Temiendo a sus veteranos, una vez más Alejandro preparó el terreno recurriendo a la generosidad. Era una de sus tácticas más viejas, que casi le había salvado la vida en el río Beas. Las bodas de Susa habían sido la mayor muestra de despilfarro de su carrera y ninguno de los invitados podía decir que no había disfrutado, pero la tropa, en cambio, necesitaba una recompensa aún mayor que las dotes recibidas para sus amantes. Con el fin de equilibrar las festividades celebradas con sus oficiales, Alejandro anunció que estaba dispuesto a pagar las deudas de todo el ejército. Probablemente a los soldados se les debían atrasos, puesto que un tesoro en monedas tan grande nunca se habría podido transportar para mantener la paga al día en la India, pero lo que Alejandro tenía en mente no eran sólo las pagas atrasadas; los soldados también debían de haber vivido a crédito con los comerciantes del campamento, las mujeres y los intendentes, puesto que no cobraban en especies, y había que pagar estas deudas a los muchos seguidores del campamento que habían sobrevivido para cobrarlas. Al principio, los hombres sospecharon que esta asombrosa oferta era una manera de entrometerse en sus deudas, pero cuando se les aseguró que sus nombres no se anotarían, ellos mismos se presentaron ante los contables del ejército. «Un rey —dicen que afirmó Alejandro— nunca debe obrar de manera que no sea diciéndoles la verdad a sus súbditos, y un súbdito nunca debe suponer que un rey obra de manera que no sea diciéndole la verdad». Era una observación reveladora, pero no muy afortunada. Sólo una monarquía había insistido en las virtudes de decir la verdad, y era precisamente la de los persas. Junto con el atuendo de los herederos de Ciro, Alejandro había adoptado abiertamente sus ideales, y, en una época en la que Oriente estaba demasiado en entredicho, a sus veteranos no debió de complacerles escuchar estas palabras.
El resultado de su promesa fue la cancelación de una enorme deuda que ascendía a unos 10.000 talentos o, dicho de otro modo, a dos terceras partes de los ingresos anuales del tesoro del Imperio persa en su mejor momento. Esta generosidad se acompañó con las habituales recompensas a los méritos, pues el valor que tenían las medallas no se perdió con Alejandro. Nearco, que ahora regresaba del océano, Peucestas y otros Escoltas que habían salvado al rey en Multan, así como Leónato, que había derrotado a los oritas, todos ellos fueron agasajados con coronas de oro y honrados, por tanto, públicamente. El rey estaba desplegando su magnanimidad, pero entonces llegó al campamento una nueva multitud que, de repente, desbarató su calculado intento de establecer la armonía.
Procedentes de las Alejandrías y los pueblos tribales de Irán, aparecieron en Susa treinta mil jóvenes iranios vestidos con prendas macedonias y entrenados en las artes macedonias de la guerra. Habían transcurrido más de tres años desde que Alejandro, encontrándose cerca de Balj, ordenó que fueran seleccionados y entrenados, y no podían haber llegado en un momento más delicado. Cuando empezaron a desplegar su instrucción militar fuera de la ciudad, corrió rápidamente la voz de que Alejandro los había nombrado sus Sucesores; había, además, hechos que apoyaban los rumores que circulaban por el campamento. Casi la totalidad de la caballería de los compañeros había marchado a través del Makran y había sufrido la pérdida de casi la mitad de sus jinetes. Todavía no había nuevos macedonios disponibles, por lo que Alejandro había completado las filas con iranios escogidos que, hasta entonces, habían estado sirviendo en unidades separadas. Después del desastre, había cuatro nuevos escuadrones mixtos de Compañeros, y a éstos se añadía ahora un quinto cuyos miembros eran llamativamente orientales. Ni siquiera el propio batallón del rey quedaba al margen. Los asiáticos más estimados, hombres como el hermano de Roxana o los hijos de Maceo y Artabazo, fueron alistados en sus exclusivas filas y equipados con las lanzas macedonias en lugar de las jabalinas nativas. Desde un punto de vista militar, la caballería irania era más que adecuada en relación con las exigencias de su rey, pero no era su competencia lo que estaba en juego. Se les había asignado un lugar en la camarilla más macedonia de todas; era como si un general británico hubiese abierto las filas de los Guardias Granaderos a los cipayos indios, y, como sucede con muchos cambios altruistas, éste fue impopular desde el principio.
El soldado raso odiaba lo que veía. Durante mucho tiempo había convivido con pistas que auguraban todo esto: el atuendo persa, aunque moderado, de Alejandro; sus mayordomos, sus Compañeros persas y la proskynesis, al menos por parte de los orientales. Sin embargo, mientras su propia posición estuvo asegurada, estas ligeras innovaciones no le importaron lo bastante como para rebelarse contra ellas; disfrutaba de su amante asiática y, además, Oriente era una fuente fabulosa de riquezas. No obstante, cuando sintió que había sido suplantado, todo lo que Oriente representaba le pareció peligroso y vergonzoso. Su concubina se había convertido ahora en su esposa legal y no le gustaba la imagen de los matrimonios persas del rey; olvidó toda lógica y le molestó que Peucestas le hiciera el juego a los persas en la provincia natal de los persas como si éstos fueran unos seres privilegiados. Empezó a rezongar, temiendo a los sucesores por lo que implicaba su nombre; ¿qué sabían ellos de la hambruna sufrida en el Hindu Kush, de los elefantes del Punjab o de las dunas de arena del Makran?
Por el momento, Alejandro podía evitar una confrontación desplazándose hacia el oeste; el camino que había emprendido, como el de los veteranos, todavía conducía a casa, y los informes de la última etapa del viaje de Nearco por el golfo Pérsico habían despertado su interés por las rutas fluviales desde Susa. Alejandro descubrió que podía navegar por el río Pasitigris, aventurarse por el mar o por un canal de enlace y regresar por la desembocadura del Tigris hasta encontrar el Camino Real; la idea lo atraía, por lo que destacó a su nuevo cuñado Hefestión para que guiase a las tropas que estaban allí por tierra, y él se embarcó con la flota para llevar a cabo el viaje. El Pasitigris era plácidamente navegable y le permitió inspeccionar los métodos de riego de la zona, pero el Tigris había sido bloqueado con presas «porque los persas, que no eran muy buenos navegantes, las habían construido a intervalos regulares para impedir que algún barco remontara el río y se apoderara del país». Alejandro «dijo que estos dispositivos de defensa no se correspondían con un ejército victorioso y les demostró que no valían nada desmantelando sin dificultad lo que los persas se habían aplicado tanto en preservar».
En la desembocadura del Tigris, Alejandro fue capaz de aligerar su carga. En el punto donde el canal Dur-Ellil se encuentra con el límite oriental del estuario del río, los reyes persas habían establecido una guarnición real doscientos años atrás y la habían dotado de colonos carios, compatriotas del capitán de navío Escílax y, por tanto, muy apropiados para desempeñar cometidos navales en el golfo Pérsico. La guarnición se encontraba en muy mal estado y Alejandro se sintió inclinado a reemplazarla; ahora que Nearco había explorado el golfo Pérsico, una ciudad en la desembocadura del Tigris permitiría que los marineros carios reanudasen sus funciones y serviría como puerto para las embarcaciones indias y los comerciantes. Los descendientes de la guarnición caria fueron reclutados como colonos y se mezclaron con aquellos veteranos del ejército de los que fue posible librarse de manera diplomática. Una vez más, una Alejandría seguía el ejemplo de un antiguo puesto de avanzada oriental, y de nuevo estaría a la altura de las esperanzas de su fundador. La nueva Alejandría duró apenas cien años antes de ser arrasada por las inundaciones, pero el lugar fue restaurado en dos ocasiones por los reyes griegos y partos, y se convirtió en el principal puerto para el comercio del Próximo Oriente con la India; la visitó el emperador romano Trajano, y mil años después de su fundación por Alejandro todavía era mantenida por los árabes. El despejado paralelogramo que formaban sus calles y casas, diseñado como si fuera un campamento militar, ha sido hallado en fechas recientes durante un reconocimiento aéreo llevado a cabo por los ingleses. Las Alejandrías, como su fundador previo, eran su pasaporte más seguro a la posteridad.
Por consiguiente, tras haberse librado de unos pocos centenares de veteranos, Alejandro dejó su nueva ciudad en construcción y navegó por el Tigris, desmantelando las presas y permitiendo a sus agrimensores que midieran la longitud del río. En Opis, en la curva que describe el río al sur de la actual Bagdad, Alejandro se detuvo para encontrarse con Hefestión y el ejército de tierra. Ahora sabía que no tenía escapatoria. Desde este punto en adelante, su ruta y la de los veteranos tenían que separarse, pues era imposible seguir por el Tigris con los barcos y, en Opis, la red de caminos ofrecía una alternativa; Alejandro podía ir por el oeste hacia Babilonia o seguir la gran ruta oriental hacia Media y Hamadán. El clima de finales de verano haría de Babilonia un lugar insoportablemente caluroso, de manera que, al igual que los reyes persas, Alejandro optó por hacer una visita a Media y por el frescor de los pabellones de caza de Holwan. Ahora bien, si los veteranos lo seguían, retrocederían y se alejarían del camino que los conduciría a su tierra. Tenían que ir al oeste, y en Opis la cuestión se planteó abiertamente.
Desde que habían visto a los sucesores en Susa, los soldados estaban huraños y descontentos. En Opis, Alejandro los reunió a todos y les dijo que los de más edad y los enfermos serían licenciados y enviados de vuelta a Macedonia; recibirían magníficas recompensas «para que sus amigos sintieran envidia de que volvieran a casa y para que quienes permanecieran en activo esperasen recibir un trato igual». Fue la sugerencia peor recibida de todas las que había hecho. Los soldados se amotinaron y lo hicieron callar a gritos. «Sigue luchando —le dijeron, al parecer— en compañía de tu padre —refiriéndose a Amón, no a Filipo—, pero si disuelves a los veteranos, deberás disolvernos a todos». Otros informes difieren, pues los insultos de los amotinados nunca se registraron con precisión, pero tanto si los hombres hicieron referencia a Amón como si no, su desobediencia recibió una respuesta tajante. Alejandro saltó de la plataforma, escoltado por sus oficiales de mayor confianza, y señaló a los instigadores que quería que arrestaran. Capturaron a treinta hombres y se los llevaron para ejecutarlos. Alejandro volvió a subir a la plataforma y lanzó uno de sus poderosos discursos. Después se marchó furioso a las dependencias reales, donde se encerró negándose a ver a ninguno de sus Compañeros o a atender sus requerimientos personales. Sólo se permitió entrar a los más íntimos. No se sabe que ninguno de sus oficiales describiera el motín, pero no hay dudas sobre las cuestiones que estaban en juego. Nadie se quejó de que Alejandro hubiera perdido el sentido de la proporción o su capacidad para gobernar el Imperio, aunque muchos oficiales, incluido un hiparca, se pusieron del lado de los veteranos, una extraña escisión entre los comandantes de Alejandro y sus íntimos amigos. No lo abuchearon porque los hubiera llevado al Makran o porque probablemente los embarcaría en nuevas batallas, sino porque estaba intentando excluirlos del futuro que sabían que él todavía ofrecía. No fue el motín de unos hombres que deseaban regresar a casa, puesto que, después de haber pasado diez años en Asia, un hogar en los límites de la Alta Macedonia había perdido los ya de por sí escasos atractivos que tenía: los antiguos pastores de las montañas habían visto y saqueado un mundo muchísimo más rico y querían permanecer en la cúspide. No tenían intención de entregarlo a un cuerpo de Sucesores orientales y a una brigada mixta de Compañeros persas cuando había macedonios perfectamente capacitados, o eso sentían, para ocupar su lugar. Fue el motín de unos hombres que querían quedarse donde estaban; si hubiesen perdido su fe en Alejandro, lo habrían asesinado en el momento en que saltó de la plataforma, con escoltas y todo. No hicieron nada de eso porque lo necesitaban.
Sin embargo, Alejandro lo vio de un modo diferente. Muchos de los hombres a los que deseaba licenciar superaban los sesenta años y algunos incluso llegaban a los setenta; a menudo estaban enfermos y, por lo general, eran reacios a los cambios. Si Alejandro hubiese sabido cómo iban a regresar y dominar los campos de batalla después de su muerte, puede que hubiera vacilado, pero en Opis Alejandro estaba pensando en su propio futuro e imaginaba que, a corto plazo, los ancianos constituirían un lastre. Las ambiciones de Alejandro pondrían a prueba los recursos humanos de Macedonia, una fuente a la que no había podido recurrir durante los últimos siete años, y tenía sentido llamar a sus amplias reservas orientales para abastecer un ejército que había sido humillado en el Makran. Sólo la provincia de Persia tenía más combatientes que los que su padre había dirigido nunca en su nueva Macedonia, y, al reclutarlos, Alejandro podía involucrarlos en los beneficios y las responsabilidades de la conquista. Las bodas que Alejandro celebró en Susa, sus Compañeros iranios y los sucesores eran una prueba de que sabía dónde se encontraría la leal clase gobernante del futuro, lo que constituye un gran mérito por su parte. No quería una corte formada exclusivamente por macedonios, como tampoco quería la igualdad o la fraternidad entre los hombres; quería, acertadamente, «recurrir a los mejores reclutas, tanto si eran griegos, macedonios o bárbaros». No había mejor salvaguarda contra la inflamación de los sentimientos nacionalistas de los pueblos que había conquistado que invitar a sus gobernantes a formar parte de su corte.
Los soldados lo amenazaron con algo que pensaban que Alejandro nunca haría, pero, tratándose de Alejandro, no pasó mucho tiempo antes de que anunciara que él haría exactamente lo mismo. Le habían dicho que si licenciaba a cualquier veterano todos desertarían y lo dejarían con sus nuevos amigos iranios; tras un silencio que no auguraba nada bueno en la tienda real, llegó la noticia de que los iranios eran para él el perfecto ejército del futuro y que con ellos bastaba. Iranios serían los Portadores de Escudo, los Compañeros, los Compañeros de a Pie y los Escuadrones Reales; los comandantes del ejército tendrían que escogerse entre los orientales más selectos, que serían tratados como los iguales del rey y, por tanto, se les permitiría el tradicional privilegio de saludarlo mediante un beso. Los siguientes dos días después del anuncio, Alejandro permaneció en su tienda, viendo sólo a sus oficiales iranios y a los Compañeros y Escoltas más cercanos a él. Se estaba marcando un atrevido farol, pero si los soldados seguían obstinándose, sin duda él llevaría adelante su plan.
Con los cabecillas muertos y los sueldos en peligro, los soldados vacilaron, desconcertados por el nuevo anuncio hecho por Alejandro. Era una situación muy diferente a la del motín en el Beas. Allí Alejandro también había amenazado con seguir adelante sin sus hombres, pero ellos sabían que resultaban indispensables. En esta ocasión, lo habían amenazado con abandonarlo y él había dado muestras claras de estar preparado para hacer lo mismo. Muchos oficiales oyeron que sus cargos estaban pasando a los iranios, lo cual da a entender que también ellos habían simpatizado con el motín. Los amigos más cercanos a Alejandro se mantuvieron contra ellos, y esta lealtad no podían resquebrajarla. Eran hombres amenazados y sintieron miedo:
Corrieron a las dependencias reales y dejaron las armas delante de la puerta, como una ferviente súplica a su rey; después se quedaron de pie y empezaron a gritar que se les permitiese entrar; prometieron que entregarían a los instigadores del motín, y que no se moverían de la puerta, ni de día ni de noche, hasta que Alejandro se apiadara de ellos.
No sería la última vez en la historia que un grupo de agitadores llevara a una mayoría a donde ésta desearía no haber ido jamás.
Alejandro «salió rápidamente y, cuando vio su implorante actitud y escuchó cómo muchos de ellos lloraban y se lamentaban, también él empezó a derramar lágrimas». Un viejo hiparca de la caballería de los compañeros se ofreció para expresar las súplicas de los hombres. Se había hecho a los persas, dijo, parientes reales de Alejandro, con el tradicional derecho a besar al rey, pero «ningún macedonio había disfrutado todavía de semejante honor». Alejandro replicó que de ese día en adelante los llamaría a todos sus parientes, ampliando un tratamiento que los complacía en la mejor tradición de los reyes macedonios, con lo cual «el hiparca se adelantó para besarlo, como hicieron todos los que quisieron hacer lo mismo. Después recogieron sus armas, gritaron y entonaron la canción de victoria en el camino de regreso al campamento». Dueño del momento, Alejandro acompañó su éxito con un acertado festival: ofreció sacrificios a los dioses habituales, incluyendo por tanto a Amón, y anunció un banquete público para los miembros veteranos de la corte y el ejército.
Este banquete se planificó con el inimitable estilo de Alejandro. El festín se dispuso sobre el césped, y alrededor de Alejandro se sentaron los macedonios que ocupaban puestos de responsabilidad; en un círculo exterior, se sentaron los iranios; en otro, más exterior, los distinguidos representantes de otras tribus del Imperio. Fue una escena de júbilo y ritual a la mayor escala: los sacerdotes griegos y los magos dirigieron las ceremonias, según su estilo propio y característico, y presidieron las libaciones que Alejandro y quienes estaban a su alrededor vertían juntos, sirviéndose el vino de un mismo gran cuenco. Los que estaban en los círculos exteriores los imitaron, hasta que la camaradería compartida concluyó con una plegaria común. Alejandro, que estaba en medio, realizó súplicas para que obtuvieran «otras bendiciones y por la concordia entre los macedonios y los persas, y por que compartieran el gobierno del Imperio entre ellos». Todos los invitados, que sumaban unos nueve mil, vertieron una libación común y la acompañaron con un grito de triunfo.
En este momento memorable, el triunfo era de Alejandro.
Poco después, todos aquellos macedonios que eran demasiado viejos o que estaban incapacitados para luchar se separaron de él, pero ahora de forma voluntaria; sumaban más de diez mil. Alejandro les dio la paga completa, no sólo por sus servicios pasados, sino también por el tiempo que duraría su viaje a casa; además, los obsequió con una bonificación de un talento.
Cuando llegasen a Macedonia, los veteranos serían lo bastante ricos como para ocupar una posición social más elevada de lo que nunca podían haber imaginado diez años atrás; para un soldado raso, una bonificación de un talento equivalía a más de quince años de salario, y las bonificaciones se añadían a lo que ya habían saqueado en la India y a las alhajas orientales. «Si tenían algún hijo de sus mujeres asiáticas, habían de marcharse sin ellos para no llevar peleas y conflictos a Macedonia entre los extranjeros y los niños extranjeros, y las familias macedonias y las esposas que ya habían dejado allí». Estos nuevos huérfanos dependerían enteramente de Alejandro, pues sus madres ya no serían reconocidas como esposas y, según la ley griega, los hijos de madres no reconocidas eran considerados ilegítimos. También habían sido llevados a vivir al campamento, donde Alejandro prometió velar por que fueran educados al modo macedonio y especialmente entrenados para la guerra; «cuando crecieran, Alejandro los llevaría a Macedonia y se los entregaría a sus padres». La promesa de una educación macedonia fue una cuidadosa concesión a los sentimientos de los veteranos, pero la irrupción de varios miles de bastardos asiáticos en la vida de las mujeres macedonias, que hacía mucho tiempo que habían sido abandonadas, fue una de las situaciones nada envidiables que se ahorró la historia gracias a la muerte de Alejandro. No es de extrañar que «su promesa fuera vaga e incierta».
No obstante, su forma de manejar el motín fue absolutamente magistral. Su discurso, el rápido arresto de los líderes, la completa aceptación de las precipitadas amenazas de sus hombres, los dos días de silencio y el banquete de reconciliación: ningún hombre podría haber hecho marchar a un ejército a través del Makran sin que la experiencia lo hubiese transformado, pero hay escenas, como ésta, que demuestran que el cambio no le había costado a Alejandro su asombrosa facilidad para liderar a los hombres. No mostró ni la indecisión ni la mezquindad que se atribuye a los déspotas decadentes en las fábulas y los sermones; puesto que era un político, Alejandro era por supuesto despiadado, pero, precisamente porque era un gran político, poseía el extraño don de hacer que su propósito pareciera convincente. Nunca podría haber obligado a sus amotinados a que suplicasen de manera abyecta a menos que hubiera sido, por encima de todo, un hombre de una extraordinaria personalidad; las mismas tácticas burdas en un mero tirano habrían terminado en una guerra en el campamento o en su ejecución por parte de los escoltas. Los generales que lo sucederían aprendieron bastante pronto esta lección.
Sin embargo, el banquete fue su golpe maestro. Consiguió que los macedonios y los iranios se sentaran juntos, los macedonios a su alrededor en la posición de honor, los iranios en el círculo exterior, y convenció a hombres que sólo dos días antes habían estado ridiculizando este tipo de pretensiones a unirse de común acuerdo en libaciones conjuntas y en una plegaria por la participación y la concordia entre los dos pueblos. La concordia era una consigna de la época, pero las emociones de los presentes se manejaron de manera brillante, y este esfuerzo no se olvidó: el esquema de la fiesta en Opis sería copiado ocho años después de la muerte de Alejandro por un oficial que la había presenciado, de nuevo en un momento de crisis y fricciones. El don de liderar a una multitud puede ser peligroso, pero en Opis se había aplicado al más encomiable de los fines; en la emoción de un banquete común, muchos soldados y quienes se habían negado a compartir el Imperio con las familias orientales de elevada posición fueron total y justamente derrotados.
Hasta estos últimos años Alejandro no había luchado para cambiar las cosas, sino para hacerse con el poder. Los manuscritos reales del Imperio persa todavía estaban guardados en los mismos archivos; el Camino Real todavía circulaba a través de las mismas casas de posta, con la misma amenaza inmemorial de levas y requisamientos. En la corte había amigos honorarios, parientes reales, Fuegos Reales, el harén real, eunucos y un rey que, de manera estudiada, llevaba la diadema persa; los broches de oro y las telas púrpuras se convirtieron en distintivos de rango, e incluso el gasto diario para las cenas del rey y los Compañeros siguió al mismo nivel fijado desde hacía mucho tiempo por los reyes persas. En las provincias, había sátrapas, «ojos del rey» y tesoreros bajo el mismo nombre persa: la mayoría de las Alejandrías se habían construido en los lugares donde previamente se encontraban los puestos de avanzada de los persas, aunque su cultura, el trazado de sus calles y sus constituciones fueran diferentes. El único cambio perceptible en el gobierno, aparte de alteraciones menores en las fronteras de los sátrapas, era que gradualmente los sátrapas habían perdido el derecho a acuñar sus propias monedas de plata. Esta continuidad no puede ser censurada, pues frente a los inalterables hechos del tiempo, la distancia y la tradición nativa, haber realizado cambios profundos en el Imperio habría sido algo ingenuo o irresponsable. Sin embargo, desde un punto de vista griego, esta continuidad era en sí misma sorprendente; cuando llegó al extremo de las novias iranias y los sucesores, rompió por completo con la consigna de la primera invasión. Para los griegos que estaban en su tierra natal, el cambio más memorable de Alejandro fue el haberse mostrado conservador con lo que había conquistado, pero este conservadurismo cambió de forma durante su expedición. Había empezado, de manera equivocada, volviendo a designar a los sátrapas de Darío; por la época en que se casó con Roxana, estaba planeando el futuro, empleando a iranios como unidades separadas del ejército y pensando ya en reclutas iranios más jóvenes. Desde que salió del Makran, había mostrado una creciente predisposición a tratar a todos los orientales que resultaban útiles como iguales en la corte y el campamento, si no en los mandos de las satrapías; sería incorrecto explicar esto sólo en términos de que tenía que restituir sus duras pérdidas en el desierto, como si sus treinta mil Sucesores iranios hubiesen sido elegidos tres años antes de que el intento del Makran hubiese sido siquiera proyectado. Igual que a la reina persa y a sus hijas, a estos nuevos reclutas se les enseñaría griego y serían educados en las costumbres macedonias; los niños de las bodas de Susa, al igual que las familias abandonadas de los veteranos que regresaban, serían educados de modo parecido, con la baza añadida de que tras ellos había padres mixtos.
La política de fusión de Alejandro no se extendió a un nuevo modo de vida. Por razones políticas, Alejandro deseaba reclutar a sus súbditos orientales y que hubiera matrimonios con ellos, pero no estaba actuando desde una fe racial en el mestizaje o desde una creencia en una cultura mestiza de sangre nueva. A todos sus cortesanos y soldados se les daría una educación griega o macedonia, del mismo modo que Barsine y sus parientes habían sido criados al modo griego. Los ideales de expandir la cultura griega a través de las ciudades y de dignificar Asia con una educación griega ya estaban en las mentes de muchos contemporáneos; Alejandro ha sido saludado como el fundador de la hermandad de los hombres o criticado por traicionar la «pureza» de la raza, pero debería ser juzgado como el primer hombre que quiso occidentalizar Asia.
Tras el banquete, resultó algo natural el hecho de que los veteranos licenciados fueran conducidos a casa por los oficiales más viejos y conservadores. Su mando se confió a Crátero, un amigo íntimo de Alejandro que era famoso por su aspecto obstinadamente macedonio: no gozaba de muy buena salud, por lo que se le asignó a Poliperconte, que tenía setenta años, como su segundo en el mando. Poliperconte pertenecía a la familia real del reino montañoso más atrasado vinculado a Macedonia, y, como oficial que en una ocasión había ridiculizado el acto de proskynesis de los persas, debía de sentir muy pocas simpatías hacia el futuro gobierno de Alejandro. La partida de sus diez mil hombres menguaría al ejército de macedonios, sobre todo en los batallones de infantería, donde los tres mil Escudos Plateados, la mayoría veteranos del cuerpo de los Portadores de Escudo de Filipo, se marchaban a casa con sus comandantes destrozados por la guerra. Quizá únicamente seis mil de los veintitrés mil macedonios reclutados durante los últimos diez años para servir en Asia habían sobrevivido o seguían sirviendo en un ejército que lucía un aspecto oriental. Alejandro no dejó de conmoverse al ver partir a sus camaradas: «Durante la despedida de todos ellos, Alejandro tenía lágrimas en los ojos, y también ellos lloraron cuando lo dejaron». Crátero, al llegar, tenía que hacerse cargo de Macedonia y de la «libertad de los griegos», esa engañosa consigna de la alianza griega de Filipo, «mientras Antípatro llevaba a jóvenes macedonios como reemplazo». Alejandro había escrito a Antípatro que los veteranos y sus familias deberían disfrutar de asientos de honor en el teatro durante el resto de sus vidas; después de diez años de ausencia, era natural que deseara ver en persona a su anciano general, que ahora tenía setenta años, pero no se sabe con certeza si el nombramiento de Crátero en Macedonia era temporal o permanente. Los rumores que circulaban en el campamento sugerían que finalmente Antípatro iba a ser sustituido después de sus muchas discusiones con la reina Olimpia, pero «no se dice abiertamente que Alejandro hiciera o dijese nada que implicara que había dejado de tener a Antípatro en la misma gran estima de siempre». No tenía mucho sentido invitar informalmente al general a que se dirigiera hacia Asia a través de las órdenes de un general que partía, a menos que Antípatro estuviera más que dispuesto a aceptar. Y sin embargo, esto no era ni mucho menos lo último que se oiría sobre este general en la historia de Alejandro.
Cuando los veteranos dejaron Opis, muchos de ellos enfermos como Crátero e incapaces de realizar una marcha rápida a casa, Alejandro se entregó a las diversiones de sus amigos. Tras las grandes emociones de los últimos tres meses, era el momento de recuperar fuerzas, y puesto que por primera vez no había en perspectiva una guerra inminente, parecía de vital importancia comprobar quiénes estaban de su lado. Durante la expedición, la edad, las batallas y las conspiraciones habían dado cuenta de la mitad de su famoso cuerpo de oficiales, unos cincuenta y cinco Compañeros y gobernadores, pero resulta más sorprendente que durante los últimos tres años casi todos sus íntimos amigos y comandantes hubieran sobrevivido a los desastres. Desde el inicio de la invasión india, que sepamos, sólo dos generales desaparecieron de la corte, uno de los cuales era Ceno, el hiparca, que estaba enfermo; después del Makran, el resto de grandes nombres todavía estaba con él: los Compañeros de a Pie, los Portadores de Escudo y cinco de las nueve brigadas de la caballería de los compañeros seguían teniendo los mismos comandantes. Entre los siete escoltas reales no había habido cambios; estaban más cerca que nunca del hombre al que protegían y dieron la bienvenida a Peucestas como el octavo entre ellos. Exclusivamente macedonios, eran los nobles a los que Alejandro amaba y en quienes confiaba, tanto si eran hombres rudos como Leónato, famoso por su afición a la gimnasia, o astutos como Ptolomeo, un amigo de la infancia; Hefestión todavía ejercía su supremacía, fielmente entregado a las costumbres iranias de su rey y amante. Cada uno de ellos tenía su familia y sus favoritos, aunque no había ninguna camarilla como la de Pérdicas, que incluía a dos de los jefes de los Compañeros de a Pie. El posible sucesor de Alejandro basaba su influencia en los hombres importantes, pero éstos eran un grupo dividido. Si no hubieran apoyado a su rey, Alejandro nunca habría podido ganar el motín de Opis, pues los gobernantes nunca caen a menos que sus generales y hombres de confianza estén divididos entre ellos.
Los Escoltas no eran los únicos amigos íntimos. Desde su infancia, Alejandro había estado bien predispuesto hacia los griegos de fuera, y buena parte de los miembros del círculo que lo ayudó a subir al trono todavía vivía para compartir las esperanzas y problemas de cada día. Nearco, un amigo de toda la vida, estaba felizmente a salvo en la corte; el bilingüe Laomedonte, cuyo hermano Erigio, más querido incluso, había sido enterrado con gran ceremonia seis años atrás, estaba a su lado para rememorar todo lo que habían pasado en las últimas décadas. Éumenes, el secretario griego, había servido primero a Filipo y después se había ganado la plena confianza de Alejandro: sus artimañas habían funcionado en privado durante mucho tiempo y despertado celos y sólidas alianzas, hasta que su influencia provocó que chocase constantemente por nimiedades con Hefestión. Otros griegos de Filipo eran apreciados por talentos menos amenazadores. Tésalo, el actor trágico, siempre había sido uno de los favoritos de Alejandro, una amistad duradera que los premios que había recibido en la escena griega no enfriaron en absoluto. Todavía estaba con el rey en Opis, dispuesto a conversar sobre Eurípides o a recitarlo después de cenar. El filósofo Anaxarco ofrecía una compañía civilizada, y los ingenieros griegos siempre podían ser consultados sobre sus nuevas máquinas de guerra. Arquitectos y artistas, músicos y poetas de todo tipo estaban encantados con aquel mecenazgo amistoso, mientras que los médicos y adivinos griegos podían reclamar una elevada posición debido a unas habilidades que resultaban esenciales. Aristandro, el adivino, era querido y estaba vivo. Filipo, el médico, y sus colegas continuaban estando ahí, colaboradores obligados de un rey en un país plagado de enfermedades y venenos. Los pajes y los muchachos encargados de los juegos fueron promovidos, si bien de forma más caprichosa; Cares, el maestro de ceremonias griego, era tan apreciado como su elevada posición requería, mientras que los aristócratas griegos de Tesalia, que siempre estaban preparados para echar un trago o jugar a los dados, habían prosperado adecuadamente. Entre los griegos, incluso en el caso de que sus oficiales lo hubiesen abandonado, el rey no tenía motivos para sentirse falto de amigos.
Oficialmente Alejandro cenaba cada día con sesenta o setenta Compañeros, y también aquí había amigos que merecían un tratamiento de cortesía. Los regimientos estaban a salvo, en buenas manos, especialmente ahora que ocho de los comandantes más ancianos habían partido hacia Macedonia: hombres como Seleuco, futuro rey de Asia, o Alcetas, hermano de Pérdicas, simpatizaban con el plan de compartir su posición con nobles iranios escogidos. Era fácil que agradasen debido a sus opiniones, mientras que los propios iranios eran una fuente fresca de camaradería, no sólo el privilegiado Bagoas, sino también la familia de Roxana, los hijos de Maceo y el propio hermano de Darío, ya un Compañero. Especialmente Sisigambis, la madre de Darío, tenía a Alejandro en una alta consideración. Los diez mil veteranos habían sido reemplazados por diez mil guardias inmortales iranios de Susa, un millar de los cuales servían ataviados con sus espléndidos bordados, junto al cuerpo más cercano al rey, el de los Portadores de Escudo macedonios, como nueva guardia de honor fuera de la tienda del rey. Puede que Hárpalo hubiera abandonado a su amigo Alejandro, pero con su nuevo personal iranio y sus íntimos amigos macedonios, por no mencionar las numerosas concubinas del harén real, tres esposas orientales, Bagoas y una amante, Alejandro no era un solitario que reflexionaba sobre la brusca deserción de su tesorero. Vivía entre tres grupos de amigos, unos griegos, otros macedonios y otros orientales, y su preocupación eran los celos y la incompatibilidad de una compañía tan diversa. Los hombres que aman a un hombre poderoso o popular no se quieren unos a otros, y no es sorprendente que Crátero, por ejemplo, odiase a Hefestión, que Hefestión odiase a Eumenes y que Éumenes odiase al líder de los Portadores de Escudo. Alejandro, en el centro, no ahorraba esfuerzos en su interés. Había mostrado que lloraría cuando se despidiera de sus amigos veteranos; ahora, tenía más dinero que ningún otro hombre en el mundo y estaba encomiablemente deseoso de gastarlo. Emocional y financieramente generoso, tenía las cualidades para festejar a su corte, ahora más que nunca después de haber dejado atrás el desierto. A cambio, estos hombres le entregaron su devoción y, excepto en el caso de Clito y de la familia de Parmenión, la corte había preservado a la mayoría de sus miembros destacados a lo largo de los últimos seis años.
Por tanto, no fue en un estado de aislamiento enfurruñado como Alejandro dejó Opis con su menguado ejército en agosto, y como para subrayar este punto, consintió en ir a visitar los lugares de interés en su camino a Hamadán por el noreste. Alejandro viajó a través de la frontera meridional de Holwan, observando a los descendientes de una comunidad griega asentada allí por los persas ciento cincuenta años atrás; después de una breve estancia, cruzó la llanura abierta de la principal ruta por el norte y dio un rodeo hasta Bísitum, el lugar en el que se encontraba la famosa inscripción del rey Darío en una cara del acantilado, unos ciento cincuenta metros por encima del suelo: «De acuerdo con la rectitud he caminado; ni al débil ni al fuerte mal he juzgado». Alejandro no pudo haber leído los antiguos caracteres persas que se alzaban sobre él, pero el santuario dejó su marca en la historia griega como «un lugar muy apropiado para los dioses». El nombre Bísitum significa «lugar de los dioses»: los oficiales de Alejandro quedaron lo bastante impresionados como para pedirles a los guías una traducción.
Desde Bísitum, el ejército se dirigió a Hamadán a través de los campos de Nisa, los famosos pastos de los rebaños y caballos del rey; allí los animales trotaban hasta agotarse entre la exuberante alfalfa de Media. Habían esperado encontrar a más de ciento cincuenta mil, pero ahora apenas podía verse un tercio de esa cifra; se decía que el resto había sido robado por los ladrones, una prueba añadida del vandalismo que reinaba entre los medos en ausencia de Alejandro. El sátrapa iba a compensar esta decepción: ofreció a su rey un centenar de amazonas, armadas con hachas y un pequeño escudo, pero «Alejandro las envió lejos del ejército para prevenir que fuesen violadas por los macedonios». Inevitablemente, como las alemanas que intentaron unirse a la segunda cruzada, se alegó que eran mujeres de las tribus de las amazonas: sólo a través del mito podían los griegos y los medievales europeos dar crédito a la visión de una mujer en la guerra. De ser cierta, la historia apunta al respeto que Alejandro sentía por las mujeres, pues las despidió temiendo las violaciones que siempre había aborrecido.
El otoño casi había finalizado cuando el ejército finalmente inició su lento avance hacia la ciudad almenada de Hamadán, palacio de verano de los reyes persas cuya circunferencia medía más de un kilómetro y medio; estaba construida alrededor de un templo de plata, con azulejos de color turquesa y relumbrantes joyas. Los meses calurosos del año habían pasado de forma relajada; era la primera vez que los supervivientes disfrutaban de la ociosidad del verano en las últimas tres estaciones de campaña. Se hacían conjeturas sobre adonde los llevaría la próxima guerra, pero nada seguro se había revelado y todavía había quienes argüían que su próximo objetivo se situaba en Grecia. Por entonces, el Decreto de los exiliados se había leído en los Juegos Olímpicos de Grecia y había recibido los aplausos del público, formado por más de veinte mil exiliados; después del primer recibimiento, la huida de Hárpalo había fracasado, pues finalmente las puertas de los atenienses se cerraron para él y huyó con sus mercenarios a la isla de Creta para reflexionar. Sólo dejó una pequeña parte de su dinero a los políticos atenienses. Sin embargo, las noticias de su fracaso no llegarían a Hamadán hasta septiembre; en el campamento seguramente pensaban que Atenas había sido siempre su enemiga y que ahora se sentía ofendida por una parte del Decreto de los exiliados. La ciudad todavía elegía cada año a extremistas como generales. También podía haber un nuevo peligro en la orden dada a los sátrapas asiáticos de licenciar a sus mercenarios, pues aunque en ningún lugar habían provocado una rebelión, unos diez mil deambulaban sin control por la costa de Asia Menor y podían constituir una tentación para cualquier ateniense que buscase la guerra y quisiera reclutarlos. Allí, en Hamadán, se hablaba de una marcha de castigo contra Grecia y de asediar Atenas; otros debieron de recordar cómo había evitado siempre Alejandro cualquier conflicto con la ciudad, y debieron de razonar que su marcha los llevaría a alguna otra parte. Al Mar Negro, quizá, contra los nómadas que recientemente habían destruido un ejército macedonio, o contra los escitas que vivían alrededor del mar de Aral, como Alejandro había dado a entender en alguna ocasión. Y, el Caspio, ¿era un lago o un golfo del océano? Y, si era un lago, ¿quién vivía al otro lado? Pero Alejandro no descartaba nada y, cuando finalizó el otoño en Hamadán, siguió con el clima de ociosa festividad ordenando otra semana de juegos atléticos y certámenes artísticos, sacrificios a los dioses y comida y vino para todos.
Hay una curiosa anécdota en relación con los entretenimientos que siguieron. Se ha conservado el prólogo de una comedia que probablemente se representó por primera vez en Hamadán, y que se creía que había sido escrita por Alejandro. Quizás él añadió unas pocas líneas, pero su autor principal era Pitón, que, o bien era un escritor teatral procedente del sur de Italia, o un sofista griego conocido por su gordura y que había servido con los macedonios desde el reinado de Filipo. No hay ninguna duda sobre cuál era el tema. El escenario se dispuso como si se tratase de la pantanosa entrada al ultramundo griego. A la derecha, se levantaba el simulacro de un mausoleo: un grupo de magos orientales aparecía como coro y consolaba al personaje principal, evocando a un espíritu de entre los muertos. La necromancia no era nada nuevo en el teatro griego, pero en este caso aludía a un asunto del momento: el mausoleo quería representar el monumento de Hárpalo a su amada; el personaje principal era el propio Hárpalo, al que se referían mediante el apodo «hijo de un falo», y el fantasma al que los magos evocaban no era otra que la Pitionice a la que había amado. El diálogo se abría con observaciones convenientemente cáusticas sobre Atenas, la hambruna griega, Glícera y el tesorero rebelde: como los cantantes en Samarcanda la noche del asesinato de Clito, los dramaturgos sabían que podían divertir a sus patronos ridiculizando públicamente al amigo que lo había abandonado. Sin embargo, un año que parecía que al fin superaba el desastre y la revuelta iba a finalizar en una tragedia que nadie se esperaba.
En Hamadán, Hárpalo no era el único amigo que se perdía los festivales. El rey y sus Compañeros bebían en las habituales fiestas, pero Hefestión cogió fiebre y se metió en cama; los juegos continuaron sin él, y su médico lo confinó a su habitación y le recetó una dieta estricta. Como no parecía nada serio, el médico lo dejó para asistir al teatro; sin estar tampoco preocupado, Hefestión no hizo caso de las órdenes del médico y se comió un pollo cocido regándolo con una jarra de vino. Su desobediencia agravó la fiebre, quizá porque ya era tifoidea y reaccionaba ante cualquier ingesta repentina de comida; cuando el médico regresó, encontró a su paciente en estado crítico y, durante otros siete días, la enfermedad no mostró ningún signo de que fuera a remitir. Los juegos continuaron, aunque Alejandro estaba muy preocupado; hubo conciertos y competiciones de lucha, pero al octavo día, cuando la multitud estaba viendo las carreras de muchachos en el estadio, llegó a los asientos reales la noticia de que Hefestión había sufrido una grave recaída. Alejandro se apresuró a acudir junto a su cama, pero cuando llegó ya era demasiado tarde. Su Hefestión había muerto sin él, y fue con este cruel colofón como Alejandro se vino abajo por segunda vez en su vida. Y en esta ocasión, sería mucho más grave.
Su pesar fue tan incontrolado como los rumores que circularon sobre el mismo, pues una pena semejante no se había vuelto a oír desde las horas que siguieron al asesinato de Clito; algunos dijeron que se quedó día y noche junto al cadáver negándose a apartarse de él; otros que colgó al médico por negligencia y que ordenó que se destruyese un templo local dedicado al dios de la salud en señal de duelo. Sin duda se negó a comer o beber durante tres días, y se enviaron emisarios al lejano oráculo de Amón en Siwa para preguntar si era correcto adorar al difunto como a un héroe. En este trágico momento, el rey se entregó una vez más a sus consuelos personales, pues se dijo, y probablemente sea cierto, que se cortó el cabello en memoria de Hefestión y que cortó la cola y las crines de los caballos que había en el campamento. El ritual tiene un precedente persa, pero, lo que es más revelador, también posee su parangón en la Grecia de Homero: en la Ilíada, Aquiles esquiló a sus caballos en honor de su difunto y amado Patroclo, y puesto que Hefestión había sido durante mucho tiempo reconocido como el nuevo Patroclo del Aquiles Alejandro, es del todo apropiado que primero Amón, y después Homero, afloraran con motivo del sufrimiento de Alejandro.
En su desenfrenado lamento, Alejandro iba a mostrar cuánto le importó la única relación verdadera que tuvo a lo largo de su vida. Durante una semana o más, no se encontró en situación de tomar ninguna decisión; Bagoas, Roxana y el consuelo de los Escoltas no significaban nada para él, y los preparativos para el funeral se aplazaron hasta que Amón diese su respuesta. Los cortesanos sólo podían esperar y sugerir que Hefestión necesitaba un monumento local; transcurrieron dos semanas antes de que Alejandro se recobrara lo bastante como para aprobarlo y decretar que, al igual que todos los demás Compañeros caídos, Hefestión debía ser honrado con una gran piedra con la talla de un león: el león de Hamadán todavía se conserva en nuestros días más o menos donde Alejandro ordenó que se instalase. Los monumentos de leones fueron el único legado macedonio al arte y se extendieron hasta la India desde un reino en el que estos animales todavía abundaban; siglos más tarde, cuando Hefestión ya hubiese sido olvidado, las damas de Hamadán untarían la nariz de su león con mermelada, pidiendo hijos y un parto fácil. Hefestión acabó siendo famoso como símbolo de la fertilidad.
Sin embargo, esta perspectiva no podía consolar a Alejandro. Era un hombre destrozado que se había desvinculado de todas las cosas materiales; sentía la pérdida de su amor de un modo tan amargo como nunca había sentido ninguna otra pérdida a lo largo de su carrera, y no parecía que ni el tiempo ni las renovadas ambiciones pudieran reconciliarlo con el dolor tan repentino que experimentaba. Durante un mes, se preparó para dejar Hamadán, que había llegado a odiar, pero un elemento nuevo y escalofriante había penetrado en la atmósfera de la corte. Nuevo, aunque no del todo inesperado. Hefestión había muerto, Alejandro casi desesperaba de vivir, y un hombre al menos se había demostrado acertado, lo que resultaba de lo más curioso. Cinco meses antes, cuando los sátrapas rebeldes estaban siendo purgados, el comandante de Babilonia le había pedido a su hermano, un adivino, que verificara los augurios de la ciudad; a su debido tiempo, se había ofrecido un sacrificio para considerar en primer lugar el destino de Hefestión. Se había descubierto que, de manera sorprendente, al hígado de la víctima sacrificada le faltaba un lóbulo; sin tardanza, el adivino envió una carta a su hermano, que se encontraba ahora en Hamadán, informándole de que no tenía nada que temer de Hefestión puesto que la muerte le rondaba. Hefestión había muerto, como se había predicho, el día después de que la carta fuera abierta en Hamadán; el comandante se quedó muy impresionado por el augurio de su hermano, y mientras tanto, sin que se supiera, el hermano hizo otro sacrificio. Esta vez la ofrenda era para Alejandro y, una vez más, el hígado no tenía lóbulo; había una carta que estaba ya de camino hacia Hamadán prediciendo más muertes. Sólo en un momento de crisis los adivinos detectan malos augurios: la muerte estaba en el aire, y los hombres empezaron a recordar cómo el indio Cálano había subido a la pira y había organizado una críptica despedida: se decía que le había dicho al rey que lo vería de nuevo en Babilonia. Todo era muy extraño: el hígado no tenía lóbulo, el sofista hindú había hablado, al parecer, de muerte y de un funeral babilonio, y ahora, desde Hamadán, apenas un mes más tarde, Alejandro se disponía a empezar una marcha dando un rodeo a través de los montes de Luristán, al suroeste de Mesopotamia, de manera que, hasta la fecha, en realidad había evitado Babilonia. Nadie sabía adonde los llevaría el próximo año, si a Grecia o al Caspio, si hacia el oeste, a Cartago, o hacia el sur, hasta los árabes de los valles de Hadramawt. La decisión era de Alejandro, y sin embargo, por muy firme que se mantuviera ante la pérdida de Hefestión, los augurios indicaban que jamás llegaría a tomarla.