26. EL GANGES ATRAE

Después de la victoria en el Jhelum y de fundar Bucéfala, Alejandro tributó un sacrificio al Sol. La elección de este dios era un símbolo de sus ambiciones: su marcha iba a llevarlo al este, hacia el lugar en el que nacía el sol, y Alejandro iba a recibir la ayuda de un intervalo soleado en una climatología caracterizada por el monzón que se avecinaba. «En la India —escribió una vez un griego que se había refugiado en la corte persa— nunca llueve»; las conversaciones con los sabios y los rajás le enseñarían a Alejandro cuál era la realidad. En el Hindu Kush, Alejandro había desafiado la nieve; en su camino a Siwa y la Sogdiana se había enfrentado al desierto. En la India, cuando los hombres hablaban de las lluvias de verano, Alejandro pensaba que un sacrificio al Sol era todo lo que necesitaba. A los soldados se los alentó hablándoles de tesoros y de regalos en monedas de oro: Alejandro les demostraría que un hijo de Zeus no puede ser disuadido por los elementos.

Durante un mes, su despreocupada actitud hizo que el peligro aumentase, ya que se entretuvo en el reino de Poro disfrutando de los suministros que le proporcionaban las trescientas ciudades de este fértil país. Mejor habría sido aconsejarle que se apresurara a ir al este: había tres ríos más del Punjab en su ruta y, desde mediados de junio en adelante, estos ríos bajarían peligrosamente crecidos debido a las lluvias del monzón. Sin embargo, sus pensamientos se dirigían hacia otro nuevo y prometedor plan. Alejandro creía que se encontraba cerca de una ruta que los conduciría directamente de regreso a casa, y cuando llegara el día de poner en práctica su teoría necesitaría una flota. Envió hombres para que remontaran el Jhelum, a los densos bosques de abetos que había en las laderas inferiores del Himalaya, y les ordenó que talasen madera para construir barcos, una tarea que a los macedonios, poseedores de la mejor madera de los Balcanes, les resultaba familiar. Los pinos y los fragantes cedros del Himalaya, que a menudo medían seis metros de circunferencia, constituían un desafío para sus técnicas de ingeniería forestal; los hombres tuvieron que armarse de valor en esos entornos desconocidos. Podían verse serpientes de alarmante tamaño deslizándose por el sotobosque, y, a distancia, el parloteo de los monos se confundía con un enemigo que se aproximaba. También había tigres, que según los indios podían atacar a los elefantes, y también pavos reales de color verde azulado que impresionaron tanto a Alejandro que prohibió a sus hombres que los matasen.

Cuando cruzaba el Indo dos meses antes, Alejandro había observado a los cocodrilos a lo largo del río; ahora, al marchar al este hacia el Chenab, el tercero de los cinco ríos del Punjab, quedó impresionado por una especie de racimos que crecían en sus orillas. Le recordaban las cosechas que había visto en Egipto cinco años atrás, y ello, junto con los cocodrilos, lo llevó a formular una peculiar teoría: estas aguas de la parte alta del Punjab debían de ser seguramente la fuente perdida del río Nilo, puesto que compartían la flora y la fauna. Sabía que el Chenab se unía al Indo: el Indo, supuso, fluía por el suroeste a través del desierto y torcía por el sur del golfo Pérsico hasta el Alto Egipto, donde cambiaba su nombre por el de Nilo. La visión del mundo que tenía Alejandro se condensó para adaptarse a lo poco que había visto de él. El océano índico y la vasta extensión de Arabia y el Mar Rojo eran unos obstáculos de los que todavía no era consciente y, a lo largo de su vida, Alejandro continuó subestimando la extensión del Imperio persa desde el norte hasta el sur, así como la distancia al oeste desde el Oxo hasta el Mar Negro. «Muy poco después —escribió su almirante Nearco— descubrió su error acerca del Indo», pero cuando empezó a dar órdenes de cortar madera, y de ponerla a secar, para construir barcos Alejandro esperaba finalmente explorar el Indo y la costa de regreso a Egipto y a su Alejandría una vez realizados sus objetivos en el este.

Estos objetivos parecían posibles a causa de su concepción geográfica errónea. Se creía que la India estaba delimitada por el Océano Oriental, que constituía una parte de las aguas que fluían alrededor de la idea del mundo que tenían los griegos y, aunque los hechos todavía no eran seguros, no parecía que el límite de la India estuviera excesivamente lejos. Si, en efecto, el Mar Oriental era el objetivo de Alejandro porque era el límite del mundo, entonces, enfrentando a cada rajá con su vecino y aplastando cualquier resistencia que pudiese encontrar, Alejandro podría poner rumbo hacia este emocionante límite y coronar su carrera con una visión que ni siquiera Aquiles había esperado alcanzar. «Tú, Zeus, posees el Olimpo; yo he puesto la tierra a mis pies». Incluso en el caso de que Alejandro sólo quisiera dirigirse al este para explorar y conquistar la India —un objetivo para el que el límite del mundo era algo secundario—, la limitada visión que tenía de la India y la falsa visión del Nilo todavía constituían un impulso poderoso; con independencia del objetivo por el que siguió adelante, su tierra natal, descendiendo por el Indo-Nilo, estuvo siempre a su alcance. Sus ambiciones eran tanto las de un explorador como las de un conquistador, y sólo a los hombres que nunca han participando en una búsqueda y en una lucha contra la naturaleza puede parecerles que esto sea una locura. Sin embargo, por primera vez desde la batalla de Isos, Alejandro estaba viviendo bajo un grave error y, a partir del Chenab, las cosas empezaron a ir mal.

Los nativos eran numerosos, aunque sus armas eran anticuadas: sólo en la frontera del Chenab Alejandro obligó a treinta y siete ciudades, y al menos a un número igual de pueblos, a rendirse, añadiendo medio millón de ciudadanos al reino de Poro. Para los macedonios no era nada nuevo encontrarse en inferioridad numérica, pero había peligros que requerían un temple aún mayor. «En la India —escribió Teofrasto, el botánico, que había oído los informes de los supervivientes y es demasiado sagaz como para que no le creamos—, los macedonios comieron una clase de trigo tan fuerte que muchos llegaron a reventar». Son poquísimas las observaciones de este tipo en relación con las dificultades a las que tuvieron que hacer frente; las únicas cifras convincentes relativas al número de heridos aparecen en una ocasión en la que Alejandro no se encontraba presente. Pero ésta, al menos, tiene el mérito de ser inolvidable. Otros comieron de un árbol «que no era particularmente alto, pero cuyas vainas, parecidas a una judía, medían unos veinticinco centímetros de largo y eran tan dulces como la miel»; se trataba del primer contacto de los griegos con un plátano, o quizás un mango, pero la fruta les ocasionó tantos trastornos estomacales que Alejandro les prohibió que la tocaran, «y no es probable que sobrevivas —escribió Aristóbulo— si te comes uno» en contra de las órdenes de Alejandro. Otros árboles eran seguros, o como mínimo menos preocupantes: en el río Chenab, los soldados se quedaron asombrados ante el baniano, la maravilla de la dendrografía india. «Los brotes de un único árbol se extienden formando un enorme cenador que proporciona sombra, como una tienda con muchas columnas», y es tan ancho que «cincuenta jinetes podían refugiarse del sol del mediodía bajo sus ramas». Una inspección más cuidadosa mostró que cada «tronco» separado era un brote gigante de un mismo sistema de raíces, mientras que los frutos eran pequeños pero deliciosamente jugosos. Más al este, había informes que hablaban de un baniano que arrojaba una sombra de casi un kilómetro, lo que en modo alguno es imposible: el preciado baniano del Jardín Botánico de Calcuta, que ocupa 1,6 hectáreas y cuya circunferencia mide cuatrocientos metros, parece un inmenso bosque.

Incluso el baniano estaba a merced de la climatología. Cuando el Chenab estuvo a la vista, el verano se encontraba ya muy avanzado, por lo que el monzón empezó a soplar de verdad y entonces el ejército entendió por qué los pueblos de la localidad se habían construido sobre taludes y montículos. Cuando la lluvia empezó a caer de forma torrencial, el río se desbordó de su lecho y volvió a la vida como si despertase de un largo y reluctante sueño. Los barrancos empezaron a inundarse y los diques no pudieron seguir conteniendo el flujo de agua. El campamento tuvo que moverse a toda prisa, pues la corriente crecía —tres metros, seis metros, nueve metros— hasta reventar los terraplenes, desdeñando a los invasores. Los hombres se retiraron a los pueblos y vieron correr el agua a través de las llanuras, por lugares más altos incluso que los elefantes, y cuando se fijaron, advirtieron una amenaza que no podía evitarse con facilidad: las inundaciones provocaban que las casas estuvieran plagadas de serpientes.

«Su número y ferocidad —escribió Nearco— eran asombrosos: en la época de las lluvias se refugiaban en los pueblos más altos y, por tanto, los nativos construían las camas muy por encima del suelo, y aun así se veían forzados a abandonar sus hogares debido a esta abrumadora invasión». Algunas especies de pitón, que podían alcanzar un tamaño de siete metros, iban en busca de un rincón seco: otras eran tan escuálidas que pasaban desapercibidas, pero eran estas pequeñas serpientes, los escorpiones y las cobras los que causaban más molestias. «Se escondían en las tiendas, en los cacharros de cocina, en los setos y las paredes: los que sufrían su mordedura sangraban por todos los poros, y agonizaban, y morían muy rápidamente antes de que se pudiera encontrar remedio en las drogas y raíces de los indios encantadores de serpientes», cuyas habilidades, sin embargo, eran notablemente efectivas. Con urgencia se reunieron suministros médicos procedentes de todos los cuarteles, mientras que, siempre que era posible, los hombres colgaban las hamacas entre los árboles y pasaban una angustiosa noche alejados del suelo. Sólo podían esperar que su situación mejorase si cruzaban el Chenab.

Pero el Chenab rugía y espumeaba en su cauce, cuya anchura era de unos dos kilómetros y medio. Aunque Alejandro eligió el tramo más ancho y menos difícil de cruzar, incluso Ptolomeo admitió que muchos de los que cruzaron, más bien en embarcaciones que en balsas de piel rellenas, fueron lanzados contra las rocas, por lo que «no fueron pocos los que se perdieron en el agua». Una vez en la otra orilla, se envió a Hefestión para que tratase con los indios que había al norte, mientras que Poro regresó para reclutar tantos elefantes como fuera posible, un signo de que Alejandro estaba esperando una lucha feroz. Los suministros serían escoltados hacia el este tan pronto como el río lo permitiera, y mientras tanto Alejandro viviría de la tierra.

Al marchar hacia el este, Alejandro vadeó el río Ravi con sus tropas más ligeras y obtuvo la rendición de las tribus más cercanas. Sus hombres le hablaron de los kathaioi, una tribu que vivía en las llanuras cercanas a Lahore y que era belicosa por naturaleza; se decía que habían planeado ofrecer resistencia y que habían inflamado a las tribus del sur del Indo. Alejandro se apresuró a ir a su territorio en una marcha rápida de tres días, con sólo un día para descansar, y llegó a Sangala, su fortaleza más grande. Los kathaioi habían levantado una triple línea de carretas desde las que podían defenderse; la caballería fracasó al intentar provocar que bajaran de la colina, por lo que la infantería cargó contra ellos y los hizo retroceder tras la sólida muralla de ladrillo de Sangala. Alejandro no disponía allí de maquinaria de asedio, y sólo podía cercar el fuerte mientras se excavaban túneles para hundir la muralla; de imprevisto tuvo lugar una incursión nocturna que les costó a los indios quinientos hombres. Justo cuando los túneles se terminaron, llegó Poro con cinco mil voluntarios indios y las máquinas de asedio, un mérito de la sección de transporte, que los había conducido a través del barro acumulado por el monzón de verano. La maquinaria ya no era necesaria, pues el trabajo de los zapadores había dado sus frutos; la muralla se hundió en el túnel, se colocaron escaleras en las brechas y la valiente resistencia que ofrecieron no pudo salvar a diecisiete mil indios de morir acuchillados, según Ptolomeo, y a otros setenta mil de ser capturados. «En el asedio murieron menos de un centenar de soldados de Alejandro», pero más de mil doscientos fueron heridos, una proporción insólitamente alta para ser admitida por Ptolomeo, que además incluía a muchos oficiales. Los heridos eran otra pesada carga sobre la moral de los hombres, y mientras tanto retumbaban los truenos y diluviaba sobre los cansados hombres.

Las tribus vecinas eran perseguidas hasta la muerte si huían, y perdonadas si se rendían; Alejandro «no quería ser severo con ellas si se quedaban y lo recibían como a un amigo, no más severo de lo que había sido con otros gobiernos indios independientes que se rindieron por voluntad propia». El hecho de insistir continuamente en el «antiguo autogobierno» era una cobertura débil, pero reveladora, para la campaña; las cosas mejoraron momentáneamente cuando el ejército alcanzó el reino de Sopeites, cerca de Lahore y el río Beas.

Cuando los ingenios de guerra de Alejandro se alzaron cerca de la capital, salió a su encuentro el rey del lugar, una figura de gran estatura vestida con bordados de púrpura y oro, sandalias doradas y brazaletes y collares de perlas. Empuñaba un cetro con incrustaciones de valioso berilo, por lo cual los historiadores le dedicaron sus cumplidos:

Entre esta gente, la característica más extraña es su respeto por la belleza: eligen al más apuesto como rey. Cuando nace un niño, dos meses después de su nacimiento el consejo real decide si es lo bastante hermoso para merecer vivir…; en cuanto a los adultos, se tiñen la barba de toda clase de colores brillantes con el objetivo de mejorar su aspecto. Por muy extraño que parezca, los novios y las novias incluso se eligen entre ellos.

Había razones para estos agradables recuerdos: el antiguo nombre de la región que rodea Lahore significa «prosperidad», y durante varios días el ejército celebró suculentos banquetes, mientras que, al menos los oficiales, fueron acomodados a resguardo de la lluvia. El rey los entretuvo con su famosa raza de perros, cuyo pedigrí incluía sangre de tigre: cuatro de ellos acosaron a un león en público y se negaron a soltar las ancas del animal incluso cuando se ordenó a los cuidadores que les cortaran una de las patas traseras. El espectáculo apelaba al amor que Alejandro, quien fue obsequiado con uno de los perros, sentía por la caza; también se hablaba de la existencia de filones de oro y plata en el lugar, que fueron verificados en el intervalo por el jefe de los prospectores griegos en persona. La tierra de la prosperidad poseía un enorme montículo de sal: «Sin embargo, los indios no tienen experiencia en acuñar o fundir metales, y son más bien ingenuos acerca de lo que poseen».

Al este de Amritsar sólo quedaba un río más del Punjab que cruzar, y no había duda de que ahora Alejandro quería ir más allá de él. No hacía falta que sus hombres tuvieran mucha imaginación para suponer lo que pretendía hacer en la otra orilla: durante las últimas semanas, habían estado reuniendo a todos los elefantes que pudieron encontrar y ahora esperaban la llegada de una hornada de refuerzos de Grecia y Asia, mucho más grande de las que habían recibido hasta entonces. Los indios se unirían a la marcha, así como también algunos de los prisioneros que no habían sido vendidos: el total de efectivos del ejército al recibir los refuerzos ascendió, al parecer, a ciento veinte mil hombres, el doble de su anterior número, siendo lo suficientemente grande como para emprender una expedición al Océano Oriental o para echarle una ojeada al límite del mundo habitado. Es cierto que se había cortado madera para armar una flota en el Jhelum, pero llevaría tiempo que se secase, e incluso una vez construidos los barcos no sería necesario utilizarlos de inmediato.

Sin embargo, Alejandro iba a pasar de la prosperidad a la desilusión. Los oficiales habían escuchado historias de la India e incluso conocían el nombre y la existencia de Ceilán, pero era difícil conectar estos retazos de información con la interminable y parduzca llanura a través de la cual arrastraban las carretas y el equipo empapado en medio del barro, que engullía a los elefantes y hacía que la marcha fuera increíblemente lenta. Alejandro había hablado de un viaje de cuatro meses desde Taxila y estaban dispuestos a creerle, pero en la frontera del Beas, el siguiente rey después de la tierra de la prosperidad dio la primera advertencia clara de lo que había más allá. Puede que sus conocimientos fueran toscos, pero en lo fundamental eran inequívocos; al otro lado del Beas había una tierra de paz y fertilidad, con buenos cultivos, gobernada por aristócratas y bien provista de elefantes. Más allá del Indo, si Alejandro regresaba y descendía por él, le esperaba un viaje de doce días a través del desierto, y después, el Ganges; su anchura era de unos «seis kilómetros y medio»; era el más profundo de todos los ríos de la India, y a lo largo de su curso más bajo se extendían las tierras del rey Ksandrames, cuya infantería se decía que contaba con doscientos mil hombres, que disponía de igual número de jinetes o más, y que tenía dos mil carros y cuatro mil elefantes que lo apoyarían hasta la muerte. Las noticias ofrecían un dramático panorama. Como el conquistador que vio por primera vez una embarcación en el desconocido reino de los incas, Alejandro había sido advertido de una civilización de la que el mundo occidental nunca había oído hablar. Por primera vez, oyó el nombre de Dhana Nanda, el último de los nueve grandes reyes de Magadha, cuya dinastía había gobernado durante los últimos doscientos años desde su espléndido palacio en Palimbothra, donde el Ganges fluye hacia el Océano Oriental.

Es difícil creer en semejante revelación. Al parecer, Alejandro interrogó a Poro a fin de confirmarla, lo que éste en efecto hizo, añadiendo que Ksandrames era un tipo de hombre muy común, pues sólo era el hijo de un barbero y había sido elevado al trono gracias a una intriga familiar. Esto resultaba prometedor en relación con la invasión, mientras que una indagación más detallada proporcionó una pintura bastante clara del paisaje, llegando a especificar incluso las tortugas que nadaban en el Ganges. Sin embargo, los hombres empezaron a hacer conjeturas de todo tipo, y era obvio el peligro que esto encerraba. Personalmente, Alejandro acariciaba la idea de una lucha con otro imperio que, como el de Darío, se apoyaba en su antigüedad. Alejandro quería elegir el mejor momento para anunciarlo: los regalos extraordinarios ayudarían a preparar a la audiencia, en especial cuando las lluvias daban señales de empezar a amainar.

Por tanto, a los soldados se les permitió saquear el país cercano, lo que no era poca cosa en una tierra en la que las piedras preciosas podían ser suyas simplemente recogiéndolas; en un río como el Chenab, las piedras preciosas flotaban por la superficie, hasta el punto de que a ningún ojo atento le pasarían desapercibidos los berilos y diamantes indios, los ónices, los topacios, los jaspes y las amatistas más diáfanas del mundo clásico. Mientras los hombres buscaban fortuna, se convocó a las mujeres y los niños al campamento y se les prometieron pagos regulares de cereales y dinero. Este soborno sería inútil: cuando los soldados regresaron del saqueo, se reunieron en grupos y discutieron con resentimiento sobre los rumores acerca del futuro. Su humor no había mejorado cuando Alejandro reunió a los comandantes para explicarles finalmente sus planes relativos a lo que había más adelante.

La acogida que tuvo su discurso no estuvo a la altura de su brillantez. Los oficiales lo escucharon en silencio y, durante un rato, se sintieron demasiado violentos para aceptar su invitación a responder. Finalmente, el veterano Ceno se atrevió a traducir sus sentimientos en palabras: los hombres nunca aceptarían una marcha contra un enemigo semejante, y, si Alejandro quería dirigirse al este para ir hacia el Ganges, debería ir sin sus macedonios. Esta afirmación no era tanto un motín como la expresión de una profunda desesperación. Los hombres habían recorrido más de dieciocho mil kilómetros en los últimos ocho años, con independencia del clima o el paisaje; las cifras oficiales hablaban de que habían matado al menos a setecientos cincuenta mil asiáticos. Habían sufrido dos hambrunas y sus vestidos estaban tan hechos jirones que la mayoría se vestían con prendas indias: los caballos tenían las patas doloridas y las carretas resultaban inútiles en unas llanuras que se habían convertido en una ciénaga. Finalmente el clima había hecho mella en su espíritu. Durante los últimos tres meses, las lluvias los habían empapado hasta la médula. Las hebillas y los cinturones se habían corroído y las raciones se pudrían, pues el moho estropeaba el grano; las botas estaban agujereadas y todavía no habían terminado de pulir las armas cuando la humedad volvía a cubrirlas otra vez de verdín a causa del moho. Y, mientras tanto, el río Beas corría ante ellos, desafiándolos a que lo cruzasen en busca de una batalla con elefantes, no contra decenas o centenares, sino contra varios miles. Se les había dicho, correctamente, que los elefantes al este del Ganges eran más grandes y feroces, e incluso se habló de una raza más pesada que vivía en la isla de Ceilán.

El alegato no podría haber sido expuesto por un interlocutor más respetable. Ceno había servido en el ejército durante veinte años, últimamente como hiparca en la caballería de los compañeros, y Alejandro siempre lo había elegido para las misiones más arduas. Por tanto, los generales de menor condición se sintieron libres para aprobar sus palabras: «Muchos incluso derramaron lágrimas como prueba ulterior de que no querían hacer frente a los peligros que tenían delante». Alejandro se puso furioso y los culpó de echarse atrás. Cuando el enfado no surtió efecto, los envió fuera y empezó a enfurruñarse. No hay nada más duro para un hombre que ver cómo se desafía todo lo que ha planeado, sabiendo que sólo podrá llevarlo a cabo si los demás son capaces de pensar en sus propios términos con valentía.

A la mañana siguiente, Alejandro convocó de nuevo a los oficiales y les dijo que «iría por su cuenta, pero que no quería forzar ni a uno solo de sus macedonios a ir con él; encontraría a los hombres que estuviesen dispuestos a seguirlo. En cuanto a los que querían irse a casa, podían marcharse ahora y contarles a sus amigos que habían abandonado a su rey en medio del enemigo». Sin embargo, los oficiales habían adoptado una posición al respecto y no estaban dispuestos a que los avergonzaran para obligarlos a rendirse. Se negaron, y llegó el momento de la última amenaza del rey: Alejandro se retiró furioso a su tienda y se negó a ver a los Compañeros durante dos días enteros con la esperanza de que su preocupante actitud hiciera que se lo repensaran.

Un profundo silencio se apoderó del campamento. Los hombres estaban enfadados porque el rey había perdido los estribos, pero no iban a cambiar de posición. Pasaron horas hasta que se armaron del coraje suficiente para menospreciarlo y abuchearlo si mantenía su enfado por más tiempo. Esta obstinación se demostró decisiva, pues Alejandro se dio cuenta de que era un hombre vencido. Como su héroe Aquiles, no podía soportar la vergüenza de una humillación pública: envió a buscar a los sacerdotes y los adivinos y les dijo que quería ofrecer un sacrificio para saber si debía cruzar el Beas. Trajeron algunos animales, «pero cuando se sacrificaron, las ofrendas no estuvieron a su favor». Ahora que podía alegar la desaprobación de los dioses, Alejandro dejó a un lado la vergüenza y reunió a sus íntimos amigos y a los viejos Compañeros para decirles que, al parecer, había llegado el momento de retirarse. Hacía sólo tres años que había desobedecido los augurios y había cruzado el Oxo desafiando a dioses y adivinos.

Cuando se anunció la noticia, un suspiro de alivio recorrió las filas y muchos estallaron en lágrimas porque sus deseos se habían hecho realidad. Entre semejantes muestras de júbilo, el respeto a los dioses era el único consuelo que le quedó al orgullo de Alejandro. El ejército se dividió en doce secciones, a cada una de las cuales se le ordenó que construyese un altar para los doce dioses griegos del Olimpo, «para dar gracias a los que los habían llevado victoriosos hasta tan lejos, y a modo de monumento por todo lo que habían pasado juntos». Los altares tenían que ser enormes, «tan altos como las torres más altas e incluso más anchos de lo que serían las torres»: Alejandro no deseaba ser recordado como un rey al que el río Beas había humillado. Otros dijeron que construyó un campamento tres veces mayor que el que había utilizado y que lo rodeó con un foso de quince metros de ancho y doce metros de profundidad. Dentro se construyeron barracones con unas camas que medían casi dos metros y medio de largo y comederos dos veces mayores del tamaño normal; por el suelo se esparcieron enormes armaduras y unos bocados y bridas increíblemente grandes, «para probarles a los nativos que sus hombres eran grandes, demostrando que poseían una desmesurada fuerza física». Posteriormente, la leyenda afirmó que los altares se dedicaron al padre Amón, el hermano Apolo, el Sol y los Cabiros, unos dioses agrestes que gozaban del favor de la madre de Alejandro, Olimpia.

Sólo la arqueología dirá hasta qué punto estos rumores son ciertos y, aunque han sido varios los que han buscado este campamento, nadie hasta la fecha ha sido lo bastante afortunado como para encontrar lo que podría ser uno de los monumentos más extravagantes del pasado clásico. No hay duda sobre los altares, pero, hasta que se pruebe sobre el terreno, la megalomanía del campamento sólo es un rumor póstumo. Lo que sí es cierto es que Alejandro conoció su primera derrota y que, cuando alcanzó el Jhelum por la ruta por la que había venido, encontraría cierto alivio en la disminución repentina de las primeras lluvias de otoño. Después de cruzar el Amritsar, Alejandro regresó al río Ravi y, por tanto, al río Chenab, menos crecido que antes; aquí la retirada se interrumpió brevemente debido a una repentina pérdida en el alto mando. Ceno, el hiparca, «murió de enfermedad, y Alejandro lo enterró de un modo tan magnífico como las circunstancias lo permitieron». Sólo habían transcurrido unas semanas desde que su valiente protesta consiguiera que el ejército emprendiera el camino de regreso.

«Como tantas otras veces, el Führer se quitó de encima a un colega inoportuno no mediante la dimisión, sino alegando una supuesta enfermedad, y lo hizo meramente para preservar la fe del pueblo alemán en la unidad interna de sus líderes; incluso cuando ya casi todo había concluido, siguió fiel a su costumbre de observar un decoro público». Los paralelismos entre Hitler y Alejandro han estado de moda, pero nada prueba que sean válidos. Si Ceno era un hombre enfermo, su alegato para regresar a casa resultaba de lo más comprensible; quizá padecía disentería, quizá lo mordió una serpiente, pero, en cualquier caso, el hombre que públicamente frustró los planes de un hijo de Zeus no vivió para disfrutar de los resultados de su consejo.

La retirada que Ceno impulsó siempre ha despertado simpatías. Los planes de Alejandro en relación con Oriente nunca han sido bien recibidos por los historiadores: muchos han argumentado que jamás existieron, y otros han sostenido que cualquier mención al Ganges debe descartarse como una leyenda. Con independencia de los hechos, estos argumentos asumen que ningún hombre en su sano juicio habría querido seguir adelante; un juicio de este tipo tiene dos caras, y sólo una es respaldada por los relatos griegos de la campaña. Ciertamente, el reino de Magadha era poderoso, pero los informes relativos a su poderío no eran menos fantásticos que los que hablaban de los legendarios ejércitos de los héroes épicos indios; además, a pesar de la abundancia de elefantes, el reino estaba aquejado de una dolorosa decadencia. En la tradición nativa de los jainas, Dhana Nanda, el último de sus reyes, fue recordado durante mucho tiempo como el hijo de una mujer normal y corriente, nacido, por tanto, fuera de la casta de dirigentes y detestado por muchos de sus cortesanos. En el libro épico de Ceilán se dice que extorsionó a sus súbditos arrebatándoles montañas de oro, que escondió miserablemente en las aguas del Ganges. Alejandro, sorprendentemente, conocía todo esto a la perfección a través de sus informantes: Ksandrames, dijo Poro, no era «más que el hijo de un barbero», y ser el hijo de un barbero no es sólo una expresión común en la India para referirse a un rey débil y de baja cuna, sino que las historias indias posteriores repiten exactamente lo mismo sobre el propio Dhana Nanda. El último representante de la dinastía Nanda no sabía muy bien lo que quería hacer ni había mantenido las lealtades de Magadha; como Cortés, Alejandro se quedó en el umbral de una vieja civilización, rica pero desgarrada por el descontento interno. El viaje desde el Beas hasta el Océano Oriental habría durado otros tres meses siguiendo un camino real, y sus oficiales lo sabían tan bien como él. Sin embargo, se negaron a seguir.

Sólo el futuro puede probar lo que se perdieron. A los tres años de la muerte de Alejandro, surgió un pretendiente en el norte de la India, el mauriano Chandragupta, que reunió un ejército y se apoderó de Magadha. Dhana Nanda fue depuesto y, diez años más tarde, Chandragupta se encontraba presionando incluso la frontera del Punjab, quizá con la ayuda de las sediciosas tribus de las tierras altas. A cambio de quinientos elefantes, Seleuco, el sucesor de Alejandro en Asia, fue forzado en su derrota a concederle las provincias indias; Chandragupta regresó a Palimbothra, donde hizo caso a su ministro Kautilya y gobernó con gran pompa durante otros veinte años. Tras la empalizada de madera del palacio, mantuvo un patio abierto para los enviados griegos, que llegaban por el camino real desde Amritsar, admiraban su harén y paseaban por unos jardines que parecía que hacía cien años que eran suyos. Según los griegos, cuando le preguntaban cómo lo había conseguido, Chandragupta replicaba: «Observé a Alejandro cuando yo todavía era joven; Alejandro —explicaba— estuvo a punto de apoderarse de la India porque su rey era muy odiado y despreciado, tanto por su carácter como por su baja condición».

Si un imitador indio pudo hacerlo, también podía haberlo hecho su amo diez años antes: el reino de Dhana Nanda podría haberse indispuesto contra él y Alejandro podría haber paseado entre los pavos reales de Palimbrotra, mejorado su empalizada y disfrutado de los estanques con peces en los que los príncipes indios siempre habían aprendido a navegar. Pues, no muy lejos de sus puertas, el Ganges se extendía formando un estuario y se deslizaba bajo las palmeras a través de las riberas de unos campos de cieno pardo: el río pedía que lo siguieran, y Alejandro sólo tenía que haberlo hecho durante otros nueve kilómetros para ver la orilla del mar ante él; hubiese concluido, de manera equivocada pero conmovedora, que finalmente se encontraba cerca del fin de su mundo. El Océano Oriental estaba a tres meses de marcha, y los soldados se negaron a seguir. El sueño que el conquistador había acariciado durante los últimos años se desvaneció cuando él sabía perfectamente que podía haberse hecho realidad.