En la leyenda persa se afirmaba que Alejandro envió muy pronto a Roxana a Seistán, cuya ciudadela le ofreció como regalo de bodas para mantenerla a salvo cuando los hombres se retiraran hacia el Punjab; no obstante, esta cuestión no está clara, pues sin duda Roxana fue a la India, y probablemente las murallas de la capital de Seistán pertenecen a una fecha posterior. Es probable que Roxana se quedara en el campamento, donde habría asistido a uno de los episodios de la vida de su marido que más se han tergiversado. Este episodio no puede entenderse fuera de su contexto persa, prueba del cambio en los planes de Alejandro. Una vez comprendido, permite entrever ni que sea un poco su temperamento, y lo que vemos resulta revelador: se trata de la cuestión de un beso cortés.
A diferencia de los chinos, que no tienen ninguna palabra para referirse a la acción de besar, los reinos del Oriente antiguo habían incluido durante mucho tiempo en el vocabulario de su corte un término para el gesto de besar. Este gesto se practicaba en la sociedad real de los asirios, y de ahí pasó a ser adoptado primero por los medos y después por los persas; su equivalente era conocido en Grecia, probablemente como un préstamo de Oriente, y los griegos describieron tanto la práctica oriental como la suya propia por medio de una sola palabra, proskynesis. Las únicas descripciones de esta práctica se escribieron bajo el Imperio romano, pero se ajustaban bastante bien a lo que aparece en las tempranas esculturas de los griegos y los persas: la persona que tributaba la proskynesis se llevaba una mano a los labios, por lo general la derecha, y se besaba la punta de los dedos, quizá soplando el beso hacia su rey o su dios, aunque el hecho del soplar los besos sólo queda constancia en la sociedad romana. En los relieves de Persépolis, los nobles que suben la escalera del palacio o el séquito que aparece en la tumba del rey Artajerjes pueden verse a medio camino de realizar este gesto, mientras que el Intendente de la Casa Real se besa la mano ante el Gran Rey, inclinándose ligeramente hacia delante mientras lo hace. Estas imágenes persas y la elección de las palabras por parte de los griegos demuestran que en tiempos de Alejandro la proskynesis podía llevarse a cabo con el cuerpo erguido, inclinado o postrado. Los romanos creían que, cuando Alejandro solicitaba la proskynesis a sus más íntimos amigos, esperaba que se arrodillaran ante él. Sin embargo en Persia, como en Grecia, sólo un suplicante o un inferior abyecto se apoyaría en el suelo sobre rodillas y manos. Únicamente cuando los cortesanos o los aristócratas caían en desgracia o imploraban un favor se postraban ante el rey. La proskynesis en sí misma no lo requería.
En Persia y Grecia sus usos sociales eran distintos. En Grecia era un gesto reservado sólo a los dioses, pero en Persia se tributaba también a los hombres. «Cuando un persa se encuentra con otro en la calle —escribió Heródoto con esa aguda perspicacia hacia las costumbres extranjeras que hace de él el más atractivo de los historiadores griegos—, uno puede deducir si ese otro es su igual de la siguiente manera. Si es su igual, ambos se besan en la boca en lugar de saludarse verbalmente; si el primero es de condición ligeramente inferior al otro, sólo lo besa en la mejilla; si es mucho menos noble, se arrodilla y tributa la proskynesis a su superior». Había otra categoría que no se veía en la calle: el encuentro con el Gran Rey. Puesto que el rey era sobrehumano en su majestad, todo el mundo le tributaba la proskynesis; sin embargo, los cortesanos y los parientes reales eran lo bastante nobles como para que se les excusara de la reverencia o la postración que la acompañaba, de manera que solamente se inclinaban. Los griegos observaron esta costumbre, y, puesto que ellos mismos tributaban la proskynesis a sus dioses, por medio de una pequeña sofistería algunos pudieron sugerir que el rey persa era considerado él mismo como un dios. Los griegos inteligentes sabían que esto era un error: en Persia también se rendía proskynesis a las clases altas por parte de las clases inferiores, y ni siquiera en Persia toda la clase superior era divina. Era un gesto social, aunque de carácter profundamente tradicional.
En Balj, Alejandro decidió poner a prueba la proskynesis entre sus amigos macedonios. La decisión era audaz: la proskynesis había causado problemas en el pasado, cuando los griegos se encontraban con los persas, y era susceptible de ser malinterpretada, pues, al margen de lo que pensaran los persas, no constituía la manera en que a un griego libre le gustaba saludar a un mortal. Se había permitido al más radical de los dramaturgos atenienses, Eurípides, mostrar cómo se tributaba proskynesis a un hombre en el escenario, pero incluso entonces Eurípides lo presentó como una extravagancia foránea. En Persépolis, en el Tesoro, las manos de los oficiales que tributan la proskynesis son las partes más dañadas de las esculturas, que por otro lado están bien conservadas: puede que el ejército de Alejandro las mutilara a propósito, pensando que se trataba de un gesto absurdo. Se sabía que, en algunas ocasiones, los embajadores griegos en la corte persa habían adoptado una actitud igualmente desafiante: uno de ellos envió una carta al rey en vez de tributarle la proskynesis, y, al parecer, otro dejó caer su sortija al suelo para, de este modo, agacharse con objeto de recogerla y parecer respetuoso mediante este movimiento, aunque el gesto de besar en sí se perdió en el momento de inclinarse hacia adelante. Este tipo de obstinados rechazos tenía menos que ver con la religión que con el orgullo; si además los griegos iban a Persia en condición de prisioneros o suplicantes, al menos a los ojos del rey se esperaba de ellos que se postraran, así como también que tributaran la proskynesis, y es sabido que los griegos consideraban excesiva esa doble humillación. A Aristóteles le habían hablado de un elefante entrenado para rendir proskynesis al rey, sin duda enviando el beso con su trompa, pues Aristóteles no creía que los elefantes pudieran flexionar las dos patas delanteras al mismo tiempo. Ahora bien, los griegos libres no eran animales, y lo que era adecuado para un elefante no llegaría a serlo para un heleno.
No obstante, griegos como Temístocles o Alcibíades habían sido lo bastante sensibles como para actuar como los persas cuando estaban en Persia, y fue con este espíritu como Alejandro mencionó el tema de la proskynesis a sus Compañeros. Como heredero de Darío, Alejandro habría estado recibiendo este homenaje por parte de los iranios durante los tres últimos años: para ellos era algo natural, del mismo modo que lo había sido para la reina de Darío cuando fue hecha prisionera en Isos. Alejandro había continuado atrayendo a más y más iranios como rehenes o colaboradores. Se habían reclutado brigadas de iranios para luchar en la India, y en la corte se habían añadido los siete hijos del anciano Artabazo a los hermanos y hermanas de Roxana, a la hija de Espitámenes, a muchos nobles locales y a un nieto del último rey Artajerjes; Alejandro incluso tenía consigo a dos magos y a un rajá fugitivo del Punjab. Si estos orientales veían que los macedonios lo saludaban sin tributarle primero sus respetos, podían empezar a preguntarse si él era un verdadero rey; esta creencia «empezaría entre los esclavos y se extendería rápidamente por todas partes», y finalizaría en una larga y sangrienta revuelta nativa, lo cual era un riesgo que no merecía la pena correr. Los nuevos refuerzos y el reclutamiento de griegos y orientales implicaban que los macedonios estuvieran ahora en clara inferioridad numérica en el ejército; antes de invadir la India, los cortesanos macedonios debían ceder el paso a sus nuevos seguidores y adoptar sus costumbres por el bien de la uniformidad social. Sin embargo, como en el caso de Clito, los escritores posteriores interpretaron este conflicto de un modo diferente; al ordenar proskynesis, insistieron, Alejandro no estaba considerando el protocolo cortesano: lo que pretendía era ser adorado como un dios.
Es verdad que, en Grecia, la proskynesis sólo se tributaba a los dioses y que sin duda Alejandro era consciente de ello. Pero en el Alto Irán no tenía sentido pensar en la práctica griega. Alejandro era rey de Asia, y sus cortesanos debían tolerar la práctica de una costumbre social asiática; en un sentido muy similar, Alejandro llevaba la diadema, que entre los griegos se afirmaba que representaba a Zeus y, entre los persas, el derecho a ser rey, aunque Alejandro trataba esta cuestión desde un punto de vista persa, como heredero de Darío, no como rival de los dioses. Lo mismo sucedería con la proskynesis: su propio maestro de ceremonias describió el primer intento de introducirla, y, puesto que el incidente tuvo lugar durante una fiesta, él debía de estar presente en el comedor y seguramente vio el resultado por sí mismo. El asunto poco tenía que ver con un Alejandro tirano que pretendía convertirse en una divinidad.
Alejandro, dijo su sirviente, había ordenado un banquete y estaba presidiendo la sobremesa: los invitados habían sido cuidadosamente elegidos y se les había advertido lo que se esperaba de ellos. Una copa de oro, llena de vino, fue pasando desde su asiento, y cada uno de los invitados se puso en pie y bebió de ella, frente al hogar que quizás había detrás de la mesa real; brindaron o vertieron una libación, pero el hecho es que hasta aquí todo se desarrolló como en cualquier banquete griego. Entonces los invitados hicieron como los orientales: tributaron proskynesis a Alejandro, besándose la mano y quizás inclinándose ligeramente, como los oficiales de las esculturas persas. Después de este gesto, caminaron hasta la mesa real e intercambiaron besos con Alejandro, quizás en la boca, es más probable que en la mejilla. Esta ceremonia sencilla y sin pretensiones la realizaron por turno todos los invitados. Cada uno fue bebiendo, besándose la mano y siendo besado a su vez por el rey, hasta que le llegó el turno a Calístenes, primo de Aristóteles. Calístenes bebió de la copa, pasó por alto la proskynesis y caminó directo hacia Alejandro esperando recibir el beso correspondiente. Sucedió que Alejandro se encontraba hablando con Hefestión y no se dio cuenta de que su historiador cortesano lo había engañado. Pero uno de los Escoltas se inclinó para señalar el error, y puesto que Calístenes no había cumplido, Alejandro se negó a besarlo. «Muy bien —dijo Calístenes—, me marcho con un beso de menos».
Este episodio de sobremesa explica de forma inequívoca la intención de Alejandro. Antes de imponer la proskynesis, el rey deseaba experimentarla en privado con un pequeño y selecto grupo de amigos: primero le rendirían homenaje, tal como los iranios de las clases intermedias se lo rendían a su rey, y después, puesto que eran sus macedonios, con quienes había compartido tantas cosas, éstos serían recompensados con un beso, que entre los persas sólo se intercambiaba entre iguales o entre el rey y sus parientes reales. Este beso les restauraba su antigua dignidad y refutaba cualquier posible insinuación de que Alejandro buscaba la proskynesis porque quería parecer divino: nunca un dios había destruido la ilusión de su divinidad dando a sus adoradores un beso privilegiado. El plan difícilmente podría haberse emprendido de un modo más razonable, y, pese a la indignación de los romanos, los filósofos y otros que no tuvieron en cuenta el contexto persa, Alejandro salió de él increíblemente bien parado. Era un experimento social y, por una vez, un testigo describió de forma precisa lo que Alejandro estaba haciendo.
Quedaba Calístenes, poco dispuesto a colaborar. Como «adulador que intentó hacer de Alejandro un dios», habría sido sin duda la última persona de la corte que hubiese hablado contra el hecho de tributar honores divinos a un hombre en vida, pero como griego que había trabajado con Aristóteles vio esta costumbre social de un modo diferente. Rendir proskynesis a un hombre había parecido durante mucho tiempo algo servil, al menos para los griegos, y además Calístenes había sido educado para creer en los valores de la cultura griega; conocía y analizaba los detalles de los mitos griegos; estaba de acuerdo con la idea de que algunos egipcios eran realmente descendientes de un ateniense; incluso reivindicaba que el nombre «Fenicia» derivaba de la palabra griega para designar la palmera (phoinix). Al igual que su pariente y colega Aristóteles, Calístenes veía el mundo bárbaro como inferior al de los griegos y, al parecer, al principio de su historia describió el oleaje del mar de Licia como si le hiciera una reverencia al rey, como si le tributara proskynesis. Esto podía pasar para las olas bárbaras, pero para un griego empapado del pasado griego era un gesto que olía a servilismo. Los griegos cultivados no debían tener ningún trato con la decadencia oriental: puesto que el gesto de besar la mano estaba condenado al fracaso, él se negaría y se atendría a las consecuencias.
No es fácil determinar qué tipo de relación mantuvieron en los últimos tiempos Calístenes y Alejandro, sobre todo porque los oficiales de Alejandro nunca se refieren a ello en sus historias. Seis meses antes, dijeron otros, fue muy importante el consuelo proporcionado por Calístenes cuando Alejandro se desesperó tras el asesinato de Clito; posteriormente, los amigos griegos y los filósofos no se mostraron de acuerdo, pues no deseaban creer que el pariente de Aristóteles hubiese consolado a un hombre al que ellos vilipendiaron tratándolo de tirano. Había otro filósofo griego en la corte, Anaxarco, que había llegado de una ciudad de Tracia y era conocido, a causa de sus opiniones, como «el Satisfecho»: fue él, dijeron los admiradores de Aristóteles, quien hizo revivir a Alejandro después del asesinato enseñándole la doctrina clásica de los tiranos orientales, esto es, que cualquier cosa que hiciera un rey era justa y correcta. «Anaxarco —escribió un posterior seguidor de Aristóteles— sólo alcanzó una posición de influencia por la ignorancia de sus patronos: el vino se lo servía una muchacha desnuda, elegida por su belleza, aunque, de hecho, lo único que esto revelaba era la lujuria de aquellos a quienes servía». En contraste con él, Calístenes fue ensalzado por su austeridad y autosuficiencia, como correspondía a un pariente de Aristóteles; su fama como adulador gratuito fue convenientemente pasada por alto. No sería la última vez que las rivalidades académicas incidieran en la escritura de la historia, maltratando a Anaxarco e idealizando a su rival Calístenes. Sin embargo, un día Anaxarco moriría como un héroe, sin deberle nada a los discípulos de Aristóteles, mientras que Calístenes sería recordado sobre todo por haber aclamado a su patrón como el nuevo hijo de Zeus.
Desde las palabras de consuelo que siguieron al asesinato de Clito hay signos, que no están datados, de que el rey y el historiador habían discrepado en otras ocasiones. En una ocasión, escribió el Maestro de Ceremonias de Alejandro, durante una cena una copa de vino puro dio la vuelta hasta llegar a donde estaba Calístenes; un comensal le dio un codazo y le preguntó por qué no bebía. «No quiero beber de la copa de Alejandro —replicó— y después necesitar al dios de la medicina». Como la proskynesis, beber vino puro no era una práctica griega, y, una vez más, Calístenes se negó a traicionar sus ideales griegos. Los filósofos contaron una segunda historia, que al parecer Calístenes había confiado al esclavo que le leía en voz alta: una vez, mientras bebían durante la sobremesa, le pidieron a Calístenes que hablase elogiando a los macedonios, lo que hizo de una manera tan efusiva que todos los invitados aplaudieron y lo cubrieron de flores. Después Alejandro le pidió que los denigrara con la misma soltura, y Calístenes acometió el tema y disgustó a su audiencia por el evidente placer que sentía al hacerlo. De ser cierta, esta improbable historia dice mucho de la sofistería de Calístenes; al parecer, al escuchar esta historia Aristóteles hizo la observación de que su primo era un orador capaz, pero que por desgracia le faltaba sentido común. Si este incidente siguió al asunto de la proskynesis, puede que Alejandro se sirviera del defecto de su historiador para desacreditarlo en público.
Posiblemente la cuestión de la proskynesis fue el detonante que provocó el alejamiento definitivo entre ambos hombres. Hasta entonces, Calístenes no debió de haberse ganado precisamente un gran afecto entre los macedonios, a los que arruinaba la diversión en las fiestas y cuyas heroicidades individuales describía de forma incorrecta a pesar de que él nunca pisaba el campo de batalla. Sin embargo, ahora había otros que no pensaban de un modo muy diferente a como lo hacía él: uno de los macedonios más veteranos se había burlado de un persa con motivo de la proskynesis y le dijo que golpease más fuertemente el suelo con el mentón cuando lo vio postrarse para tributar los exagerados respetos propios de un inferior abyecto. La historia volvió a contarse de varios oficiales, y parece ser que en cada ocasión Alejandro perdió los nervios con el macedonio en cuestión. Era bastante justo. Si los macedonios empezaban a burlarse de la vida oriental, entonces la armonía en la corte, a la que Alejandro se había comprometido, nunca se alcanzaría: por lo general, los hombres más ancianos eran los que encontraban más duro tener que adaptarse a las costumbres orientales, aunque esto no impidió que varios miles de veteranos continuaran sirviendo y sintiéndose satisfechos, o que un oficial como Crátero, firmemente tenaz en sus hábitos macedonios, siguiera ascendiendo con rapidez a pesar de sus principios. El asunto no suponía una división absoluta, y sólo si el tema se hubiera llevado mal se habría convertido en algo preocupante. Aunque los ancianos podían refunfuñar, cuando pocas semanas más tarde tuvieron que elegir, fue a Calístenes a quien encontraron desamparado ante su muerte, y aunque la leyenda sostiene que una única negativa por parte de Calístenes abortó todos los planes en relación con la proskynesis, está lejos de ser cierto que la costumbre fuera abandonada. Ni Ptolomeo ni Aristóbulo mencionan el intento de introducirla, quizá porque pensaban que era insignificante, aunque es más probable que su silencio sea deliberado, una prueba más de los sentimientos que esta cuestión podía suscitar en ciertos sectores. Para un público griego, una descripción clara de lo sucedido habría puesto los hechos inmediatamente posteriores bajo una luz siniestra, y, por otra parte, tampoco los historiadores querían exponer a Alejandro a la crítica de quienes no habían servido con él.
Algún tiempo después de la fiesta y los percances relacionados con ella, quizás al cabo de unos días o tal vez de unos meses, el ejército principal estaba acuartelado cerca de un pequeño pueblo de la Bactriana. Mientras cuatro divisiones se desplegaban en abanico para capturar al último de los cómplices de Espitámenes en la frontera del desierto de Arena Roja, se descubrió en el campamento un grave complot contra la vida del rey: no tenía absolutamente nada que ver con los ancianos ni con los inadaptados. El complot se fraguó entre los pajes reales macedonios, muchachos de unos quince años que habían sido enviados para unirse al ejército tres años atrás. De acuerdo con la historia —aunque sólo se trata de conjeturas—, uno de ellos, el hijo de un destacado comandante de caballería, había empañado el palmarés de Alejandro como cazador: un jabalí salió en dirección al rey y, antes de que pudiera dispararle, el paje lo atravesó con una lanza y lo mató. Alejandro se irritó por el hecho de que, por una vez, alguien hubiese sido más rápido que él. Ordenó que azotaran al paje mientras los otros muchachos miraban. Alejandro incluso le arrebató el caballo.
También en este caso las costumbres persas pueden ser relevantes. Entre los persas, era una convención permitir que en las cacerías fuera el rey quien efectuase el primer disparo al blanco, y se sabía que quienes rompían la regla eran azotados: puede que en Macedonia hubiera una regla similar, pero la muerte de un jabalí tenía un significado especial, ya que era el acto mediante el cual un joven ganaba el derecho a reclinarse en el banquete. Tanto si fue víctima de un ultraje persa como si no, el paje se sintió ofendido, por lo que involucró a siete compañeros en un complot para asesinar al rey. Los pajes reales estaban en una buena posición para consumar el asesinato. Hacían turnos de guardia por la noche fuera de la tienda de Alejandro y tenían un acceso diario y directo a su persona; como eran más o menos cincuenta, la guardia nocturna recaería en uno de los ocho conspiradores durante los próximos quince días. Pronto llegaría la noche en que le tocaría quedarse de guardia a Antípatro, el hijo de Asclepiodoro, y puesto que probablemente sólo se quedaba de guardia un paje cada vez, había de ser fácil para Antípatro dejar entrar a sus cómplices.
Finalmente, llegó la noche del turno de Antípatro. El plan era simple: entrar en el dormitorio real y apuñalar a Alejandro mientras dormía. No se menciona a Roxana, quizá porque todavía dormía en sus propias dependencias, probablemente situadas aparte del ejército; ahora bien, más preocupante que una esposa era la costumbre de Alejandro de no regresar a la cama antes del alba, pues al alba se producía el cambio de guardia. Sin embargo, valía la pena correr el riesgo, y cuando Alejandro se marchó a primera hora de la noche para ir a cenar con sus amigos, los pajes albergaban muchas esperanzas. No obstante, la cena resultó muy animada y el rey se quedó bebiendo y contemplando algún espectáculo: por suerte, la conducta que lo llevó a quemar Persépolis y a asesinar a Clito le salvaría la vida en esta ocasión. Cuando amaneció, Alejandro todavía se encontraba de juerga con los Compañeros, un hecho que chocó tanto al octogenario Aristóbulo que se inventó una excusa en su historia. Alejandro, escribió, dejó la mesa a una hora razonable, pero de camino a la cama se encontró con una adivina siria. Esta adivina llevaba siguiendo al ejército desde hacía mucho tiempo y habría estado profiriendo palabras de advertencia, una costumbre que al principio Alejandro y sus amigos encontraron divertida; sin embargo, cuando todas sus advertencias se demostraron verdaderas, Alejandro la tomó en serio e incluso le permitió vigilar junto a su cama mientras él dormía. En esta ocasión, la adivina le imploró que regresara con sus amigos y que siguiera bebiendo; Alejandro obedeció, no porque le gustara el vino sino porque confiaba en la mujer, y de este modo siguió emborrachándose hasta el alba. Esta apología en relación con los hábitos noctámbulos de Alejandro es muy sorprendente: Alejandro, sostuvo Aristóbulo, sólo se sentaba ante una copa de vino para conversar, como un corpulento académico: los hechos parecían demostrar lo contrario, pero, incluso después de la muerte de Alejandro, se pensó que hacía falta esta clase de apologías por parte de aquellos que lo habían conocido en persona.
Borracho, no sumisamente supersticioso, Alejandro regresó a su tienda de madrugada. Un nuevo paje había reemplazado a Antípatro, y Alejandro pudo irse a la cama más seguro de lo que podía imaginar. De nuevo, sus enemigos fueron incapaces de mantener un secreto. En cuestión de horas, uno de los pajes habló del complot a su amante y amigo, o eso fue lo que se rumoreó: el amigo se lo contó al hermano del paje; el hermano se lo contó a dos Escoltas, uno de los cuales era Ptolomeo. Rápidamente la noticia llegó a Alejandro, que arrestó a todos los implicados y los torturó. Los informantes fueron absueltos; el resto, dijeron algunos, fueron juzgados ante los soldados y apedreados hasta morir. De ser cierto, este castigo implica que los presentes creían sin reservas en su crimen, aunque es más probable que tuviera lugar una ejecución en privado.
Aunque los pajes eran culpables sin el menor atisbo de duda, necesitaban un motivo; una vez más, las conjeturas de la posteridad se centran en la política, asignándole a Alejandro el papel de un tirano oriental. Al parecer, a modo de autodefensa, el cabecilla de los pajes discurseó contra la tiranía, contra el hecho de llevar el atuendo persa y la continua práctica de la proskynesis, contra la bebida y los asesinatos de Clito, Parmenión y todos los demás: él y sus amigos preparaban un golpe en nombre de la libertad, y, además, según su cronista romano, ya no querían seguir oyendo hablar más de Amón. Sin embargo, estos discursos no son en absoluto fiables, y hay algunos detalles que también pueden explicar el descontento de los pajes. El cabecilla había sido azotado de un modo degradante, pero además su padre había ostentado el alto mando en la caballería de los compañeros desde que Alejandro accedió al trono. Aproximadamente un mes antes del complot, el padre fue enviado de regreso a Macedonia, siendo despojado de su cargo «para ir en busca de refuerzos»; nunca volvió a aparecer por el campamento. Otro conspirador era hijo del antiguo sátrapa de Siria: recientemente había dejado su provincia y se había unido a Alejandro con los últimos refuerzos, pero no se le devolvió el cargo de gobernador ni se le dio otro mando. En los dos casos en los que no se sabe nada acerca de los padres de los pajes, puede demostrarse que éstos habían cambiado de cargo en los últimos tres meses; un tercer paje era hijo de un tracio, un hombre al que no preocupaba que se traicionaran las costumbres macedonias. Pero el informador es la excepción importante. Puesto que su hermano no formaba parte del complot, el honor de su familia no estaba en juego. De ahí quizá su indiscreción. Como en el caso de las muertes de Parmenión y Clito, probablemente el complot de los pajes se relacionaba al final con el mismo viejo problema: la degradación de los oficiales que pensaban que merecían un destino mejor o de mayor duración. Parmenión había envejecido, y Clito, fueran cuales fueran los motivos personales, había ido perdiendo el favor en la corte; los padres de los pajes eran víctimas de cambios en el alto mando que ellos desconocían. Los muchachos de quince años se preocupan más de sí mismos y de la posición de sus padres que de los principios del pensamiento político griego: más allá de este hecho, sus motivos no pueden rastrearse.
El propio complot fue aún más lejos. El misterio seguía rodeándolo pues, ¿cómo podían cinco jóvenes haber decidido cometer un asesinato y haberlo planeado cuidadosamente sin considerar las consecuencias? Puede que sólo dieran rienda suelta a sus emociones, solidarizándose con un amigo que había sido insultado y rompiendo una lanza en favor de la reputación de sus padres; puede ser, pero también había motivos para buscar un estadista de más edad y, en esta ocasión, la elección no recayó en un macedonio: fue Calístenes a quien arrestaron, torturaron y ejecutaron. «Los pajes —escribió Aristóbulo— admitieron que Calístenes los había instado a que llevasen a cabo la temeraria acción», y Ptolomeo escribió más o menos lo mismo. Sin embargo, otros se mostraron más escépticos.
Sin duda se puede argumentar que el arresto del historiador estaba justificado. Calístenes fue condenado como instigador, no como participante, y se decía que el paje que había actuado como cabecilla había sido su discípulo, por lo que posteriormente los griegos sostuvieron que fueron sus estudios de filosofía humanística los que lo impulsaron a asesinar al tirano Alejandro. Probablemente la relación que ambos mantenían sea cierta, pues Calístenes habría terminado los Hechos de Alejandro en el momento en que los aliados griegos finalizaban su servicio, el episodio donde resultaba más lógico concluir el panegírico, y puesto que los pajes llegaron al campamento sólo poco antes de que el tema del libro hubiese concluido, el historiador habría tenido tiempo para hacerse cargo de la educación de la joven nobleza. Indignado con la proskynesis, con el hecho de que el vino se bebiera sin mezclar con agua y con la política oriental de Alejandro, Calístenes habría influido en los sentimientos de seis jóvenes discípulos que tenían sus propias razones para la desafección. Sin embargo, excepto la palabra de los oficiales al servicio de Alejandro, no hay nada que pruebe la culpabilidad del historiador, y puesto que la palabra de éstos, en sí misma, no basta, la verdad sigue siendo incierta.
Resulta verosímil que a Alejandro le molestase la oposición de Calístenes, que su réplica «me voy con un beso de menos» hubiese sido demasiado directa como para ser olvidada y que se aprovechara la primera oportunidad para limpiar la corte de una presencia enemiga; verosímil, tal vez, pero sigue sin poder probarse. La importancia de Calístenes fue a menudo exagerada, y es muy dudoso que su solitaria muestra de obstinación importase lo bastante como para provocar que lo asesinaran sin motivo. No obstante, los pajes conspiraron, y el complot tenía mucho más sentido si había sido alentado por su disgustado tutor. Cuatrocientos años más tarde se citaría una carta atribuida a Alejandro, la cual, en caso de ser auténtica, apoyaría firmemente la inocencia del historiador. Iba dirigida a los tres comandantes de la falange de infantería, que casi con seguridad se encontraban fuera del campamento en el momento del complot: «Bajo tortura —decía la carta—, los pajes confesaron que sólo ellos habían conspirado y que nadie más conocía sus planes». Con todo, es altamente improbable que la correspondencia privada entre Alejandro y sus oficiales se hubiera conservado para que la utilizaran los historiadores, sin contar con que se trataba de una nota cuyo contenido era peligrosamente franco. Las falsificaciones abundaban, y, en el caso de la controvertida muerte del pariente de Aristóteles, los griegos tenían muchas razones para inventar una prueba de su inocencia. Alejandro no tenía ninguna necesidad de escribir a los tres generales aproximadamente una semana después desde el campamento base y, de manera implícita, acusarse a sí mismo de asesinato. Si hubo una carta auténtica en ese momento, quizá sea la misiva que, según se dijo, había escrito a Antípatro, de quien se sabe que hizo pública su propia correspondencia: en ella, Alejandro acusa a Calístenes de conspiración y afirma que quería castigar «en primer lugar a quienes habían enviado al sofista», lo cual era presumiblemente una amenaza contra Aristóteles. La ejecución del pariente de Aristóteles no contribuía a mantener las buenas relaciones entre Alejandro y su antiguo tutor, y, en una primera reacción de enojo, Alejandro pudo en efecto haber hecho voto de venganza. Sin embargo, el yerno de Aristóteles siguió gozando de un alto favor en la corte y estas amenazas nunca llegaron a nada: si consideramos este asunto recurrente en la leyenda, puede que la amenazadora carta sólo fuese también una invención posterior.
Quien dijo la última palabra, y la única cierta, fue Anaxarco el Satisfecho, como era de esperar. «Mucho estudio —escribió— puede ayudar enormemente a los hombres o puede hacerles mucho daño: ayuda al que es inteligente pero daña al que habla demasiado, al que dice lo que le place esté donde esté. Uno debería conocer la medida correcta y apropiada de todas las cosas: tal es la definición de la sabiduría». El recelo hacia los académicos fue durante mucho tiempo una característica del pensamiento griego, y resulta tentador verlo aquí como una alusión al momento concreto. Calístenes, su rival, había sido el hombre inteligente que podía hablar sobre terremotos y sobre la derivación de nombres de lugares a partir de palabras griegas conocidas, o calcular la fecha de la caída de Troya; al final Calístenes murió a causa de su indiscreción, al oponerse a una política que consideraba bárbara porque estaba constreñido, como otros aristotélicos, por una estrechez de miras muy propia de los griegos que le impedía ver lo que era apropiado. Su historia es extraña: es la del adulador que redactó un informe sobre una cruzada de venganza de los griegos en los términos más elogiosos, que aclamó a su caudillo como al hijo de un dios, que calumnió a Parmenión cuando su patrón lo asesinó y que, finalmente, cambió de idea cuando el paladín se convirtió en rey. Es por sus primeros años por lo que él y Alejandro deberían ser recordados, pues el rey y el erudito aristotélico habían hecho juntos el camino a través de Asia Menor, el rey emulando a su amado Aquiles, el erudito mejorando sus textos de Homero y señalando los lugares vinculados con los poemas homéricos. Sin embargo, como sucede a menudo, el mecenazgo se agrió. «Alejandro y las acciones de Alejandro —se decía que había observado Calístenes— dependen de mí y de mi historia: no he venido para ganarme la estima de Alejandro, sino para hacerlo glorioso a los ojos de los hombres». Cuando el historiador murió, ni siquiera los que sabían la verdad se pusieron de acuerdo sobre la manera en que fue ejecutado.
Según Ptolomeo, Calístenes fue torturado y ahorcado, como merecía serlo un conspirador culpable; según Aristóbulo, que involucra menos directamente a Alejandro, Calístenes fue encadenado y llevado ante el ejército hasta que finalmente murió, no por orden de Alejandro, sino a causa de una enfermedad. Cares, el chambelán de la corte, no estaba de acuerdo: Calístenes estuvo «encadenado durante siete meses para que pudiera ser juzgado en Grecia por el consejo aliado en presencia de Aristóteles», sin duda una cuidadosa réplica a los colegas de Aristóteles, que ya se quejaban de que Calístenes hubiera sido asesinado sin un juicio justo. Teofrasto, discípulo de Aristóteles, incluso escribió un panfleto titulado Calístenes, o sobre el duelo, en el que se lamentaba de que Alejandro era un «hombre con un grandísimo poder y una elevadísima fortuna, pero que no sabía cómo utilizar sus activos». Por el contrario, Cares, el chambelán, sostuvo lo siguiente: Calístenes se volvió «excesivamente gordo y estaba plagado de piojos», resultando en cualquier caso fofo y asqueroso, y murió apenas un año después de caer en desgracia, antes de que pudiera ser juzgado públicamente. Los relatos apologéticos que hablaban de una prolongada enfermedad pronto se invirtieron: a Calístenes, dijeron algunos, lo mutilaron miembro a miembro, le cortaron las orejas, la nariz y los labios: lo encerraron en un pozo, o en una jaula, con un perro o un león, y sólo contó con la ayuda del altruista Lisímaco, futuro rey en Europa, que le pasó a escondidas una dosis de veneno.
Cuando los testigos llegan al punto de inventar historias tan elaboradas es que el impacto que tuvo entre los eruditos griegos la muerte de Calístenes no fue ni pasajero ni insignificante; de ahí que ni Ptolomeo ni Aristóbulo registraran las negativas de aquél a tributar la proskynesis, pues ello le hubiera conferido el glamour de los héroes. Calístenes prosperó gracias a la adulación y murió de forma controvertida, y pocos episodios permiten comprender más claramente las dificultades que entraña la búsqueda de Alejandro que el hecho de que su propio historiador, según dijeron los contemporáneos informados, muriese de cinco maneras distintas.