La retirada del Beas fue una contrariedad, no una situación peligrosa. Los soldados estaban más exhaustos que llenos de rencor, y, en cuanto a los oficiales, ninguno de ellos conspiró para sacar ventaja de la derrota de su rey. Pues era una derrota, y la vergüenza pesaría mucho más en la mente de Alejandro que los desdeñables miedos. No sería fácil vivir con semejante revés a la idea que tenía de la gloria, el corazón de sus valores homéricos. Alejandro alcanzó el Jhelum sólo para encontrarse con que Bucéfala había sido arrasada por las lluvias, y, lo que aún era peor, llegaron noticias de los cuarteles de las mujeres de que Roxana, que esperaba su primer hijo, había sufrido un aborto.
Sólo Poro se benefició del nuevo estado de abatimiento. Las «siete naciones y dos mil ciudades» que había entre el Jhelum y el Beas se añadieron a su reino; Alejandro y sus hombres habían perdido interés, ahora que la marcha al este se había cancelado. Sólo había una ruta, hacia la izquierda, que prometía a Alejandro la aventura que necesitaba. Habría resultado ignominioso volver sobre sus pasos a través del Hindu Kush; por tanto, había llegado el momento de utilizar la madera para los barcos y explorar por el sur, bajando por el Jhelum hasta el río Indo. No era la ruta más segura a casa, pero, como vínculo entre las conquistas en el este y el oeste, esta vía fluvial se demostraría inestimable. Aunque finalmente, gracias a los nativos, Alejandro había descubierto que el Indo no lo llevaría hasta el Nilo y el Alto Egipto, puede que prefiriera mantener esta esperanza entre sus cansados soldados.
De regreso al Jhelum, le estaban esperando más de treinta y cinco mil soldados frescos procedentes del oeste que incrementaron los efectivos del ejército a ciento veinte mil hombres, una fuerza masiva para los estándares clásicos; también habían traído suministros médicos y conjuntos nuevos y elegantes de armaduras recubiertas de oro y plata. Y, lo que era más importante, estos refuerzos elevarían la moral. Se necesitarían ochocientos barcos de varias formas y tamaños para viajar por el Indo, pero era tal la energía del ejército recién equipado que dos meses más tarde la flota estaba lista para ser manejada por las expertas tripulaciones de chipriotas, egipcios, griegos de la Jonia y fenicios, que habían seguido a Alejandro del mismo modo que antes siguieron las peripecias de los reyes persas. El viaje corriente abajo, hacia el Mar Exterior, podía comenzar.
Es un lugar común de los sermones y los relatos históricos que los hombres poderosos son corruptos y que el precio que pagan es la soledad y ver cómo crece a su alrededor la inseguridad. Sin embargo, en la vida real, los malvados encuentran la manera de prosperar, y no todos los déspotas terminan de un modo más miserable de como empezaron: el poder puede trastocar la cabeza de los hombres, pero sólo los virtuosos o los que no se comprometen insisten en que esto siempre debe costarles el alma. Resulta inevitable que con Alejandro empiece a plantearse este problema moral: sintiéndose frustrado, ¿perdió el juicio y, en su aislamiento, comenzó a poner en práctica métodos de un manual del tirano? A menudo el fracaso se manifiesta en un estilo general de liderazgo: puede que no deje delegar el trabajo y, al mismo tiempo, se niegue a culparse a sí mismo de las consecuencias; puede estar demasiado agotado para tomar una decisión firme, y demasiado inseguro para resistir la menor sospecha. No es más que una leyenda la historia que cuenta que, cuando Alejandro oyó hablar a su filósofo Anaxarco del número infinito de los mundos posibles, lloró al pensar que él ni siquiera había conquistado el único que conocía. La necesidad de justificar una ambición malograda puede impulsar a un hombre a emprender demasiadas cosas; los moralistas esperarían que, como mínimo, el primer desplante que el ejército le hizo a Alejandro indicara su pérdida de contacto con la realidad.
La historia no confirma que esto fuera así. Puesto que ningún oficial describe el estado de ánimo del rey en las reuniones, es imposible, como siempre, repartir el mérito de las actuaciones del ejército entre Alejandro y su alto mando. Sin embargo, los acontecimientos no sugieren ni autocracia ni indecisión nerviosa. En dos meses, se había construido toda la flota con la madera talada, un logro que hay que atribuir a la energía de los oficiales y los carpinteros, y Alejandro inauguró la obra con su estilo característico. Tras los juegos atléticos y las competiciones musicales, ordenó que se sacrificaran animales para que se repartieran libremente a cada sección, y entonces,
al subir a bordo, se detuvo en la proa y vertió una libación al río con un cuenco de oro, invocando a Posidón y las Ninfas del mar, al Chenab, el Jhelum y el Indo, y al Océano en el que desembocan. Después, vertió una libación para su antepasado Heracles y para Amón, y para los otros dioses a los que generalmente rendía honores, Posidón, Anfítrite y las Ninfas del mar, y ordenó que los trompeteros anunciaran el avance.
Los marineros respondieron, reconfortados por la degustación de la carne de los sacrificios y por la pompa y variedad de la expedición. Había embarcaciones planas para los caballos, un barco de treinta remos para los oficiales, trirremes con tres hileras de bancos, chalanas circulares y ochenta enormes gabarras para transportar los suministros. Estas últimas, los famosos zohruks que todavía se utilizan en el río Indo, se construyeron por primera vez para que las usaran los griegos; cada una de estas embarcaciones era capaz de cargar más de doscientas toneladas de grano, siendo uno de los préstamos más valiosos que Oriente le hizo a Alejandro; su calado poco profundo y su enorme y única vela demostrarían muy pronto de lo que eran capaces en fuertes corrientes frente al habitual trirreme griego.
Bajo el ardiente sol, los hombres remaban desnudos. No se habían escatimado ornamentos en las embarcaciones; por primera vez, las velas de una flota griega se habían teñido de un púrpura intenso, «cada oficial compitiendo con su rival, hasta que incluso los bancos tenían un aspecto asombroso cuando el viento hinchaba sus emblemas multicolores». Entre todo este lujo, las líneas habían sido cuidadosamente ordenadas: los navíos de carga, los transportes para los caballos y los barcos de guerra se mantuvieron todos separados en los intervalos prescritos, y ningún barco rompió la línea.
El asombroso estruendo de los remos al chocar con el agua, al que precedían los gritos de los timoneles que daban las órdenes a los remeros para iniciar cada brazada, no tenía parangón: las orillas del río eran más altas que los barcos y encerraban el ruido en un espacio estrecho, por lo que éste se magnificaba y resonaba de un lado a otro… Los grupos solitarios de árboles que había en ambas orillas contribuían a aumentar el efecto.
También se oyeron las famosas canciones de Sinde, cuyos ritmos ningún viajero, ni entonces ni ahora, podría olvidar. La forma de embarcar a los caballos sorprendió tanto a los curiosos nativos que muchos de ellos
se apresuraron a seguir la flota, mientras que otros fueron atraídos por los ecos y fueron corriendo a lo largo de la orilla, cantando sus propias y delirantes canciones. Los indios son aficionados a cantar y bailar como ningún otro pueblo en la tierra.
Alejandro había tratado de involucrar a los oficiales en la empresa. Con el respeto por los métodos del gobierno ateniense que lo caracterizaba, había designado a treinta y dos trierarcas: diecinueve macedonios, diez griegos, dos chipriotas y Bagoas, su favorito persa, que se haría cargo de sus propios barcos, los financiaría y sin duda competiría por la eficiencia en su mantenimiento. La mayor parte del equipaje seguiría por tierra con una escolta. Sólo podemos hacer conjeturas sobre su tamaño mediante comparaciones. Por entonces, se decía que Alejandro había empleado unos quince mil caballeros; en la misma área, en el siglo XIX, los ejércitos británicos admitieron que necesitarían cuatrocientos camellos para cargar el grano suficiente para alimentar a sus caballos un solo día. Nearco, el comandante de la flota, dijo que el tamaño de la expedición era de ciento veinte mil hombres, y no es probable que esta cifra se deba a la exageración o a la adulación. Cuando las familias, las concubinas y los comerciantes se sumaron a un viaje que seguramente duraría nueve meses, el alcance de las obligaciones que tenían los intendentes empezó a hacerse patente.
Necesitamos —escribió un coronel británico en una época en que la pólvora, las botas pesadas y los estribos habían aumentado las necesidades de los soldados— un extraordinario número de hombres, mujeres y niños, ponis, mulas, asnos y bueyes, y carretas cargadas con todo tipo de cosas imaginables e inimaginables: cereales, sal, vestidos, dulces, chales, zapatillas, herramientas para los torneros, los carpinteros y los herreros, material para los sastres y los zapateros, los perfumistas, los armeros, ordeñadoras y macheteros; los muchis debían trabajar la piel, los puculias transportar el agua, mientras que los nagurchis supervisarían la cantina del viaje. ¡Qué de camellos! ¡Qué gutural gorjeo de gemidos surgiendo de las largas gargantas de los machos lascivos y agresivos! Las varas resonando mientras algunos animales tiraban la carga y salían corriendo, y los cansados sirvientes a menudo caían o perdían miserablemente la columna; miles de camellos muriendo, no sólo por el cansancio sino a causa de los maltratos, siempre excesivos. Esta es la descripción del equipaje de un ejército en la India; sólo el mercado de Smithfield puede rivalizar con él.
La protección y los suministros de la caravana de equipajes más grande que se había visto nunca en el Punjab era una razón apremiante para luchar con cualesquiera de los nativos que la amenazaran a lo largo de la ribera oriental. Otra razón era que Alejandro quería conservar todas las conquistas y despejar el río, al igual que los primeros reyes persas, como frontera natural para su Imperio. Incluso antes de la retirada del Beas, Alejandro había sido advertido de la resistencia de una tribu local a la que llamaban los malios. Durante mucho tiempo, sus miembros habían repelido los ataques de Poro y amenazado con oponerse a todos los invasores. Puesto que no era una práctica habitual de Alejandro dejar a esta clase de enemigos ilesos, empezó por sojuzgar a sus vecinos en las primeras etapas del descenso por el Jhelum y después planeó ir en busca de los malios, desembarcando en el punto en el que este río se encuentra con el Chenab. Hasta entonces, los barqueros nativos lo habían sobrellevado todo con audacia, sin mostrar ningún miedo en entornos tan extraños como lo fue el Zambeze para la primera tripulación europea. Sin embargo, en ese punto empezaron a hablar con nerviosismo de la corriente y, en una curva que apareció de repente en el río, los exploradores se dieron cuenta de a qué se referían. El Chenab fluía a su izquierda; «escucharon el rugido de los rápidos y detuvieron los remos… incluso los timoneles se sumieron en un temeroso silencio, asombrados por el ruido que se avecinaba». No había ninguna esperanza de detenerse antes de que los remolinos atraparan a los navíos de carga y los voltearan, cargados con grano y caballos; estas embarcaciones eran lo bastante pesadas como para mantenerse a flote, pero los barcos de guerra más ligeros quedaron destrozados con las colisiones, hasta el punto de que el propio Alejandro se vio obligado a abandonar el buque insignia real y nadar para salvar su vida. La perspectiva de tener que efectuar continuas reparaciones constituía otro elemento de tensión sobre la moral de los hombres.
Para no arriesgarse a sufrir un ataque de los nativos en el intervalo, Alejandro dejó las embarcaciones dañadas y prudentemente dividió sus fuerzas: Hefestión y lo que quedaba de la flota navegarían por adelante para cortarles el paso a los fugitivos. Ptolomeo, el equipaje y todos los elefantes seguirían lentamente detrás, mientras que Alejandro se llevaría a los soldados más fuertes para sorprender al grueso de los malios con sólo doce mil hombres. El plan se ajustaba al estilo más audaz de Alejandro e implicaba que la lealtad de sus hombres estaba fuera de toda duda. Estaba determinado a atrapar a su enemigo de improviso y, con admirable decisión, eligió la ruta más dura e inesperada: se intervino en los pueblos y, hasta que no se rindieron, no se les concedió más clemencia de la habitual. En primer lugar, los soldados se abastecieron de agua, procedente del río Ayek, y después atravesaron los sesenta y cinco kilómetros de barro endurecido del desierto de Chandra en una sola noche, por lo que llegaron a tiempo para tomar por asalto a los desprevenidos habitantes de la fortaleza de Kot Kamalia y dar caza a los fugitivos que huían a las marismas de Harapur. Conduciendo a las tribus del este al otro lado del río Ravi, pusieron rumbo a la abrupta Tulamba, una ciudad que más tarde demostró ser demasiado para Tamerlán, y la «fustigaron tenazmente» hasta que todos los ciudadanos fueron esclavizados. Después, los hombres vacilaron y se preguntaron qué sentido tenía todo aquello.
Difícilmente se los podía culpar. Eran un cuerpo selecto, aislado de la flota, y muchos de los miembros de la infantería pasaban de los sesenta años; su dureza era única, aunque estaban exhaustos tras una marcha forzada de tres días a través del desierto, pero Alejandro no quería dejar solos a los malios. Su capital dominaba el río Ravi, circunstancia que podían utilizar para hostigar el equipaje de Alejandro, que se aproximaba hacia allí; habían reunido soldados contra él y no podían esperar que un hijo de Zeus diese la vuelta. Alejandro sabía que tenía que ir a su encuentro, y, en esta ocasión, una de sus famosas arengas bastó para que los agotados soldados reaccionasen. Lo escucharon hablar, sin duda de dioses y héroes, de Heracles, Dioniso y de su propia fortuna pasada; la emoción cedió ante los argumentos que conocían de sobras y «nunca antes fue tan entusiasta el grito que surgió de las filas, pues se ofrecieron a que los llevase adelante con la ayuda del cielo». No era la primera vez que Alejandro se salvaba gracias a sus habilidades oratorias, un don que a menudo había observado en su padre Filipo.
La arenga apremió al ejército a seguir adelante, pero ante las torres de la cercana fortaleza de Aturi los hombres empezaron de nuevo a rezagarse. Cuando se socavaron las murallas y se apoyaron escaleras contra la ciudadela, le correspondió a Alejandro trepar por ellas y «avergonzar a continuación a los macedonios uno a uno». Después de un breve descanso, se alcanzó el momento cumbre de la marcha: un enorme contingente de indios, «al menos cincuenta mil», se había reunido cerca de un vado al otro lado del río Ravi. Finalmente se trataba de los malios, pero éstos fueron hostigados hasta tal punto por los dos mil jinetes macedonios que se replegaron al otro lado del río y se encerraron en la ciudad más grande que tenían, la fortaleza de Multan.
Multan es un nombre grabado en el corazón de todos los ingleses que estuvieron en la India a mediados de la era victoriana; sólo alguien que hubiera participado en el asedio de Moolraj el Sij llevado a cabo por el capitán Edwardes en 1848 podría explicar a lo que se enfrentó Alejandro en este fatídico momento de su carrera. Como Edwardes, Alejandro estaba en inferioridad numérica, en una proporción de más de diez a uno; se acercó cruzando el río y acordonó la muralla exterior con sus jinetes hasta que la infantería pudo alcanzarlo. Multan, tanto entonces como ahora, era una ciudad doble, circundada por una muralla situada cerca de la orilla del río y un terraplén interior que delimitaba la empinada ciudad-fortaleza ubicada en el centro. Su posición era de superioridad y la vista panorámica abarcaba una llanura de mangos, palmeras datileras y granados junto al río. La suntuosidad no era la cualidad distintiva. Multan, dicen todavía hoy las gentes del lugar, es famosa por cuatro rasgos: los cementerios, los mendigos, el polvo y el calor. En los primeros meses del año 325, Alejandro se encontraba atacando una fortaleza que era maldecida por su carácter poco amistoso.
Cuando llegó la infantería, Alejandro condujo a los hombres contra una de las pequeñas puertas cuyas sucesoras, siglos más tarde, darían acceso a los zapadores escoceses de Edwardes. La puerta cedió y los macedonios entraron en tropel: en un punto más alejado de la muralla, escribió Ptolomeo, anotándose un tanto en contra de su enemigo, «los soldados bajo el mando de Pérdicas se quedaron atrás». El siguiente ataque dio a los historiadores más de un incentivo para discrepar. El objetivo era la ciudadela propiamente dicha, que desafiaría a Edwardes durante dos semanas más de lo que lo había hecho la ciudad exterior. Alejandro se la encomendó a los zapadores y a los que abrían túneles, y envió a buscar a los hombres encargados de las escaleras. Su avance era lento, por lo que Alejandro se apoderó de la escalera que estaba más cerca y escaló él mismo las almenas; le siguieron tres oficiales veteranos, uno de los cuales llevaba el escudo sagrado de Aquiles que Alejandro había tomado en el templo de Troya a modo de botín. Los defensores indios fueron apartados con unos pocos golpes de espada hasta que el rey se alzó en lo alto, como en Tiro, con su reluciente armadura brillando contra el cielo.
Más abajo, las escaleras se habían roto y la guardia no pudo escalar la muralla. Alejandro estaba aislado en el ataque a las torres cercanas. Un hombre prudente habría saltado hacia atrás y regresado junto a sus compañeros, pero la prudencia nunca hizo que Alejandro estuviera dispuesto a perderse la gloria y, por tanto, lo que hizo fue saltar hacia la ciudad. Fue una hazaña memorable, aunque de lo más irresponsable. Cayó de pie junto a una higuera que le proporcionó una ligera protección contra las lanzas y flechas de los enemigos, pero éstos muy pronto se abalanzaron sobre él y tuvo que acometer una enérgica autodefensa. Repartió tajos con la espada y lanzó cuantas piedras encontró a mano: los indios retrocedieron, pues los tres acompañantes de Alejandro habían saltado para unirse a él llevando el escudo sagrado. Sin embargo, la destreza de los indios como arqueros fue su perdición; los que habían acudido para ayudarle resultaron heridos, y una flecha de casi un metro de largo atravesó el peto de Alejandro y se le clavó en el pecho. Cuando un indio corrió hacia él para acabar con su vida, Alejandro tuvo fuerzas suficientes para acuchillar a su atacante antes de que éste pudiera rematarlo; después se desplomó mientras la sangre manaba a borbotones bajo su escudo troyano.
Fuera, sus hombres habían hecho pedazos las escaleras y habían clavado las piezas en la muralla de arcilla a modo de peldaños; algunos se subieron a espaldas de otros y alcanzaron la almena, desde donde pudieron ver a su rey herido, y se lanzaron sobre él para protegerlo. Los indios habían perdido su oportunidad y, puesto que los enemigos habían roto las trancas de las puertas, huyeron para ponerse a salvo. Los macedonios se abalanzaron para vengar el agravio y, como los británicos que dos mil años después sufrieron la muerte de dos civiles, masacraron a la población de Multan, incluyendo a todas las mujeres y niños.
El examen médico demostró que la herida de Alejandro era extremadamente grave; los macedonios tenían pocas esperanzas cuando lo sacaron fuera sobre su escudo. Según Ptolomeo, que no estuvo presente, «por el corte salió aire, además de sangre»; esto podría ser una prueba indudable de que la flecha había perforado la pared del pulmón de Alejandro, lo que no se contradecía con la teoría médica de los griegos. Puesto que no se conocía la circulación de la sangre y estaba ampliamente extendida la creencia de que el corazón era la sede de la inteligencia, podía argumentarse que las venas estaban llenas de aire o de espíritu vital y que, en el caso de una herida, el aire salía primero, abriendo paso a la sangre. Puede que Ptolomeo sólo quisiera indicar que el espíritu vital se había escapado de las venas del rey, y de ahí la rapidez con que se desvaneció. Pero si, en efecto, la flecha perforó el pulmón como sugiere su largura, la herida constituye un acontecimiento de primera importancia. Alejandro nunca se libraría de ella; sería un obstáculo para el resto de su vida, y el mero acto de caminar, por no hablar de luchar, requeriría un extremo coraje. Después de Multan, no se sabe que se expusiera nunca más de un modo tan aguerrido en la batalla. Es verdad que no hay otros asedios que se describan con detalle, pero, cuando se menciona a Alejandro, éste siempre está viajando a caballo, en carro o en barca. El dolor que le provocaba la herida, quizá las lesiones de un pulmón perforado, fueron un lastre con el que tuvo que aprender a vivir. También lo hicieron sus cortesanos, pero, como suele suceder, ninguno de sus historiadores vuelve a referirse a sus problemas.
Por el momento, no estaba nada claro que Alejandro salvara la vida. Su médico griego, de la escuela hipocrática, le había arrancado la flecha, pero rápidamente se extendió el rumor de que Alejandro había muerto. Incluso Hefestión y el campamento situado en la vanguardia oyeron este rumor, y cuando recibieron una carta diciendo que Alejandro acudiría a reunirse con ellos, la acogieron con indiferencia pensando que era una falsedad de los generales y la guardia. Una semana después, Alejandro estaba listo para llevar a cabo lo que sabía que tenía que hacer. Ordenó a sus oficiales que lo condujeran al río Ravi y que lo embarcaran corriente abajo, hacia el grueso del ejército; la escena que sigue fue descrita por su almirante y nos da una idea de lo que suponía ser liderado por un hijo de Zeus.
Tan pronto como la embarcación real se aproximó al campamento, donde Hefestión y la flota estaban esperando,
el rey ordenó que se quitara el toldo de la popa para que todos pudieran ver su figura. Sin embargo, los soldados todavía no se lo creían, diciendo que era sólo el cadáver de Alejandro que era trasladado para el funeral. Pero entonces, el barco se situó en la orilla y él levantó su mano a la multitud. Los hombres lanzaron gritos de alegría, alzando las manos al cielo o hacia el propio Alejandro, muchos incluso derramaron involuntariamente lágrimas en este momento inesperado. Algunos de los Portadores de Escudo le llevaron una litera para transportarlo fuera del barco, pero Alejandro les dijo que no, que debían traerle un caballo. Y cuando lo vieron montado de nuevo sobre su caballo, los aplausos estallaron en todo el ejército: en las orillas y los bosques cercanos resonó el alboroto. Entonces Alejandro se aproximó a su tienda y desmontó para que pudieran ver que también caminaba. Los hombres se apiñaron a su alrededor y algunos intentaron tocar sus manos, otros sus rodillas, otros sus ropas; otros simplemente lo miraron de cerca y le dirigieron palabras que expresaban su devoción antes de apartarse. Algunos lo agasajaron con cintas, otros con todas las clases de flores que la India presentaba en esta época del año.
«Sus amigos estaban enfadados con él por correr semejante riesgo ante el ejército; decían que eso correspondía más a un soldado que a un general». La queja los delata; después de la muerte de Alejandro, ninguno de ellos lograría despertar nunca una devoción semejante. Un griego ya anciano se adelantó, observando el enojo de Alejandro: «Ser valiente —dijo con su tosco acento— es cosa de hombres», y añadió un verso de una tragedia griega: «El hombre de acción es deudor del sufrimiento y el dolor». Alejandro lo aprobó y lo incluyó entre sus amistades más íntimas. Había expresado el verdadero lema de un Aquiles homérico.
Fue como si la herida hubiese unido al rey y al ejército, pues no hubo más conatos de amotinamiento, sino sólo un asombroso alivio. En cuanto a los indios nativos, la masacre de Multan los indujo a enviar regalos de rendición e implorar por su «antigua independencia, de la que habían disfrutado desde Dioniso». Los regalos consistían en lino, un millar de cuadrigas, acero indio, leones y tigres de enorme tamaño, pieles de lagarto y caparazones de tortuga; bastaron para incorporarlos a la satrapía del noroeste de la India, pues es un punto de suma importancia el hecho de que Alejandro todavía intentaba gobernar lo que había conquistado. Tras una o dos semanas de convalecencia, en las que destacó la celebración de un espléndido banquete para los insignificantes reyes indios, que se reclinaron sobre un centenar de sofás de oro, Alejandro ordenó que la flota navegara hasta la curva en la que los ríos del Punjab se encuentran con la perezosa corriente del Indo; allí, sin duda desde su litera de enfermo, Alejandro puso de manifiesto sus continuos planes para el futuro. En primer lugar, repartió la satrapía de la India inferior entre un macedonio y el padre iranio de Roxana; después, cerca de Sirkot, fundó una Alejandría y la abasteció con diez mil soldados, mandándoles que construyeran astilleros «con la esperanza de que la ciudad llegaría a ser grande y gloriosa». Un poco más abajo del Indo hizo lo mismo, repitiendo las órdenes de construir astilleros y reforzar las murallas de la ciudad. Aunque los numerosos barcos que habían resultado dañados necesitaban ser reemplazados rápidamente, estas dos bases navales eran algo más que la respuesta a una emergencia circunstancial. Podían ser puntos fuertes y duraderos en un plan para convertir el río Indo en frontera y canal de comunicación: los barcos procedentes de los astilleros patrullarían el río, mientras que las llanuras del norte que rodeaban Taxila y Bucéfala estarían cómodamente a su alcance.
Alejandro no se contentaría con unos simples astilleros. Ya había decidido explorar una nueva ruta, y por eso los veteranos, los elefantes y varias unidades de infantería se separaron para regresar a Susa por el camino habitual, resolviendo los problemas —de los que recientemente habían llegado noticias— que había entre los iranios del suroeste del Hindu Kush. El núcleo duro del ejército acompañaría a Alejandro, a pesar de su herida, hacia la desembocadura del Indo, desde donde podrían adentrarse en el desierto por el oeste y hacer el camino a casa siguiendo la orilla del golfo Pérsico por una ruta terrestre famosa por su dificultad. Una flota de tamaño considerable lo bordearía al mismo tiempo para comprobar el paso marítimo desde el Indo hasta la costa persa; la tarea del ejército era secundaria: mantener abastecida a la flota a lo largo de la ribera. Era un plan visionario que ahora empezaba a manifestarse. Si la flota y el ejército podían seguir adelante hasta Babilonia y la desembocadura del río Éufrates, reabrirían una valiosa vía de comunicación entre Asia y la India.
El objetivo, en líneas generales, merecía la pena, y la decisión de llevarlo a cabo era inteligente; bajo el Imperio romano, la ruta se convertiría en un frágil nexo entre la India y el mundo occidental. Sin embargo, el pasado muestra también la auténtica dimensión del plan de Alejandro, pues esta vía marítima era un paso de una asombrosa antigüedad. Dos mil años antes de Alejandro, el comercio procedente del valle del Indo había circulado en dirección al oeste, hacia el golfo Pérsico, llevando cobre, gemas, hierro y quizá pavos reales a los puertos cercanos a Susa. Heredero de esta larga historia de aventura, el rey de Persia Darío I había conquistado las mismas provincias fronterizas de la India y había enviado a buscar a Escílax, el explorador cario: aquél le había dicho que investigara el Indo y que navegara a través del océano Indico hasta el golfo Pérsico. Escílax ya había navegado por el Caspio. También había recorrido la costa de Arabia, hasta que regresó al golfo Pérsico y avivó el interés de su patrón en reabrir el canal de Suez de los faraones. Era un hombre emprendedor, y el Indo no causó problemas a su pequeña embarcación: escribió en griego el relato de su viaje y se lo dedicó, con fábulas y todo, a Darío. No hay ninguna razón para suponer que Alejandro lo hubiese leído, aunque demostró que posiblemente conocía el precedente persa del lugar: la primera de sus Alejandrías en el Indo se construyó en el emplazamiento de una antigua guarnición persa, observada por Escílax, que se había establecido doscientos años atrás. Una vez más, el mérito relativo a la ubicación de una Alejandría no corresponde a su homónimo, sino a un distrito administrativo persa olvidado durante mucho tiempo, cuyos edificios proporcionaron los materiales para construir la ciudad.
El desarrollo posterior de este tipo de urbanizaciones depende de la guerra. La flota de Alejandro había estado en el río durante seis meses o más, y, en la primavera de 325, se encontraba todavía a dos meses de viaje desde el océano; los hombres estaban necesitados de comida, y cuando oyeron hablar de un próspero reino en la ribera oriental cuyo rey todavía no había enviado emisarios, siguieron entusiasmados a Alejandro en una incursión. Su aproximación fue tan rápida que los indios se asustaron y les enviaron joyas y elefantes para sobornarlos, y admitieron además que «estaban equivocados, pues era el modo más seguro de que Alejandro les concediera lo que querían». Alejandro admiró su nueva conquista y dejó a su rey al mando, supervisado por otra guarnición:
Aquí los hombres gozan de una larga vida, algunos alcanzan la edad de ciento treinta años… Incluso utilizan un sistema de rancho soldadesco, como los espartanos, en el que los hombres son alimentados a expensas del Estado. Tienen minas, pero no utilizan ni el oro ni la plata; no se ocupan mucho de la ciencia, excepto de la medicina; algunas de las otras ciencias, como la teoría militar, están consideradas una práctica criminal.
Este intento de explicar una comunidad brahmánica en términos griegos no se ajustaba a los acontecimientos que siguieron. Mientras el ejército se desplazaba al este para incendiar y destruir las ciudades rebeldes en la frontera, el rey brahmán rompió su palabra y permitió que sus súbditos se rebelaran del modo más implacable, pues lo que los alentaba no era un manual militar sino los sermones de las sectas brahmánicas. Su resistencia se convirtió en una venganza sagrada, apoyada por el uso de flechas envenenadas, y sólo finalizó cuando se colgó a los eruditos instigadores y se destruyeron todas las comunidades conflictivas. Los suplicantes fueron perdonados en nombre de los dioses, pero «más de ochenta mil indios» fueron ejecutados, de acuerdo con la versión más exagerada, que de este modo afirmaba que el total de nativos muertos en los últimos seis meses ascendía a más de doscientos cincuenta mil. Las cifras no son fiables pero debieron de impresionar, no horrorizar, a la mayoría de los lectores. No por quemar y masacrar a patriotas mal equipados el estilo de hacer la guerra de Alejandro se había vuelto de repente más salvaje, fruto de la irritación provocada por un fracaso y una herida; como en Tebas, Tiro o Gaza, como en el Swat, y no menos que en la Sogdiana, el trato que Alejandro daba a los rebeldes nunca había mostrado ninguna clemencia ni había dado motivos a los patriotas para esperar el perdón. Sin embargo, con el fin de mantener contentos a sus hombres, les permitió que por una vez saquearan lo que habían sometido.
No fue hasta mediados de julio cuando finalizó el viaje por el río. El ejército acampó cerca de Pátala, en el último de los insignificantes reinos que era lo bastante rico como para abastecerlos; la mayoría de los nativos había huido, y mientras fortificaban pueblos y cavaban pozos para obtener agua en el suelo de esquisto que limitaba con el desierto, Alejandro dispuso que se construyera un muro en la ciudadela de Pátala y otro astillero en la parte alta del estuario del Indo. El resultado, llamado la Ciudad de Madera, se construyó con este material, el único que tenían a mano. Cuando el trabajo le pareció satisfactorio, Alejandro se embarcó con sus amigos en las naves más veloces y dispuso una rápida incursión hacia el cercano océano. Para un hombre herido, el riesgo era considerable, pues los nativos habían huido y no había pilotos locales que pudieran ser reclutados. Alejandro sabía que tenía que mostrar el camino a los barcos antes de pedirles que siguieran: tenía sus razones, pero, una vez más, puesto que no conocían el lugar, estas razones se verían frustradas debido a la aparición del monzón en el mes de julio.
Los oficiales habían llegado a acostumbrarse al calor que hacía en verano en el gran desierto de Thar, que se extiende al este a lo largo de la otra orilla del Indo. En los relatos lo describieron de un modo detallado, e incluso habían observado las gambas y los pequeños peces que hay en el río. Sin embargo, no habían contado con la lluvia y el viento. Tan pronto como Alejandro se embarcó en el delta, una tormenta hundió a muchos de los barcos más sólidos, y aunque durante las reparaciones finalmente se capturaron guías procedentes de las tribus cercanas, ni siquiera sus habilidades podían evitar la climatología. A medida que el delta se ensanchaba, el viento soplaba tan fuertemente desde el mar que los remeros perdieron el ritmo y se vieron forzados a refugiarse en aguas estancadas. Después de permanecer anclados, descubrieron que se habían elevado y que estaban en tierra seca: era la primera vez que los marineros de Alejandro se encontraban con la marea, «y ésta les causó una consternación considerable, sobre todo cuando a su debido tiempo el reflujo cambió y los barcos se encontraron flotando de nuevo en el río». Entre las tripulaciones macedonias, esta novedad conllevaba un mayor riesgo y se tomaron más precauciones, de modo que Alejandro envió a dos de sus navíos de transporte más sólidos, de fondo plano, para inspeccionar ulteriores peligros antes de proseguir su avance. Informaron de que había una isla convenientemente situada en mitad de la corriente; Alejandro siguió adelante con algunos de sus más bravos capitanes hasta que, finalmente, el embate de las olas pudo oírse en el trirreme real. Había alcanzado el Mar Exterior, pero no se trataba del mar oriental al que en otro tiempo se había dirigido.
El éxito envalentonó a las tripulaciones. En primer lugar, Alejandro «ofreció sacrificios en la isla que había en la desembocadura del río a aquellos dioses que, según dijo, le había indicado Amón»; al día siguiente, navegó hasta una isla que se encontraba más lejos y ofreció diferentes sacrificios a diferentes dioses; «también éstos se hicieron de acuerdo con la profecía de Amón». Después, aventurándose directamente hacia mar abierto, «sacrificó toros al dios del mar, Posidón, y los arrojó a las aguas; vertió libaciones y lanzó su copa de oro y los cuencos dorados a las olas». Al regresar al campamento base remontando el río, buscó un brazo occidental en el estuario del Indo y también lo exploró, encontrando que era más navegable debido al refugio que proporcionaba un lago que había tierra adentro. Aquí, en lugar de sacrificios, lo que dejó fue un proyecto para construir un cobertizo destinado a los botes e instalar una guarnición.
Estos sacrificios no eran el gesto de gratitud de un explorador romántico; el Mar Exterior sólo era visitado con un propósito, y hacía tiempo que Alejandro había revelado cuál era. Mientras el ejército marchaba al oeste siguiendo la orilla, los barcos dejarían la desembocadura del Indo, torcerían para cruzar el océano índico y entrarían en el golfo Pérsico con el viento del monzón tras ellos; para una flota recién ensamblada, la perspectiva resultaba aterradora, y por tanto Alejandro había ido al océano y había hecho disposiciones para comprobar en persona la primera etapa con un apropiado sentido del deber. En sus planes sólo quedaba un cabo por atar: puesto que él marcharía por tierra, necesitaba un oficial para dirigir la expedición naval. Buscó entre sus amigos y eligió, con gran acierto, a un cretense que también escribiría una historia.
Alejandro —escribió el cretense Nearco, que se había establecido en Macedonia desde hacía mucho tiempo y que, a lo largo de su vida, siempre fue amigo del rey— deseaba apasionadamente hacerse a la mar desde la India rumbo a Persia, pero temía la duración del viaje y la posibilidad de que la expedición pudiera encontrarse con una región desierta, que no pudiese hallar un fondeadero o que anduviese escasa de suministros y que, por tanto, fuese completamente destruida. De ser así, esto no mancillaría sus pasadas hazañas ni borraría toda su buena suerte. Aun así el caso, su deseo de hacer algo que fuera nuevo y extraño triunfó sobre sus miedos.
Sólo un explorador puede comprender el poder de estos sentimientos; Alejandro discutió con Nearco las posibles opciones del almirante, «pero —escribió su amigo, escogiendo astutamente las palabras— mientras se enumeraba una opción tras otra, Alejandro ponía objeciones a todas ellas; algunos hombres, dijo, no eran lo bastante resistentes; otros no deseaban arriesgarse por él; otros anhelaban regresar a casa». Y de este modo se preparó terreno para Nearco: «Mi señor —dijo—, yo estoy preparado para dirigir tu expedición, y que el cielo me ayude en la empresa». Alejandro objetó que «no deseaba exponer a uno de sus propios amigos a semejante penuria y peligro». Nearco imploró y rogó, y finalmente se le permitió ir.
La elección quizá fue menos dramática de lo que su héroe sugirió en las memorias que escribió; Nearco había estado comandando la flota durante los últimos diez meses. También los preparativos fueron incómodos. Muchos de los trirremes estaban anegados o apenas habían sido reparados, y, en cuanto a las finanzas, el aspecto más misterioso de la carrera de Alejandro, por una vez se sabe que añadieron un motivo de ansiedad. Las arcas del tesoro de viaje del rey estaban vacías, de manera que el dinero para contratar guías y comprar suministros sólo podía conseguirse recaudando un impuesto entre sus amigos. La decisión fue impopular y varios intentaron zafarse, entre ellos el propio Éumenes, el secretario real, que al parecer se negó a entregar dos terceras partes de su paga hasta que Alejandro ordenó que se prendiera fuego a su tienda para poner al descubierto el auténtico alcance de su riqueza. Una vez que se acató, el impuesto forzó de hecho a los oficiales a involucrarse en los preparativos: «El esplendor del equipo, la elegancia de los barcos y la sorprendente preocupación por los oficiales y las tripulaciones, animaron incluso a aquellos que muy poco antes habían mostrado inquietud por la empresa».
Así fue como Alejandro desafió a los vientos, a su herida y a la falta de pilotos para aventurarse en el Mar Exterior. «Lo que contribuyó en gran medida al entusiasmo de los marineros fue el hecho de que Alejandro hubiera navegado por cada una de las desembocaduras del Indo en persona y hubiera ofrecido sacrificios a los dioses del mar. Siempre habían creído en la extraordinaria buena suerte de Alejandro, y ahora sentían que no había ningún riesgo que no pudiera asumir y salir airoso de él». De ahí el viaje al océano, pues una lesión en el pulmón no alteró la actitud de Alejandro a la hora de liderar a sus hombres. Sin embargo, los siguientes tres meses de marcha sí acabarían alterando la fe de los soldados en la suerte e infalibilidad de su caudillo.