Lo que verdaderamente conmocionó a los hombres destacados en las satrapías de Asia no fue tanto el desastre del Makran como el simple hecho de que Alejandro hubiera regresado. Muy pocos entre sus sátrapas, y menos aún entre quienes se encontraban en Grecia y Europa, esperaban verlo de nuevo; en el Irán oriental, el malestar ocasionado por la noticia de su herida crecía día a día. Por increíble que pareciera, Alejandro había reaparecido. La historia de los seis meses siguientes de su carrera se centra en un problema que Alejandro había dejado pendiente al marchar hacia el este: cómo conservar un imperio extenso y diverso haciendo frente a una lengua extranjera, al calor y a la lentitud de las comunicaciones.
Un problema al que no faltaron respuestas. «Lo mejor —le aconsejó una vez más el Aristóteles de la leyenda persa— es dividir el reino de Irán entre sus príncipes y otorgarle el trono a quienquiera que designes para una provincia; no otorgues ascendencia ni autoridad a ningún otro, que cada uno sea incontestable en el trono de su propio dominio… Después surgirán entre ellos muchas discrepancias y desacuerdos; rivalizarán por el poder, se jactarán de sus riquezas y disputarán sobre el rango, y, con tanta presunción y altanería, con tanto discutir sobre los criados, no buscarán la venganza ni recordarán el pasado. Cuando tú te encuentres en los límites remotos de la tierra, cada uno de ellos amenazará a su colega con el terror que tú suscitas, invocando tu poder y tu apoyo». Esta palmaria exposición sobre la actitud de un caballero persa no habría complacido a Maquiavelo. Altamente impresionado por la larga obediencia de Asia a los sucesores de Alejandro, Maquiavelo lo explicó como la rendición de un reino de sirvientes, no de nobles. A diferencia de estos, los sirvientes no pueden ser utilizados en contra de sus amos, pero, una vez que caen, caen para siempre al no contar ya con el aprecio del pueblo. Darío gobernó entre sirvientes, y su derrota le otorgó a Alejandro un reino sin recursos para la rebelión.
De los dos filósofos, este Aristóteles demostró más comprensión hacia el aprieto en que se hallaba Alejandro, pero tampoco él previo que los iranios se rebelarían. Mientras Alejandro navegaba por el Indo, posiblemente los observadores en Asia sólo estaban de acuerdo en una cosa: en que probablemente el Imperio se estaba desmoronando.
Durante el breve tiempo que Alejandro permaneció en Kirman, catorce de las veintitrés provincias del Imperio mostraron signos de malestar y revuelta. El problema no era nuevo, puesto que había preocupado a Alejandro ya desde la victoria de Gaugamela; de hecho, sólo uno de sus muchos gobernadores, Antígono el Tuerto, conservaría la misma satrapía durante su reinado. Las causas varían en cada lugar. En la Bactriana, donde los nativos habían sido eliminados en el transcurso de dos años de guerra, fueron los colonos griegos mercenarios los que se rebelaron. Creyendo que Alejandro había muerto, eligieron a un experimentado ateniense como rey y se apoderaron de Balj en el otoño de 325. Después pelearon entre ellos y, por la época en que Alejandro regresó, no habían logrado escapar de la Alejandría que detestaban. Los mercenarios también fueron culpados de sublevación en la India. Tan pronto como Alejandro dio la vuelta para regresar a casa, se alzaron y asesinaron al sátrapa Filipo. Las noticias no alcanzaron a Alejandro hasta que llegó a Kirman, desde donde rápidamente ordenó que la provincia se repartiera entre un tracio y el rajá Ambhi. Los cabecillas ya habían sido castigados por los escoltas reales.
En el Hindu Kush fue de nuevo diferente. En la primavera de 325 habían llegado noticias, a través del padre de Roxana, de que el gobernador iranio del interior se mostraba agitado. No era la primera vez que la voluntad de independizarse causaba problemas entre estas tribus de las montañas; el hombre fue depuesto, y el padre de Roxana se hizo cargo de la satrapía de una provincia que resultaba vital para el control de los caminos que conducían a Balj y la India. Mientras tanto, al sur de estas rutas de capital importancia, en el valle del Helmand, la oportunidad estimuló la rebelión: el sátrapa macedonio había muerto a causa de una enfermedad y, antes de que la petición de un sustituto pudiera llegar hasta Alejandro, los jefes iranios intentaron hacerse con el poder. No obstante, Alejandro tuvo la respuesta adecuada para ellos. Cuando apartó a los veteranos y a los elefantes de la marcha por el Makran, los envió a través del placentero valle del Helmand para que solucionaran el problema de camino casa. Así lo hicieron, y los iranios sublevados fueron llevados a Kirman, encadenados y listos para ser ejecutados.
Pronto llegaron otros prisioneros para unirse a ellos. Entre los medos, se había impuesto un pretendiente que «llevaba la tiara vertical y se proclamaba a sí mismo rey de los medos y los persas»; sin embargo, el sátrapa local, aunque iranio, tenía razones para mostrarse leal, por lo que encadenó al pretendiente junto con sus cómplices iranios. El gobernador de las vecinas tribus de las montañas, también un iranio, se había negado repetidamente a cumplir las órdenes y había huido de un último llamamiento realizado tres años atrás: sólo entonces fue capturado y enviado ante el rey, que lo condenó a muerte. En la propia Kirman, hogar de las tribus de cazadores de cabezas, posiblemente el gobernador fue acusado de insubordinación, pues Alejandro nunca había conquistado el país y sus costumbres agresivas apoyaban las sospechas. Cuando Nearco abandonó el palacio y se reunió de nuevo con la flota, se encontró con que el nuevo gobernador todavía no había pacificado a las tribus que se habían apoderado de las fortalezas locales y que continuaban mostrándose tan problemáticas como su reputación sugería.
En el oeste, el panorama era similar. Un aristócrata pretendiente al trono se había apoderado de la mismísima tierra natal de los persas; la provincia de Susa y sus tribus vecinas estaban gobernadas por dos iranios sospechosos que antiguamente habían sido servidores de Darío y que debían de encontrar tentadora la ausencia de Alejandro. Al noroeste, en las tierras altas de Armenia y Capadocia, los gobernadores de Alejandro nunca habían llegado a consolidarse y el poder había pasado de nuevo a los iranios y sus refugiados; en Frigia, las tribus colindantes carecían de gobierno, probablemente tras haber asesinado al sátrapa, mientras que en Europa las tribus tracias habían destruido mucho de lo que Filipo y Alejandro se habían esforzado por mantener durante los últimos veinte años a través de las colonias y un tributo. Habían sido alentados por unas aspiraciones fallidas en nombre de Alejandro: durante el último año, uno de sus generales había llegado con un gran ejército desde Europa para atacar a los nómadas que habitaban alrededor del Mar Negro y de quienes Alejandro había hablado al rey de Kharezm como un posible objetivo. El clima y la resistencia nativa aniquilaron su ejército, un desastre que dio alas a un levantamiento tracio, por lo que muchos observadores creyeron que Alejandro regresaría ahora para vengarlo. En las nueve provincias más pacíficas, figuras familiares como la de Ada, la reina madre, y Maceo habían muerto, mientras que el experimento con gobernadores nativos en Egipto no había durado mucho tiempo. No podía decirse que la lucha por el Imperio hubiese terminado en Gaugamela.
La prueba de la fortaleza de un imperio radica en su capacidad de supervivencia. Sobre el papel, Alejandro parecía peligrosamente frágil, pues sólo estaba apoyado por cuarenta mil soldados provinciales, unas dos docenas de Alejandrías y un alto mando que había incluido a nueve de los antiguos sátrapas de Darío. Y, sin embargo, ninguno de los pretendientes al trono o de los sátrapas problemáticos había conseguido organizar una revuelta popular, salvo algunos focos entre las tribus montañesas. Es un error describir su rebelión como un levantamiento nacionalista, como si Asia fuera el siglo XIX europeo. El campesino iranio no se sentía parte de una nación con unos límites bien definidos: sólo sabía que gran parte de su producción iba a parar a sus distantes amos, como todavía es el caso para tres cuartas partes del campesinado, y la identidad de estos amos les era más o menos indiferente. Cuando Alejandro regresó de manera inesperada, la lucha no se libraba entre naciones o clases, sino en el alto mando allí donde éste estaba en manos de iranios prominentes. Habían transcurrido seis años desde Gaugamela, pero los nobles de Darío no habían estado tan ociosos como Maquiavelo sugirió.
Una crisis de lealtad de estas características puede contemplarse desde dos perspectivas: desde la de las provincias, donde se originó, o desde la de Alejandro, que la reprimió. Es cierto que Alejandro acababa de dejar el Makran y estaba viviendo con el recuerdo de este importante desastre; al principio tenía los nervios a flor de piel y por eso había arrestado al primer mensajero que llevó información sobre el regreso de Nearco, porque le pareció que las noticias que traía eran injustificadamente buenas. No obstante, el mensajero fue puesto en libertad cuando se demostró que estaba en lo cierto y, por otro lado, las semanas de celebraciones contribuyeron en buena medida a elevar la moral del ejército. Por medio de una inversión de la lógica del héroe, para un nuevo Aquiles haber escapado del Makran podía empezar a parecer un triunfo personal, una hazaña de supervivencia allí donde Semíramis había fracasado y una victoria en la lucha contra las fuerzas más nefastas de la geografía. «Me complace más la noticia de tu regreso que la conquista de toda Asia», recordaba Nearco que había dicho Alejandro, y Asia, por consiguiente, se había estrechado para abarcar sólo el recorrido del ejército. Actualmente, esta autodefensa parece fruto de la debilidad y del mal gusto; sin embargo, va rotundamente contra toda evidencia atribuir los arrestos que siguieron sólo al supuesto sentimiento de inseguridad de Alejandro o a un nuevo y caprichoso clima de sospecha. Las detenciones no constituían nada nuevo para el superviviente de Parmenión, de los pajes o de las intrigas posteriores al asesinato de Filipo, sin mencionar que tampoco lo eran para ningún otro rey macedonio; con todo, que sepamos, ni uno solo de sus cortesanos, de los Compañeros miembros del séquito o de los consejeros del alto mando perdió su cargo o su vida durante el año siguiente. Si hubiera sido preciso culpar de lo ocurrido en el Makran a un chivo expiatorio, era entre estos servidores donde debía haberse llevado a cabo una purga. Las detenciones no afectaron a la corte, sino que se produjeron en el entorno del alto mando provincial, y es desde las provincias desde donde debe interpretarse lo sucedido. En cada caso se lanzaron acusaciones contra las víctimas, y aunque estos cargos no tenían por qué ser necesariamente ciertos, a menudo hay un trasfondo independiente que los hace totalmente creíbles. La revuelta irania y los disturbios en las satrapías se contrarrestaron por medio de gestos que buscaban despertar las simpatías provinciales, pues frente a un intento de rebelión irania, la unión de sátrapas y súbditos era un riesgo que Alejandro no podía permitirse.
Cuando los rebeldes iranios llegaron a Kirman para ser sentenciados, la improbabilidad de que se produjera semejante unión se hizo obvia. Entre los gobernadores que habían traído los alimentos y los animales de carga solicitados aparecieron los generales tracios y macedonios de Hamadán, quienes no habían visto a su rey en los últimos seis años. Sus últimas actividades conocidas habían estado relacionadas con el asesinato de Parmenión, cuando se deshicieron del anciano general obedeciendo el mandato de la carta de Alejandro: cuatro de ellos permanecieron en Media desde entonces, en el punto central de las comunicaciones del Imperio hacia el Alto Irán, donde debieron de haber recibido órdenes regulares en relación con el transporte de hombres y equipo. Seis mil soldados procedentes de su guarnición los acompañaban, pero rápidamente se lanzaron quejas contra su conducta. Los acusadores nativos insistieron en que los generales habían permitido el saqueo de las propiedades del templo, un delito contra las creencias locales particularmente cargado de emotividad; era evidente que eran culpables, pues cuando una invasión griega entró en Hamadán unos cien años más tarde observó que las tejas de plata y las piedras preciosas habían sido arrancadas del templo por los hombres de Alejandro, un sacrilegio que no se corresponde con las pacíficas y conciliadoras visitas del propio Alejandro. Sus generales fueron seguramente los responsables, y también fueron acusados de violar a damas respetables, un crimen que, según cuentan las anécdotas, Alejandro siempre había detestado. Su oficial de mayor rango, hermano del mismo Ceno que había hablado en el río Beas, «los había sobrepasado a todos en sus locas pasiones, hasta el punto de violar a una virgen aristócrata y dársela después a su esclavo como concubina». Estos arrebatos de violencia eran graves, pero no sorprendentes: dos de los generales eran comandantes de los tracios, a quienes tales excesos nunca habían disgustado. Cuando se escucharon estas categóricas incriminaciones, seiscientos soldados fueron condenados a muerte, una represalia que difícilmente habría podido llevarse a cabo en presencia de cinco mil de sus compañeros, a menos que hubiera motivos para justificarla. En un clima similar, marcado por las indagaciones y la aplicación de justicia, los cuatro comandantes fueron arrestados y dos de ellos ejecutados por orden de Alejandro. Las acusaciones contra un tercero no parecieron convincentes y sólo fue arrestado, aunque nadie mostró ningún pesar por la muerte de sus criminales compañeros. Habían ultrajado a los nativos y habían dado rienda suelta a sus ambiciones en el centro neurálgico de los caminos del Imperio. En ambos casos estaban mejor fuera de juego, y la inmensa mayoría de los soldados aprobó su muerte.
La mala conducta de cuatro generales y seiscientos soldados pronto alentaría una orden más audaz: al igual que hizo el último rey que gobernó Persia con éxito, Alejandro «ordenaría a sus sátrapas que licenciaran a sus ejércitos mercenarios». Esta orden, que se registró de manera escueta, es oscura y necesita ser matizada. Los colonos de las Alejandrías quedarían exentos porque eran ciudadanos, no mercenarios, y sabemos que permanecieron en su territorio hasta la muerte de Alejandro. No está claro si los ejércitos que estaban en las provincias todavía eran mercenarios o si ahora servían a Alejandro formando parte de su ejército principal. Tampoco la orden está claramente fechada en ninguno de los siguientes seis meses. Las noticias de un alzamiento de mercenarios en la India, así como la revuelta griega en la Bactriana y la purga de criminales procedentes de Hamadán, probablemente ayudaron a Alejandro a tomar tan difícil decisión; la economía y la necesidad de restablecer su propio ejército real también constituían motivos para centralizar a los soldados. Se criticó la idea diciendo que estaba mal concebida, pero Alejandro había de saber que no tenía sentido hacer pública a distancia una orden a menos que esperara ser obedecido; en consecuencia, diez mil mercenarios, como mucho, deambularían sin control, muchos de ellos nativos, no griegos. Buscarían un medio para ganarse la vida, y sus efectos se sentirían más en Asia Menor, donde las hordas más numerosas de vagabundos eran algo muy habitual. Por lo tanto, era de vital importancia que ningún sátrapa recusara la orden una vez dictada: sólo se necesitaba un disturbio más para que Alejandro aprovechara la oportunidad y la dictase. Con los mercenarios en mente, Alejandro emprendió la marcha desde Kirman, envió a Nearco de regreso a la flota y se dirigió hacia el oeste por el camino que conducía a Fars, utilizado desde hacía mucho tiempo para acceder a los grandes palacios persas situados en el centro del Imperio. Habían transcurrido casi siete años desde la última vez que Alejandro pasó por ellos, y no podía sino preguntarse qué era lo que iba a encontrar; estaba entrando en la segunda, y más delicada, etapa de su regreso.
La marcha desde Kirman hasta la provincia de Persia no era complicada, y a principios de la primavera de 324 Alejandro se encontraba ya en Pasargada, apenas a ochenta kilómetros de Persépolis. Por una vez sus pasos pueden seguirse de manera exacta, pues al llegar a Pasargada se detendría en el umbral de la tumba de Ciro, un edificio que sus oficiales ya habían visitado seis años atrás y que, sobre la plataforma de piedra en que se alza, todavía se conserva en gran parte como Alejandro lo vio entonces. En el interior de la angosta puerta de entrada del frontispicio, descubrió signos inequívocos de vandalismo. En su primera visita, los oficiales habían hablado de un sarcófago de oro con un lecho al lado y un cobertor, alfombras y tapices púrpuras. La capa del rey, sus pantalones, sus túnicas teñidas de azul, sus collares, cimitarras y pendientes con piedras preciosas, todo se había dejado sobre el lecho y la mesa; ahora habían desaparecido. El sarcófago había sido forzado y habían esparcido de cualquier modo el esqueleto de Ciro por el suelo.
Puesto que Alejandro llevaba mucho tiempo afirmando que era el heredero de Ciro, se sintió profundamente disgustado por esta falta de respeto. Torturó a los magos, que tradicionalmente vigilaban la tumba a cambio de una oveja y un caballo para los sacrificios mensuales, pero éstos no señalaron a ningún culpable y la investigación se abandonó. Se le ordenó al historiador Aristóbulo que supervisara las reparaciones y que sustituyera las vestiduras reales; tenía que bloquear la puerta con piedras y arcilla, y estamparle el sello del rey. Mientras llevaba a cabo su cometido, Aristóbulo describió el edificio de un modo lo bastante preciso como para que los exploradores lo reconocieran dos mil años después, e incluso parafraseó el epitafio del rey Ciro en griego. Aristóbulo comprendió además las probables causas del robo: «Sin duda no era obra del sátrapa —escribió—, sino de los bandidos, pues dejaron todo aquello que no podían transportar con facilidad. Fue un ejemplo más de los disturbios de los rebeldes durante la ausencia de Alejandro en la Bactriana y la India». Finalmente, un macedonio fue condenado, quizá con justicia, a muerte por el delito cometido.
Sin embargo, al sátrapa iba a llegarle pronto su hora. Procedente de una de las más nobles familias iranias, había tomado el mando de Persia cuando murió el hombre que Alejandro había designado; había actuado de forma arbitraria, por lo que fue a encontrarse con el ejército llevando enormes presentes de oro, monedas, caballos, muebles y vajillas con piedras preciosas para excusar su autopromoción. Fue recibido como esperaba, y, desde los montes cercanos a Pasargada, marchó con el rey a Persépolis, donde podría haber sobrevivido si los nativos y los edificios no hubiesen servido de prueba contra él. Se descubrió que había «saqueado los santuarios y las tumbas reales» que dominan la terraza de Persépolis, y que había «asesinado a muchos persas de forma injusta». También había sido un usurpador en una provincia peligrosamente nacionalista de Asia, y se adujeron suficientes cargos como para que fuera ahorcado, con Bagoas actuando como intérprete y quizá como acusador. Fue sustituido por Peucestas, el oficial que había ayudado a salvar la vida de Alejandro en Multan y que desde entonces, como agradecimiento, ostentaba el cargo de Escolta personal. La elección fue de lo más diplomática en una provincia en la que las tradiciones persas estaban muy arraigadas, pues tras su nombramiento Peucestas se vistió con prendas orientales y aprendió persa, para gran satisfacción de los nativos. En un permanente clima de reconciliación, Alejandro distribuyó los habituales regalos de dinero entre las mujeres persas cuando pasó a través de su provincia, una costumbre que recordaba la historia del rey Ciro, si bien había sido descuidada por los últimos reyes persas. También expresó su pesar porque el palacio real de Persépolis se hubiera incendiado; era demasiado tarde para reparar el daño causado por las palabras de una mujer y la euforia suscitada durante un banquete, pero, como indica el respeto que sentía por la memoria de Ciro, su mito se había transformado mucho desde los primeros días de la invasión. Cuando los sátrapas eran sospechosos convenía, como en el caso de los generales de Hamadán, reforzar el sentimiento de proximidad entre sus súbditos. Los reyes persas apenas habían sido vistos en Persia durante los últimos treinta años.
Mientras Nearco llevaba la flota hasta el extremo del golfo Pérsico, Alejandro dispuso los suministros que necesitaba y dejó Persépolis para marchar hacia el oeste y encontrarse con su almirante en Susa. Al llegar allí a finales de marzo, de nuevo se vio envuelto en las intrigas de los sátrapas iranios. Fue recibido por el gobernador local y su hijo; ambos habían servido a Darío en Gaugamela y después habían comprado su rehabilitación a Alejandro. Según dijeron algunos, Alejandro mató al hijo alanceándolo con su propia sarisa y puso al padre en prisión, quejándose de que sólo le había traído dinero para sobornarlo, y no suministros para el ejército, un descuido que siempre era muy grave pero que aún lo era más después del episodio del Makran, cuando se habían dado órdenes de que todos los puestos de suministros que había en las principales carreteras tenían que ser aprovisionados por los gobernadores al paso del ejército. Esto y la sospecha de insubordinación constituyeron la causa de que el hombre fuese ejecutado; del mismo modo, se halló culpable, quizá justamente, al último de los cuatro generales de Media de robar los tesoros sagrados de Susa. Fue condenado a morir con retraso.
Con las ejecuciones llevadas a cabo en Susa, la breve purga finalizó; ello no constituía ninguna novedad. En los tres años anteriores a la invasión de la India, fueron condenados a muerte muchos más oficiales sospechosos de conspiración que los que fueron ejecutados en los años posteriores al Makran. Desde que salió del desierto, Alejandro había destituido a cuatro gobernadores iranios y a cuatro pretendientes iranios junto con sus cómplices; había tenido que ponerse al nivel del tan evocado ofensor de los iranios eliminando a cuatro notorios villanos de Hamadán. El diseño de la estrategia había sido vital. Incluso antes de invadir la India, Alejandro había abandonado la política de servirse de los sátrapas iranios de Darío, a los que al principio se había complacido en recibir y rehabilitar. Sin embargo, por el verano de 326, seis de los sátrapas iranios ya se habían puesto a prueba y mostrado incompetentes, mientras que otros dos nunca habían llegado a establecer su gobierno en sus satrapías; después de las recientes ejecuciones, sólo cuatro, excluyendo a los rajás indios, continuaron desempeñando un alto cargo provincial. De éstos, uno era el padre de Roxana; otro era Artabazo, padre de Barsine, que era un anciano y estaba confinado al mando de un fuerte de la Sogdiana; el tercero gobernaba la agreste zona del norte de Media como si fuera un ducado independiente y demostró ser tan digno de recuerdo que su nombre, Atrópates, pasó a denominar la provincia de Azerbaiyán; el cuarto iranio, Fratafernes, era la llamativa excepción, pues era el único sátrapa que había servido a Darío y que todavía mantenía su satrapía de Partia cerca del mar Caspio; había sido lo bastante leal como para enviar comida caliente y a sus dos hijos en camello a Carmania en respuesta a las peticiones de Alejandro desde el Makran. En otros lugares, los macedonios u otros europeos habían ocupado el lugar de los iranios sospechosos, pues eran hombres en los que no se podía confiar cuando Alejandro estaba ausente debido a su pasado compromiso con Darío. Un tracio gobernaba a los indios; con mejor fortuna, un chipriota gobernaba las rudas tribus de la provincia natal de Arriano; Peucestas, el macedonio, complacía a los persas al haber adoptado sus vestidos, sus costumbres y su lengua. Durante este tiempo, se dice que Alejandro se convirtió en una persona propensa a creer en las acusaciones y a castigar «incluso a los infractores menores con dureza, porque sentía que seguirían obstinándose en cometer crímenes aún más graves». En esas circunstancias, era una actitud prudente y puede muy bien ser cierta, aunque durante los cuatro años que siguieron a Gaugamela un gran número de cortesanos fueron ejecutados por meras sospechas. Doce arrestos rápidos bastaron para hacer que el Imperio volviera a la calma, y así continuó no sólo durante el corto tiempo que duró la vida de Alejandro, sino también a lo largo de los cuarenta años de egoístas luchas en el oeste entre los sucesores macedonios. Los nobles habían tenido su momento y, a partir de entonces, el Imperio funcionaba como si se lo hubieran arrebatado a los sirvientes. En la mitad oriental de Asia, la mayoría de los nuevos designados permaneció en el poder durante los ocho años siguientes y fueron ensalzados por su buen gobierno. En definitiva, la purga que tuvo lugar en el este dio señales de éxito: pasarían setenta años o más antes de que el gobierno macedonio en Asia se viera debilitado de nuevo en tantas provincias, y también entonces las pautas y las provincias afectadas fueron extraordinariamente similares.
Sin embargo, en la primavera de 324 el destino de la parte oeste todavía era incierto. Desde Kirman, la noticia del regreso del rey se había propagado de manera espectacular hacia la costa, y en Babilonia se dejó constancia de su rápido viaje: el comandante de la guarnición de la ciudad había acudido para encontrarse con Alejandro cerca de Susa, pero «al ver que estaba castigando a sus sátrapas con severidad, envió una carta a su hermano en Babilonia, que casualmente era un adivino. Temía por su propia seguridad y, sobre todo, tenía miedo del rey y de Hefestión». El adivino, después de preguntar por los detalles, recurrió a sus artes y preparó una respuesta memorable. Mientras tanto, las noticias habían cruzado el territorio y, a principios de verano, alcanzaron los refugios de Cilicia y la orilla del mar Egeo. Hárpalo, tesorero del Imperio, las escuchó con consternación y se retiró a las estancias privadas del castillo de Tarso para reflexionar sobre su propia posición. Tenía un historial vergonzoso y sabía, como oficial que había estado en Hamadán cuando Parmenión fue asesinado, cómo era tratado un sospechoso en tiempos de crisis.
Entre los oficiales macedonios de Alejandro, famosos por su afición a la lucha, a la bebida y a las botas con tachuelas de plata, ninguno resulta más simpático que el tesorero Hárpalo. A Alejandro siempre le había gustado; habían crecido juntos, pero como Hárpalo era cojo no podía emplearse en el servicio activo. No obstante, había seguido al ejército y, poco antes de Isos, viajó desde Asia hasta Grecia con una misteriosa misión, probablemente como espía real. Después de Isos, regresó para reunirse con los soldados, y, cuando Alejandro empezó a acuñar sus primeras monedas en Asia, Hárpalo se convirtió en uno de los tesoreros del ejército. Sus responsabilidades habían aumentado con el botín obtenido, hasta el punto de que tres años más tarde se lo pudo dejar en Hamadán para que centralizase las riquezas del Imperio persa. Mientras Alejandro luchaba en la India, Hárpalo siguió llevando una vida sin ajetreo tras las líneas. Posiblemente enviaba libros para las lecturas iluminadoras de su rey, organizaba los refuerzos mercenarios y supervisaba el envío de conjuntos nuevos y elegantes de armaduras al Punjab. Hárpalo pasó gran parte de su tiempo en el corazón de Babilonia, donde mejoró el palacio de los persas añadiendo un alegre pórtico griego de yeso al patio interior. En una tierra extraña, también encontró consuelo en la jardinería. A petición de Alejandro, tenían que plantarse especies griegas en las terrazas de los Jardines Colgantes de Babilonia; Hárpalo buscó el lugar adecuado para ellas, aunque el tórrido suelo de arena no fue del agrado de la hiedra, que se negó a hechar raíces.
El tesorero, un hombre rico pero solitario en su jardín, había sentido la necesidad de tener compañía femenina y, al igual que Ptolomeo, sus gustos se inclinaban por las cortesanas de Atenas. A través de unos amigos de la ciudad, había oído hablar de la experta Pitionice; le envió una invitación y, como hizo Tais, Pitionice dejó el Pireo para probar fortuna en el este. Hárpalo no escatimó honores para impresionarla, e incluso se hizo llevar por barco a Babilonia peces exóticos desde el distante Mar Rojo; durante dos o tres años, el tesorero y su novia esclava convivieron en los Jardines Colgantes hasta que, a pesar de los romances que mantenía con otras mujeres nativas, Hárpalo descubrió que se había enamorado. Pitionice le dio una hija, pero, en la época en que se informó de que Alejandro estaba navegando por el Indo, ella murió y, en su lecho de muerte, pidió a su amante que hiciera justicia a su recuerdo. No iba a ser Hárpalo quien la defraudara y, en el proceso, él mismo se vio envuelto en un escándalo.
Era inevitable que Alejandro tuviera amigos en las ciudades griegas del Imperio y que esos amigos, que a menudo se restablecían en su tierra natal gracias a su favor, demostraran que sabían expresar su agradecimiento. En la isla egea de Quíos vivía Teopompo, el panfletista, un hombre rico que había viajado por Grecia en nombre de la historia sólo para escribir provocadoras calumnias acerca de casi todos los hechos que había visto u oído. Veinte años antes, había pasado algún tiempo en la corte de Filipo y no había escatimado insultos al describir al rey y a sus cortesanos. Pero los tiempos pronto cambiaron: Filipo se convirtió en el amo de Grecia y, más tarde, su hijo Alejandro sería el dueño y señor de Asia y el Egeo, de modo que Teopompo se encontró en deuda con los hombres que habían sido objeto de sus vituperios. Por tanto, escribió un panegírico a cada uno de ellos, y, cuando Alejandro regresó de la India, Teopompo le envió una estilizada carta en la que respetuosamente hablaban de algunos temas relacionados con el oeste. Entre éstos estaba la conducta de Hárpalo: Pitionice «era una esclava y una ramera de mucho cuidado, pero, ahora que había muerto, él le había construido dos monumentos que costaban más de 200 talentos. Uno se había erigido en Babilonia, el otro en Atenas», al lado del Camino Sagrado de la ciudad de Eleusis, enmarcado por una perspectiva de la Acrópolis al fondo: era mucho más grande que cualquier otro monumento, decía la gente, por lo que un extranjero ingenuo pensaría que honraba a Pericles o a algún héroe similar del pasado. Su ataúd había sido escoltado hasta la tumba por un enorme coro de músicos famosos y, para que no fuera olvidada, «este hombre, que pretende ser tu amigo, ha dedicado un templo y un recinto sagrado a Pitionice Afrodita, diosa del amor, no sólo despreciando la venganza de los dioses, sino también haciendo burla de los parecidos honores que se te han conferido a ti». Hárpalo había inmortalizado a su amante nada menos que como una diosa en una época en la que otros ya estaban tributando honores divinos a su rey. También había impuesto una moda, pues a menudo las amantes reales del futuro serían llamadas Afroditas y adoradas de un modo similar.
Sin embargo, incluso las diosas necesitan ser reemplazadas. Buscando una vez más en los burdeles de Atenas, Hárpalo había atraído a la famosa prostituta Glícera al este y había dejado Babilonia para encontrarse con ella en la costa de Asia; ambos se retiraron a Tarso, donde «Glícera fue aclamada como una reina y recibió proskynesis del pueblo; se prohibió ofrecerle a Hárpalo ninguna corona de honor sin ofrecérsela también a ella. En un pueblo cercano, Hárpalo erigió una imagen suya de bronce en vez de una de Alejandro». El romance lo mantenía alejado de Babilonia, pero en Tarso había un importante centro monetario y un gran almacén cerca de éste, por lo que Hárpalo todavía podía fingir que se ocupaba de sus obligaciones. La prueba de su irresponsabilidad todavía puede verse en las raras series de monedas de plata, acuñadas en Tarso, que no llevan ninguno de los tipos de letra de Alejandro, sino que regresan a los viejos diseños persas de los días en que los sátrapas eran independientes; al haber perdido los gobernadores de Alejandro el derecho a acuñar sus propias monedas de plata, este desafío significaba una rebelión abierta. Cuanto más perdiera el tiempo Hárpalo con su dama, más cerca de casa estaría el rey. Alejandro no toleraría la presencia de ningún «rey ni reina» en Tarso.
Que Alejandro recibiera o no la carta de Teopompo cuándo regresó a los palacios persas carece de importancia. Probablemente la carta llegó tarde, pero incluso sin ella Hárpalo sabía qué cargos podían imputársele. Cuando llegaron noticias a Tarso de una purga en el este y de la inflexibilidad del rey, Hárpalo tuvo motivos de sobra para alarmarse: en cierta ocasión él también había estado en Hamadán, donde hacía poco que cuatro generales y seiscientos soldados habían sido ejecutados debido a su mala conducta. Hárpalo tenía dos hermanos, pero uno ya no estaba en la corte para suplicar por él, pues lo habían dejado como sátrapa de la India occidental, donde permanecería hasta el final de sus días, y el otro, jefe de los arqueros, o estaba muerto u ocupado en la frontera del Makran. Y lo que era aún peor, el rey se aproximaba a Babilonia, donde su ausencia, aparte del monumento a Pitionice, bastaba como prueba de su mala conducta. A través de sus amantes, Hárpalo estaba bien conectado con Atenas, y además había obsequiado con grano a la ciudad para ayudarla durante una época de hambruna persistente; a cambio, lo habían hecho ciudadano honorario, por lo que no resultó extraño que Hárpalo decidiera coger a su hija, poner a salvo a todos los soldados y el dinero que pudo, y embarcar rumbo a Atenas cruzando el mar a principios de verano.
Alejandro se encontraba cerca de Susa. Cuando, probablemente en mayo, le llegó la noticia, lo cogió por sorpresa. Hárpalo, dijeron dos mensajeros, había huido con seis mil soldados mercenarios y otros tantos talentos, y se dirigía a Atenas, presumiblemente con la intención de sobornar a los ciudadanos para que lo defendieran. Alejandro no se lo podía creer y arrestó a los mensajeros. Sin embargo, la confirmación les valió la liberación, y esta última amenaza de los mercenarios provocó que ordenara la definitiva disolución de las otras tropas mercenarias de los sátrapas. Hárpalo no podía ser tratado tan a la ligera. Conocía a demasiados oficiales macedonios y, a diferencia de Agis o de los almirantes persas, tenía suficiente dinero para organizar un ejército; se despacharon órdenes a Atenas para que se procediese a su arresto, tanto por parte de Olimpia, la reina regente en Macedonia, como del veterano gobernador de la costa de Asia. Atenas, por tanto, tenía razones para vacilar, y por aquel entonces Alejandro tenía sus motivos para interesarse más de cerca por los asuntos de Grecia.
Junto con las noticias de la huida de Hárpalo sucedió que Alejandro recibió una carta de Europa, no del indignado Teopompo, sino del Consejo de las ciudades griegas aliadas. En su ausencia, las políticas griegas también resultan demasiado oscuras como para seguirlas en detalle, pero en cualquier caso el liderazgo macedonio sólo había servido para agravar las tendencias más claras de los últimos doscientos años. Desde que Filipo conquistó Grecia, se habían producido golpes y contragolpes en un contexto de siete años de hambre y sequía; los exilios y las incriminaciones personales no habían sido frenadas por el consejo aliado de Filipo, en especial ante las revueltas de Tebas y Esparta, pues a los macedonios les convenía ver a sus enemigos expulsados. Tres años de malestar espartano en el sur de Grecia y las batallas que ello conllevó en el año de Gaugamela habían expuesto a los pocos espartanos aliados a las represalias de Antípatro y sus generales, quienes naturalmente fortalecieron su control deponiendo a los antiguos rebeldes e instaurando unas juntas militares en las que sentían que podían confiar. El descontento, los nuevos gobiernos y una guerra demasiado larga habían significado, como siempre, que las partes derrotadas fueran obligadas a exiliarse; no podían esperar ninguna ayuda de los generales de Antípatro, que habían contribuido a expulsarlos, y, a pesar de las cláusulas de una «paz común entre aliados», los delegados del consejo griego de Filipo no podían, o no querían, intervenir. Más de un total de veinte mil griegos deambulaban como vagabundos por la Península, y, como había sucedido tan a menudo en los anteriores cincuenta años y en una época de severa hambruna, su miseria, aunque no constituía un motivo para la revolución, podía convertirse en una amenaza. La carta del Consejo probablemente hacía hincapié en el peligro y, en respuesta a ella, Alejandro intervino con la medida más incomprendida de su reinado: envió una proclama en la que, entre muchas otras cosas, ordenaba que los exiliados de las ciudades griegas aliadas fueran devueltos a casa.
Esta orden repentina causó un revuelo que todavía puede percibirse en los discursos de los oradores griegos; cada ciudad se veía afectada de un modo diferente, y resulta tentador escoger los comentarios más agudos como un resumen de la acogida que tuvo. El Decreto de los exiliados se vio, de este modo, como el ultraje final de un déspota o como el esfuerzo de un atemorizado tirano por restaurar un equilibrio que él mismo había perturbado. De hecho, el problema era local, y el decreto estaba dentro de los límites legales; la mayor parte del mismo fue bien recibida. No dictaba una orden directa para cada ciudad, sino una proclama general que dejaba a los gobiernos las manos libres para que cada uno la llevara a cabo de acuerdo con sus propias leyes locales. En la práctica, la distinción entre orden y proclama era académica, y la palabra del rey estaba respaldada por la espada. Sin embargo, la teoría había sido acordada por los aliados griegos cuando juraron obedecer a los macedonios, y los sucesores de Alejandro la reavivarían cuando quisieran complacer la opinión liberal de los griegos. Al fin y al cabo, en teoría una ciudad era libre de rechazar el anuncio, mientras que otras obedecían «de acuerdo con su propia decisión y su ley». Técnicamente, su derecho al autogobierno no había sido infringido por una proclama cuyos contenidos estaban respaldados por los poderes de Alejandro como líder de los griegos. El consejo aliado tenía el deber de prevenir «las muertes ilegales o los exilios en las ciudades miembros», pero este ideal apenas se había podido poner en práctica debido a la rebelión de Esparta y las medidas de seguridad adoptadas por un mariscal macedonio y unos generales que se sabía que eran favorables a las juntas militares. Se dejó que fuera Alejandro, como caudillo aliado, quien interviniese y mantuviese los juramentos de su alianza, del mismo modo que anteriormente, después de la guerra contra los persas en el Egeo, Alejandro había intervenido en las islas que formaban parte de la alianza y que se habían desestabilizado. La firmeza de su intervención no se refleja en un nuevo método de tiranía, sino en los poderes de la constitución jurada por sus aliados griegos; éstos, a decir verdad, eran extremos, pero catorce años atrás su constitución no había sido obra de Alejandro, sino de su padre Filipo.
El decreto se limitó a las ciudades aliadas y a los exiliados desterrados durante la corta vida de la paz griega. Lo acompañaba una petición de que las ligas griegas locales se disolvieran, lo cual, si bien resultaba más ventajoso para Alejandro, estaba en consonancia con la promesa de la alianza de mantener la independencia local, una consigna que Filipo ya había utilizado contra las ligas de Grecia y los imperios.
En la mayoría de las ciudades el decreto fue bien acogido, pero la legalidad, como de costumbre, tenía sus peculiaridades. Alejandro no deseaba restablecer a los tebanos en la ciudad que había destruido, y puesto que el consejo aliado había ratificado de todos modos su destrucción, Alejandro no tuvo escrúpulos a la hora de anunciar exenciones. Sin embargo, su propósito era mucho más profundo que estas nimiedades de conveniencia. Muchas de las familias a las que ahora iba a rehabilitar habían sido anteriormente enemigas, pero la mayoría de ellas cambiaría de opinión a cambio de un regalo caído del cielo, el más efectivo que un político podía prometer: el caso de Teopompo, que primero fue un calumniador y después un panegirista, era prueba suficiente de ello. Alejandro podía afirmar, con razón, que él no había sido el responsable del destierro de los exiliados, pues eran las ciudades las que mayoritariamente lo habían provocado por medio de sus propios decretos. Al mismo tiempo, Alejandro podía atribuirse el mérito de su regreso con la ayuda de Antípatro, a quien había escrito dándole instrucciones ulteriores. Los exiliados habían sido rehabilitados con bastante frecuencia a lo largo de la historia de Grecia, pero nunca había habido un hombre lo suficientemente poderoso como para restablecer en las ciudades a sus antiguos enemigos y saber que se beneficiaría de ello; un gesto tan efectista seguramente le procuraría apoyos, en especial entre las ciudades más débiles; que fuera cumplido con prontitud era complicado, y la obediencia a veces resultaba dolorosa, pero nadie podía acusar a Alejandro de romper su juramento como caudillo aliado: eligió a un hijo adoptivo de su tutor Aristóteles para llevar la proclama a Grecia y leérsela a los exiliados reunidos en los Juegos Olímpicos a principios de agosto. Seis años como rey de Asia no habían hecho que el caudillo de los griegos y el saqueador de Tebas se convirtiera en un déspota mayor para sus aliados de lo que era antes.
Este decreto masivo no estaba vinculado con la disolución de los mercenarios de los sátrapas: muchos de ellos no eran griegos, muy pocos habían sido obligados a exiliarse y ninguno de los que corrían libres intentó regresar a casa basándose en esto. Este decreto se relaciona más bien con las noticias acerca de Hárpalo. De hecho, era mejor que esos veinte mil griegos vagabundos, muchos de ellos exiliados por los agentes de Antípatro, fueran enviados a casa antes de que Hárpalo pudiera sobornarlos; el decreto también asustaría a Atenas, su destinataria. Durante cuarenta y un años los atenienses habían disfrutado de la tierra y los caballos de Samos, a cuyos propietarios se había exiliado de la isla. Ahora Alejandro estaba hablando abiertamente de «dar Samos a los samios», y sólo la diplomacia lo disuadiría de ello. Los exiliados habían dejado la isla antes del reinado de Filipo, por lo que los atenienses podían alegar que se trataba de un caso especial. Sin embargo, cualquier apoyo que dieran a Hárpalo los arruinaría. Por supuesto, podían intentar luchar por la isla, pero la mayor parte de Grecia dio la bienvenida al nuevo decreto y Alejandro razonó que Atenas no se arriesgaría ni se permitiría llevar a cabo una guerra ella sola. Los acontecimientos demostrarían que había juzgado el riesgo con perspicacia. De este modo, mientras se aproximaba al palacio de Susa a principios de verano, Alejandro se sintió lo bastante seguro como para ocuparse de que reinara la armonía entre sus propias clases dirigentes y, tras la confusión, dar fuelle a un plan creativo. Antes de que pudiera revelar sus planes, la India, por última vez en su vida, atrajo su atención.
Cálano, el gimnosofista hindú, había seguido al ejército durante todo el camino desde el Punjab. Nunca se había sentido enfermo, pero el clima persa lo había debilitado y, a la edad de setenta y tres años, le dijo a Alejandro que prefería morir antes que ser un inválido. Alejandro discutió con él, pero el faquir insistió en que se construyese una pira funeraria, un trabajo que se confió a Ptolomeo. Encabezando una larga procesión, Cálano fue llevado en una litera hasta su lecho de muerte, «coronado con guirnaldas al estilo indio y mientras cantaba himnos en su propia lengua». En la pira, se esparcieron copas de oro y mantos para darle la bienvenida, pero él se las devolvió a sus seguidores: subió a la pira y se reclinó a plena vista de todo el ejército. Alejandro «no quería ver este espectáculo de un amigo», y el resto de los presentes «estaban asombrados de que no rechistase lo más mínimo en medio de las llamas». Sonaron los clarines, pues la pira empezó a arder; el ejército entonó su grito de guerra y los elefantes lanzaron estridentes bramidos como si estuvieran en la batalla. «Los cuerpos se pueden mover de un lugar a otro —se decía que Cálano le había escrito a Alejandro—, pero no se puede obligar a las almas, no más de lo que puedes obligar a los ladrillos o las piedras a hablar».
Lo que vino a continuación fue convenientemente olvidado: en honor de Cálano, Alejandro organizó juegos y un certamen musical, así como un
concurso de beber vino puro —dijo su maestro de ceremonias—, porque los indios eran muy aficionados a esto. Los premios en metálico eran cuantiosos, pero treinta y cinco de los participantes murieron inmediatamente presa de los escalofríos, mientras que otros seis sobrevivieron por poco tiempo en sus tiendas. El ganador se bebió casi catorce litros, pero incluso él murió al cabo de cuatro días.
Esta monstruosa orgía, apoyada con gusto por los participantes, es un valioso recordatorio de cómo era la vida en el entorno de Alejandro: fue casi una prefiguración de las tragedias que tendrían lugar al año siguiente.
Un festival infortunado no disuadiría a Alejandro de una continuación aún mayor. Desde el desierto, las diversiones de la vida cortesana se habían incrementado de manera justa y adecuada; al entrar en Susa, corrió la voz de que iban a celebrarse unas bodas estivales. A falta de nobles damas macedonias, los oficiales no habían disfrutado de una celebración familiar de este tipo durante los últimos diez años, y los detalles relativos a las novias debían de esperarse con entusiasmo. Cuando se anunció el evento, provocó un enorme asombro: los novios eran el propio Alejandro y los Compañeros de la corte macedonia, mientras que las novias eran damas iranias de alta cuna.
De los muchos festivales celebrados por Alejandro, éste fue, con diferencia, el más excepcional. El hombre que finalmente había destituido a la mayoría de los iranios de su gobierno iba ahora a desposar a las mujeres con más de noventa de sus oficiales; la pompa se ajustaría a la dignidad del emplazamiento palaciego de Susa.
Noventa y dos cámaras nupciales —escribió el maestro de ceremonias de Alejandro— se prepararon en un único palacio; en una sala se construyeron cien dormitorios y, en cada uno de ellos, las camas estaban decoradas con motivos nupciales que habían costado medio talento de plata: la propia cama de Alejandro tenía las patas de oro. Todos sus amigos personales fueron invitados a la recepción nupcial y se sentaron enfrente de donde se encontraban Alejandro y los otros novios; el resto de los soldados y marineros, así como los embajadores extranjeros, asistieron a las diversiones en el patio que había fuera. La sala se adornó sin escatimar gastos, y estaba equipada con suntuosos cobertores y sábanas de lino, y con alfombras de color púrpura y escarlata con bordados de oro. Para sostener la tienda se construyeron columnas de una altura de nueve metros, doradas y plateadas, y con incrustaciones de piedras preciosas. Alrededor del recinto de la sala, que medía casi ochocientos metros de circunferencia, se colgaron costosas cortinas en barras doradas y plateadas; la tela estaba tejida con figuras de animales e hilo de oro. Los banquetes, como era habitual, se anunciaron mediante un toque de trompeta; la boda se festejó durante cinco días enteros. Los artistas, tanto extranjeros como griegos, prestaron sus servicios; entre ellos sobresalían los prestidigitadores de la India y las celebridades de Siracusa, Tarento y Lesbos. Hubo canciones y recitales, y músicos que tocaban el laúd, la flauta y la lira; los actores de la compañía de Dioniso complacieron al rey con generosos regalos, mientras que las tragedias y las comedias fueron representadas por sus estrellas griegas favoritas.
La factura de la boda no habría dejado en mal lugar a un sha, pero la adulación contribuyó a equilibrar las cuentas, pues «las coronas que enviaron los emisarios sumaban unos 15.000 talentos».
Las bodas, en sí mismas, estuvieron bien vistas y se celebraron según la costumbre persa: «Se colocaron sillas para los novios y, tras la bebida, las novias se sentaron junto a sus maridos, que las cogieron de la mano y las besaron, siendo Alejandro el primero en hacerlo. Nunca mostró mayor cortesía y consideración hacia sus súbditos y compañeros». Las uniones se habían dispuesto según una adecuada precedencia. Alejandro tomó dos nuevas esposas junto a Roxana: la primera de ellas era la hija mayor de Darío, la segunda, la hija más joven del anterior rey Artajerjes III; a la hija de Darío se le hizo cambiar su nombre de doncella, una práctica común entre los macedonios, y tomar el de Estatira, el mismo nombre de la esposa de Darío, a la que Alejandro había respetado mientras fue su prisionera hasta que murió de parto. Desde un punto de vista político, era una decisión prudente unir mediante bodas a las dos casas reales de Persia a la vez, con la intención de dar continuidad a un nombre de familia, pero la política también se combinaba con los sentimientos; Hefestión se casó con la hija más joven de Darío, hermana de la nueva esposa de Alejandro, «porque Alejandro quería que los hijos de Hefestión fuesen sus propios sobrinos y sobrinas». Esta unión constituye una rara oportunidad para acercarse al vínculo entre los dos hombres.
Hubo otras relaciones no menos paradójicas. Es probable que muchas novias sólo fueran unas niñas, de acuerdo con la práctica griega e irania, pero servían a un plan más intrincado. Ptolomeo se convirtió en el cuñado de Éumenes, el secretario griego al que pronto detestaría; tanto Eumenes como Nearco, al casarse con las hijas de Barsine, la primera amante de Alejandro, se convirtieron en yernos-hijastros del rey; estas hijas eran asimismo medio griegas, y esto convenía mucho al propósito de Alejandro. Seleuco, comandante de los Portadores de Escudo, se casó con la hija de Espitámenes, el enemigo rebelde de Alejandro, una unión que tendría consecuencias de largo alcance. No obstante, estas ironías maritales no restaban mérito a las intenciones de Alejandro. Tras un tiempo de grave incertidumbre en su Imperio, Alejandro deseaba vincular a los griegos y a la nobleza macedonia, de donde procedían ahora la mayoría de sus gobernadores, con las niñas de la aristocracia nativa a la que finalmente habían suplantado. Del mismo modo que los cortesanos persas se casaron en otro tiempo con medos y babilonios, también los macedonios se casarían ahora por el bien de la política con las hijas de los persas leales; Alejandro había dejado a la familia de Darío en Susa para que aprendiera griego cuando marchó a Irán y la India, y, al visitarla de regreso, se sintió satisfecho de que estuvieran listas para formar parte de su futuro. Después de dos siglos de desacuerdos entre Persia y Grecia, esta fusión deliberada no tenía precedentes. Las bodas se celebraron públicamente y se dispusieron de acuerdo con la típica mezcla, tan propia de Alejandro, de previsión y sentido de la teatralidad, y también se extendieron a la tropa. A falta de mujeres macedonias, durante la campaña los soldados habían tomado amantes asiáticas, y las investigaciones revelaron que incluso después de la marcha a través del Makran su número ascendía a diez mil. Al igual que los novios de ascendencia noble, cada uno de los soldados recibió una dote real a cambio de comprometer su nombre y tener a su amante asiática oficialmente reconocida como esposa.
Un orden de este tipo conllevó diversas consecuencias. Las mujeres serían las más beneficiadas, pues de repente se convertirían en esposas de pleno derecho, sus hijos tendrían que ser reconocidos y sus maridos no podrían abandonarlas sin más o sustituirlas por una mujer de posición más elevada. Ahora bien, Alejandro no iba a gastarse una enorme suma en dotes simplemente para que sus soldados convirtieran a sus hijos en legítimos; le habría convenido más, como pronto se demostró, que la siguiente generación la hubiesen formado hijos bastardos que no tuvieran a nadie a quien mirar excepto a su rey. Lo que importaba es que se trataba de mujeres asiáticas, al igual que las novias de sus Compañeros eran iranias: las bodas eran un intento de incluir a sus súbditos en un Imperio cuyos puestos en las satrapías procedían mayoritariamente de ellos. Las asiáticas habían sido tomadas como amantes porque no había otras alternativas, pero Alejandro las estaba elevando a una posición a la que las poblaciones griegas en el exterior siempre se habían resistido de forma enérgica. En los únicos casos conocidos en las ciudades griegas situadas en una tierra extranjera, los niños de las madres bárbaras no fueron reconocidos como ciudadanos; después de Alejandro, en las colonias militares en las que las familias obtenían una tierra del rey a cambio del servicio, puede demostrarse que los griegos y macedonios preferían casarse con sus hermanas y nietas antes que compartir su propiedad con una mujer nativa. Sólo en la campiña asiática, donde no quedaba otra alternativa y había menos cosas en juego, los matrimonios mixtos fueron algo común en las siguientes generaciones de los sucesores de Alejandro. Se trataba más de una cuestión de prestigio que de prejuicio racial, que a pesar de todo era importante. Alejandro sabía que tenía que ofrecer el soborno de la dote para legitimar los matrimonios mixtos a una escala que nunca se volvió a intentar. Entre los oficiales, todos estaban complacidos con el honor, aunque algunos pocos recelaran de que sus novias fueran orientales. Ninguno de ellos se atrevió a negarse.
Fue un momento espléndido de caballerosidad, pero tras él acechaba una torpeza que podía haber estallado estropeándolo todo. Desde el verano anterior, Alejandro había decidido enviar a casa a los veteranos macedonios, y, con este propósito, los había mantenido aislados; habían regresado de la India por el valle del Helmand y, puesto que se habían ahorrado el Makran, los diez mil habían sobrevivido, de manera que eran superiores a los macedonios supervivientes en una proporción que era al menos de dos a uno. La edad y el estado físico aconsejaban que fueran enviados de vuelta, pero, en un momento en que Alejandro estaba casando a iranias con Compañeros y aprobando los matrimonios mixtos de los soldados, la disolución de los veteranos adquiriría un aire nuevo y doloroso. Sin embargo, había que convencerlos para que regresasen a casa, pues los años venideros ya no se acomodaban a unos hombres que tenían sesenta años y a los que a menudo molestaban las políticas orientales de su rey; no hay nada más peligroso que la franqueza de los viejos amigos, en especial cuando el prestigio está en juego. Durante las semanas inmediatamente posteriores se pondría de manifiesto si la franqueza terminaría desembocando en conflictos y si los soldados veteranos de Alejandro acabarían triunfando allí donde los sátrapas, los exiliados y los mercenarios habían fracasado en sus intentos de derrocarlo.