La nueva expedición había de convertirse en la empresa más desagradable de la carrera de Alejandro. También es la más desconcertante. La posteridad ha adornado a Alejandro con muchas virtudes diferentes, cada una de las cuales se ajusta a los gustos de cada época: ninguna se ha generalizado tanto ni ha sido tan persistente como la idea de su invencibilidad. Instauró un modelo para los emperadores romanos y mantuvo su atractivo ciento cincuenta años después de su muerte para los reyes y los colonos de las Alejandrías del Alto Irán. Sin embargo, los últimos tres meses de 325 deberían haber desmentido la leyenda. Alejandro el Invencible iba a sufrir una derrota extremadamente grave; peor aún, a primera vista, parece incluso como si él mismo la hubiera provocado. Para muchos, esto es tan impensable que se ha llegado a considerar que la ruta y sus objetivos, en contra de los hechos, estaban en otros lugares, y, en algunas disquisiciones, incluso se ha llegado a transformar las condiciones del terreno para salvar su reputación.
Mientras la flota se hallaba inmovilizada a causa de los vientos adversos en la desembocadura del Indo, el ejército de tierra partió a través de las llanuras estériles y arenosas que se despliegan al noroeste de la actual Karachi. Agosto tocaba a su fin y el agua escaseaba, pero en los alrededores del río Hab habían conseguido expulsar a las tribus oritas, «durante mucho tiempo un pueblo independiente», tras una escaramuza. No se mostró la más mínima clemencia y, cerca del lago Siranda, los soldados pudieron saciar su sed. Habían recorrido ya casi doscientos cincuenta kilómetros con una temperatura de 38 grados, y muchos sufrían irritaciones en la piel causadas por la arena; todavía estaban incendiando y arrasando la resistencia local que encontraban a su paso, pero no mostraban signos de desfallecer ante la tarea que les esperaba. Las intenciones del rey, por tanto, merecen considerarse con atención.
Su almirante, Nearco, que mientras tanto se había demorado en el Indo, dejó una breve explicación.
No es que Alejandro ignorase las dificultades del viaje, pues había oído que ninguno de los que se habían aventurado por ese camino llevando consigo un ejército lo había atravesado sin sufrir graves percances; la reina Semíramis, a su regreso de la India, sólo trajo de vuelta a veinte supervivientes; el rey Ciro únicamente a siete. Estos rumores le insuflaron el deseo de rivalizar con Ciro y Semíramis; al mismo tiempo, Alejandro deseaba estar cerca de su flota y mantenerla abastecida con todo lo necesario.
Las tribus del desierto habían enviado emisarios para rendirse cinco años atrás, por lo que las dificultades del lugar sin duda le eran familiares. Sin embargo, no hay ninguna leyenda conocida que vincule a Semíramis, heroica reina de Babilonia, con semejante marcha por el desierto. El único monumento local era la «colina de Semíramis», identificada al final del viaje, donde Alejandro y Nearco se reencontraron. Por entonces los soldados habían sufrido de un modo terrible y cualquier excusa fue bienvenida. Podría decirse que el nombre de Semíramis fue acogido por los supervivientes a modo de consuelo, al haber marchado también ella a través del desierto; «sólo veinte» lo consiguieron, dijeron los oficiales, mientras que Alejandro había «salvado» a miles. Bagoas y otros persas podían añadir una historia similar en relación con Ciro. Cuando partió, Alejandro no necesitaba ningún precedente, ni tampoco lo sugería el paisaje. Las dificultades de la aventura, como siempre, lo atrajeron, tanto a él como a sus hombres. Los percances de otros reyes sólo se inventaron al final. Sin embargo, fue la flota lo que mantuvo a Alejandro en su fatídica ruta.
Puesto que había fundado otra Alejandría en el río Maxates, en el emplazamiento de una de las antiguas ciudades comerciales del desierto de Beluchistán, había dos líneas de avance disponibles por el oeste. Como Tamerlán o Baber después de él, Alejandro podía alejarse de la orilla del golfo Pérsico y dirigirse al noroeste, donde las aguas del río Porali riegan la fértil zona de Welpat; Alejandro alcanzaría el lugar en el que se encuentra la actual Bela, desde donde un abrupto camino bordea los montes de la costa, al sur, y corre por el oeste hasta Kirman a través de una campiña rodeada de acantilados y arena que sólo es soportable gracias a los racimos de dátiles y los campos de cereales. Si aquí hubiera habido un paso seguro, el ejército de Alejandro habría sido un buen rival para las legendarias hazañas de Ciro y Semíramis, pero él y sus hombres se encontraron bloqueados desde la orilla por una cadena de montañas; a una distancia de cientos de kilómetros, no podría ponerse en contacto con la flota o cavar pozos a su conveniencia. Por tanto, Alejandro probablemente inició la ruta intentando tomar el camino hacia el sur de las colinas, y en muy pocas ocasiones debió de alejarse más de treinta kilómetros del mar hasta que alcanzó Gwadar. Después de todo, su plan dependía del vínculo entre la flota y el ejército; los gedrosios, un pueblo del Makran, habían enviado noticias de su rendición nada menos que en el otoño de 330, por lo que la resistencia, en el peor de los casos, sería de carácter tribal.
El plan, en sí mismo, sin duda valía la pena. Apoyada desde tierra, la flota navegaría hacia el oeste desde el Indo hasta el golfo Pérsico, y de ahí a la costa de Babilonia; un canal fluvial era en el mundo antiguo lo que de algún modo fue el ferrocarril en el siglo XIX europeo, y si la flota de Alejandro tenía éxito en su navegación reabriría la ruta más rápida disponible entre Asia y la India. Ahora bien, la velocidad que podían alcanzar los barcos no siempre era predecible. Con viento de popa, el viaje hacia el oeste duraba al menos seis semanas: regresar a la India sólo sería posible en primavera, cuando el monzón cambiase de dirección. Aunque para los mensajeros y la estrategia el valor que tenía este itinerario era limitado, como ruta comercial ofrecía algunos riesgos y muchas posibilidades para los marineros pacientes. En la India, Alejandro había descubierto lujos y materias primas que las cortes de Asia estarían encantadas de utilizar, y, a lo largo de la historia, los lujos han sido el motivo que ha impulsado a los comerciantes a emprender las rutas más espectaculares. Los exploradores de Alejandro habían encontrado oro, plata y montículos de sal; sus soldados habían recogido piedras tan preciosas como el jaspe y el ónice en los ríos que se les había pedido que cruzaran. Había marfil, cuernos, muselina y balas de algodón listas para ser recogidas; los perros y los elefantes indios eran un cargamento valioso. Y, sobre todo, estaban las especias: los espicanardos y la casia, el cardamomo, la balsamina y la mirra, el ácoro aromático, el bedelio resinoso y el putchuk, que crece en el Punjab y el delta del Indo.
La lista de las especias que los griegos conocían después de la muerte de Alejandro era cinco veces más variada que antes. Para elaborar medicinas y cocinar, para las esencias, los fumigantes y los jabones, una amplia gama de especias hacía las delicias de los hombres ricos, y, si bien el comercio entre la India y Asia debía de ser un negocio lento y peligroso que era mejor dejar en manos de los mercaderes extranjeros, sólo en especias había suficiente importación para hacerlo atractivo. Resultaba mucho más barato realizar el transporte por barco; sólo un lujo inestimable poseía el valor necesario para que un comerciante corriera el riesgo de acometer un viaje tan largo.
Con relación a este tema, los planes de Alejandro eran ambiciosos: había pedido a sus almirantes que se mantuvieran cerca de la costa y que inspeccionaran cualquier cosa que pareciera un puerto, un suministro de agua o un trecho de tierra fértil; tenía esperanzas de colonizar la orilla y facilitar el viaje a los futuros marineros, pero incluso en este punto se le habían anticipado; la exploración del océano Indico y el golfo Pérsico no era una idea tan nueva como parecía. Durante los últimos dos mil años, los comerciantes habían estado navegando por el oeste desde el océano Indico hasta Babilonia, y en otro tiempo habían prosperado las ciudades junto a los ríos de la costa del Makran; los reyes persas habían heredado la tradición, y, doscientos años antes de Alejandro, Darío I había establecido a marineros griegos y carios en la desembocadura del Éufrates para acelerar las rutas navales que se encontraban en ese punto procedentes del este. Cuando se construyó el gran palacio persa de Susa, la madera de siso para las columnas se embarcó desde el Punjab siguiendo la misma ruta marítima que ahora Alejandro planeaba explorar. Como en el Indo, Alejandro no era consciente de que el capitán Escílax había navegado doscientos años atrás y demostrado a su emprendedor amo persa la existencia de una ruta comercial que se utilizaba desde hacía mucho tiempo.
Por tanto, siguiendo una antigua ruta marítima, Alejandro eligió marchar cerca de la orilla. De acuerdo con su almirante, «no ignoraba las dificultades de la ruta». Cinco años atrás, Alejandro había recibido embajadores de los gedrosios, hombres del Makran, que habían prometido rendirse, pero el comentario de Nearco, que se queda corto, no deja claro cuál era el alcance de sus conocimientos. Al marchar por este camino del sur, Alejandro estaba intentando acometer la ruta más abominable de toda Asia. Desde entonces, ningún ejército comparable lo ha intentado nunca, y los pocos exploradores que se atrevieron sufrieron de un modo tan atroz que dudaron incluso de que el Invencible pudiera haberlos precedido, a menos que el desierto del Makran hubiese sido más benigno en la época de Alejandro que en la suya. Ahora bien, esta marcha deliberada por la costa está fuera de discusión. En cuanto al desierto, si bien había albergado ciudades junto a los ríos de la costa dos mil años atrás, la geología sugiere que nunca ha sido benigno. Los oficiales de Alejandro lo describen como «menos abrasador que el calor de la India», pero no pueden decir lo mismo de sus dunas de arena o su esterilidad. «Alejandro no ignoraba las dificultades…». Sólo un explorador puede comprender la marcha a través del Makran, pues posee ese tipo de temperamento que ha llevado a los hombres a intentar escalar la pared más escarpada del Everest en la peor estación del año o a conquistar el Polo Norte con la ayuda poco adecuada de un globo de aire caliente. Hay un impulso en el hombre que lo induce a atreverse con lo que otros han pensado que no era posible realizar; por otro lado, Alejandro nunca había creído en lo imposible. Makran era la ambición de unos hombres que deseaban batir un récord y que no habían dejado nada que conquistar salvo un paisaje que incluso la propia Persia había dejado en paz. No es que la ruta fuera difícil; posiblemente era la marcha más infernal que Alejandro podía haber elegido. Pero nadie se opuso.
Hay indicios de que Alejandro sabía que las cosas serían más o menos así. Unos dos meses antes, cuando se aproximaba a Pátala descendiendo por el Indo, ya había destacado a todos los veteranos macedonios a los que quería licenciar, probablemente unos diez mil, y los había enviado junto con dos brigadas de mercenarios y todos los elefantes al oeste, hacia las faldas del Hindu Kush, desde donde podrían seguir por el exuberante y agradable valle del Helmand y alcanzar el centro del Imperio sin tener que pasar por las incomodidades del desierto. Por consiguiente, se sabía que el viaje por el Makran era una dura prueba, pero el resto del ejército tenía la esperanza de que el riesgo valiera la pena, lo que de algún modo indica que se tenía cierto conocimiento de la zona. Se entretuvieron entre Pátala y Karachi hasta principios de agosto; no avanzarían por las arenosas dunas del Makran hasta septiembre, para cuando podía muy bien esperarse que las cortas pero regulares lluvias cayeran sobre las colinas y fluyeran hacia la costa. Si hay una estación favorable para el Makran, ésta se sitúa tal vez a finales de otoño; la costa, por ejemplo, constituye un prolífico hogar para la planta llamada algodón de seda (Calotropis procera), de dulce fragancia, que derrama sus semillas altamente venenosas desde junio hasta principios de septiembre. El cálido viento estival las arroja contra el rostro de los viajeros que se desplazan en verano y que, en consecuencia, sufren por ello; al entrar en el Makran a mediados de septiembre, Alejandro evitaría al menos el desalentador viento y el veneno.
Sin embargo, la cuestión de los suministros es la más adecuada para calcular las precauciones que adoptó, pues éstos no dependen meramente de la competencia o incompetencia de Alejandro, un tema al que las diferentes líneas de investigación se han aproximado de manera distinta a pesar de lo exiguo de los hechos. Los suministros dependen también del alto mando de Alejandro y, si bien no se trata de minimizar o justificar la catástrofe, la marcha a través del Makran había sido acordada y discutida por los mismos oficiales del alto mando que habían transportado a más de cien mil hombres por el Indo y equipado a un ejército hasta un lugar tan alejado como el Beas. No hay duda de que en el pasado los soldados habían pasado hambre, pero esto constituía una razón de más para prever sus necesidades en el futuro. Se sabía que el Makran era un desierto difícil y, pese a ello, los oficiales confiaban en que Alejandro los llevaría a través de él; es impensable que hubiesen adquirido esta confianza sin que se les hubiera explicado previamente cuáles eran las posibles fuentes de comida. Si Alejandro hubiese decidido intimidarlos hablándoles sólo del desafío de llevar a cabo una exploración plagada de dificultades así como de las penurias de Ciro y Semíramis, habría estado justificado que desertaran o que envenenaran a un caudillo que claramente había perdido el sentido de lo que era posible. No hicieron ninguna de estas dos cosas y, de hecho, hay pruebas de que la marcha había sido cuidadosamente planificada. La región que rodeaba Pátala era rica en cereales y ganado, y Alejandro había ordenado saquear las pilas de cereales amontonadas por los nativos: «los suministros para cuatro meses de expedición» fueron debidamente almacenados en el campamento base antes de que los hombres partieran hacia el río Hab, y cuatro meses era lo que probablemente duraría una marcha por el desierto a través del país de los oritas y los gedrosios.
La suerte que corrieron estas provisiones en Pátala es más misterioso. Los carromatos y los animales de carga siguieron al ejército de tierra por el desierto, junto con los niños, las mujeres y los comerciantes. Está claro que Alejandro y sus hombres no eran conscientes del castigo a que iba a someterles el Makran, y que él esperaba que una parte de las provisiones podría transportarse a través de la arena por medio de fardos y carros.
Sin embargo, Alejandro no podía haber planeado escoltar más que una pequeña parte de los suministros en el séquito del ejército. Su volumen era excesivamente grande, por lo que la estrategia sería la misma que aplicó durante los años transcurridos en la costa mediterránea. Las provisiones del ejército se cargarían en unas enormes gabarras para almacenar grano que, de este modo, abastecerían al conjunto de la expedición desde el mar. Los relatos sólo dan a entender que Alejandro estaba preocupado por abastecer a la flota de agua, y no hay ningún comentario claro sobre su propia dependencia de los barcos. Puede que se trate de la ocultación de un plan que fracasó, o puede ser un ejemplo más de la concentración de historias contradictorias sobre el papel desempeñado por Alejandro. Pues el vínculo con la flota se planeó seguramente para salvar a Alejandro, pero, por una vez, su famosa buena suerte lo abandonó.
En primer lugar, los vientos del monzón soplaron en el Indo hasta mediados de octubre y retuvieron a la flota con los suministros durante tres meses. Alejandro no había tenido en cuenta el clima de la estación. En segundo lugar, las tribus lanzaron un ataque. Antes de entrar en el Makran, Alejandro dejó a varios miles de soldados, a un Escolta y a un sátrapa para rematar la conquista de los oritas y levantar la nueva Alejandría en el antiguo emplazamiento del río; al parecer, al sátrapa se le dieron órdenes tajantes, y éstas se deducen fácilmente de lo que siguió. Cuando la flota finalmente alcanzó el primer almacén que había en su territorio, los soldados cogieron suministros para diez días. Estaba claro que el sátrapa iba a constituir el vínculo entre Alejandro y la flota. Se le había ordenado que llenara sus almacenes para ajustarse al ritmo del ejército y que detallara los puntos de encuentro con Alejandro. Estos lugares se habrían especificado a partir del conocimiento de la región de los oritas. Sin embargo, cuando Alejandro marchó por el oeste, los oritas que había alrededor de la nueva Alejandría se unieron a sus vecinos y hostigaron al sátrapa y a la flota que se encontraba en algún lugar del Indo. Quizá quemaron una parte de los suministros almacenados. Lo que sí es seguro es que asesinaron al sátrapa en una dura batalla. Mientras tanto, Alejandro estaba lejos, en el Makran, y diariamente se desesperaba por contactar con la flota y los principales suministros. Nunca se le ocurrió culpar de su ausencia al incesante viento. Sólo podía pensar que el sátrapa había traicionado sus órdenes, por lo que envió las disposiciones necesarias para que fuera depuesto tan pronto como el ejército hubiese superado el desierto. No sabía que el hombre había muerto y, menos aún, que responsabilizaba de lo sucedido a alguien que era inocente, aunque su culpabilidad resultaba plausible.
Alejandro estaba dirigiendo a un ejército de tierra que era grande, cuando no excesivo; alrededor de la mitad de los Compañeros de a Pie y tres cuartas partes de los Portadores de Escudo, muchos de los cuales sobrepasaban los sesenta años, habían sido enviados a casa por la ruta más fácil; sin embargo, la expedición de Alejandro todavía sumaba unos treinta mil combatientes, ocho mil de los cuales eran macedonios, aunque ser precisos en este punto es imposible, puesto que desconocemos el número de barcos y marineros destacados con la flota. Se los podría haber alimentado sin problemas si el sátrapa de los oritas, en la retaguardia, hubiese cumplido las órdenes y si el Makran no hubiese sido un desierto mucho más terrible que el que conducía a Siwa. Pero la flota se retrasó, y la marcha a través del Makran fue tan indescriptiblemente atroz que ninguno de los dos oficiales que muy probablemente lo atravesaron pudo ofrecer una crónica que fuera más allá del dulce perfume de las diferentes clases de flores del desierto y de un trivial esbozo de anécdotas.
Le correspondería a Nearco, que seguía la expedición por mar, describir lo que realmente sufrieron los soldados que fueron por tierra; Nearco debió de oírlo con suficiente claridad por boca de Alejandro y de sus oficiales cuando finalmente se reencontraron. El inicio del viaje en tierra de los oritas no fue nada comparado con las pruebas que siguieron; en el Makran, el territorio de los gedrosios, el paisaje era tórrido, yermo y descorazonador. Los hombres sólo viajarían de noche, aunque ni siquiera entonces la temperatura bajaba de los 35 grados, y cuando la verdadera naturaleza del desierto se pusiera de manifiesto, se verían forzados a recorrer veinte o incluso veinticinco kilómetros en una sola etapa. Sobre grava sólida habían demostrado que podían hacerlo, pero el Makran no es sólido; es una ciénaga blanda de arena fina que forma dunas y valles como olas en un mar turbulento.
En algunos lugares las dunas eran tan altas que había que subir y bajar abruptamente, sin mencionarla dificultad de sacarlas piernas de los profundos hoyos que se formaban al avanzar por la arena; cuando se montaba el campamento, a menudo se dejaban unos dos kilómetros y medio de distancia hasta los pozos de agua para evitar que los hombres se zambulleran en ellos para aplacar la sed. Muchos se habrían arrojado a su interior aun llevando puesta la coraza y habrían bebido como peces bajo el agua: después, al hincharse, su cuerpo habría subido a la superficie tras haber exhalado su último aliento, con lo cual la pequeña porción de agua disponible quedaría inutilizada.
Las esperadas lluvias de verano, que fluirían de las montañas y «empaparían las llanuras y llenarían de agua los ríos y los pozos» todavía no habían caído a lo largo de la costa; esto era mala suerte y, para colmo de infortunios, cuando las lluvias cayeron por fin lo hicieron fuera de su campo de visión, en las montañas, y sorprendieron al ejército acampado cerca de un pequeño cauce. Poco antes de medianoche, la corriente empezó a crecer con el aluvión de agua fresca que manaba desde su fuente, lo que provocó una inundación en un abrir y cerrar de ojos. «Se ahogaron la mayoría de las mujeres y los niños que todavía seguían a la expedición, y la corriente arrastró todo el equipamiento real, incluyendo los animales de carga que quedaban. Los hombres apenas consiguieron salvarse a sí mismos e incluso perdieron muchas de sus armas».
Al hambre se sumó la desesperación. Mientras los animales de carga sobrevivían, podían sacrificarse de manera extraoficial y los soldados se los comían; muchos animales murieron a causa de la sequía o se hundieron en la arena, «como si fuera barro o nieve virgen», y éstos eran un blanco legítimo incluso para los oficiales. Los dátiles y los corazones de las palmeras estaban disponibles para quienes estuvieran en situación de apoderarse de ellos, mientras que se intercambiaban las ovejas y la harina molida a los nativos: en el Makran era costumbre que, en los años en los que la cosecha maduraba sin abrasarse, se almacenase suficiente cantidad como para que durase las tres estaciones siguientes. Cuando al principio la flota no consiguió reunirse con el ejército, Alejandro se la jugó. Había seguido adelante por la ruta más aconsejable, pero finalmente se dirigió tierra adentro en plena desesperación. Sin embargo, tan pronto como encontró alimentos, demostró su grandeza. Razonando que por aquel entonces la flota también debía de estar pasando hambre, ordenó que una parte de los alimentos se llevara a la costa. Esta decisión condicionaría la nueva ruta del ejército. Como de costumbre, Alejandro no sería el primero en reclamar su parte cuando emprendieran la marcha. No así sus hombres, que se comieron las provisiones cuando se les confió su envío a la costa.
Cuanto más cerca se mantenían de la costa, mayores molestias les causaban los gedrosios. Los hombres del Makran eran «poco hospitalarios y unos completos brutos. Dejaban que las uñas les crecieran desde que nacían hasta que se hacían viejos, y llevaban el cabello enmarañado: su piel estaba quemada por el sol y se vestían con pieles de animales salvajes (o incluso de grandes peces). Se alimentaban de la carne de las ballenas que quedaban varadas». Era un pueblo que todavía vivía en la Edad de Piedra y cuyos habitantes utilizaban sus largas uñas en vez de herramientas de hierro: el ejército llamó a estos vecinos «ictiófagos», devoradores de peces, porque atrapaban a los peces mediante redes hechas con corteza de palmera y se los comían crudos. Construían las casas con caparazones de ostras y huesos de ballena, como hacían los esquimales pero en un ambiente más cálido; unas pocas ovejas deambulaban por la orilla del mar, donde el desierto da paso a los guijarros y a los acantilados de sal; las mataban y se las comían crudas, pero su carne sabía horriblemente a pescado. Los peces muertos habían infectado todo el territorio debido al calor, que nunca, ni siquiera en una noche de otoño, se moderaba, por lo que los cadáveres se descomponían y llenaban el aire del hedor de la putrefacción. El ejército llegó incluso a recoger la fragante citronela que crecía en los valles del desierto para utilizarla a modo de cama o en los techos para las tiendas, con el fin de disipar el insoportable olor de la descomposición que los rodeaba.
Había otras plantas que eran menos agradables. Cuando empezó la marcha, los mercaderes orientales que seguían al ejército, estuvieron recogiendo con entusiasmo las especias que crecían en el desierto, entre las tierras de los oritas y los alrededores de la nueva Alejandría, y cargándolas en sus mulas con la seguridad de que encontrarían un mercado y una fortuna si conseguían llevarlas a casa. Sin embargo, la mayor parte de las mulas había muerto y la recolección de plantas se consideró un peligro, pues entre las especias crecía una adelfa venenosa cuyas hojas, puntiagudas y ásperas como las del laurel, segregaban un jugo que provocaba que los hombres o los animales que las comían echaran espuma por la boca como si se vieran afectados por la epilepsia y que murieran entre terribles dolores debido a las convulsiones que provocaba. No dejaban pastar a las mulas y los caballos, pues también crecía en esas tierras un tipo de euforbia con pinchos cuyo jugo lechoso, utilizado por los pigmeos para envenenar las flechas, dejaba ciegos a los animales si llegaba a tocarles los ojos. Sus frutos estaban incitantemente desparramados por el suelo.
Una vez más, fueron las serpientes las que acabaron con las esperanzas que tenían los hombres de estar tranquilos. Se escondían detrás de los matorrales de las laderas y mataban a todo al que alcanzaban; si un hombre se alejaba del campamento, se exponía a un grave peligro, pero cuanto más avanzaba la marcha más eran los que se perdían. «Algunos se desesperaban a causa de la sed y se tendían a pleno sol en medio del camino; otros empezaban a temblar y sacudían las piernas y los brazos hasta que morían, como si tiritaran o tuvieran un ataque de escalofríos. Otros desertaban, caían dormidos y perdían la caravana, por lo general con un desenlace fatal». Para quienes sobrevivieron, los dátiles aún verdes de las palmeras resultaron ser un alimento demasiado fuerte, y muchos murieron de una repentina presión en el estómago. Para quienes los dejaban atrás, debía de parecerles una muerte feliz; el hedor, los mosquitos y las incesantes subidas y bajadas por unas dunas que parecían ser siempre la misma infundieron a los hombres la creencia de que nunca lograrían salir con vida de allí; finalmente, cerca del cabo de Ras Malan, a unos quinientos kilómetros del punto de partida, los guías nativos admitieron que se habían perdido. Los riscos de arena no permitían tener ningún punto de referencia y ya no se veía el mar: se habían adentrado demasiado en el interior y habían cometido el último error que podían permitirse.
En medio de esta crisis, necesitaban que un hombre con la cabeza clara se hiciese cargo de la situación e insistiese en el único cálculo que podía salvarlos. Seguimos sin saber a ciencia cierta cómo logró Alejandro soportar la tensión del Makran; existen historias acerca de los sacrificios que él mismo se impuso, pero probablemente son deudoras de su anterior marcha por el Oxo, y, puesto que hacía menos de un año que había recibido la herida de flecha, el polvo y el calor sólo podían aumentar el dolor que sentía. Sabía que no podía desfallecer y todavía continuaba dirigiendo a sus soldados, pero ya no se sentía lo bastante bien como para pasar hambre o sed y servir de ejemplo. No caminaba, cabalgaba, y eran sus caballos los que se llevaban la peor parte. Ciertamente no se quedó atrás, pero en el desierto conviene ser el primero; cuando los guías anunciaron que se habían perdido, Alejandro se hizo cargo de la situación con su habitual sentido de la autoridad y condujo a un grupo de jinetes al sur del ejército principal hasta que alcanzaron de nuevo la costa. Fue la decisión de un líder responsable, puesto que, con la ayuda de las estrellas, el mar constituía un punto de referencia que eran capaces de encontrar; el viaje resultó extenuante, pero fue mejor que esperar a morirse de hambre o de sed en el campamento. Al excavar en el esquisto al lado del mar, sus ayudantes encontraron agua potable y dispusieron que se informase al ejército que venía detrás; Alejandro, mientras tanto, se quedó agradecido junto al improvisado oasis. En una crisis, salir a explorar tiene sus recompensas.
Cuando llegó el resto del ejército, no pudieron menos que mostrarse de acuerdo en seguir la costa y confiar en lo mejor. Estaban perdidos y hambrientos, y durante una semana anduvieron desesperadamente como pudieron por la playa de guijarros. Pero de repente, cerca de Gwadar, los guías empezaron a reconocer el territorio que se alzaba a su derecha; era el borde del mismo sendero que conocían al norte del valle. De ser así, se encontraban cerca de los límites del Makran, y el bienestar de la flota podía olvidarse por ahora. Arriesgando las últimas fuerzas que les quedaban para lograr sobrevivir, se adentraron hacia el interior y, para su alivio, el terreno se allanó y se hizo más suave: los matorrales persistían, pero aquí y allá aparecían pastos para unos pocos rebaños, y, por una vez, los guías demostraron que estaban en lo cierto. Otros trescientos kilómetros los llevarían a la capital del lugar, a Pura; desde allí, sería una etapa fácil hasta el acordado punto de encuentro con la flota y los reservistas cerca de Kirman. Sin embargo, en la cabeza de Alejandro pesaba el hecho de que sabía que sus planes de abastecimiento habían fracasado y que era muy poco probable que la flota hubiese sobrevivido.
De hecho, la flota había tardado mucho en zarpar. El viento no paró de soplar en el Indo a contracorriente y los nativos regresaron para atacar de un modo más decidido tan pronto como Alejandro marchó hacia el oeste. No fue hasta la segunda semana de octubre, quizás el 13 de ese mismo mes, que los barcos pudieron zarpar, e incluso entonces se vieron retenidos durante casi cinco semanas en el límite del océano Indico debido a las brisas adversas que procedían del mar; a fin de variar sus platos, los marineros recogían mejillones, navajas y ostras, que eran de un tamaño inusualmente grande y solían encontrarse en charcas en el mar. Cuando el viento viró a mediados de noviembre, finalmente empezaron a navegar hacia el oeste de verdad, conscientes también de que Alejandro se encontraba cerca del final de aquella marcha de pesadilla. Muchas de las gabarras de fondo plano que transportaban el grano fueron enviadas al océano índico, a mar abierto, a fin de cargarlos suministros que permanecían en Pátala y depositar las pilas de comida para el ejército a lo largo de la orilla; varios barcos de la flota eran trirremes o barcos de guerra con tres hileras de remeros y, por consiguiente, no podían almacenar agua para más de dos días de navegación, por lo que finalmente dependían de los planes que tenía Alejandro de excavar pozos. Durante la primera semana, entraron por el río Hab para reunir raciones para diez días en el almacén que Alejandro les había dejado cerca de la nueva Alejandría; allí oyeron las noticias que Alejandro desconocía, es decir, el importante alzamiento de los oritas y sus vecinos, y la muerte del sátrapa oficial. Sin embargo, todo estaba lo bastante tranquilo para que continuasen; era evidente que el plan relativo a los suministros había fracasado y que incluso el ejército que iba delante se estaba muriendo de hambre.
Puesto que cuando se detenían por la noche no encontraban ni los víveres almacenados ni el agua prometida, también ellos empezaron a andar escasos de alimentos. Al cabo de dos semanas, dirigieron sus ballestas contra una multitud de ictiófagos y los echaron de la playa para robarles sus rebaños; aquí había unas pocas cabras; allí una provisión de dátiles, pero las pilas de grano que esperaban encontrar no aparecían por ninguna parte. Irrumpieron en una aldea en busca de harina de pescado y asaltaron las cabañas para conseguir camellos, que fueron sacrificados y consumidos crudos. En una tierra recubierta de sal y arena, no había grano ni leña, y el único alboroto lo provocaban las ballenas, que se les aparecieron por primera vez a los griegos mar adentro, «expulsando chorros de agua de tal modo que los marineros quedaron aterrorizados y soltaron los remos». Siguiendo un consejo de los nativos, Nearco replicó cargando contra ellas audazmente, con las trompetas atronando, los remos golpeando el agua y los marineros elevando un gutural grito de guerra; naturalmente dotadas de un oído muy fino como sus parientes del Ártico, las ballenas se sumergieron a toda velocidad y sólo salieron a la superficie muy por detrás de la flota, donde continuaron expulsando agua pacíficamente y recibiendo los aplausos de las tripulaciones. Hasta dos meses más tarde no inspeccionaron de cerca una ballena, cuando estaban fuera de la costa de Persia; descubrieron que medía «más de cuarenta metros de largo y que su piel era gruesa y estaba cubierta de ostras, lapas y montones de algas marinas». Aquí no había nada con lo que matar el hambre, y Nearco, al igual que los europeos en el Ártico, nunca imaginó que las ballenas pudieran ser arponeadas para aprovechar la grasa.
Por entonces, en unos seiscientos cincuenta kilómetros a lo largo de la costa, se habían reclutado intérpretes y pilotos entre los nativos, y Nearco probablemente conversó con ellos a través de sus propios intérpretes persas. La información que aportaron, cuando fue traducida dos veces, provocó la alarma. Había algunas islas, afirmaron, cerca de la costa del Makran que estaban habitadas por espíritus malignos, y los griegos, criados con la Odisea de Homero, las identificaron con la isla del Sol y una ninfa del mar desconocida. Los que visitaban la isla del Sol desaparecían, mientras que quienes pasaban junto a la ninfa del mar eran atraídos hacia las rocas y se convertían en peces. La leyenda cobró crédito debido a la repentina desaparición de un barco de guerra y su tripulación egipcia. Se pensó que el Sol los había hecho desaparecer por arte de magia y, como metáfora, esto sin duda era cierto. Le correspondió a Nearco visitar la isla y refutar la leyenda sobreviviendo a la experiencia.
Si bien las islas no hicieron honor a su fama, no pasaron muchos días antes de que los pilotos señalaran algo aún más curioso de lo que habían sospechado. En el estrecho de Ormuz, donde el océano índico baña la costa de Arabia y corre hacia el interior del golfo Pérsico, señalaron el promontorio árabe de Ras Mussendam a estribor, y explicaron que «desde este punto, la canela y otras especias se importaban a Babilonia». Una perspectiva nueva y hasta entonces no imaginada se extendía más allá de sus palabras.
El informe sobre este comercio de especias era bastante exacto. Había estado funcionando durante más de mil años y ya había despertado la curiosidad de Alejandro. Ahora bien, entre las especias no había ninguna que fuera más rara o preciosa que la canela, una planta cuyo hábitat natural se sitúa increíblemente lejos del mundo clásico. Para el historiador griego Heródoto, la canela era una especia que crecía más allá de las fuentes del Nilo, en una jungla protegida por pájaros monstruosos; los romanos, que intercambiaron con los árabes todo cuanto pudieron, tenían una idea más clara de los hechos que había tras la leyenda, pues siguieron el rastro del comercio de la canela por la costa sureste de Asia y descubrieron que la isla de Madagascar estaba relacionada con él. Los rumores iban más lejos. Se decía que la canela se embarcaba en balsas que navegaban a través del Océano Oriental en un viaje que duraba al menos cinco años enteros, y, por una vez, los rumores de la geografía antigua estaban justificados. El hábitat natural de la canela no es Arabia, ni siquiera la costa litoral de África: la canela crece de forma salvaje en los remotos valles de Malasia. A través de esta planta única, los griegos y los romanos habían llegado, sin darse cuenta, al otro lado de su mundo. En otro tiempo, la canela viajaba a través del océano índico desde Malasia hasta Madagascar; desde Madagascar se llevaba por la costa de África hasta Arabia y el Mar Rojo, y por tanto hasta la clientela de los palacios orientales. Sin embargo, en la época de Alejandro los árabes habían conseguido cultivarla en sus tierras, aunque las importaciones desde su misteriosa fuente en el sur continuaron; cuando les mostraran a los marineros de Alejandro la ruta comercial de la canela fuera de Arabia, entrarían en contacto con un producto que había viajado más que su rey. La canela había visto en otro tiempo la verdad, la que el motín en el Beas evitó que Alejandro explorase: el mundo se extendía más allá del Ganges.
Por el momento, los marineros siguieron adelante. Se les había encargado que explorasen la costa del golfo Pérsico y andaban demasiado escasos de suministros como para entretenerse con informes exóticos. Habían transcurrido los primeros días de diciembre y los hombres llevaban embarcados más de diez semanas; estaban acalorados, sometidos a la incómoda estrechez de los barcos y hambrientos, pero el viento todavía los impulsaba, y, como siempre, el desenlace se produjo de forma repentina. Dos días navegando en el golfo Pérsico con brisa de popa los llevó al fin a una costa amistosa: cerca de Bander Abbas encontraron grano y árboles frutales, y supieron que ya no volverían a pasar hambre.
«Todas las cosechas crecían en abundancia —escribió el almirante—, a excepción de los olivos». Era el lamento profundo y revelador de un griego que se encontraba lejos de lo que conocía en casa. Sin embargo, cuando unos cuantos marineros exploraron la isla, pronto compensaron esta nostalgia: encontraron a un hombre con vestiduras griegas que los abordó en griego. Todo parecía demasiado maravilloso para ser verdad, y el sonido de su lengua nativa hizo que se les saltaran las lágrimas: las lágrimas se convirtieron en gritos de alegría cuando el hombre declaró ser un miembro del ejército y que el propio Alejandro no se encontraba muy lejos.
Desde que se puso a buscar la ruta interior, cuando los guías no consiguieron encontrar los límites del Makran, Alejandro no había permanecido ocioso. Era sólo cuestión de pocos días que él y los supervivientes saliesen del desierto, y era consciente de que necesitaría comida de inmediato. Por lo tanto, se ordenó que los conductores de camellos galoparan hacia el norte, el noreste y el noroeste, a cuantas provincias pudieran alcanzar, donde tenían que conseguir animales de transporte y comida caliente para que fuese enviada sin tardanza a las cercanías de Kirman. Es tal la velocidad de un dromedario, en especial por el yermo desierto de sal de Dasht-e-Kavir, que la orden incluso llegó al sátrapa de Partia, cerca del mar Caspio. Las noticias causaron conmoción entre los hombres, que no esperaban ver vivo a Alejandro, y menos aún que regresase de la terrible experiencia del Makran. Al menos tres sátrapas se ofrecieron a ayudarlo, de modo que cuando Alejandro salió del desierto, a mediados de noviembre, encontró alimentos y animales de carga esperando en las fronteras de Carmania. Fue una compensación a los repetidos fracasos de las últimas ocho semanas.
La propia Kirman era una tierra de matojos, caracterizada sólo por los pozos, el pastoreo y las minas de oro rojo, plata, bronce y arsénico amarillo. Sus gentes no resultaban muy atrayentes, e inevitablemente eran levantiscas, sobre todo porque Alejandro no había pasado antes por este camino:
Puesto que los caballos escasean, la mayor parte de esta gente utiliza asnos, incluso para la guerra. El dios de la guerra es el único al que adoran, y al que también ofrecen un asno a modo de sacrificio: son un pueblo agresivo. Nadie se casa hasta que no ha cortado la cabeza de un enemigo y se la ha llevado al rey: entonces el rey la guarda en su palacio, donde trocea la lengua, la mezcla con harina y él mismo la prueba. Da el resto al guerrero para que se la coma con su familia; el hombre que posee más cabezas es el más admirado.
Y sin embargo, este espantoso rincón del Imperio tenía sus bendiciones: los nativos cultivaban viñedos.
Después de pasar sesenta días en el desierto, los supervivientes difícilmente podían haber soñado que vivirían lo suficiente para probar el vino de nuevo. Habían visto cómo miles de hombres morían a su alrededor, quizá la mitad de sus camaradas y casi todos los seguidores del campamento. Si cuarenta mil personas habían seguido a Alejandro en el desierto, sólo quince mil habían sobrevivido para ver Kirman. Todas estas cifras son conjeturas, pero no distorsionan las condiciones en que se encontraban los hombres. Se estaba de acuerdo en que «ni siquiera la suma total de todos los sufrimientos del ejército en Asia podía compararse con las penalidades sufridas en el Makran». Los supervivientes eran hombres deshechos y desconcertados que necesitaban reafirmar su identidad común; hubo cierto consuelo cuando los veteranos y los elefantes los encontraron en la frontera de Kirman, a salvo y contentos de haber dado un rodeo por el valle del Helmand, si bien también traían noticias del malestar que había en las satrapías orientales. Aunque no se podía hacer que desapareciera la ansiedad, al menos podía mitigarse con una muestra de alivio que nadie recibió mejor que Alejandro, quien se sentía atormentado por la creciente convicción de que había embarcado a su flota hacia una muerte segura. Los amigos más íntimos que lo habían acompañado en la marcha estaban todos vivos, y esto, por sí solo, ya constituía un motivo para dar gracias, al menos en contraste con la suerte sufrida por los otros: «Los sacrificios —escribió Aristóbulo, que los vio— se ofrecieron como muestra de gratitud por la victoria sobre los indios y por la supervivencia del ejército en el Makran». Hay todo un mundo de duras experiencias que se silencia en estas exiguas palabras.
Los hombres que han escapado de morir de hambre y sed no son moderados en sus celebraciones, pues cuando finalmente la civilización se pone a su alcance es duro para un explorador respetarla o aceptar sus reglas menores. Así, aunque hubo juegos atléticos y un certamen artístico, también hubo, naturalmente, una juerga continua.
Durante siete días, desfilaron por Kirman; a Alejandro lo transportaban ocho caballos a paso lento mientras celebraba festines día y noche con sus Compañeros sobre una tarima elevada, construida con forma de rectángulo; lo seguían docenas de carromatos, algunos con doseles de púrpura y bordados, otros con tejados hechos con ramas, que se mantenían frescas y verdes para que protegieran del sol. Dentro, sus amigos y comandantes yacían adornados con guirnaldas y bebiendo vino. No podía verse ni un escudo, ni un yelmo, ni una sarisa, pero durante todo el viaje los soldados no dejaron de echar vino en las copas, las cuernas y los cuencos decorados; mientras iban y venían, hacían un brindis tras otro. El estridente sonido de las flautas, las siringas y otros instrumentos de cuerda llenaba la campiña con su música; las mujeres alzaban sus gritos en honor a Dioniso y seguían el recorrido de la procesión como si el dios fuera escoltándolos en su camino.
Las crónicas acerca de esta famosa marcha triunfal dejarían su huella en el rumbo que tomaría la pompa real durante siglos. En la historia de la realeza griega, el regreso de un rey triunfante y la manifestación de un dios a sus devotos son ceremonias muy parecidas después de la muerte de Alejandro: el tema de Dioniso era uno de los favoritos, no sólo para Alejandro, sino también para los macedonios, y su sentida celebración tras ocho semanas de sufrimiento es muy comprensible. También Dioniso había regresado tras sus victorias en la India, aunque no a través de un desierto o con una herida en el pulmón que hacía que resultara más cómodo desfilar en un carro tirado por ocho caballos; la rivalidad de Alejandro con Dioniso no era una vana leyenda, sino un hecho que las costumbres constatadas en la India hindú habían ayudado a confirmar. El de Dioniso era el único precedente griego para una marcha triunfal india, y, como antepasado de los reyes macedonios y dios de la victoria, a la que Alejandro había ensalzado a lo largo de su carrera, era natural seguir su ejemplo en esta extraordinaria procesión. Sin embargo, lo que comenzó como un arrebato de euforia después del desastre, pasó a los Ptolomeos en Alejandría y, por tanto, a los generales de Roma, a los triunfos de Mario y Marco Antonio, el nuevo Dioniso, y al emperador Caracalla, que afirmó que en sus marchas triunfales bebía de las copas que Alejandro había utilizado en la India.
A pesar del triunfo que Alejandro podía celebrar, predominaba el temor por la flota. De nuevo se culpó a las comunicaciones, pues aunque Alejandro se divirtió en la marcha por Kirman e intentó alejar las peores sospechas, no podía saber que un rezagado del ejército ya se había encontrado con los marineros en la costa y que sus preocupaciones eran infundadas. Sin estar al corriente, el ejército todavía estaba angustiosamente preocupado en la capital de Kirman, pero a no muchos kilómetros de distancia, Nearco ya había bendecido su buena suerte y alineado los barcos para que fuesen reparados tras una empalizada doble y un resistente muro de barro. El mensaje llegó repentinamente al campamento del ejército; el gobernador que se encontraba cerca de la costa se había apresurado a ir al interior con unas noticias que esperaba que le reportasen una rica recompensa. «Nearco —anunció— viene con sus barcos». Alejandro quería creerle, pero como los días pasaban y Nearco no aparecía, ni siquiera por los muchos lugares a los que envió a buscarlo, Alejandro empezó a desesperar, e incluso ordenó que el gobernador fuera arrestado por difundir una historia que sólo hacía que la desilusión fuese mayor. «Tanto por su expresión como por su apariencia, Alejandro mostraba que estaba terriblemente disgustado».
Bajando por la costa, finalmente una partida de reconocimiento tuvo más suerte. Se encontraron con un grupo de cinco o seis hombres «con el cabello largo, sucios, cubiertos de salmuera, arrugados y pálidos debido a las noches sin dormir y otras penurias». No sospecharon nada más, ni siquiera cuando los vagabundos les preguntaron por el lugar donde les estaba esperando Alejandro; siguieron cabalgando hacia el mar suponiendo que los hombres eran unos vagabundos del lugar. Pero cuando se marchaban, uno de los vagabundos se dirigió a otro y dijo: «Nearco, supongo que estos hombres están viajando por el mismo camino que nosotros sólo para encontrarnos, pero tenemos un aspecto tan lamentable que no pueden reconocernos. Deja que les diga quiénes somos». Nearco estuvo de acuerdo y, tan pronto como habló, los miembros de la partida se dieron cuenta de que su melenudo interlocutor no era otro que el almirante de la flota.
Los mensajeros corrieron para encontrarse con Alejandro, pero, en medio de su entusiasmo, sólo pudieron decirle que habían encontrado vivos a Nearco y otros cinco. Al punto Alejandro asumió que sólo estos pocos habían sobrevivido del conjunto de la expedición, y la noticia contribuyó poco a alegrar su estado de ánimo, sumido en una desesperación que la visión de Nearco, con el pelo tan largo y despeinado, no consiguió aliviar. Tendiéndole a su almirante su mano derecha, lo llevó a un lado y empezó a llorar amargamente: «El hecho es que al menos tú —le dijo— y estos otros habéis regresado para consolarme del desastre; pero dime, ¿cómo fue destruido el resto de los barcos?». «Pero, mi señor —se afirmaba que había replicado Nearco—, tus barcos están a salvo y listos, y tu ejército también; venimos con la noticia de que han sobrevivido». Alejandro lloró de nuevo mientras su almirante le contaba que estaban reparando las embarcaciones en la desembocadura del río. Después, en uno de esos escasos testimonios que se conservan de su manera de pensar, se dice que «juró por el Zeus de los griegos y el Amón de los libios que le complacían más estas noticias que si hubiese regresado tras haber conquistado toda Asia»; su dolor por la supuesta pérdida de la flota había pesado más que toda la restante buena suerte. En su extrema emoción, Zeus Amón le vino de un modo natural a la mente y, por una vez, un amigo registró sus palabras. No obstante, esta «conquista de toda Asia» era una afirmación que servía de muy poco en comparación con la espantosa verdad del Makran.
El gobernador que primero había traído la noticia fue puesto en libertad y se decretó un segundo sacrificio para propiciar la seguridad del ejército, anunciando juegos y un certamen musical en el que Nearco sería el invitado de honor. Agasajado por sus compañeros oficiales y cubierto con cintas y flores por las filas, Nearco ocupó el lugar de honor junto al rey: «No voy a permitirte —le dijo Alejandro— que vuelvas a correr semejante riesgo: algún otro llevará la flota por la orilla hasta Susa». A lo que Nearco objetó: «Mi señor, siempre te obedeceré, pues es mi deber, pero se me confió una tarea difícil y peligrosa, por lo que ahora te ruego que no me quites lo que queda, la parte fácil y merecedora de gloria, y la pongas en manos de otros». Alejandro accedió y dejó que su valiente comandante llevara la flota hasta la etapa final del viaje del monzón desde la India hasta los palacios persas.
Así pues, el rey y su almirante se sentaron y disfrutaron del festival en el palacio real de Kirman. Las flautas empezaron a tocar una melodía para la danza coral, y los actores se prepararon para competir con sus obras y recitaciones. Sin embargo, por más vehementemente que actuaran, había unos hechos que todos podían ver por sí mismos. La caballería de los compañeros se había reducido a la mitad; las filas de los Compañeros de a Pie estaban muy por debajo de sus efectivos: los Portadores de Escudo sólo parecían numerosos porque únicamente unos pocos habían sido destacados al Makran. Los oficiales de alto rango todavía estaban vivos, y también Alejandro, pero habían sufrido un revés que era exasperantemente irreversible. Habían marchado con un ejército por el desierto más mortífero de Asia y habían fracasado a la hora de encontrarse con la flota para proveerse de suministros, como habían acordado. Sus errores e infortunios sólo pueden captarse a grandes rasgos, y sigue habiendo cuestiones complejas que nunca llegarán a comprenderse; los hombres habían seguido adelante durante ocho semanas, incluso cuando dos días en el desierto del Makran podrían haber bastado para hacer que se rebelaran; cuando la caravana de suministros no consiguió llegar al primer punto, un general más prudente seguramente habría dejado un destacamento para advertir a la flota y después habría regresado al río Hab tan pronto como los padecimientos empezaran a hacerse manifiestos. Alejandro siguió hacia adelante y, de manera sorprendente, ni los hombres ni los oficiales se amotinaron contra él. Quizá lo único cierto es que la prudencia nunca influyó en Alejandro cuando disponía de un plan glorioso preparado con detalle. Como Aquiles, Alejandro antepuso la proeza al consejo sensato, y su alto mando sintió lo mismo. Tuvo que ser un desierto el que abatiese los ánimos que habían ayudado a conquistar Asia.
En medio de estas amargas verdades, la actuación se detuvo en el palacio de Kirman y la música y la danza cesaron. Se concedieron los premios habituales, ninguno de los cuales fue más prominente que el que recibió el persa Bagoas, el eunuco que había servido a Darío y que tan alto había subido en el favor amoroso del nuevo rey. Vestido con las guirnaldas de honor, Bagoas «atravesó el teatro y ocupó su asiento como campeón de la danza al lado de Alejandro; los macedonios observaron y aplaudieron, y le gritaron al rey que besara al vencedor, hasta que finalmente Alejandro rodeó con sus brazos a Bagoas y lo besó una y otra vez». En un momento de euforia, todo se había casi olvidado. Casi, pero no del todo. El rey podía besar a su favorito persa y recompensarlo por una danza que sólo un hombre de Oriente poseía la habilidad necesaria para ejecutar, pero miles de hombres que habían luchado para castigar a Persia yacían muertos y enterrados bajo la arena del Gedrosia. Alejandro el Invencible, el nuevo Dioniso triunfante, había enviado a sus más valientes seguidores a la muerte. Y si alguna lección podía aprenderse de la historia del Imperio persa era que las noticias de una gran catástrofe favorecían la deslealtad de los hombres y que el fracaso iba siempre acompañado de la sublevación.