Nada dice tanto del estado de ánimo de los hombres como el modo en que interpretan un augurio, y cuando Alejandro dejó Balj en la primavera de 328 para acometer otro año de lucha, recibió por casualidad uno muy revelador. Cuando se montó el campamento en el río Oxo, brotaron del suelo dos fuentes cerca de la tienda real; una era de agua, la otra de un líquido «que salía a borbotones y cuyo aroma, sabor y brillo no eran distintos del aceite de oliva, aunque la tierra no era apropiada para los olivares». Añorando la vida entre lámparas de aceite y la cocina del Mediterráneo, los oficiales se sirvieron del aceite de oliva para describir el petróleo: Alejandro mandó llamar a Aristandro, el adivino real, quien dictaminó que la fuente era un signo de trabajos, pero que después de los trabajos, vendría la victoria. Era la primera vez que los occidentales se encontraban con el petróleo en Irán, y lo utilizaron para justificar su paciente esperanza en un futuro mejor.
Su estrategia, al igual que la fuente de petróleo, prometía la victoria tras un trabajoso esfuerzo. Mientras buscaban a Espitámenes, el ejército había dividido su nueva fuerza en seis secciones, dos para quedarse y custodiar la Bactriana, tres para cruzar el Oxo y una para fortificar el oasis occidental de Merv, durante mucho tiempo vinculado a la satrapía de Balj. Aunque estaba a una distancia de más de trescientos kilómetros a través del tedioso desierto, Merv era un foco de civilización fértil y estratégico que podía reforzarse para rechazar a Espitámenes si éste intentaba exportar la rebelión al oeste a través del mar Caspio. Se le ordenó a Crátero que fundara una Alejandría en ese lugar y que fortificara las colonias más pequeñas del interior del oasis. Al final, su destacamento sería el que decidiría la guerra.
A lo largo del Oxo, el objetivo seguían siendo los sogdianos, lo que resultaba irritante. Las guarniciones no habían impedido que iniciaran una tercera revuelta y que conquistaran ciudad tras ciudad, arrasándolas como castigo y asentando de nuevo en ellas a hombres leales. Era una tarea estival que los haría sudar, y hasta agosto las secciones no se reunieron finalmente cerca de Samarcanda. Todavía no se había sacado a Espitámenes de las estepas occidentales, pero mientras se esperaban noticias suyas los oficiales accedieron a disfrutar de un bien merecido descanso. Cerca de Bazaira había una boscosa reserva de caza, regada por fuentes naturales y plantada con densos matorrales: en otro tiempo, los iranios habían construido torres a modo de refugios para los cazadores, pero nadie se había acercado a los cobertizos desde hacía cien años. A Alejandro le encantó esta oportunidad de practicar deporte y sacar provecho, y soltó a sus hombres en el bosque con órdenes de matar a todo lo que se moviera. Al parecer, el total de piezas cobradas ascendió a cuatro mil animales, lo que no era tanto una masacre como el necesario aprovisionamiento de una despensa que había andado escasa de carne durante más de un año. En la leyenda, la cacería dejó una huella curiosa: se inventó una carta en la que Alejandro describía sus aventuras en la India a su tutor Aristóteles, y en ella hacía referencia a una lucha con bestias salvajes en lo que llamó su Noche de Terror. La historia puede que surgiera de la matanza llevada a cabo en la Sogdiana, pero a las pocas semanas iba a producirse una verdadera Noche de Terror. No fue precisamente como sugirió el Román de Alejandro.
En Samarcanda, unas pocas noches más tarde, Alejandro estaba celebrando un banquete con sus amigos griegos y con los oficiales del ejército. Debería tenerse en cuenta lo duro que era este momento en su carrera. Durante un año entero, Espitámenes le había impedido entrar en la India y aún había pocas posibilidades de que pudiera capturarlo con rapidez. El único roce que los macedonios habían tenido con él había acabado en desastre; desde entonces, habían ido recuperando cansinamente los pueblos sogdianos en pleno verano, pero el proceso todavía no se había terminado. Durante la cena, el vino del lugar corrió en abundancia, y ello era más un signo de que los nervios estaban crispados que de la nueva barbarie que posteriormente a los historiadores les gustaría detectar en Alejandro, pues, al igual que Filipo, él siempre había disfrutado de las juergas y ahora, en las actuales circunstancias, tenía una excusa. Beber mucho es el corolario de la supervivencia para un viajero que pasa el verano en la Sogdiana, y las pocas fuentes de agua que subsisten son naturalmente salobres y están contaminadas con salitre. El vino era la única alternativa para aplacar la sed y se tomaba en unas cantidades que asombrarían a un europeo: como los nativos, los macedonios lo bebían solo, una costumbre considerada demasiado fuerte para los griegos, que lo economizaban mezclando el vino con una tercera parte de agua. Las circunstancias pueden explicar el hecho de beber, pero no pueden justificar lo que siguió. Mientras Alejandro bebía y cenaba, tuvo lugar un incidente tan vergonzoso que, al parecer, Ptolomeo lo suprimió de sus memorias, mientras que el octogenario Aristóbulo se limitó, una vez más, a sus consabidas argucias.
Cuando dos contemporáneos se muestran tan reservados, es difícil estar seguro de lo que sucedió. Ciertamente se desencadenó una pelea debido a la bebida, cuando el vino indujo a algunos hombres a fanfarronear y adular, y a otros a rebatir lo que no les gustaba oír. El invitado que más discutía era Clito, hiparca de la caballería de los compañeros, que ya debía de tener cierta edad; su hermana había cuidado de Alejandro cuando era un niño. Él y el rey empezaron a gritar y a provocarse el uno al otro, irritándose a causa de todo lo que habían bebido, y no se sabe cuál de los dos hizo más para avivar la pelea. Alejandro fue el primero que perdió los nervios, y con ellos perdió totalmente el control. Los invitados que se encontraban cerca de él intentaron sujetarlo, o al menos de eso persuadieron a los historiadores, pero las provocaciones de Clito continuaron y Alejandro empezó la lucha con la primera arma que encontró a mano. Se dijo que le lanzó a Clito una manzana que había sobre la mesa; después, decidido a matarlo, Alejandro buscó su espada. Pero, por lo visto, prudentemente uno de sus guardias se la había llevado. Así pues, Alejandro les gritó a sus propios Portadores de Escudo en dialecto macedonio, «un hecho que provocaba una especial alarma»: ordenó a su corneta que tocara una nota de advertencia y, como el hombre se negó, le propinó un puñetazo en la cara. Mientras tanto, la suerte de Clito es aún más confusa. Según algunos, fue sacado a empujones de la habitación por sus amigos y depositado al otro lado de una zanja y un muro de barro. Sin embargo, Clito desafió todos los obstáculos y encontró por su cuenta el camino para regresar al comedor, de manera que apareció tambaleándose en la puerta justo cuando Alejandro, furioso, estaba gritando «¡Clito!». «¡Aquí está Clito, Alejandro!», contestó, y entonces Alejandro se precipitó hacia él con una lanza. Otros niegan que Clito hubiese llegado a abandonar la habitación, lo cual resulta más plausible: Alejandro simplemente se apoderó de la lanza de un guardia y lo mató allí mismo. El cuento del regreso de Clito, al que se añadía que la culpa era sólo de Clito, constituye una advertencia de lo lejos que pueden llegar las excusas cortesanas.
Al parecer, el asesinato le causó al rey una repugnancia indescriptible. Horrorizado, dijeron los apologistas, apoyó la controvertida sarisa contra la pared y quiso arrojarse sobre la punta: en el último momento, le faltó valor para hacerlo y se metió en la cama, según afirma la mayoría, donde permaneció consternado durante tres días enteros, repitiendo las palabras «el asesino de mis amigos» en fragmentos incoherentes, entre sollozos y sin dejar de mortificarse. Durante tres días no tomó ninguna bebida o alimento, ni se ocupó de su cuerpo, y sólo después fue capaz de ayudarse a sí mismo gracias a la tenaz persuasión de sus amigos. La carga de la vergüenza era intolerable, quien podía infligir el peor castigo al asesino era él mismo. Calístenes y otros cortesanos prudentes difundieron una explicación que se podía utilizar para exponer ante el mundo la idea de un sentido del honor profundamente herido. Nunca eran lentos cuando se trataba de encontrar una excusa. Durante mucho tiempo, los macedonios habían celebrado una fiesta anual en honor a Dioniso, el dios griego del vino y de las fuerzas de la vida: Alejandro no había rendido el debido sacrificio al dios de la estación, y, en su lugar, había hecho una ofrenda a Cástor y Pólux, hijos de Zeus. Así pues, al haber ofendido a Dioniso, el dios había castigado a quien había sido negligente al consumir vino, su agente en la tierra. Al menos los historiadores disfrutaron con su pobre defensa; el ejército, que prefería a su rey antes que a Clito, suplicó a Alejandro que olvidara el accidente. Clito, adujeron, mereció ser asesinado.
Cuando estalla una pelea de este tipo, puede iluminar el pasado como un relámpago y liberar el trueno que durante mucho tiempo ha permanecido inquietantemente en el aire. Sin embargo, con Clito y Alejandro el relámpago tiene varias bifurcaciones, y el trueno a menudo ha sido mal comprendido. Lejos del comedor de Samarcanda, los griegos eran libres de hacer conjeturas sobre las causas de la pelea: no sentían ningún cariño por Alejandro, y donde los historiadores sólo vieron una reyerta personal, desencadenada por los insultos a la reputación de los soldados, los griegos idealizaron el conflicto y le asignaron a Alejandro el papel de tirano y a Clito el del campeón de la libertad que se oponía con obstinación a todas las costumbres orientales; Clito protestó porque odiaba la adulación y los exagerados paralelismos de Alejandro con Amón, los dioses y los héroes. «Los dos amigos que se pelearon no eran realmente dos hombres; eran más bien dos visiones distintas del mundo que estallaron con una violencia elemental». Si esto fuera correcto, indicaría la existencia de una profunda fuente de conflictos en la vida de la corte durante los dos últimos años. Pero las pruebas son ficticias, los contendientes estaban totalmente ebrios y, en lugar de principios elevados, había unos hechos, que no se conocían, en el trasfondo del asunto.
Días antes de la juerga, a Clito se le había asignado un nuevo cometido. Iba a gobernar la Bactriana, una satrapía que se encontraba tras las líneas. Para un antiguo hiparca de los Compañeros, se trataba de una pobre recompensa: aunque se iba a dotar a la Bactriana de unos quince mil soldados griegos, lo que implicaba una responsabilidad importante, la vida de un soldado en las zonas despobladas tenía fama de ser deprimente, y no ayudaba precisamente saber que Alejandro nunca designaba a sus amigos íntimos a las satrapías que quedaban lejos de la corte. Por tanto, Clito había sido degradado: un compañero suyo, también oficial, fue asimismo destinado a la Bactriana, pero prefirió negarse y ser ejecutado antes que dejar el centro de poder. Mientras los Compañeros, sus iguales, ganarían la gloria en la India, Clito viviría y envejecería junto al Oxo, donde la única esperanza de distinción que tenía un soldado era repeler las ocasionales incursiones de los desconocidos nómadas. Jubilado en contra de su voluntad, Clito empezó a beber, llenando una copa tras otra, y al final estalló en insultos.
Su caída debió de tener una causa. Tras el complot de Filotas, había sido promovido al mando de los Compañeros con Hefestión, quizá por razones que Alejandro no controlaba del todo. Clito era el jefe de caballería más experimentado. También mandaba sobre los seis mil macedonios que entonces estaban temporalmente destacados en Hamadán. Estos veteranos resultaron cruciales para eliminar a Parmenión y, cuando llegaron, se encontraron con una nueva monarquía persa y con la familia del general purgada. Su lealtad necesitaba un reconocimiento, y quizás Alejandro fue con pies de plomo. Hefestión simpatizaba con las costumbres persas; muchos macedonios no. El segundo hiparca debía ser un macedonio leal y un hombre de Filipo. Clito era ambas cosas, por lo que se hizo con el cargo. Aun así, había preferido a su rey antes que a Parmenión y, desde Seistán, Alejandro no se había comportado de manera más oriental. Quizás a Clito no le habría importado si lo hubiera hecho: nunca se habría jubilado en la Bactriana, bastión de la baronía irania, si hubiese creído seriamente que los iranios eran despreciables. Hubo otros macedonios leales que continuaron sirviendo con fidelidad. Los problemas de Clito eran más personales. Envejecía y había estado enfermo; en el último año no había dado las órdenes de campaña más importantes, y, cuando los refuerzos alcanzaron Balj, posiblemente seis hiparcas, o más, fueron designados para sustituirlo. Quizás había sido herido; quizás había sido grosero con Hefestión, a quien también otros detestaban. Su degradación pudo muy bien haber sido algo personal: ciertamente no se debió al hecho de odiar las diademas y los mayordomos persas, o a una repentina pasión por la libertad, como conjeturaron los filósofos griegos. Como opción provisional para estabilizar la crisis de Seistán, y además él ya había sido jubilado en el pasado.
«El vino —decían los griegos de manera proverbial— es el espejo de la mente», y una pelea de borrachos reflejaría mucho de éstos; sólo lamentamos lo que decimos en un momento de pasión porque esto nos pone mucho más en evidencia a nosotros que a nuestras víctimas. Lo esencial de los insultos que causaron el asesinato de Clito todavía puede recuperarse, pero los detalles siguen siendo oscuros; se exaltaron, como apuntan todas las observaciones, porque estaban atrapados en prolongadas y latentes obsesiones, y la reputación, no la política, estaba seguramente en la raíz de todas ellas. Alejandro, según dijeron algunos, estaba escuchando después de cenar una canción que se burlaba de los generales a los que Espitámenes había derrotado un año antes: este tipo de sátiras sobre asuntos delicados se daba en otros ámbitos del círculo de Alejandro, y apenas habrían servido de alivio en caso de que Alejandro se hubiera culpado secretamente a sí mismo del desastre. Otros dijeron, lo cual resulta menos plausible, que Alejandro estaba censurando a su padre Filipo, o que aprobaba a los aduladores que lo hacían. No hay duda de que el pasado salió a relucir, aunque puede que Filipo no fuera insultado abiertamente; de pronto, Clito se levantó para recusar los hechos; era un veterano y había salvado la vida de Alejandro en el Gránico; no le gustaba escuchar cómo se menospreciaban las pasadas glorias, por lo que defendió las hazañas de los hombres de más edad. La gloria de Alejandro, insistió, era una gloria macedonia; el rey se otorgaba el mérito de cosas que no había hecho. Tras un año de reñida y tediosa lucha contra los rebeldes, la crítica de este anciano resultaba de lo más enervante porque era certera; la emulación de los héroes y las adulaciones de Calístenes son una prueba de la preocupación que sentía Alejandro por su reputación personal, y en Samarcanda, en un año de escasos progresos, era fácil sugerir que Alejandro quizá podía perder su orgullo de general. Se habían herido sentimientos muy profundos: los jóvenes y los viejos empezaron a gritar, hasta que enloquecieron al ver amenazado su prestigio. No importa que no conozcamos las burlas finales, pues estaban borrachos y habían empezado mofándose mutuamente de sus hazañas. La incompetencia sexual, la pequeña estatura de Alejandro, la valentía senil de Clito, el fracaso en la captura de Espitámenes: tenían abundantes reproches que intercambiar, por más que los invitados de más edad intentaran detenerlos. Sin duda, Clito bromeó acerca de padre Amón y entonces, de repente, se vio atravesado por una sarisa, sin posibilidad de retirar lo que había dicho.
El arrebato de Alejandro fue espantoso e imperdonable; como Aristóteles debió de enseñarle, «el hombre que peca cuando está borracho debe ser castigado dos veces, una por pecar, la otra por emborracharse». Sin embargo, podemos llegar a comprenderlo. Los ideales de Alejandro eran los del Aquiles de Homero, destinado a la gloria y respaldado por sus logros personales, pero violento; en la Ilíada de Homero, incluso Patroclo, el amante de Aquiles, había abandonado por primera vez el hogar paterno a causa de un asesinato cometido en su juventud. Llamar homérico al asesinato de Clito no es aprobarlo, pero es establecer el patrón de lo que siguió. Alejandro se metió en la cama, como el Aquiles de Homero con motivo de la muerte de Patroclo.
Acordándose de ello
lágrimas muy lozanas derramaba,
unas veces yaciendo de costado,
otras veces, empero, boca arriba,
y otras veces echado de costado.
Por fin se puso en pie y,
angustiado, andaba dando vueltas
por la orilla del mar…
Mucho peor que Aquiles, Alejandro no había enviado a un Compañero a morir en la batalla: lo había asesinado él mismo durante una cena delante de sus invitados. Los apologistas quizás exageraron su inmediato deseo de morir, pero no es acertado, teniendo en cuenta los pocos rasgos que conocemos del carácter de Alejandro, subestimar estos tres días de autocastigo o quitarles importancia como si se tratara de una representación calculada. Alejandro no pretendía torturarse a sí mismo para asustar a sus soldados y oficiales con el temor de que nunca se recuperaría; comprensiblemente, los soldados rasos no mostraron la menor aflicción por la muerte accidental de un veterano miembro de la caballería, y si los oficiales hubieran sido propensos a conspirar, lo más insensato que podía hacerse era retirarse a la cama durante tres días enteros y dejarlos a solas con sus planes. Las cosas no sucedieron como si Clito hubiese sido el portavoz de una oposición basada en los principios; no se sabe de ningún oficial que perdiera su puesto por haber mantenido amistad con él, y, como para apaciguar la conciencia de Alejandro, el propio sobrino de Clito continuó gozando de un alto favor entre los amigos del rey durante el resto del reinado. El asesinato fue tan doloroso precisamente porque fue una desgracia personal y un accidente; Alejandro sufrió del mismo modo en que vivía, a gran escala, y una crisis personal no lo llevó a ejercer una tiranía oriental, sino a adoptar su actitud homérica ante la vida.
Sin embargo, esa noche de terror también puso de manifiesto una verdad que conocen todos los jóvenes: que hay una división más profunda entre un anciano y un joven que entre una clase y otra, o un credo y otro, y un hijo que tiene éxito no puede ser arengado sobre lo mucho que logró la generación de su padre. No es que los veteranos pensaran que Alejandro había cambiado para ir a peor: continuaron sirviéndole, e incluso ascendieron al alto mando, si bien a partir de entonces seguramente vacilarían antes de ensalzar el pasado que compartieron con Filipo ante un hombre que sentían, y con razón, que debía tanto a su iniciativa y a la guía de Zeus Amón como a cualquier padre terrestre. Alejandro no renegó de Filipo, como tampoco traicionó las aspiraciones de su padre; simplemente lo superó. No hay ninguna razón para suponer que Filipo no se habría sentido feliz invadiendo toda Asia, llevando la diadema persa y acentuando su relación con Zeus, pero cabe dudar si alguna vez llegó a tener el suficiente brío para hacerlo. Fuera lo que fuera lo que dijo Clito, Alejandro había probado que sí podía hacerlo, y su sorprendente éxito hizo que las comparaciones de un anciano fueran más hirientes por el hecho de no ser ciertas. No se trata ahora de rebajar las cualidades de los hombres de Filipo, pero habían logrado mucho más en cinco años junto a Alejandro de lo que habían conseguido durante veinte años con su padre: los meses que siguieron al asesinato de Clito muestran del modo más significativo por qué el estilo característico de Alejandro siguió fascinando al mundo clásico mucho después de que los méritos de su padre se hubiesen olvidado.
Tras la muerte de Clito, el infortunio de Alejandro empezó a desvanecerse. Los sogdianos que resistían fueron dominados y sus bastiones se fortificaron de nuevo en cuestión de semanas, lo que dejó de inmediato a Espitámenes sin su principal fuente de apoyo. Puesto que sus ocho mil jinetes nómadas eran claramente inferiores en número, Espitámenes sólo pudo asaltar Balj detrás de las líneas, donde tendió una emboscada a los pocos soldados y a los inválidos que quedaban, asesinando a la mayoría, entre ellos a Aristónico, que fue arpista de Filipo y de Alejandro y que murió «luchando no como un músico, sino como un hombre valeroso». El asalto fue una sorpresa bien calculada, pero contribuyó muy poco a hacer avanzar su causa; cuando Espitámenes intentó desaparecer por el oeste regresando al desierto, fue interceptado por Crátero, que regresaba del oasis de Merv y hostigó ferozmente a sus escitas en una carga de caballería. En aquel momento, los sogdianos y los bactrianos estaban sirviendo en el ejército de Alejandro, y Espitámenes parecía más un bandido que un jefe rebelde. Sin embargo, tenía pocas esperanzas de repetir una incursión por sorpresa tras las líneas; en el primer intento, corrió hacia una división de la retaguardia de Alejandro y fue completamente derrotado a pesar de que había reclutado a tres mil vagabundos escitas. Incluso estos desesperados supervivientes se desanimaron, y, por tercera vez en dos años, el enemigo de Alejandro fue traicionado por sus propios cómplices. Asesinaron cínicamente a su jefe persa y, mientras el otoño llegaba a su fin, la cabeza de Espitámenes fue enviada como prueba al ejército macedonio.
Ahora bien, Alejandro aún no se sentía satisfecho, lo que era típico en él. Tres de los secuaces de Espitámenes, todos ellos antiguos subalternos de Beso, todavía andaban sueltos por la zona, mientras que la mitad oriental de la Sogdiana nunca había sido sometida. Los rebeldes se habían retirado allí para ponerse a salvo, de manera que, tras pasar un par de meses en el campamento de invierno, se envió al ejército al este; todavía los incomodaba el hambre, pues los alimentos de la región hacía tiempo que habían menguado. Mientras marchaban, la nieve se posaba copiosamente sobre las laderas y, al cabo de tres días, una impresionante tormenta eléctrica los obligó a retroceder en busca de un refugio, mientras fulguraban los relámpagos y el granizo bombardeaba las armaduras. Alejandro se puso a la cabeza y los condujo a unas chozas nativas donde pudieron encender una hoguera gracias a la leña de los bosques circundantes: incluso ofreció su silla real, junto al fuego, a un soldado raso que vio que tenía escalofríos y que estaba agotado. Sin embargo, cerca de dos mil hombres no llegaron al campamento, y se decía «que las víctimas todavía podían verse congeladas en los troncos de los árboles contra los que se habían apoyado».
Cerca de la actual Hissar, en las montañas Koh-i-nor, se informó de que un último grupo de rebeldes sogdianos había sido acogido en la baronía local. Su fortaleza natural parecía inexpugnable; los exploradores calcularon que «medía casi cinco mil metros de altura y que su circunferencia era de más de veinticuatro mil metros», y cuando Alejandro les pidió a los jefes que parlamentasen y les ofreció, a través de uno de los hijos de Artabazo, un paso seguro a cambio de la rendición, se limitaron a carcajearse y decirle que se marchara a buscar soldados con alas. Alejandro odiaba que se burlaran de él, y más aún que le dijeran lo que podía o no podía hacer. Si sus hombres no podían volar, al menos podían escalar; cuando los enviados se marcharon, los heraldos invitaron a los escaladores a que dieran un paso al frente y se pusiesen en marcha.
La recompensa que recibirían estaba a la altura del peligro que correrían. El primero en escalar la roca recibiría 20 talentos, doce veces la bonificación que se pagaba a los soldados aliados por cuatro años de servicio en Asia; el resto recibiría una paga de acuerdo con su posición en la carrera hacia la cima. A los trescientos experimentados escaladores que se presentaron voluntarios se les ofreció que se equiparan con cuerdas de lino y estacas de hierro, y esa misma noche de invierno, bajo la pálida luz de las estrellas, se desplazaron hacia la otra cara de la roca, que era muy difícil de vigilar.
Escalaron con la paciencia de los curtidos alpinistas. Cada cien metros, más o menos, clavaban estacas en las grietas y en la nieve helada, acumulada durante las ventiscas; pasaban las cuerdas por las estacas y se colgaban atándose a los extremos. De camino hacia la cima, treinta escaladores resbalaron y encontraron la muerte, quedando enterrados en la nieve sin posibilidad de recuperar sus cuerpos, pero cuando las primeras luces del alba aparecieron en el cielo, los doscientos setenta restantes alcanzaron la cumbre. No había tiempo para celebrarlo: las volutas de humo que ascendían por los respiraderos de la roca que tenían debajo les informaban de que los sogdianos ya estaban en movimiento. Tenían que darse prisa si no querían quedar en inferioridad numérica. Habían convenido con Alejandro, que se había quedado observando durante toda la noche al pie de la roca, hacer una señal mediante banderas de lino. Marcándose un farol, envió heraldos para que invitaran a los pelotones enemigos a que mirasen hacia arriba y viesen a sus soldados voladores; los centinelas se dieron la vuelta, y al ver a los escaladores sobre ellos, se rindieron creyendo que se trataba de todo un ejército. Las familias de la baronía que dejaron el fuerte fueron perdonadas con vistas al futuro, pero a pesar del registro que los soldados llevaron a cabo no había grandes cantidades de provisiones que encontrar.
Había una segunda roca no menos espectacular. Unos ochenta kilómetros al sureste de Leninabad, donde la carretera a Boldzhuan cruza el río Vachshi, se encuentra el risco denominado Koh-i-nor, un nombre corriente en el área que no dice nada de su extremada altura e inaccesibilidad: «Con alrededor de tres mil metros de altura y nueve kilómetros y medio de perímetro», estaba protegido por un profundo barranco cuyo único puente había sido destruido. El desafío de un asedio siempre sacaba lo mejor de la audacia de Alejandro. Se ordenó a los soldados que trabajaran por turnos día y noche hasta que hubiesen talado suficientes pinos para salvar el abismo con un improvisado paso elevado. Primero descendieron por los precipicios utilizando escaleras de mano y clavaron estacas en las paredes rocosas en el punto más estrecho del barranco; después pusieron sobre el entramado estacas de madera de sauce y las recubrieron con una gruesa capa de tierra, como si fuera un camino allanado para el ejército y su armamento. «Al principio, los bárbaros se rieron de un intento que creían completamente desesperado», pero, al igual que el pueblo de Tiro, muy pronto empezaron a ver lo que un hijo de Zeus podía hacerle al paisaje. El puente a través del barranco estaba terminado y empezaron a disparar flechas, quizá procedentes de ballestas, contra los escondites del enemigo; sus propios disparos de respuesta rebotaban contra los cobertizos y las pantallas macedonias sin causarles ningún daño. La ingeniería los asustó, aunque su guarida todavía era inaccesible para los soldados, y sólo se permitió al barón Oxiartes, un prisionero del primer peñasco, pedirle a gritos a su jefe que se rindiera y que salvase la piel: no había nada, declaró, que no pudiera ser capturado por el ejército de Alejandro, lo cual era en cierto modo mentira, puesto que el peñasco todavía era inexpugnable, si bien ahora estaba expuesto a los disparos de las catapultas. Sisimitres, el jefe, aceptó, y cuando Alejandro llevó a quinientos guardias para que inspeccionasen el fuerte, él mismo se entregó, como era de esperar. Para complacer a sus captores, también mencionó la despensa, que estaba llena de grano, vino y cecina, sin contar con los rebaños que tenía estabulados: había suficiente, se jactó, para alimentar a todo el ejército de Alejandro al menos durante dos años. No podía haber dicho nada más oportuno. Después de pasar hambre durante dos años, la preocupación recurrente de conseguir suministros para el campamento finalmente se había solucionado. No había necesidad de volver a pasar hambre, y a Sisimitres, un barón que se había casado con su propia madre, quizá porque era zoroástrico, se le restituyó el peñón como muestra de agradecimiento por parte de un rey que tenía suficientes razones para mostrarse afable.
Como broche de estos acontecimientos, la lucha por el Alto Irán había terminado. Tras dos años de derramamiento de sangre y de una arbitraria despoblación a gran escala, era el momento de regresar a Balj y considerar el futuro de las provincias que los reyes persas, a mucha distancia en Susa, habían tendido a confiar a miembros de su propia familia. Los iranios conservarían las arterias principales de la región como gobernadores de la Sogdiana, y la vieja ciudadela persa junto al Oxo y el río Kokcha se reconstruiría como una enorme Alejandría, con un palacio y un trazado regular de las calles; todos los parientes capacitados de Alejandro estaban muertos, por lo que él mismo se vinculó a la nobleza sogdiana de un modo que gozaba de una larga tradición. Entre las cautivas del primer peñasco se encontraban las hijas del barón sogdiano Oxiartes; una de ellas, Roxana, era la dama más hermosa de toda Asia, dijeron quienes la vieron, haciéndose merecedora de su nombre iranio, «estrellita». Todos coincidieron en que Alejandro se quedó embelesado al verla; algunos decían que la conoció en un banquete y que, de repente, se enamoró de ella perdidamente. Hoy en día está de moda explicar la pasión con argumentos convincentes y destacar el trasfondo político, pero no es así como lo vieron los contemporáneos. Sin duda el matrimonio tenía un sentido político, pero había otras damas iranias que también habrían servido para el mismo propósito. Puede que Alejandro siguiera los dictados de su cabeza, pero nadie puso en duda que a sus veintinueve años eligió a la única muchacha que inflamó su corazón.
Con alimentos en abundancia, Alejandro dispuso un espléndido banquete nupcial en la cima de la elevada fortaleza de Sisimitres. Su inconfundible estilo no lo había abandonado y dio a la ocasión un decidido toque de caballerosidad, pues Alejandro y Roxana simbolizaron su unión delante de los invitados cortando un pan con una espada y comiéndose cada uno una mitad, como recién casados que eran. El hecho de compartir el pan era una costumbre irania, que todavía se practica en el Turquestán, aunque la espada era un detalle militar que puede que aportara el propio Alejandro. Pero quien mejor captó el clima del momento fue su contemporáneo Eción, un experimentado pintor griego; en su pintura de la boda de Alejandro, por desgracia perdida, retrató
un dormitorio muy hermoso, con un lecho nupcial sobre el que Roxana estaba sentada; era una muchacha extraordinariamente encantadora, pero miraba con modestia al suelo, sintiendo vergüenza ante Alejandro, que permanecía de pie junto a ella. Había varios cupidos sonrientes: uno permanecía detrás de ella y le retiraba el velo que le cubría la cara; otro le quitaba el zapato, mientras que un tercero tiraba de la capa de Alejandro para acercarlo a ella. Mientras tanto, Alejandro le ofrecía una guirnalda, en tanto que Hefestión ayudaba como padrino de boda, sosteniendo una antorcha encendida y apoyándose en un joven muchacho, probablemente Himeneo, el dios de los matrimonios. En la otra cara había más cupidos jugando, en esta ocasión entre la armadura de Alejandro; dos levantaban su lanza, otros dos arrastraban su escudo por las empuñaduras, sobre el que se sentaba un tercero, presumiblemente su rey; otro se había escondido bajo el peto, como para tenderles una emboscada.
De este modo, a través de la imaginación barroca de un maestro griego, Las nupcias de Alejandro y Roxana ganó un premio en los juegos del festival de Olimpia, en Grecia, y sobrevivió a través de la descripción de un visitante romano para influir en Sodoma y Botticelli.
Como Aquiles, se dijo, Alejandro se había casado con una dama cautiva. Pero en política, si no en personalidad, el nuevo Aquiles había llegado lejos desde su peregrinaje a Troya. Nadie podría haber pensado que un discípulo de Aristóteles, que en una ocasión se negó a tomar una esposa, se enamoraría apasionadamente de una dama del Alto Irán, que se casaría con ella y que la utilizaría como prueba de buena voluntad hacia la conquistada baronía irania; su suegro, además, había sido un íntimo colaborador de Beso en una rebelión que había detenido a Alejandro durante dos peliagudos años. Sólo había un obstáculo. Como padre de Barsine, la primera amante de Alejandro, puede que Artabazo se sintiera decepcionado con la decisión de Alejandro de casarse con Roxana, en particular porque se sabía que Barsine estaba encinta de su primer hijo. No obstante, Artabazo ya había renunciado a su mando en la Bactriana alegando lo avanzado de su edad antes de que hubiera planes de matrimonio; la satrapía, que primero se le había ofrecido a Clito, sería ahora para otro macedonio con una amplia y conveniente fuerza de griegos mercenarios. Artabazo nunca sería el abuelo del reconocido heredero de Alejandro, pero no se sabe que arrastrara un resentimiento duradero, y sus hijos continuaron siendo honrados. Se retiró con el cargo de gobernador del primer peñasco sogdiano en lugar del barón Ariamazes, que fue crucificado. Resulta irónico que fuera el mismo peñasco en que había sido capturada Roxana.
Los planes de Alejandro iban ya más allá del matrimonio. En Balj, ordenó que se seleccionara a treinta mil muchachos nativos para el entrenamiento militar; sus armas serían macedonias y la lengua que hablarían sería la griega. Fue el intento más enérgico de llevar a cabo una amplia helenización del Irán hecha por un rey occidental: como los pajes reales de Filipo, no sólo serían muchachos a los que mantendrían como rehenes contra la mala conducta de sus padres, sino que también se convertirían en la tropa subordinada del futuro, cuando los veteranos macedonios se retiraran y el ejército pudiera nutrirse de orientales occidentalizados. Después de un año de frustración, de asesinato incluso, al fin había tomado forma un plan creativo; los iranios, lejos de ser tratados «como plantas y animales», serían llamados para compartir el Imperio, obligados sólo a Alejandro y educados fuera de su entorno tribal. Si los muchachos y sus padres se sentían agradecidos por ello es otro asunto. Al mismo tiempo, los cortesanos de Alejandro también notarían el cambio: en tanto que los oficiales de caballería fueron redistribuidos, Hefestión tuvo que ser promocionado para preservar su especial dignidad, y quizá fue ahora cuando se convirtió en el segundo oficial en el mando de Alejandro. El título que ostentaba era el de quiliarco, y su cargo llevaba responsabilidades militares. Sin embargo, tanto el cargo como el título eran creaciones de los reyes persas.
Para impulsar cualquier cambio de este tipo, necesariamente surgirían complicaciones.
En mi caso, los esfuerzos de aquellos años para vivir con las vestiduras de los árabes e imitar su mentalidad me hicieron abandonar mi yo inglés…; al mismo tiempo, no podía ponerme con sinceridad en la piel de un árabe: sólo era una afectación… A veces, estos yoes conversaban en el vacío, y entonces la locura estaba muy cerca, como creo que estaría cerca del hombre que pudiera ver las cosas al mismo tiempo a través de los velos de dos costumbres, de dos educaciones, de dos entornos.
Aunque Lawrence de Arabia fue el hombre que más se acercó a una faceta de Alejandro, teorizó allí donde Alejandro sólo actuó para el momento. No obstante, también Alejandro tenía dos velos ante la vida, y los dos yoes conversaron, si no en el vacío de la locura, al menos a un nivel cotidiano en el que las tensiones no son menos reales por el hecho de ser públicas. En Balj, en la primavera de 327, con Roxana como novia y Hefestión quizá como visir, la tensión estallaría y su víctima sería un hombre al que la lucha de los dos últimos años había dejado solo en un lugar muy lejano.