, el grabado, la acuñación y el corte de los moldes: en estos trabajosos procesos, que resultaban esenciales, debieron de estar ocupados durante mucho tiempo los expertos griegos entre los bastidores del Imperio de Alejandro. Gracias a sus habilidades, ni siquiera Hárpalo y los 6000 talentos que había sustraído tuvieron que lamentarse como una grave pérdida; por aquel entonces, en Babilonia las finanzas se confiaron a un griego de la isla de Rodas que, en una ocasión, había demostrado la típica astucia de sus paisanos poniendo en marcha un plan de seguros para los oficiales contra las pérdidas ocasionadas por los esclavos fugitivos.
Celebrar funerales privados a expensas de un tremendo gasto público no era nada nuevo en el Imperio persa, pero, en la corte, los últimos ritos tributados a Hefestión habían abierto también tentadoras posibilidades. Hefestión había muerto como quiliarca, o gran visir, con control sobre la caballería de los compañeros y acceso al favor privado de Alejandro; en el caso de que se produjesen campañas en Arabia o en el oeste, Alejandro podría muy bien seguir el precedente persa y designar a un suplente real para compartir un imperio que, como sus Sucesores muy pronto descubrieron, constituía una carga demasiado pesada para un solo hombre. El cargo de quiliarca era prestigioso, pero no debió de sorprender a nadie el hecho de que Pérdicas, de ascendencia real, fuera designado para desempeñarlo: sus amigos y parientes ya dominaban los pocos altos cargos de la corte, y además Pérdicas había sido tradicionalmente leal a Alejandro y a su política oriental. El mando de la caballería de Pérdicas pasó a Éumenes, el secretario, una designación que resultaba más controvertida. Había macedonios que odiaban a este griego intruso y cultivado; además, podían argumentar que Éumenes odiaba a Hefestión, lo que había provocado que ambos se peleasen de continuo, incluso por cosas tan insignificantes como las viviendas de sus esclavos o los honores tributados a un joven flautista griego. Sin embargo, Éumenes se había adaptado a los planes orientales de su rey y era un hombre valioso y astuto. Por consiguiente, limpió su nombre dedicando sus armas al difunto Hefestión, entendiendo, presumiblemente, que éste era ahora un héroe divino. Otros Compañeros se sintieron obligados a seguirle: no podía permitirse que el secretario les ganara por la mano.
Aparte de la pérdida de Hefestión, los cortesanos veían a su alrededor que muchas cosas estaban cambiando. En el ejército, la cantidad de macedonios era diez veces inferior a la de orientales, y, con este cambio fundamental en la relación de poder, el nuevo estilo de reinado que se había desarrollado desde la muerte de Darío se proyectó de manera más visible. Alejandro despachaba los asuntos desde un trono de oro, y aunque, como ya había hecho antes, llevaba la diadema persa, el ceñidor y la túnica con pliegues, ahora empuñaba también un cetro de oro: su tienda oficial estaba sostenida por columnas de oro y cubierta con un suntuoso baldaquín adornado con lentejuelas; en el interior, los quinientos Portadores de Escudo que quedaban vigilaban los sofás con pies de plata, ayudados por un millar de arqueros orientales vestidos de color escarlata intenso, bermellón y azul real. Quinientos Inmortales persas permanecían de pie detrás de ellos exhibiendo sus magníficos bordados y las empuñaduras de sus lanzas, talladas en forma de granada; fuera de la tienda, el escuadrón real de elefantes impedía el paso a los visitantes no autorizados, acompañados por mil macedonios, diez mil Inmortales persas de menor rango y quinientos Ataviados con la Púrpura privilegiados. Los magos, las concubinas, los miembros del personal y los mayordomos bilingües mantuvieron el protagonismo que se habían ganado en Persia durante los últimos doscientos años.
A través de este esplendor, Alejandro y sus cortesanos participaron de la antigua aparatosidad de la monarquía persa. Cuando concedían audiencia en los jardines, reclinados en los recargados sofás, estaban siguiendo un precedente persa de larga tradición; el trono del rey y la tienda de audiencias hundían sus raíces en el pasado de Persia, como también lo hacían los quemadores de incienso que humeaban a su lado. Los visitantes tributarían la proskynesis persa a Alejandro, que también cabalgaría en el carro de honor, símbolo de su condición de rey y conquistador, impulsado por un tiro de resistentes caballos blancos procedentes de Media; estos animales tenían un componente sagrado para sus seguidores. Como un rey persa, Alejandro celebraba dos cumpleaños y era honrado con un Fuego Real de carácter personal; los cortesanos orientales ofrecían sacrificios a su augusto espíritu, mientras que incluso sus empedernidos hábitos de bebedor se vinculaban con las virtudes necesarias de un reinado persa. Para un visitante griego que no estuviese acostumbrado a ellos, estos privilegios orientales tenían matices difíciles de apreciar. De haber visto este tipo de pompa antes, habría sido sobre los escenarios, donde los dramaturgos griegos la habrían presentado como un exceso asiático engreído y presuntuoso. Había un decidido toque teatral en la nueva magnificencia de Alejandro, pero el engreimiento era excusable desde un punto de vista político. De manera prudente, Alejandro estaba desempeñando el papel del monarca persa ante sus filas cada vez más numerosas de orientales: era lo que esperaban. No hay duda de que Alejandro disfrutaba con ello, aunque por desgracia los matices religiosos de carácter más profundo se le escapaban: Alejandro nunca dio pruebas de comprender al dios Ahura Mazda, protector de los reyes persas. Lo que perdió en su entorno persa, donde la autoridad del rey derivaba del hecho de su realeza, lo recibió, en cambio, de los griegos; en las agradecidas ciudades griegas de su Imperio, Alejandro empezó a ser libremente aclamado por sus logros como si fuera un dios.
Al igual que la difunta Pitionice, la amante de Hárpalo, Alejandro ya había estado recibiendo adoración divina por parte de los griegos de Asia antes de llegar a Hamadán. No se trataba de un nuevo tipo de consuelo que se hubiese buscado solo cuando el desastre del Makran o la muerte de Hefestión empezaron a hacer que Alejandro se sintiera incompetente. Era una demostración libre de admiración diplomática: las ciudades ofrecían sacrificios en su nombre, especialmente en su cumpleaños, celebraban juegos llamados Alejandrinos, reservaban un recinto sagrado y un altar en su honor o llevaban su imagen en procesión junto con las de los otros doce dioses del Olimpo griego. La ciudad, no los adoradores particulares, erigió su culto por las buenas obras de Alejandro o con la esperanza de ser beneficiaria de ellas; para la gente sencilla, esta adoración significaba verter libaciones en el altar que había fuera, junto a la puerta de su casa, los días de las grandes procesiones, cuando el rey, o su imagen, era escoltado por las calles. Los ciudadanos de a pie verterían la libación para el rey utilizando un cuenco plano y barato, hecho de cerámica vidriada y estampado con el retrato real; uno de estos cuencos reservados para Alejandro proviene de la Alejandría de Egipto, lo que implica la adoración en vida de su fundador. Al igual que en la Roma primitiva, existía la tradición de tributar honores divinos a los difuntos distinguidos, honores que se fundían con el culto de carácter similar que se tributaba a los héroes; sin embargo, Alejandro estaba siendo adorado en vida, un honor cuyos orígenes e impacto han sido discutidos o denunciados con vehemencia, aunque también explicados de manera convincente.
«Resultaría extravagante —había escrito Aristóteles por aquellas fechas— que un hombre dijera que amaba a Zeus». El amor a dios no era una idea tan extraña para los hombres corrientes, aunque no podemos acercarnos a los dioses de la Grecia del siglo IV con las expectativas y actitudes de un cristiano moderno. Si bien la frontera entre los dioses y los hombres no podía ser salvada por el amor, se trataba, en principio, de una frontera abierta. «No pretendas —decía un antiguo poema griego muy famoso— convertirte en Zeus»; convertirse en Zeus no era, por tanto, un objetivo imposible, pero, como recordaban los mitos, era algo imprudente y desaconsejable. Y, sin embargo, una verdadera muestra de excelencia sobrehumana podía llevar a un hombre a cruzar aquella frontera; hacía mucho tiempo que este tipo de excelencia se le había reconocido a Alejandro en dos ámbitos diferentes. Por un lado estaban los hombres de genio y misticismo, descritos en términos generales como dioses entre hombres: Pitágoras y Empédocles, los dos destacados filósofos de la Magna Grecia, habían impresionado tanto a sus seguidores que fueron considerados seres divinos, e incluso hubo al menos un artista y un curandero que se consideraron a sí mismos divinos, pese a que otros no estuvieran de acuerdo. Por otro lado, y de un modo más ostensible porque eran más populares, estaban los hombres que sobresalían por sus logros, entre los cuales no había ninguno más extraordinario que Eutimo, el púgil que había vivido ciento cincuenta años antes de Alejandro. También procedía del sur de Italia, de la Magna Grecia, pero se había abierto camino como púgil con tres victorias en los Juegos Olímpicos, además de haber demostrado su excelencia frente a un misterioso adversario llamado el Héroe de Témesa; se creía que sus dos estatuas, tanto la de Olimpia como la de su pueblo natal en Italia, habían sido alcanzadas por un rayo el mismo día, y, como reconocimiento a sus hazañas, Eutimo fue consagrado en vida por el oráculo de Delfos, que ordenó que se le ofrecieran sacrificios, como se hizo repetidamente: «Esto no tenía nada de particular, excepto que los propios dioses lo habían ordenado». Como correspondía a un dios, Eutimo vivió hasta una edad muy avanzada, e incluso se creyó que había escapado de la muerte desapareciendo en el río de su tierra, que algunos siempre habían sospechado que era su padre. En pocos meses, el problema de cómo un dios podía morir iba a planteárseles a Alejandro y a sus cortesanos en unos términos sorprendentemente similares.
Ahora bien, los políticos, al igual que los atletas, eran asimismo hombres poderosos y autores de hechos heroicos, y, en algunos casos particularmente destacados, también habían sido adorados como dioses. En la Magna Grecia, los griegos de Sicilia habían agasajado a Dión, su famoso salvador del momento; antes, en el Asia griega, los exiliados habían rendido honores similares al general espartano Lisandro, quien, como Alejandro, los había rehabilitado, si bien estos exiliados eran tiranos y oligarcas que fueron promovidos en nombre de la libertad. Pero este tipo de deificaciones no se limitaba a los confines del mundo griego, a Sicilia, famosa por sus excesos, o a la costa de Asia, donde la adoración de los emperadores romanos arraigaría de un modo tan profundo y duradero: en el pensamiento griego era algo tan antiguo como la épica de Homero y, por ejemplo, puede postularse de los reyes espartanos o del ateniense Pericles. Sin embargo, en su mayor parte, los hombres poderosos e independientes no habían ascendido en el mundo cerrado de las ciudades de la Grecia peninsular como en los reinos de Sicilia y Asia. Con el ascenso de Filipo, las condiciones se alteraron; el padre de Filipo, el rey Amintas, fue adorado en el santuario de una ciudad griega cercana, probablemente en vida, mientras que el propio Filipo murió complaciendo a los griegos en un festival que lo entronizaba entre los dioses, y apenas cabe duda de que habría sido adorado con más profusión en las ciudades griegas si hubiese sobrevivido. Filipo había construido un Filipeo en Olimpia, en el que se exhibían estatuas de Olimpia, Alejandro y él mismo, y la forma redonda de este edificio, así como el oro y el marfil de las estatuas, implican quizá que fue ideado como lugar de adoración. «El hombre que conquiste Persia —le había dicho un panfletista griego— habrá ganado una gloria igual a la de los dioses»; Aristóteles, de manera más cautelosa, sugirió que un hombre sólo podía «llegar a convertirse en un dios» a través de una demostración de excelencia suprema. El filósofo no se mostraba inclinado a creer que tal excelencia fuera posible, pero entonces su discípulo Alejandro fue al este, conquistó Persia y desplegó unas cualidades tan extraordinarias, desde Babilonia hasta los picos de Pir-Sar, que todo el mundo estuvo de acuerdo en que las reservas de Aristóteles eran infundadas.
En este contexto, la adoración de Alejandro no era algo blasfemo ni carecía de precedentes. En mayor medida incluso que Dión y Lisandro, Alejandro había liberado a las ciudades griegas y había rehabilitado a los griegos exiliados; ningún demócrata que regresara a Asia ni ningún exiliado rehabilitado en Grecia sentirían el más mínimo escrúpulo en adorarlo como a un dios por su acción benefactora. Se han dicho muchas cosas, a menudo por parte de los romanos, acerca de la esclavitud que suponía la adoración clásica del gobernante. Resulta más revelador que las ciudades griegas casi siempre tributaran esta adoración a cambio de que se impulsara lo que quedaba de sus libertades, mientras que, para el hombre de la calle, un culto público a Alejandro sólo significaba otro día de fiesta, de juegos y celebraciones, trabajo de construcción y la oportunidad de disfrutar del raro lujo de comer carne, la bendición más tangible de un sacrificio religioso en el mundo antiguo. Sin embargo, no se tienen noticias de que se le rindiera ningún culto a Alejandro en vida en ninguna ciudad griega de la Península, aunque los enviados griegos no tardaron en dirigirse a él vestidos como si se tratara de una delegación que fuera a encontrarse con un dios; sólo una anécdota posterior hace referencia a una carta de Alejandro solicitando esta adoración por parte de los griegos, pero esta historia es tan inverosímil como poco fidedigna. En Atenas, la única fuente contemporánea de comentarios sobre el tema, la supuesta divinidad de Alejandro, se relaciona con las habituales anécdotas y los ingeniosos epigramas atribuidos a sus muchos enemigos atenienses; sin embargo, resulta verosímil que, tras muchas discusiones acaloradas, al final de su vida se le acabara rindiendo adoración pública en la ciudad. La prueba todavía no es concluyente, pero incluso si le hubiesen negado dicha adoración no habría sido por una cuestión de principios elevados: cuando Alejandro marchó por primera vez a Grecia, los atenienses se apresuraron a ofrecerle «honores incluso mayores que los que le habían conferido a Filipo», y es difícil imaginar de qué honores podía tratarse si no de un eventual acto de adoración. Al cabo de veinte años se apresuraron a ofrecer cualquier honor divino posible al macedonio que los había liberado más allá de cualquier controversia. En el año 324, en especial, las ventajas pasadas y futuras que Alejandro había proporcionado a la ciudad no parecían discutibles, e incluso si seguía habiendo quienes se oponían a tributarle honores divinos, éstos no fueron obligados por una exigencia del propio Alejandro. Se trataba, por tanto, de una adoración espontánea y dispersa, de una adulación esperanzada cuando no de una admiración genuina.
Sin lugar a dudas el propio Alejandro se habría sentido complacido de recibirla. A lo largo de su vida, siguió siendo un hombre escrupulosamente religioso que realizaba sacrificios a los dioses apropiados de manera cuidadosa y consultaba sus oráculos y videntes antes de emprender ninguna acción memorable. Hay numerosos ejemplos de ello; incluso en estos últimos meses, Alejandro se había sentido tan impresionado por la historia de un muchacho griego de una pequeña ciudad de Caria, según la cual éste había sido milagrosamente rescatado y sacado del mar por un delfín, que lo llamó y lo nombró sacerdote del dios del mar Posidón en Babilonia. Es impensable que un hombre de estas características se hubiese atrevido a aceptar, y no digamos exigir, honores divinos si hubiesen ido en contra de su propia religión tradicional. La deificación era algo desde siempre aceptado en el pensamiento griego; Alejandro había visto el ejemplo de su padre y había estudiado con un tutor que no veía nada blasfemo en que se dedicaran, en vida, sacrificios, recintos o himnos; se trataba de rendir grandes honores, nada más, pues el mundo antiguo no establecía distinciones entre homenaje y adoración. La única cuestión era si había alguien que en verdad los mereciese, pero los logros de Alejandro estaban fuera de toda duda: Alejandro parecía imbatible, y por eso en Atenas, y presumiblemente en otros lugares, se sugirió que debía ser adorado como un dios invencible. El tema de la invencibilidad, que él tanto había promovido, encontró de este modo su expresión final a pesar de la marcha a través del Makran.
Estos honores divinos eran algo más que una evolución comprensible del pasado. Con la sola excepción de Julio César, Alejandro es el único hombre en la historia antigua cuya divinidad siempre sería ampliamente aceptada y creída. En este aspecto, su extraordinaria carrera rompe por completo con sus predecesores: él mismo se convirtió en un precedente y, después de Alejandro, la historia de la pompa y la realeza nunca volvería a ser la misma. Sus Sucesores reales invocaron su nombre, su guía y su invencibilidad, copiaron su afirmación de ser hijo de un dios, confirmándola a través de un oráculo, e incluso adoptaron la manera en que inclinaba la cabeza o llevaba la diadema. Entre los romanos, la huella que dejó fue incluso más profunda; en este caso, sus efectos perduraron más de quinientos años, primero en el establecimiento de un culto a la diosa de la Victoria, probablemente en base a las primeras noticias de sus extraordinarios éxitos, y después en las continuas imitaciones por parte de políticos y emperadores, desde Escipión hasta Caracalla, que reclamaba para sí la capa o el peto de Alejandro, que copió su escudo y sus estatuas e incluso rescató la memoria de su caballo. Los obispos cristianos de Antioquía todavía se inquietarían a finales del siglo IV al encontrarse con que sus congregaciones preferían la imagen de Alejandro en los sellos de sus anillos; para el mundo clásico, Alejandro se había convertido en el prototipo de la gloria y la excelencia sobrehumana, y los hombres eran reacios a olvidarle.
Proyectar todo esto de forma retrospectiva sobre su vida es difícil, pero probablemente sea correcto hacerlo. Para muchos de sus adoradores, Alejandro tenía el aura añadida de la ausencia. Como mucho, lo habían visto en una sola ocasión, cuando por primera vez los liberó, dejándolos poco después con el recuerdo de un hombre joven en la plenitud de su gloria. Si a su regreso hubieran ido a la corte, habrían encontrado los signos de la divinidad ampliamente inscritos en su apariencia: la diadema persa sugería de forma inequívoca que era un representante de Zeus, los zapatos de color azafrán evocaban a Dioniso, y la proskynesis que recibía, aunque sólo fuera por parte de los persas, implicaba para los que no eran críticos con ella que el propio Alejandro era divino. En el arte, estos temas proliferaron en todas partes, y es un error limitar la documentación de este hecho a los años posteriores a la muerte de Alejandro; su favorito Apeles ya lo había pintado sosteniendo el rayo, justo como más tarde el mismo artista lo representaría entre los dos hemisferios, un símbolo de los a su vez divinos Cástor y Pólux, y un tema relevante en relación con la supuesta ascensión de Alejandro a los cielos. «Yo poseo la tierra —rezaba la inscripción que había bajo su estatua—, tú, Zeus, posees el Olimpo», y sobre una medalla, probablemente fabricada para conmemorar la campaña india, este Zeus sobre la tierra fue representado a caballo, atacando al elefante de Poro y empuñando el rayo de Zeus. El tema se repite en una gema grabada y, en Egipto, después de su muerte, pequeñas estatuas de terracota lo muestran llevando la égida de Zeus, es decir, el manto de piel de cabra, en uno de sus brazos. Estos humildes monumentos constituyen quizás una prueba de cómo lo recordaba el soldado raso, y presumiblemente derivan de una escultura original de su tiempo. En cuanto a su heroico antepasado Heracles, Alejandro fue representado luciendo el yelmo con la cabeza de un león en otras series de esculturas, talladas probablemente poco después de su muerte para el sarcófago del rey de Sidón, su propio Compañero: el yelmo era un símbolo de Heracles, y sin duda Alejandro lo llevó en la vida real. Sobre las monedas, el retrato estándar que los macedonios hicieron de Heracles se basaba en los rasgos de Alejandro: había precedentes para esto, nada menos que en los retratos de Apolo que aparecían en las monedas de oro acuñadas por Filipo, los cuales estaban inconfundiblemente influenciados por los rasgos de Alejandro; las monedas también muestran a Alejandro llevando, en vida, los cuernos de carnero de Amón, y éste era un tema que él había hecho suyo. Tanto en el arte como en la literatura se establecerían paralelismos entre Alejandro y Dioniso, pero si bien había claras similitudes entre la procesión triunfal de aquél al dejar el Makran y la epifanía o manifestación de Dioniso y otros dioses, se trata de un tema que sólo surgiría después de la muerte de Alejandro, fundamentalmente cuando los Ptolomeos empezaron a hacer derivar a sus descendientes del propio Dioniso a través de Filipo. Al llevar el vestido oriental, Alejandro había asumido, sin ser consciente de ello, algunos rasgos de la apariencia de Dioniso, pero la conexión era accidental y, aunque Alejandro podía emular a Dioniso, en particular en la India, nunca intentó representar directamente al dios.
Entre los escépticos, pronto estuvo de moda explicar la divinidad de Alejandro como un truco diseñado para impresionar a sus súbditos. Los historiadores tienen demasiada tendencia a adjudicar a las figuras del pasado su propia incredulidad; harían mejor en preguntarse por qué la respuesta que ellos consideran increíble fue sentida como necesaria por unos hombres que compartían con ellos la misma condición humana. Si es cierto que los escritos de Aristóteles reflejan el estado de ánimo de sus contemporáneos, entonces existía ya el sentimiento de que los dioses eran indiferentes al destino del hombre y que se contentaban con vivir en esa cómoda indiferencia. Después de Alejandro, este sentimiento de un universo vacío de divinidad se hace más patente. «Los otros dioses —decía un himno ateniense dedicado a uno de los sucesores de Alejandro veinte años más tarde— están muy lejos, o no tienen oídos, o no existen, o no nos prestan atención. Pero tú, a quien vemos delante de nosotros, no estás hecho de madera ni de piedra, sino que estás vivo y eres real». Había algo de verdad en este sofisticado tributo: Alejandro, más que ningún otro Sucesor, era la mayor fuente de poder sobre la tierra, y el poder había sido durante mucho tiempo la marca distintiva de los dioses griegos. Al igual que los dioses, Alejandro era extraordinariamente rico y de ascendencia real, y con una sola orden podía cambiar el rumbo de la vida de los hombres: los honores divinos reconocían este poder ganado gracias a sus logros exactamente como los panfletos griegos habían predicho que sucedería, y lo poco que se conoce del carácter de Alejandro sugiere que habría aceptado la comparación con gratitud y seriedad. En cuanto a la manera como le afectó esto al final de su vida, sólo se ha conservado una descripción: fue escrita por un panfletista griego que conocía muy bien los detalles de la corte, probablemente porque había estado allí. Se trata, en cualquier caso, de una descripción extraordinaria.
Alejandro —escribió Efipo de Olinto en un panfleto sobre Las muertes de Hefestión y Alejandro— se vestía con las vestiduras sagradas de los dioses en las cenas festivas, y a veces llevaba la capa púrpura, el calzado y los cuernos de Amón; a veces se ponía el vestido de la diosa Ártemis, que a menudo llevaba incluso cuando iba sobre su carro de guerra, donde se vestía con prendas persas y exhibía un arco y una lanza atados a la espalda. A veces también se vestía como Hermes, sobre todo en las fiestas, cuando se calzaba las sandalias aladas, se ceñía el ancho sombrero y sostenía un caduceo en la mano; a menudo llevaba una piel de león y un mazo, como Heracles… Rociaba los suelos de su palacio con perfumes valiosos y vinos de dulce aroma; la mirra y otros inciensos se quemaban para su disfrute. Sin embargo, un profundo silencio reinaba entre todos los presentes, pues estaban atemorizados: Alejandro tenía instintos asesinos y era bastante inaguantable; también parecía ser «melancólico», es decir, irascible.
Este relato no es sólo una clara demostración de que Alejandro llevaba vestidos de mujer como Ártemis; es también el único juicio que se conserva sobre su carácter escrito por un contemporáneo en los últimos meses de su reinado. Es cierto que, en los casos actuales de delirios religiosos, los paranoicos que se consideran a sí mismos dioses se visten, con independencia del sexo, con vestidos masculinos o femeninos para insinuar su divinidad, pero, desde la ascensión del cristianismo, cualquier evidencia psiquiátrica moderna tiene una relevancia muy dudosa para el mundo de Alejandro; lo más importante es que el propio Efipo es un testigo al que difícilmente puede concedérsele una gran credibilidad. Su ciudad natal, compartida por Calístenes y posiblemente por Aristóbulo, había sido destruida por los macedonios de Filipo, y Alejandro había anunciado recientemente en Grecia que se negaba a reconstruirla; lo poquísimo que se conserva de su obra es o bien gracioso o bien contiene prejuicios flagrantes contra los macedonios. La propia historia de su vida es incierta: es probable que se trate del mismo Efipo que fue conocido como autor de comedias, que había ganado premios en Atenas y cuyas obras se burlaban de las supuestas pretensiones divinas de otros griegos famosos, un tema cómico común. Incluso había satirizado al filósofo Platón: ciertamente escribía de manera maliciosa y sus valoraciones deben ser ponderadas con extrema precaución.
En líneas generales, estas valoraciones tienen sentido: vestirse como un dios tiene una curiosa historia que ayuda a valorar el supuesto comportamiento de Alejandro. Había mitos griegos que advertían de sus maléficas consecuencias, pero, en la práctica, los gobernantes y otros hombres que destacaban por su talento pensaban de manera distinta. Unos noventa años antes de Alejandro, el pintor Parrasio había paseado por las calles de Atenas ataviado con un vestido púrpura, una corona de oro, una cinta blanca y zapatos dorados, al tiempo que empuñaba un bastón dorado y se proclamaba hijo de Apolo, dios de las artes, y afirmaba estar en estrecho contacto con Heracles, el héroe deificado, a través de los sueños. En algunas ocasiones, los sacerdotes llevaban vestidos divinos, como lo hacían engalanados con los vestidos de una diosa quienes realizaban el sagrado juramento en Siracusa; en la Heraclea griega, en el Mar Negro, el tirano Clearco, un discípulo de Platón y un hombre que se modeló a sí mismo siguiendo el ejemplo de los reyes sicilianos, ya había lucido un vestido púrpura, botas mullidas y una corona de oro, y caminaba precedido por una imagen del águila de oro de Zeus. Se teñía la cara de rojo para hacerse pasar por Zeus y sugerir el divino icor, y le puso a su hijo el nombre de Rayo, un símbolo que él llevaba a menudo en lugar del cetro. Sin embargo, había un extraño precedente que puede que tuviera más significado para Alejandro, puesto que es probable que él mismo lo viera.
Cuando Alejandro era joven, vivía en Siracusa, una ciudad caracterizada siempre por la pompa, el famoso curandero Menécrates. Había tratado con éxito varios casos de epilepsia que los médicos no habían sabido curar y, puesto que la epilepsia era conocida como la enfermedad sagrada, el curandero, que no pedía que le retribuyeran por sus servicios, reivindicaba legítimamente que estaba inspirado por la divinidad: de este modo Menécrates se denominaba a sí mismo Zeus, se vestía con el oro y la púrpura habituales, y se rodeaba de un grupo de antiguos pacientes que también iban ataviados como dioses. Uno era un general de Argos que había servido con los persas y que había gozado entre ellos de un gran favor, y que pasó a llamarse a sí mismo Heracles y a vestirse de acuerdo con su condición; el otro, un tirano de una pequeña ciudad griega de Asia que Alejandro había liberado después del Gránico, llevaba el vestido y las alas de Hermes, y sostenía un caduceo; un tercero iba vestido como Apolo, un cuarto como el dios de la medicina, mientras que el quinto no era otro que Alexarco, el hijo de Antípatro, posiblemente el hombre más extraordinario de la generación de Alejandro; se denominaba a sí mismo «el Sol», y tras la muerte de Alejandro fundaría una estrafalaria comunidad llamada Ciudad de los Cielos en la cima del monte Atos.
Vinculado con el virrey de Macedonia, al parecer el grupo de Menécrates visitó a Filipo en la corte, donde, entre muchas ramas de mirto, el nuevo Zeus se reclinó en una magnífica mesa mientras sus ayudantes quemaban incienso y vertían libaciones en su honor. Posteriormente se insinuó que los invitados macedonios se habían reído tanto al verlo de esta guisa que Menécrates huyó del comedor abochornado, pero, en vista de las ambiciones de Filipo, Pela no era el lugar adecuado para que los hombres ridiculizasen a un aspirante a dios. Alejandro seguramente había visto u oído cosas acerca de la condición divina del médico.
Es importante que, al igual que en el caso de Menécrates, de Alejandro sólo se dijera que se vestía como los dioses en los banquetes. En virtud de una antigua costumbre, los griegos organizaban tradicionalmente banquetes para los dioses en los que se preparaba una mesa vacía y se dejaba una ración de alimentos para la deidad apropiada: en Atenas, doce invitados a una cena que representaban a los doce dioses del Olimpo fueron elegidos para cenar en «presencia» de Heracles, y en Delfos y a lo largo de todo el mundo griego se conocían festines sagrados de carácter similar. Ahora bien, el propio Alejandro era un dios; no necesitaba una mesa vacía, pues podía manifestar su presencia en una epifanía, o momento de revelación, con motivo de esta clase de cenas sagradas ofrecidas en su honor. El momento de la epifanía de un dios viviente pronto sería abiertamente celebrado por sus sucesores, y es muy creíble que en un «banquete de los dioses» ofrecido en su propio honor, el Alejandro divino se vistiera como correspondía a su dignidad. Los cuernos de Amón y las babuchas constituían, naturalmente, su elección favorita, y sólo serían imitados por una reina posterior de la dinastía de los Ptolomeos; la piel de león de Heracles no era nada fuera de lo común, y los eruditos romanos conocían a más de cuarenta imitadores griegos de Heracles; el caso de Hermes es más sorprendente, pero se puede hallar un paralelismo con el grupo de Menécrates y las gemas de Ptolomeo II, en las que aparece con el yelmo adornado con las alas de Hermes. En cuanto a Ártemis, el contexto es principalmente romano: se decía que el emperador Calígula prefería vestirse como una diosa más que como un dios, mientras que de Heliogábalo y Galieno, ninguno de los cuales fue apreciado por los senadores que escribieron su historia, se contaba que se exhibían respectivamente como Deméter y la Gran Diosa Madre. Entre los sucesores de Alejandro, Demetrio el Asediador aparecería como Atenea, pero sólo porque era adorado por los atenienses; sin embargo, se contaba que un filósofo cínico se había vestido de gris, como una Furia femenina, se había ceñido una corona con los doce signos del Zodíaco y había advertido a sus discípulos de que había sido enviado desde el ultramundo para juzgarlos. La mayoría de los relatos sobre el travestismo real son calumnias, y, en el caso de Alejandro, claramente es así. Vestido como Ártemis, Alejandro llevaba «el atuendo persa y un arco y una lanza» de una variedad macedonia especialmente apreciada para cazar. Durante mucho tiempo los griegos intolerantes se habían burlado del atuendo persa calificándolo de afeminado; al ver a Alejandro luciéndolo sobre su carro y armado sin duda alguna para ir de caza, Efipo se burló pretendiendo que el nuevo rey divino que se vestía de manera afeminada estaba intentando parecerse a la diosa de la caza. Sólo era un chiste, y no muy bueno, por cierto.
Atribuir el uso de ropas divinas también era una calumnia habitual. Los enemigos de Augusto, por ejemplo, sostuvieron posteriormente que, de joven, Augusto se había vestido como Apolo y había organizado un banquete sagrado entre doce amigos ataviados como los dioses. Sin embargo, en Grecia, y no en Roma, esta costumbre tenía unas raíces que podían rastrearse, y, a pesar de la parcialidad de Efipo, Alejandro podía muy bien haberse engalanado como las obras de arte sugieren repetidamente. Había precedentes orientales también para los extravagantes tocados, mientras que Bucéfalo probablemente había llevado cuernos y la imagen de Filipo había sido transportada en procesión, sin duda con mucho ornamento, entre los doce dioses del Olimpo. En resumen, por tanto, puede que Efipo dijera la verdad, una verdad, además, sobre la divinidad que ostentaba Alejandro entre sus amigos. Sobre si era «inaguantable, de instintos asesinos y manifiestamente melancólico», eso es algo que no puede determinarse sólo a partir de Efipo; en la Antigüedad, la melancolía se relacionaba con una naturaleza inconstante e impulsiva, más que un estado de ánimo de lánguida apatía. No hay signos de que el temperamento de Alejandro fuese entonces más nervioso que en el momento de acceder al trono. Muy lejos de acobardar a sus cortesanos hasta sumirlos en el silencio, Alejandro todavía cazaba, jugaba a los dados y a la pelota, bromeaba y participaba profusamente en banquetes con sus Compañeros. Una vez más, no se sabe que ninguno de ellos perdiera la vida o el puesto durante los meses siguientes. Como él mismo había dicho, era sangre, y no icor, lo que corría por sus venas.
No obstante, sigue estando ahí el hecho de que la muerte de Hefestión lo había trastornado y que, durante un año, el desastre del Makran fue la última aventura del «conquistador de toda Asia». No hay duda de que Alejandro también había estado bebiendo copiosamente desde la tragedia de Hamadán, aunque la única pista de que Alejandro cayera en una total extravagancia aparece en las Efemérides reales, un testimonio sospechoso cuyo propósito pronto saldrá a la luz. Por un lado, Alejandro podía permitirse un enorme gasto en la corte y un gran despliegue de la pompa y, por otro, su divinidad resultaba comprensible; sin embargo, estos temas también planteaban la cuestión de si el antiguo genio se había esfumado. Ahora bien, a falta de otras pruebas, este genio interior sólo puede juzgarse a través de los acontecimientos, y el mensaje que proporcionan sigue siendo diáfano.
A las seis semanas de la muerte de Hefestión, Alejandro dejó Hamadán y se dirigió al sur por el Camino Real, y por un corto espacio de tiempo se dedicó a invadir a los nómadas que flanqueaban su avance en los montes de Luristán. Al atacarlos en invierno, Alejandro los sorprendió y derrotó en menos de seis semanas: «En este lugar los hombres habían sido independientes desde los primeros tiempos; vivían en cuevas y comían bellotas y setas, así como la carne ahumada de los animales salvajes». Los reyes persas siempre habían estado de acuerdo en sobornarlos a cambio utilizar el Camino Real, pero Alejandro se negó a hacerlo y «planeó asentar a estos nómadas en ciudades para que pudieran convertirse en colonos que cultivaran los campos». Cuando la cultura griega urbana entró en contacto por primera vez con los nómadas, no consiguió entenderlos e intentó, de manera arrogante, amoldarlos a su propio esquema de vida. El plan, como descubriría el sha Reza Pahlevi en los años treinta, implicaba sufrimientos personales para las víctimas y la destrucción de un modo de vida que lo único que hacía era acomodarse al paisaje: Alejandro ni siquiera podía prometer mejores medicinas ni el falso señuelo de un empleo mejor. Quería asentar a estos trotamundos libres y orgullosos en ciudades sólo porque ponían en peligro su ruta. Inevitablemente fracasó, y siete años más tarde los mismos nómadas bloqueaban el Camino Real a sus Sucesores como venganza.
De regreso a Babilonia, la residencia de invierno de los reyes persas, le salieron al encuentro embajadas de todos los lugares del mundo. Libios, etíopes y cartagineses lo coronaron y le suplicaron amistad; los celtas y los escitas le presentaron sus respetos, como también hicieron los íberos de España, que los griegos sólo conocían a través de los ejércitos de los tiranos de Sicilia. Del sur de Italia llegaron enviados de las tribus con las que su cuñado había estado luchando hacía poco; entre ellos, dijeron algunos, vinieron embajadores de Roma, una ciudad que ya contaba con unos ciento cincuenta mil habitantes y que había dominado a sus vecinos latinos el año en que Filipo había dominado Grecia, pero que se había visto envuelta en una guerra con sus vecinos samnitas. Alejandro ya había mantenido correspondencia con Roma sobre la regulación de la piratería en el Adriático; su cuñado había firmado un tratado temporal con la ciudad, y era comprensible que, incluso en un momento de crisis, Roma enviara emisarios para velar por su posición en el extranjero. Los romanos, que posteriormente prefirieron a sus propios héroes antes que a Alejandro, no recibieron demasiado bien la sugerencia de llevar a cabo una misión de este tipo. Ptolomeo ni siquiera señaló que tuvieran especial interés, mientras que a los discípulos de Aristóteles Roma sólo les parecía una ciudad griega más.
Estos mensajeros procedentes de lugares remotos plantearon de repente la cuestión de qué haría Alejandro a continuación, lo cual constituye una pista sobre cuál era su estado de ánimo. Si Cartago, Libia y España prometían amistad, había pocos motivos que le impidieran marchar hacia el oeste a través de Egipto por las Columnas de Hércules —el actual estrecho de Gibraltar— y bordear la costa de España para ir a Italia, donde su cuñado había perdido la vida en una expedición. Se extendió el rumor de que la conquista del oeste era su nueva ambición; algunos incluso sugirieron que quería circunnavegar toda África y entrar en el Mediterráneo desde el Atlántico. Este extraordinario viaje ya había sido realizado por un capitán cartaginés que invirtió en ello dos años enteros y sufrió una terrible travesía, muy conocida en la corte gracias a la historia de Heródoto. Que Alejandro considerara esta opción sólo es una posibilidad, pues el rumor del plan puede que se remonte a Nearco, con quien Alejandro había discutido planes en Kirman la primavera anterior. Las opiniones y los rumores sobre África circulaban por el campamento, pero, puesto que se envió a exploradores para que navegaran alrededor de Arabia y subieran hasta el Mar Rojo, es más probable que, si Alejandro tenía planes para el oeste, los acometiera de un modo más directo a través del canal de Suez y que llegara al oeste por el Mediterráneo. Las posibilidades son una cosa, las intenciones otra, y es una pérdida de tiempo elucubrar sobre lo que un hombre habría podido hacer finalmente con su vida; más a corto plazo, sus planes estaban fuera de toda duda. Se le encomendó a un macedonio que llevase constructores de barcos por el norte hasta Gurgán, para que cortasen madera en los densos bosques que Alejandro había visitado siete años atrás. Tenían que construirse buques para explorar el Caspio y ver «si se unía con el Mar Negro o con el Mar Exterior que fluía alrededor del mundo y bordeaba la India». En Babilonia, se talaron cipreses para la construcción de un gran contingente de nuevos barcos de guerra: los quinquerremes y los cuatrirremes ya se estaban desmontando y se acarreaban por tierra desde el Líbano y Chipre, todo para apoyar una expedición al otro lado del Mar Exterior, a Gurgán. Tenía que haber incluso heptarremes, que Alejandro patrocinó por primera vez. Después de «dominar toda Asia», como había señalado, Alejandro había fijado sus objetivos en los árabes; con estos preparativos, finalmente la corte se dio cuenta de dónde se desarrollaría el próximo año. Calor, arena y lejanía: los desiertos del sur de Arabia iban a reclamar su presencia.
En un famoso cuadro pintado por Apeles, Alejandro aparecía sobre un carro de guerra, seguido por un prisionero que llevaba las manos atadas a la espalda; los romanos de la época de Julio César interpretaron a este prisionero como la Guerra, y a Alejandro, por tanto, como el rey que triunfó sobre la belicosidad, una alegoría que Virgilio suscribió y aplicó a Augusto a través de los detalles de la pintura, como una profecía de que bajo su Imperio no habría más guerras. Esta fantasía romana se alejaba mucho del original: si había alguna actividad que Alejandro no podría haber abandonado nunca, ésta era la lucha, pues ni siquiera al final de su vida mostró ningún signo de haber triunfado sobre su afán belicista. Los árabes habían sido amistosos aliados de varios reyes persas, en especial cuando Egipto había requerido atención: en la tumba de Artajerjes III, reciente reconquistador de Egipto, un árabe era presentado como uno de los dos únicos dignatarios extranjeros que lucían el prestigioso collar y el brazalete, ambos de oro, tal vez porque su tribu había participado en la invasión de Egipto. Alejandro había «oído que estos árabes sólo adoraban al cielo y a Dioniso, y supuso que él no sería indigno de ser adorado como su tercer dios si los conquistaba y les daba, como a los indios, su antiguo y tradicional derecho al autogobierno». Alejandro no luchaba para exigir su propia adoración: deducía, correctamente, que si triunfaba merecería honores divinos, del mismo modo que una «liberación» similar lo había hecho merecedor de ellos en las ciudades del Asia griega. Sin embargo, sólo por medio de una visión distorsionada de la historia persa y árabe, que ya había coloreado su expedición a la India, podía describirse su propósito como la restauración de la antigua independencia de sus víctimas.
El pretexto de Alejandro, dijo su oficial Aristóbulo, era que los árabes nunca le habían enviado una embajada, «pero, de hecho, su ansia de conquista era insaciable y deseaba ser dueño de todo». Sus ejércitos se habían desplegado en Italia y en la India, a lo largo del Mar Negro y, por el norte, hasta el Danubio, y es un error que se comete a menudo racionalizar los motivos que tenían los hombres para ir a la guerra, como si lucharan más por las ganancias que por la gloria. No obstante, había otro objetivo en la expedición a Arabia además del de la mera conquista universal: en el valle del Hadramawt, las especias crecían de un modo tan prolífico que los árabes las utilizaban en vez de leña y enviaban constantemente un excedente al norte por medio de camellos y caravanas, las cuales exhalaban tal perfume que los «conductores se adormilaban y sólo superaban su somnolencia oliendo betumen o pieles de cabras». En balsas, estas especias viajaban hasta la desembocadura del Éufrates, y después río arriba hacia Babilonia en embarcaciones fluviales para llegar, transportadas a pie, hasta la propia ciudad: había mirra e incienso, oasis de casia, ramas de canela naturalizada y campos en los que crecía el espinacardo. Para un hombre que hacía que rociasen con fragantes perfumes los suelos de su palacio, estos lujos eran algo irresistible. Alejandro también estaba entusiasmado con los informes que hablaban de la existencia de puertos a lo largo de la costa de los árabes. Podían fundarse nuevas Alejandrías para que controlasen la ruta comercial alrededor de Arabia hasta el Mar Rojo y el golfo Pérsico, y éstas podían enriquecerse y hacerse famosas por sus ganancias: en otro tiempo, el sur de Arabia había pagado anualmente como tributo un millar de talentos de incienso a los reyes persas, y aunque un viejo proverbio oriental decía que «nunca le muestres a un árabe el mar ni a un fenicio el desierto», no había razón alguna por la que estas especias no pudieran desviarse desde las caravanas hasta la flota.
El plan había tomado cuerpo en la mente de Alejandro al menos desde su encuentro con Nearco en Kirman. Allí habían hablado de los indicios detectados en el golfo Pérsico de una ruta de las especias, y se había enviado a cuatro exploradores, uno tras otro, en embarcaciones de treinta remos para localizar su origen. El primer explorador, que era uno de los capitanes de Nearco, navegó hacia el sur y llegó sólo hasta Bahrein; el segundo, hijo de un general ateniense exiliado, le siguió en el invierno posterior, tras la muerte de Hefestión, y elaboró un informe más detallado de la historia natural de Bahrein, que incluía los mangles y naranjales que todavía caracterizan el lugar. Tampoco él llegó más lejos. Al mismo tiempo, un tercer capitán había partido haciendo el viaje en sentido contrario, es decir, desde el canal de Suez hacia el Mar Rojo y rodeando Arabia hasta el golfo Pérsico; el calor y la sed lo derrotaron y, a mitad del viaje, decidió regresar. El cuarto explorador, un chipriota, era más audaz: logró llegar hasta el promontorio de Adén, «pero, a pesar de las órdenes de navegar cerca de Egipto, tuvo miedo y regresó, informando de que Arabia era incluso más grande que la India». Sin embargo, por la ruta habían navegado los comerciantes locales sin inquietarse y sin ningún temor al menos durante doscientos años.
Tanto la exploración del Caspio como la conquista de Arabia eran ambiciones que podían alcanzarse y manifestaban el arte de lo posible, que Alejandro nunca había dejado de cultivar. Ninguna de las dos era tan original como a él le parecía: los imperios podían ascender y caer por medio de la sarisa y la catafracta, pero desde la primera dinastía de los faraones el comercio había estado circulando desde el Mar Rojo, Egipto y el reino de Punt, pasando por la isla de Bahrein y subiendo hacia el golfo Pérsico. El capitán Escílax, en todas partes un precursor, ya había descubierto el secreto de las fuentes del Caspio: también él había navegado a lo largo de las costas de Arabia, partiendo del Mar Rojo y saliendo al golfo Pérsico, listo para informar sobre la necesidad de reparar el canal de Suez de los faraones. Animado por la idea, su patrón Darío I había limpiado el canal y reabierto la ruta desde Persia, rodeando Arabia en dirección al Mediterráneo, y esta ruta había sido utilizada del mismo modo desde el Egeo por los embajadores y desde Fenicia por los comerciantes. En el mejor de los casos, Alejandro recuperaría el antiguo conocimiento de los mares que tenían los persas; en el peor, habría reavivado una ruta comercial tan antigua como la propia historia, pues una vez más, y sin darse cuenta, Alejandro iba a restablecer y desarrollar, no a cambiar.
En el campamento algunos habían pedido con insistencia que se llevase a cabo una expedición más novedosa: «En un festival en Hamadán —escribió Efipo—, Gorgo, el oficial encargado de las municiones reales, que era un griego de la isla de laso, coronó a Alejandro, hijo de Amón, con tres mil coronas de oro y anunció que cuando asediara Atenas le proporcionaría diez mil conjuntos de armaduras y otras tantas catapultas». Era cierto que en Hamadán podía haberse hablado de un ataque a Atenas por parte de los oficiales subalternos: Hárpalo había huido allí y, tras una primera negativa, había sido recibido, mientras que la ciudad continuaba eligiendo, para desempeñar el cargo de general anual, a hombres que se sabía que se oponían de manera implacable a los macedonios, e incluso habían elegido a ese mismo Trasíbulo que tantos problemas le había ocasionado a Alejandro en el asedio de Halicarnaso diez años atrás. También estaba el asunto de la posesión ateniense de Samos, que el decreto de restaurar a los exiliados griegos había puesto de repente en peligro. Alejandro ya había anunciado en el campamento que quería «dar Samos a los samios», pero puede que esto sólo fuera una calculada amenaza ante las noticias de las actividades de Hárpalo: no obstante, los colonos atenienses de la isla habían servido como base a la armada persa durante la guerra en el Egeo, y este recuerdo no jugaba a su favor. Efipo, como de costumbre, sabía cómo provocar la maldad. El nombre de Gorgo resultaba odioso a la mayoría de los atenienses, pues Gorgo tenía contactos locales en el conflicto sobre Samos y había presionado con insistencia a favor de la causa de los exiliados samios; gracias a hombres como Gorgo, la perspectiva para los colonos atenienses era mala, y, en el otoño de 324, los astutos atenienses ya se habían decantado por la adulación para salvar la isla. A la sombra de Samos se estuvo debatiendo si Atenas debería adorar a Alejandro como a un dios: Demades había recordado a su audiencia que «no deberían proteger el cielo sólo para descubrir que habían perdido la tierra», en tanto que Demóstenes había comentado que «Alejandro podía ser reconocido como hijo de Zeus, pues eso a él le importaba un bledo, y como hijo de Posidón también, si realmente lo quería», mientras este reconocimiento hiciese probable la salvación de los colonos samios. Alejandro, como Atenas admitía, era invencible, pero al menos podían seguirle la corriente ofreciéndole una adoración con la que se sabía que lo complacían los griegos en otros lugares. Nadie puso objeciones de principio a la cuestión de adorar a un hombre en vida, sólo al hecho de que ese hombre fuera el «tirano» Alejandro. Sin embargo, la diplomacia se sobrepuso a la repugnancia y, en el otoño en que murió Hefestión, los atenienses enviaron emisarios junto con otros griegos para dar la bienvenida a Alejandro como a un dios y después exponerle su caso.
Se olvida con facilidad que la decisión de restaurar a los samios había sido recibida con sumo agrado por otros embajadores griegos. Desde Hamadán, Alejandro no tenía motivos para asediar Atenas durante el regateo; Efipo escribió los rumores después de su muerte y sólo puso el nombre de Gorgo en la propuesta para añadir un verosímil toque de maldad. Y en cuanto a su coronación como hijo de Amón, tal presunción les parecía creíble a los contemporáneos, y ni Efipo ni los atenienses hostiles se preocupaban mucho por la verdad; posteriormente se inventó una carta acerca de la posesión de Samos, escrita como si fuera dirigida a Atenas, en la que se hizo que Alejandro se refiriera a Filipo con la expresión «al que llaman mi padre», y que confirma, por deducción, la reclamación ateniense de la isla. Su verdadera visión de Amón era menos extrema y, en cualquier caso, mal podían burlarse los atenienses de las adulaciones que se rumoreaba que había pronunciado Gorgo cuando, al cabo de veinte años, ellos mismos estarían alabando a uno de los sucesores de Alejandro como verdadero «hijo del Sol y de la diosa Afrodita».
Con todo, la amenaza de Alejandro había ultrajado Atenas en una época en la que su posición en Grecia no era tan segura como a menudo lo había sido. Nuevas levas de refuerzos, bastante numerosas, se habían reunido en el este, procedentes de Macedonia, para reparar las brechas que el Makran había abierto en el ejército, y no sólo era que los recursos humanos del país se pusieran a prueba con esta petición, sino que además Europa iba a cambiar de general. Antípatro tenía más de setenta años y, a través de las cartas y las embajadas, durante mucho tiempo había sido objeto de quejas, tanto por parte de Olimpia como de los demócratas griegos; Alejandro había guardado silencio, pero en una ocasión se quejó de que su madre lo estaba castigando duramente por los nueve meses escasos que lo había llevado en su seno. Mientras Olimpia fuera reina y Antípatro meramente general, nunca podría haber paz entre ellos. Ahora Crátero se acercaba con órdenes de sustituir al general, quizá de manera temporal mientras él visitaba Asia, quizá para más tiempo, pues Alejandro podía querer retener a Antípatro en Asia como segundo en el mando, según contaban las habladurías. Pasarían algunos meses antes de que Crátero regresase, delicado de salud y con diez mil veteranos; sus avejentadas tropas planeaban pasar el invierno en Asia, pues Alejandro siempre se lo había permitido, y por decisión propia no dejarían la costa hasta el verano, cuando navegar resultara más fácil; sin embargo, había disturbios locales en Cilicia que podían retenerlos por más tiempo. Sólo habían partido para regresar a casa después de haber perdido un motín, y no tenían prisa; no obstante, había el riesgo de que Atenas perdiese del todo el sentido común y luchase por reclamar su derecho sobre Samos antes de que hubieran regresado. Las noticias de la reciente rebelión en Tracia y la grave derrota macedonia en el Danubio sólo podían estimular la empresa.
Había un hombre con la temeridad necesaria. El ateniense Leóstenes había visto a su padre someterse a Macedonia y, en el exilio, aceptar estados cerca de Pela; Leóstenes, por su parte, no había estado de acuerdo, por lo que había servido como capitán mercenario y, ya en la madurez, se había revelado como un oponente a Macedonia. En julio de 324 fue elegido como uno de los diez generales atenienses del año; cuando se hizo con el puesto, Alejandro ordenó a sus sátrapas que disolvieran a sus ejércitos mercenarios, y, en el otoño de 324 y la primavera de 323, los soldados fugitivos empezaron a reunirse a lo largo de la costa asiática. Las cifras no eran muy grandes, alrededor de ocho mil, no más, pero Leóstenes vio en estos soldados una oportunidad: los almirantes persas y los oficiales de alto rango que habían escapado de la flota de Alejandro nueve años atrás todavía deambulaban libres, dispuestos a acompañar a los soldados a Grecia. Cares y Autofradates, ambos héroes de la guerra empezada por Memnón en el Egeo, estaban esperando para vengarse, y Cares había utilizado anteriormente a los soldados licenciados por los sátrapas con buenos resultados. Si los embarcaba hasta el extremo sur de Grecia, una famosa base mercenaria, Leóstenes podía mantenerlos para Atenas a través de sus antiguos contactos profesionales. Alejandro todavía corría peligro a causa de los mismos cabecillas de los piratas, como en los años en los que comenzó su invasión.
El intento era arriesgado y no contaba con la aprobación general. Atenas podía disponer de una flota de más de trescientos barcos, pero nunca podría financiarlos, pues Hárpalo ya se había ido de la ciudad con el dinero y los soldados antes de que Leóstenes ocupara el cargo: era una esperanza perdida, pues pronto llegaron noticias de que Hárpalo había sido asesinado en Creta a manos de un espartano de su séquito y de que sus soldados estaban planeando asaltar el norte de África en vez de regresar. Por lo tanto, Atenas se quedó con una parte muy pequeña del dinero que tanto tiempo había necesitado, con la perspectiva de unos ocho mil mercenarios que también necesitaban paga, con una flota sin tripulantes en dique seco y con un motivo de queja en Samos, la isla que deseaba fervientemente colonizar. Los planes de Leóstenes de contratar mercenarios ya habían visto caer al rey espartano Agis; ni siquiera después de la muerte de Alejandro añadieron nunca más de cinco mil soldados a los recursos de la ciudad. En vida de Alejandro, las previsiones eran menos tentadoras, pues éste disponía de una enorme flota oriental, y, mientras tanto, los Escudos Plateados y otros veteranos macedonios estaban marchando al oeste desde Opis, en etapas lentas, peligrosamente cerca de la costa y de un rápido viaje en barco a casa.
Mientras se dejaba que Leóstenes intrigara en un segundo plano, una nueva embajada partió en otoño para suplicar que se eximiera a Samos del regreso de los exiliados; prudentemente, la asamblea de Atenas se había dado cuenta de que debía intentar agotar todas las posibilidades antes de arriesgarse a una revuelta desesperada. Al tiempo que los embajadores viajaban, Alejandro se dirigía al sur en un carro de guerra, alejándose de los nómadas de Luristán en dirección a Babilonia, la habitual residencia de invierno de los reyes persas y el escenario, siete años atrás, de la bienvenida más triunfal de su carrera. Entonces, con la euforia inicial de la victoria, Alejandro había ordenado que el templo sagrado de E-sagila fuese restaurado junto con el zigurat escalonado de Etemenanki. Sin embargo, los sacerdotes de Babilonia habían preferido ocuparse de sus propias finanzas, pues mientras los templos estuvieran sin acabar podían gastar los beneficios que proporcionaba la tierra sagrada en cosas más agradables que los sacrificios y el brillo de la plata, y habían retrasado los planes de construcción a su conveniencia. Si Alejandro entraba en la ciudad, se enfurecería y les metería prisa, y por tanto los sacerdotes se encaminaron hacia el Tigris para detenerlo.
Los sacerdotes, muy versados en astrología, lo disuadieron con una profecía. Su dios, le dijeron, le advertía que no entrase de ningún modo en Babilonia por el oeste; algunos dijeron que Alejandro los desdeñó, pero Aristóbulo, que estaba en mejor posición de saberlo, insistió en que el rey dio un cuidadoso rodeo por el Éufrates, intentando evitar los barrios occidentales de la ciudad, hasta que fue detenido por las marismas locales. Sin duda los sacerdotes sabían esto, y, al advertirle que no se acercara por el oeste, esperaban mantenerlo completamente fuera de la ciudad. Aunque Alejandro respetaba las advertencias de los dioses, no se sometería al ardid de sus angustiados ministros; marchó con paso desafiante a través de la puerta occidental y, al cabo de pocos días, la tierra se movió, pero fue debido a los nuevos cimientos del templo. Una vez más se recaudaron diezmos de los bienes de los templos, una útil adición al tesoro real.
En Babilonia, mientras avanzaba el invierno, Alejandro continuó con el mismo estado de ánimo, tomando decisiones audaces. Nearco y los exploradores informaron de sus descubrimientos en el golfo Pérsico, incluyendo las islas de Bahrein y Failaka, que Alejandro bautizó con el nombre de Ícaro en honor del héroe griego, y allí hablaron de las perspectivas de la expedición contra Arabia. A pesar del fracaso de los exploradores en su intento de rodear Arabia, se ordenó que se excavase en Babilonia un puerto con cobertizos para un millar de barcos, lo cual suponía, con diferencia, la flota más grande que nunca se había reunido en el mundo de Alejandro y una fuerza que daba verosimilitud a los rumores de que después de Arabia vendría África o el oeste. Pero el asunto no se acababa ahí. Mientras se talaban los cipreses en el campo para hacer frente a esta extraordinaria demanda, los oficiales de reclutamiento fueron al este, a Siria y Fenicia, «para contratar o comprar hombres habituados al mar, pues Alejandro intentaba colonizar la ribera del golfo Pérsico, ya que pensaba que no sería menos próspera que la propia Fenicia». Los comerciantes y los mensajeros del futuro pasarían por esta nueva Fenicia en su reabierta ruta desde la India y almacenarían sus cargamentos en estas nuevas ciudades portuarias; también los colonos serían marineros, capaces de seguir los vientos primaverales del este hasta el Indo o de encaminarse al sur para hacerse con las especias de Arabia y los recientemente conquistados reinos árabes del Hadramawt. Era un plan con visión de futuro. No cabe duda de que a Alejandro las energías no lo habían abandonado, ni tampoco la crueldad con la que él y Filipo siempre habían trasplantado asentamientos. Sin embargo, tras la orden de construir un millar de barcos, sus oficiales abrigaban la sospecha de que África seguiría a Arabia, y que esto supondría navegar alrededor del sur del mundo.
Cuando llegó la primavera, Alejandro se apresuró a ponerse una vez más manos a la obra. La vida de Babilonia siempre había dependido de su intrincado sistema de canales y, puesto que Alejandro había navegado por el Éufrates para inspeccionar los emplazamientos para su puerto y los nuevos asentamientos, pudo darse cuenta de que el riego estaba innecesariamente bloqueado, «a pesar del trabajo que llevaron a cabo durante tres meses diez mil asirios para mejorarlo». Observando un tramo de terreno pedregoso, ideó una sencilla desviación para desbordar el río y sustituyó la faena de diez mil trabajadores por medio de una simple observación; después, siguiendo la corriente, exploró las marismas en la desembocadura del Éufrates y, cómo era propio de él, embelleció las descuidadas tumbas de sus antiguos reyes y colaboradores. Una zona junto al mar parecía invitar a fundar otra Alejandría, por lo que ordenó que se seleccionara a un número suficiente de griegos mercenarios y veteranos incapacitados para que fuesen sus ciudadanos; pero mientras Alejandro regresaba en barco de su nueva creación, «gobernando la embarcación en persona», sufrió un ligero percance; parte de su flota se perdió, y una repentina brisa se llevó por los aires su sombrero real, junto con la diadema, y lo dejó enganchado en una mata de juncos. Un marinero desconocido nadó hasta el lugar para recuperarlo y, de manera imprudente, se puso el sombrero en la cabeza tan pronto como lo liberó de los juncos; recibió un talento como recompensa, pero algunos dijeron que fue decapitado siguiendo el consejo de los adivinos antes de que pudiera disfrutarlo, y otros, lo cual resulta más verosímil, que fue azotado. Todos estuvieron de acuerdo en que había pecado al ponerse la diadema, que ya se había convertido en un símbolo muy poderoso de realeza, y su comportamiento irreflexivo no tardaría en considerarse un augurio.
De regreso a Babilonia, continuó el flujo de planes, que, en esta ocasión, afectaban a la configuración final del ejército. Los mercenarios licenciados del Asia occidental habían llegado para servir en el corazón del Imperio junto con veinte mil nativos persas y un grupo de nómadas. Los persas fueron traídos por su sátrapa Peucestas; todos ellos eran arqueros y lanzadores de jabalina, reclutas con armamento ligero procedentes de la provincia que más motivos tenía para mostrarse hostil de toda Asia, pero Alejandro los enroló en sus brigadas macedonias, donde las filas, tanto en la vanguardia como en la retaguardia, estaban encabezadas por veteranos macedonios muy bien pagados. Era el momento culminante de su integración en el ejército: aparte de sus Sucesores y Compañeros iranios, y de su caballería irania, los Compañeros de a Pie iban a ver redoblada su fuerza y los persas superarían en número a los macedonios en una proporción de tres a uno. Durante cuatro años los Compañeros de a Pie ya habían luchado en un orden más abierto sin sus sarisas; es posible que finalmente a los macedonios que estaban en la vanguardia y la retaguardia se les devolviera su famosa arma, mientras que los persas con armamento ligero dispararían flechas o jabalinas por encima de sus cabezas. En primer lugar, una descarga de largo alcance en el centro procedente de los arcos compuestos hechos de cuerno y piel; después, un avance con tres hileras de dieciocho lanceros a pie respaldados por un núcleo de soldados con armamento ligero para impulsar el ataque. La creación de una falange mixta de persas y macedonios demostraba sentido común y también magnanimidad, pues dejaba libres a las filas de en medio para un uso más diverso.
Mientras se reclutaba a los soldados, no se permitió que ni la disciplina ni el entrenamiento aflojaran el ritmo: los barcos ya habían sido construidos y «Alejandro entrenaba constantemente a los hombres, haciendo que los barcos de guerra de tres hileras de bancos compitieran una y otra vez con los de cuatro hileras para conseguir las coronas de la victoria». Como diversión, Alejandro incluso escenificó una batalla de prueba en el río, donde las tripulaciones se lanzaban manzanas unas a otras desde las cubiertas de la flota real; la moral debía estar alta para enfrentarse con los árabes, y Alejandro no escatimó esfuerzos para mantenerla. Mientras tanto, llegaron embajadas de los griegos, Atenas incluida, y se las escuchó siguiendo un orden que revela la importancia de los asuntos que habían de tratar; primero la religión, después los regalos; después las disputas externas y los problemas internos y, al final de todo, las peticiones concernientes al regreso de los exiliados. Algunos enviados habían acudido llevando coronas, como si honrasen a un dios, por lo que estas embajadas religiosas, que incluso tuvieron prioridad sobre los regalos, debían de estar relacionadas en buena medida con la propia adoración de Alejandro. Entre estos adoradores, los grandes santuarios griegos tenían preferencia; primero Zeus Olímpico, después el Amón de Siwa, «de acuerdo con la importancia de sus respectivos santuarios»: para Alejandro, el Amón libio seguía siendo un subordinado equivalente al Zeus que conocía en Grecia. A la mayoría de las embajadas se les dio una generosa respuesta a cambio de las coronas de oro, incluso aunque no hubieran ido para adorarlo y, por tanto, pasaran a ocupar un puesto inferior en la lista. Sin embargo, ofrece una rara visión de los últimos meses de Alejandro el hecho de que antepusiera a los dioses y la adoración de su persona a todos los demás asuntos griegos.
A finales de primavera, esta visión se hizo más patente en el diseño final del monumento dedicado a Hefestión. Cuando los arquitectos prepararon los planos, Alejandro
abrió una brecha de unos dos kilómetros en las murallas de Babilonia y ordenó que se recogieran los ladrillos de barro cocido. Después trazó un cuadrado, cuyos lados medían unos ciento ochenta metros de largo, y lo dividió en treinta secciones; en cada una de ellas, los pisos de la tumba se apoyaban en troncos de palmeras. Las paredes exteriores estaban decoradas, en primer lugar, con las proas de oro de doscientos cuarenta quinquerremes, cada uno de los cuales estaba equipada con dos arqueros arrodillados que medían casi dos metros y con guerreros armados, todavía más altos, entre los cuales colgaban paños de fieltro escarlata. En el piso siguiente, se colocaron antorchas que medían unos seis metros y medio con coronas de oro y se remataron, en medio de sus destellos, con águilas que tenían las alas desplegadas; había serpientes que se enroscaban alrededor de sus bases. El tercer piso mostraba una escena de caza, el cuarto una pelea de centauros de oro, el quinto una hilera de toros y leones dorados. El sexto mostraba armas persas y macedonias, mientras que el último estaba coronado con sirenas huecas, en cuyo interior podía esconderse un coro para cantar un lamento por el difunto.
Al parecer, la altura que alcanzaba el conjunto era de unos sesenta metros; la palabra «pira» lo describía, pero una «pira» podía ser un monumento. No tenía que quemarse.
Puede que estas dimensiones no fueran más que un rumor. No se ha encontrado ningún rastro de este monumento, probablemente porque su patrocinador murió antes de que se erigiera; el deseo de terminarlo se citaba entre los últimos planes de Alejandro, que sus oficiales tal vez exageraron para asegurarse de suscitar su rechazo. De ahí quizá las enormes dimensiones, aunque de todos modos no habría sido algo imposible de realizar. Para un hombre menos poderoso, este monumento habría supuesto una locura impensable, pero en este caso la ostentación estaba en consonancia con la preocupación que sentía un héroe de que se viera que rendía al difunto los más gloriosos honores, y, tratándose de Hefestión, Alejandro no iba a empequeñecer sus ideales homéricos. Disponía del tesoro para financiarlo y tenía los arquitectos para llevarlo a cabo. Desde tiempo inmemorial, los faraones habían construido pirámides, del mismo modo que los duques construirían palacios y los obispos catedrales de mayor tamaño, y sólo una mente paranoica puede sostener que esta nueva extravagancia faraónica constituye una «prueba» definitiva de que Alejandro estaba loco de atar. El diseño era fantástico y obviamente estaba influenciado por la arquitectura babilonia; desde un punto de vista estético puede que fuera horroroso, pero la fealdad, por sí sola, no es una prueba de que un hombre haya perdido la razón, y además estaba el monumento de Hárpalo a su amante en Babilonia, que exigía ser superado. Por otra parte, no todos los grandes diseños fueron aceptados. Cuando el arquitecto de Alejandro propuso tallar la ladera del monte Atos por una de sus caras, Alejandro se negó: la megalomanía exige una grandiosidad imposible, pero en Babilonia, corazón del despotismo centralizado que había pasado a los reyes persas junto con el sistema de canales reales, las inmensas fuerzas de trabajo de que disponían los reyes hacían que la construcción de edificios inmensos fuese una posibilidad tentadora.
Buscando una oportunidad de verse favorecidos, los nativos, los generales, los enviados y los soldados compitieron con los regalos para la celebración de los funerales, y, con su ayuda, la inversión ascendió finalmente a más de 10.000 talentos. Se tallaron numerosas imágenes de Hefestión en oro y marfil; se ordenó a las provincias que apagaran el Fuego Real hasta que la ceremonia hubiese concluido, un privilegio extraordinario que, si Alejandro comprendía su significado, sugiere que se había considerado la posibilidad de que Hefestión fuera su sucesor y sustituto real, pues los Fuegos Reales sólo se apagaban cuando moría un rey. Una llegada oportuna dio un significado profundo a la ocasión: los enviados regresaron de Siwa con la noticia de que Amón había aprobado la adoración de Hefestión, si no como un dios al menos como un héroe. Tributar honores de este tipo a un difunto distinguido no era nada extraño en la tradición griega, pero Alejandro añadió su total entusiasmo al nuevo culto anual. Diez mil animales sacrificiales fueron inmolados y asados como un primer honor que se le rendía al héroe, y sin duda otras ciudades en el Imperio lo seguirían con la esperanza de obtener una recompensa. Probablemente algunos destacados macedonios ya habían sido adorados localmente como héroes después de su muerte, del mismo modo que Hárpalo había adorado a su amante; posiblemente incluso Atenas se sintió entonces obligada, por razones diplomáticas, a tratar a Hefestión tal como su amante públicamente había indicado.
Sin embargo, de un modo muy atinado, el culto se había retrasado hasta que un oráculo dio su aprobación: Alejandro, aunque divino, no había perdido en modo alguno el respeto hacia los dioses, sobre todo cuando el dios era Amón. Gracias al funeral de Hefestión, Alejandro también iba a tener sus últimos tratos con Egipto y Alejandría: desde que había partido como faraón, el griego Cleómenes había ascendido del rango de tesorero al de sátrapa y había empezado a demostrar la misma visión de un monopolio financiero que posteriormente sería desarrollado por el gobierno de los Ptolomeos. En tiempos de hambruna, Cleómenes había negociado astutamente con el grano; como resultado, había amasado unos 8000 talentos para el tesoro de Egipto y puesto los cimientos de la economía estatal. Alejandro escribió una carta a este tiburón financiero pidiéndole que construyese dos santuarios dedicados a Hefestión en Alejandría y que no ahorrara gastos en su diseño: el nombre de Hefestión, se dijo, se inscribiría en todos los contratos entre los comerciantes de la ciudad, un honor que posteriormente tuvo su equivalente bajo los Ptolomeos. A cambio, informó el propio Ptolomeo, quien pronto haría que Cleómenes fuese asesinado, «los delitos pasados y futuros de Cleómenes serían perdonados». No debería darse demasiada importancia a esta oferta tan sospechosa, sobre todo procediendo de una carta parafraseada y reproducida por un contemporáneo tendencioso; la moralidad también tenía su precedente en el Antiguo Oriente. «Apruebo —había escrito Heródoto— la siguiente costumbre: en Persia, el rey no ejecuta a un hombre ni tampoco los nobles asesinan a un sirviente por una única acusación. En su lugar, meditan el asunto, y si consideran que los delitos son más numerosos o más importantes que sus servicios, sólo entonces recurren a la venganza; de otro modo, lo dejan libre». Para Alejandro, no había ningún servicio más gran de que un obsecuente respeto hacia el difunto Hefestión.
Entre las desafiantes decisiones de los últimos tres meses, este detalle fundamental no puede pasarse por alto. Con el fin de honrar la memoria de Hefestión, Alejandro estaba tensando el poder al límite. En otras partes sus planes eran ambiciosos y factibles, pero había de contener su pena por la pérdida de Hefestión si quería realizarlos. Pues Alejandro no había perdido el control sobre sí mismo. El diseño de la campaña de Arabia lo preocupaba vivamente y tenía la intención de navegar personalmente con la flota: la partida se programó para mediados de junio, la estación más calurosa en el golfo Pérsico. La elección de la fecha quería evitar un segundo Makran. Si la flota iba a navegar rodeando Arabia y a entrar en el Mar Rojo, como sus exploradores, aunque sin éxito, habían intentado, se necesitaba alcanzar la punta este del promontorio de Adén a principios de octubre, cuando los vientos del monzón viran y empujan a los barcos al noroeste hacia el canal de Suez. Partir en junio era, por tanto, un buen consejo. Sin embargo, también se le pidió a un ejército de tierra que los siguiese mientras la flota navegaba desde la isla de Falaika a Bahrein y Aden. Esto fue motivo de alarma. Después del Makran, es asombroso que los soldados volvieran a ser destacados a un conocido desierto de arena en verano. La orden, que ignoramos cómo fue recibida, nos recuerda que, en Alejandro, el intrépido explorador todavía quería triunfar sobre las dificultades de la naturaleza.
El plan era factible, pero se basaba en una confianza sin reservas. La espectacular fiesta que se celebró con motivo del funeral era un escenario peligroso y, cuando llegó a un punto crítico, se produjo un augurio que muestra claramente el clima que había tras los decorados. Durante las ceremonias, Alejandro abandonó su trono, según algunos para ir a beber.
Un hombre desconocido, que algunos creyeron que era un prisionero, vio el trono vacío y los sofás de pies de plata que los Compañeros habían abandonado: pasando a través de la guardia de eunucos, el hombre caminó hasta el trono y se sentó en él, y empezó a ponerse los vestidos reales. Sin embargo, los eunucos, negándose a arrastrarlo fuera a causa de cierta costumbre oriental, se rasgaron las vestiduras y se golpearon el pecho. Alejandro ordenó que el hombre fuese torturado, pues temía un complot, pero el desconocido sólo dijo que lo había hecho porque de repente se le había ocurrido. Por lo que los adivinos profetizaron que acechaba una catástrofe incluso mayor.
Es difícil interpretar este curioso incidente. Durante mucho tiempo los babilonios habían celebrado una antigua fiesta en la que un esclavo se vestía como su rey o su señor y mandaba sobre los demás durante un día, pero esta fiesta tenía lugar a principios de otoño y no puede ser relevante para justificar las actuaciones de Alejandro a finales de mayo. La fiesta de año nuevo en Babilonia se ajustaba más a la fecha, pero entonces el rey no era reemplazado; simplemente iba caminando a cuatro patas hasta la estatua del dios Bel. En una única ocasión el rey cedía su puesto a un plebeyo: cuando las tablas astrológicas presagiaban futuras desgracias. Entonces un sustituto ocupaba su lugar, durante cien días como mucho, y asumía la carga de la desgracia del rey: si en el intervalo el rey moría, el sustituto se convertiría en rey, aun cuando no fuese más que el jardinero real. La última vez conocida que se practicó esta sustitución fue por parte de los reinos asirios cuatrocientos años atrás, pero puede que la clase sacerdotal de Babilonia mantuviera vivo su recuerdo e incluso que lo aplicara a Alejandro. Si el sustituto había actuado sin darse cuenta, tanto peor, como los adivinos observaron, pues no habría desviado la fatalidad que las estrellas habían predicho. Quizá los sacerdotes le habían dado instrucciones y lo habían enviado para que ocupase el trono porque temían por el futuro de Alejandro: así lo supusieron al menos los eunucos, que lloraron al ver a un chivo expiatorio real, y quizá su lamento estaba justificado.
En pocas semanas se demostraría que los eunucos y los horóscopos estaban alarmantemente en lo cierto. Un clima de inquietud todavía turbaba los vericuetos de la corte, entre las fiestas y las nuevas ambiciones: estaba el augurio del hígado sin lóbulos, el de la diadema perdida en el río y, ahora, el del sustituto que misteriosamente había ocupado el trono. Quizá los hombres temían que la energía de Alejandro no podía durar demasiado, que sólo servía de tapadera a un rey que había perdido a su amado Hefestión. Por otro lado, las recientes decisiones que había tomado no eran en absoluto las de un líder que se derrumbaba: Arabia, Cartago, Sicilia o el Caspio, no eran, ninguna de ellas, ambiciones más desmesuradas que la primera invasión de Asia con unos pocos barcos, con poco dinero y pocos hombres. Más rico que ningún otro hombre vivo, Alejandro concentraba ahora su Imperio únicamente en su persona: «En Egipto, un dios y un autócrata; en Persia, un autócrata pero no un dios; entre los griegos, un dios pero no un déspota, y en Macedonia ni un dios ni un déspota, sino un rey casi constitucional». Las amplias categorías de la historia siempre son incruentas y nunca son tenidas en cuenta por quienes las integran, y el desasosiego persistió. El funeral de Hefestión había sido algo gigantesco. Los planes para Arabia también eran gigantescos. Corría el rumor de que Babilonia se convertiría en el centro del Imperio al estar magníficamente situada para la ruta marítima al este, de la cual los soldados tenían los recuerdos más penosos. Sobre todo, corrían rumores sobre el propio Alejandro. Desde Fasélide a Samarcanda, en casi cada ocasión en la que los historiadores lo describen en su tiempo libre, Alejandro está disfrutando de una velada y su cara está enrojecida por el vino. Hay informes de que Babilonia había fomentado que cada noche se produjesen excesos con la bebida, de los que Alejandro apenas se reponía al día siguiente. Estos informes pasaron a ser cruciales contra los planes para Arabia. Alejandro había sido herido en nueve partes distintas de su cuerpo en los últimos doce años, había perdido a su amante y, además, los adivinos habían predicho una devastadora catástrofe que los cortesanos no podían evitar. La pregunta más interesante era la única que las estrellas no pudieron responder: la de si finalmente sus cortesanos tomaron cartas en el asunto para quitarlo de en medio.