A los pocos días de haber hecho gala de su capacidad de previsión, Alejandro emprendió una marcha de una audacia ejemplar. Su objetivo no era humillar a los amotinados, sino capturar a Beso y la provincia de la Bactriana; para ello, pese a que Satibarzanes seguía sin haber sido capturado, Alejandro dejó atrás las provincias iranias y se preparó para sufrir un frío y un hambre tan intensos como nunca antes había soportado. No se habría arriesgado a ello si no hubiese considerado que los hombres y los oficiales eran dignos de confianza. La moral común y el ejemplo personal los sacarían adelante por sí solos: ni el ejército ni su jefe se verían decepcionados.
A finales de septiembre de 330, Alejandro dejó Farah y siguió la ruta regular del desierto en dirección al este, hacia Kandahar y los lejanos montes de la cordillera del Hindu Kush; los seis mil hombres de Clito se unieron a él al cabo de un mes, por lo que Alejandro se encontró conduciendo a más de cuarenta mil hombres por un país en que los alimentos no podían transportarse en carretas, en que los animales de carga deberían enfrentarse a un camino traicionero y donde el invierno que se aproximaba dificultaría que pudiesen vivir de la tierra. Durante los últimos dos meses, el ejército había andado escaso de comida, por lo que no resultó sorprendente que Alejandro otorgase su favor a una tribu situada en la frontera de Seistán, «observando personalmente que no se gobernaban a sí mismos como otros bárbaros de la zona, sino que, como los griegos, reivindicaban el uso de la justicia». Este pueblo justo era el de los arimaspoi o «benefactores», que doscientos años antes habían salvado a Ciro y al ejército persa de morir de inanición: en sus orígenes habían sido nómadas escitas, y es posible que fueran ellos quienes destruyeron la incipiente cultura urbana de Seistán; sin embargo, en su segunda aparición en la historia, la comida tanto como la teoría política fueron la causa de que el sedicente heredero de Ciro les diera dinero y tantas tierras como quisieron. Los «benefactores» serían gobernados por el antiguo ministro de Darío.
En las cercanías de Kandahar, el paisaje desértico daba paso a una relativa exuberancia en torno al curso medio del río Helmand. La provincia, llamada Aracosia, era conocida por los persas como «la tierra bien regada», un nombre que la gente de Alejandro transcribió al griego: además de ser fértil, también domina el estrecho corredor entre los picos que se extienden hacia el noreste, al interior de Afganistán. Durante mucho tiempo, la historia de Persia puso de manifiesto la importancia de su sátrapa, y, por primera vez desde Gaugamela, Alejandro arrebató una provincia entera de manos orientales y se la asignó a un experimentado macedonio, puede que para que ejerciese el mando en exclusiva; quizás el cambio también reflejaba las protestas por la reciente conspiración. Se dejó a algunos soldados para que mantuvieran abiertas las comunicaciones y se le ordenó al sátrapa que se instalara en la actual Kandahar, rebautizada con el nombre de Alejandría, cuya dotación se vería ampliada ahora con la presencia de cuatro mil soldados. A finales de noviembre, Alejandro dejó el calor de esta tierra baja y emprendió la ruta más dura del país: cruzaría las montañas del Hindu Kush y escrutaría los alrededores de Balj en busca de Beso. La marcha era táctica, pero sin embargo asombrosa. El Hindu Kush se extiende de norte a sur como la espina dorsal de un dragón entre la India e Irán; se ganó por primera vez su actual denominación, que significa «asesino hindú», a causa de la elevadísima tasa de mortalidad entre las esclavas indias que fueron llevadas como ganado a Irán a través de sus pasos por los mercaderes medievales. Entre los antiguos «alpinistas», Aníbal es quien actualmente ostenta el lugar de honor por haber cruzado los Alpes. Sin embargo, el ejército de Alejandro era mayor que el del cartaginés, y el camino que siguió, no menos espectacular. A diferencia de Aníbal, Alejandro tuvo el sentido común de dejar a los elefantes fuera de una aventura tan desagradable; caso de que hubiera elefantes en su ejército, pudieron haberlos soltado en la reserva para elefantes que se encontraba al oeste de Kandahar, conocida por los persas y todavía auspiciada por los reyes Ghaznavi unos mil quinientos años después. Allí los animales podían revolcarse en ciénagas de barro caliente, felices de disfrutar de las comodidades invernales que precisaban.
Los hombres y los animales de carga fueron menos afortunados. Llegaron malas noticias acerca de que, con toda seguridad, Satibarzanes había regresado a las tribus que habitaban los alrededores de Herat, así como de que había iniciado otra revuelta entre los iranios de Partia y Aria. Alejandro debió de haber lamentado la inicial confianza depositada en él, pues ahora se encontraba con que su retaguardia estaba amenazada por una valiosa fuente de apoyo para Beso, dado que habían proporcionado al rebelde ayuda y caballos desde su base en Balj. Escaso de soldados, Alejandro sólo podía destacar a seis mil hombres para proteger la guarnición de Herat; el ejército principal, que constaba al menos de treinta y dos mil hombres, recibió órdenes de continuar la larga y dura travesía por el valle del Helmand, amenazado por el invierno, el hambre y las rebeliones que tenía delante y detrás. Las cifras del ejército nunca habían sido tan reducidas. Es poco probable que siguieran el trayecto de la actual carretera desde Kandahar hasta Kabul, el tramo de quinientos quince kilómetros que tan famoso se haría entre los ingleses Victorianos de la década de 1880 debido a la marcha de liberación del general Roberts; los guías nativos y la antigua carretera persa los mantuvieron en el terreno más abrupto y montañoso hacia el este, un camino largamente utilizado que debía conducirlos a través de Gardez, posteriormente convertida en una ciudad griega, y después por las vertientes que descienden por la ladera oriental a los valles del Punjab. Fue allí donde se encontraron con una tribu que los persas conocían como indios, una descripción poco precisa para un pueblo de la periferia de las llanuras del Paquistán occidental, pero, puesto que la comida era muy escasa, no había tiempo que perder en estas primeras indicaciones sobre el mundo que se encontraba al otro lado. El cielo invernal flotaba taciturnamente sobre la espesa nieve y, cuanto más escalaban, más dificultades tenían los soldados para respirar debido a la falta de oxígeno. Los rezagados pronto se perdieron en la tenebrosa luz, expuestos a la congelación y a una muerte segura; otros daban traspiés sobre la nieve acumulada durante las ventiscas, que era imposible de distinguir de la blancura llana de los salientes. Buscaron refugios donde pudieron, pero había que tener una vista muy aguda para reconocer bajo la capa cada vez más densa de nieve las chozas nativas de ladrillo, cuyos tejados, como en nuestros días, tenían forma de cúpula. Una vez que dieron con ellos, los nativos se mostraron dóciles y les proporcionaron todos los alimentos de los que podían prescindir: «Encontramos comida en abundancia, excepto —escribieron los oficiales con nostalgia— aceite de oliva». Ahora bien, no hay manera de apiñar a treinta y dos mil hombres para protegerlos del invierno en los desfiladeros que conducen a Begram y Kabul; para el ejército, la única esperanza de alivio era mantenerse en movimiento, mientras Alejandro hacía todo lo que podía para mantener alta la moral: ayudaba a los que tropezaban y levantaba a los que se caían. Durante mucho tiempo, la abnegación fue una de las bases de su liderazgo.
Sin embargo, la marcha no era una lucha gratuita contra la naturaleza. Al desplazarse durante el invierno, Alejandro había sorprendido a las tribus de las montañas y, como descubrirían después los ejércitos británicos, la nieve y el hielo eran con mucho preferibles a las emboscadas de los nativos, que conocían y vigilaban las montañas de los alrededores. También cabía la posibilidad de atrapar a Beso sin que éste se diera cuenta. A salvo en el otro lado del Hindu Kush, Beso podría haber esperado que Alejandro lo dejara en paz o, al menos, que la invasión no se produjese hasta finales de verano; mientras tanto, cuando la nieve se hubiera derretido podría cabalgar hacia el oeste, a Herat, a través de los pasos que había cerrado y unirse a Satibarzanes en la revuelta que incluso se había extendido a Partia, lo que constituía una grave amenaza. Por tanto, si Alejandro se dirigía a la Bactriana, las comunicaciones de Beso con el oeste podrían cortarse y sería posible aislarlo en las calurosas satrapías de los nómadas que se extendían a lo largo del río Oxo. De un modo absurdo pero comprensible, Beso no hizo ningún intento por bloquear los pasos septentrionales del Hindu Kush en una época tan temprana del año. No imaginó que su enemigo les haría frente, pero con Alejandro no había nada verdaderamente imposible; su previsión no se limitaba a los miembros de la familia de Parmenión, y tan pronto como le fue posible intentó cruzar la barrera montañosa.
Al este de la moderna Kabul, el ejército regresó a los valles siguiendo la actual carretera principal hacia la India y pudo descansar en un terreno liso. Todavía estaban rodeados por un anillo de montañas, pero, una vez superado lo peor del viaje, se les permitió establecer un campamento de invierno en la capital de la satrapía persa de Capisa. De nuevo, Alejandro se puso en marcha para refundar una fortaleza persa, colonizándola como una ciudad griega con siete mil nativos y con todos los veteranos y soldados mercenarios de los que su menguado ejército podía prescindir. El resultado, conocido como Alejandría del Cáucaso, nunca ha sido encontrado, aunque unas esporádicas excavaciones francesas en Borj-i-Abdulla, al sur de la actual Begram, dejaron al descubierto vestigios de torres griegas y la muralla de una ciudad que sucedió a esta Alejandría ciento cincuenta años más tarde. Situada en las suaves laderas de estas estribaciones, la cuenca más rica del área, la ciudad seguramente estaba destinada a vigilar las antiguas rutas que cruzaban el Hindu Kush, pues en los valles de Begram y Kabul convergen nada menos que tres caminos principales, mientras que la ciudadela domina la confluencia de dos importantes ríos, el lugar preferido por los persas para levantar un fuerte de este tipo. Durante los últimos doscientos años a partir de Ciro, los persas habían mantenido una guarnición en el mismo emplazamiento estratégico; Alejandro, como haría tantas veces en el Lejano Oriente, siguió el ejemplo para crear una Alejandría a partir de sus predecesores persas. Aunque su emplazamiento no era nuevo, el estilo de vida de la nueva ciudad era completamente diferente: nunca había habido un teatro en un puesto de avanzada persa, pero ciento cincuenta años después de Alejandro, Alejandría del Cáucaso todavía contenía tallas de actores cómicos griegos, ataviados para salir al escenario que había prosperado dentro de sus muros. Incluso en las casas de postas para veteranos, el estandarte de la cultura griega se alzaba desafiante en un valle afgano.
No fue hasta mayo, con siete meses de retraso, cuando Alejandro «hizo sacrificios a los dioses habituales»; nunca antes se habían elevado por los aires sacrificios en honor de los Olímpicos en un lugar situado tan al este, y Alejandro exhortó a su ejército en el punto culminante de la marcha. Como haría Tamerlán después, Alejandro se disponía a escalar los contrafuertes septentrionales del Hindu Kush por el paso de Khaiwak, cuya altitud es de 3.350 metros, antes de descender a las llanuras de la Bactriana y al otro lado de Asia. La cara sur, más cercana, que se eleva hacia el cielo al otro lado de Begram, no se acometió hasta que la nieve empezó a fundirse. El problema era el hambre, no el frío. La marcha hasta la cima duró una semana, pero la comida era desesperadamente escasa excepto por las plantas de terebinto y asa fétida, sabrosas pero sin sustancia. Aunque las historias despachan brevemente la experiencia, todavía puede vislumbrarse el paisaje que los acompañó; los amaneceres y los atardeceres son de una intensidad tal que incluso los terratenientes procedentes de los cerros de la Alta Macedonia no pudieron menos que sentirse conmovidos al contemplarlos. La luz despide ráfagas azules y violetas sobre la nieve que se deshace, alcanzando la rosada roca de la montaña y los macizos de las espinosas armerías marinas, una planta punzante como un erizo que recubre las laderas y causa molestias al viajero desprevenido. «Un delgado velo púrpura —escribió un explorador alemán que, como Alejandro, viajó a través del Hindu Kush a principios de la estación—, muy tenue y tan difuso como la brisa, se dibujaba diariamente en el cielo por el lado de oriente. Mientras lo contemplaba, las nubes se convirtieron en llamas y adquirieron el tono rojo de la sangre; los picos nevados se encendieron, mientras un profundo e inexpresable anhelo me invadió por completo». La misma sensación de anhelo la observó en Alejandro su historiador romano más imparcial, quizás acertadamente; era una emoción que lo conducía a la búsqueda del mito o de lugares cargados de misterio; vivir el pasado homérico era lo propio de un rey. En el Hindu Kush, el mito y el paisaje se combinaban para dar rienda suelta a este pasado.
«En medio de las montañas, había una roca cuya altura era de ochocientos metros y en la cual los nativos señalaron la cueva de Prometeo, junto con el nido de la mítica águila y las marcas de las cadenas». En la leyenda griega, el héroe Prometeo fue castigado por su talento inventivo y encadenado por Zeus a una roca en el este, donde un águila le roía el hígado; aquí, en el Hindu Kush, parecía que finalmente se había descubierto el lugar de su castigo. Sin embargo, este mito, el más grande de todos, siempre se había situado en el Cáucaso, a kilómetros de distancia hacia el noroeste; con el fin de reconciliar el mito y la geografía, la gente de Alejandro sostuvo que el Hindu Kush estaba unido al Cáucaso por una prolongación que se extendía hacia el este. Desde entonces, los eruditos antiguos y modernos han tratado su error con crueldad, despreciándolo como una mera adulación que, de manera deliberada, relacionaba a Alejandro con las lejanas montañas del Cáucaso, una región que él nunca alcanzó. Sin embargo, esta actitud implica no comprender un error muy humano. El nombre griego del Hindu Kush, el Paropamiso, derivaba de la palabra persa uparisena, que significa «pico sobre el que el águila no puede volar». El águila formaba parte de la sabiduría local y, como en el caso de Prometeo, era un símbolo con una historia propia: en el mito local iranio, el águila Sena salvó al héroe Dastan, hijo de Sam, de un cruel encarcelamiento. Evidentemente, los nativos contaron la historia al personal de Alejandro y, al punto, éstos identificaron los detalles con su propio Prometeo; si esas montañas encerraban a la mítica águila, tenían que ser el Cáucaso fuera cual fuera la geografía, pues era allí donde se sabía que se encontraban Prometeo y el águila. Las marcas de las cadenas se detectaron con facilidad en el Hindu Kush sobre la superficie de una roca que no presentaba irregularidades; para los oficiales de Alejandro, la geografía sólo era precisa si primero se adecuaba al mito, y aunque el Hindu Kush es más grande que las montañas griegas y su superficie erosionada está tan tostada como el pan de sus habitantes, se trata de un paisaje con un inequívoco aire griego.
Mientras las estribaciones de la cara sur sugerían el mito, la cima del llamado Cáucaso prometía una recompensa aún mayor. Aristóteles, que no sabía nada de la China ni del Lejano Oriente, creía que el límite oriental del mundo podía verse desde la cumbre del Hindu Kush, y quizá su antiguo discípulo, después de las horas dedicadas a la geografía en la escuela, se acordó al menos de esto; puede que, en Grecia, esta creencia fuera común entre la gente corriente, y, para un hombre de veintiséis años, no podía haber una ambición más transcendental. Una corta marcha hacia el este bastaría para que Alejandro pudiese contemplar el límite del mundo y ver cómo las tierras fronterizas de la India se fusionaban con el arremolinado océano. Para un explorador, un objetivo de estas características no necesita más explicación, mientras que para un Aquiles toda lucha para alcanzar ese límite se situaba fundamentalmente al servicio de la gloria. Desde la cima del paso de Khaiwak, la geografía de Aristóteles ya debía de parecer sospechosa a cualquier hombre del ejército que la recordara. En el este se alzaba una cadena de montañas tras otra, pero por el momento Beso importaba más que el problema del fin del mundo, por lo que se persuadió al ejército para que se dirigiera hacia el norte en su busca, descendiendo por la pared opuesta del Hindu Kush.
Para llevar a cabo el descenso, que fue extremadamente penoso, se necesitaron al menos diez días. La capa de nieve, en la cara norte, todavía era gruesa y ocultaba el recorrido del paso; sólo un paralelismo puede mostrar lo que esto podía significar. En abril de 1398, Tamerlán cruzó la misma pared del Khaiwak obligando a sus mongoles y a él mismo a arrastrarse por los glaciares a cuatro patas, a tener que llevar a rastras a los animales de carga por medio de trineos de madera y a balancearse sobre los barrancos por puentes hechos con cuerdas que se ataban a grandes rocas; se perdieron más hombres en esa travesía que durante todo el año que duró la campaña. Los caballos de Alejandro se calzaron con las botas de piel que los generales griegos usaban para hacer frente a los montones de nieve profundos o resbaladizos; sin embargo, sufrieron severamente, pues sus necesidades ocupaban un segundo lugar en relación con las de los jinetes. Los nativos habían almacenado los alimentos en hoyos bajo el suelo, que eran difíciles de encontrar y aún más duros de romper; el hambre se extendió entre el ejército mientras que las pocas jarras de vino y miel disponibles se vendían a unos precios absurdamente altos. En las pendientes más bajas, donde los hierbajos y la famosa trucha de río marrón constituían la dieta de los soldados, los animales no encontraban forraje, y pronto se dieron órdenes de sacrificarlos y utilizar su carne como alimento. Las matas de las espinosas armerías marinas, que los nativos utilizaban como leña, estaban enterradas bajo la nieve; a falta de otro combustible, los caballos y los mulos de carga se sazonaron con jugo de asa fétida y se comieron crudos.
Los soldados se salvaron gracias a la incompetencia de Beso y a una victoria fortuita cerca de Herat. Mientras Alejandro descendía penosamente el Hindu Kush, una rápida y enérgica carga de caballería pudo haber hecho que reinara la confusión, sobre todo porque Beso había empezado a quemar las cosechas en las llanuras. En lugar de seguir con esta devastación, Beso se asustó, probablemente ante las malas noticias procedentes de Satibarzanes y el oeste, y cabalgó unos trescientos kilómetros hacia el norte atravesando el Oxo, deteniéndose sólo para quemar las embarcaciones como medida de precaución. Su don de mando era muy pobre y los ocho mil hombres de la caballería local de la Bactriana desertaron indignados, viendo pocas alternativas salvo la de unirse a la rápida rendición de su rica provincia natal. Al descender de las estribaciones a principios de junio, Alejandro recorrió sin problemas el camino a través de Kunduz hasta la capital local de Balj, madre de ciudades, y permitió que los soldados se refrescaran en su oasis, relativamente generoso. También necesitaba esperar que llegara el resto del equipaje y del equipo de asedio para reemprender la marcha.
Situada a orillas de un riachuelo, Balj era mucho más antigua que el Imperio de los persas, y debió de haber servido como centro para los primeros comerciantes de la Bactriana al menos mil años antes de caer en manos del Gran Rey; «la portadora de banderas», así la habían denominado los poemas sagrados de los persas, y junto con la bandera persa, su palacio se adornó con la imagen de Anahita, diosa del agua del Oxo y muy apropiada para el oasis de Balj, donde era adorada con su corona de estrellas y su capa sagrada hecha con pieles de nutria.
Para un hombre que venía del paso de Khaiwak, la provincia de Balj, «tierra de mil ciudades», se desplegaba como una alfombra que poco a poco se iba desdibujando. Sobre la superficie llevaba claramente inscrita la marca de su lugar en la historia: en sus llanuras alternaban el desierto de grava y los focos fértiles, el primero un hogar para los nómadas, los segundos para las aldeas estables, y ambos paisajes habían convivido en una atmósfera de continua desconfianza. Para quienes la controlaban, la provincia tenía ricos recursos: oro en los ríos, caballos excepcionales y minas de plata y rubíes; en los montes del noreste de Badajshán se encontraba el único yacimiento de lapislázuli que se conocía en el Imperio persa, cuyos fragmentos azules habían sido utilizados como artículo de lujo y como moneda para comerciar con Seistán y el sur durante los últimos dos mil años. Las aldeas se ajustaban a los contrastes del paisaje: fueron construidas para protegerse tras el cuadrado que trazaba un muro de ladrillo, a cuyo lado interior se adosaban las casas de la aldea, dejando espacio en el centro del pueblo para que se estabularan los rebaños en caso de invasión. En cada esquina del muro se levantaban torretas fortificadas, mientras que una atalaya vigilaba la entrada por la puerta central: el modelo, como un fuerte de juguete, subsiste en los pueblos qal’eh del Alto Irán, inventados y conservados como refugios contra los nómadas. Así pues, tanto en la provincia como en el norte y el noroeste de sus límites con el Oxo, los nómadas eran el peligro que Alejandro podía deducir de las aldeas que veía a su alrededor.
En este mundo extraño y distante, los persas habían gobernado a través de la baronía local, que vivía segura en castillos y fortalezas excavadas en la roca y era atendida por ejércitos de criados. A menudo su sátrapa era un pariente consanguíneo del rey, pero se desposaba con damas nobles de la Bactriana confiando en que fueran sus parientes políticos quienes lo apoyaran; Alejandro, que reconoció las virtudes naturales de la administración persa, no deseaba perturbar el pasado, por lo que prefirió buscar a un iranio que resultara apropiado para darle continuidad. Del modo más oportuno, el anciano persa Artabazo llegó a Balj a principios de junio. Como sátrapa con experiencia en el oeste y como viejo amigo de la familia real macedonia, era también el hombre con el que más posibilidades tenía Alejandro de entablar una relación de consanguinidad con los iranios, pues Artabazo era el padre de Barsine, la amante que Alejandro había tomado después de Isos. Fue muy agradable verlo de nuevo, en especial porque traía excelentes noticias de carácter militar. Había estado liderando la caballería contra la rebelión de Satibarzanes en los alrededores de Herat, y ahora le informaba de que él y sus tres camaradas generales habían derrotado a los socios rebeldes de Beso en una feroz y valerosa carga de caballería, y que el propio Satibarzanes había sido alcanzado por una lanza y había muerto. Presumiblemente fueron estas noticias las que provocaron que Beso se retirara con una rapidez tan desacertada. El error que Alejandro había cometido al confiar en un rebelde había sido finalmente reparado; ahora la retaguardia estaba a salvo, y Alejandro podía designar al leal Artabazo, padre de su amante, para que gobernase a sus conciudadanos iranios en la Bactriana. De este modo, se respetó la tradición local, y puesto que a finales de junio el sol calentaba cada vez más, el ejército dejó Balj y se fue tras el menguado rastro de Beso, un plan que resultó más arduo de lo que imaginaron. Apenas sumaban treinta mil hombres, pero siguieron adelante sin quejarse, ni del comportamiento de los hombres descontentos con la reciente purga de su caudillo, ni de las ambiciones de éste, ni del hecho de que hubiese adoptado unas pocas costumbres persas. Todavía era el Alejandro al que amaban, por el que habían marchado desde Persépolis y habían recorrido casi cinco mil kilómetros de desierto dando tumbos, por el que habían pasado hambre y habían cruzado la barrera que la nieve erigía entre dos mundos en el transcurso de un solo año.
Desde Balj, el rastro de Beso se dirigía al norte, hacia el Oxo, a través de ochenta kilómetros de un desierto de grava. Los mismos soldados y caballos que se habían helado de frío un mes antes padecían ahora terriblemente a causa del calor del verano, ya en su plenitud, incapaces de tragar la poca agua que sus guías les habían aconsejado que llevaran. Era imposible viajar de día, cuando el calor parecía resplandecer sobre la arena e incluso los lagartos se ocultaban bajo la grava; la noche apenas era más agradable, aunque las historias más piadosas omitieron cualquier mención de las pérdidas humanas. Desde el primer día hasta el último, Alejandro mostró por qué podía pedirle tanto a su ejército: cuando le llevaron dentro de un yelmo el agua que habían recogido en una pequeña fuente en el desierto, se negó a aceptar el privilegio y la tiró, compartiendo las privaciones de sus soldados. Cuando por fin alcanzaron el río Oxo, el ejército se había dispersado tanto que tuvieron que encender hogueras en una colina cercana para guiar a los soldados hacia el campamento. Alejandro «se mantuvo alerta siguiendo su recorrido y se negó a tomar ningún alimento ni bebida, ni quiso refrescarse en modo alguno hasta que todo el ejército hubo pasado ante él». Los hombres se animaron con su ejemplo, y ese mismo día, entrada ya la noche, Alejandro y su ejército durmieron en el campamento cercano a Kilif, donde las amarillentas aguas del Oxo se estrechaban y los juncos hacían que su corriente fluyese de un modo más lento.
Antes de cruzarlo al día siguiente, los macedonios de más edad, los que no estaban en forma y los pocos jinetes tesalios que habían ido voluntariamente a Hamadán recibieron una generosa paga y fueron enviados de vuelta con órdenes de engendrar hijos, los soldados del futuro: sin duda, hubiesen preferido ahorrarse los últimos ochenta kilómetros. El río Oxo es ancho y sosegado, y cinco días después de que sus compañeros partieran el resto del ejército se encontraba ya en la otra orilla, gracias a un método de transporte oriental muy conocido. Beso había quemado las barcas de los nativos y allí no había madera para construir un puente, por lo que los soldados cosieron las pieles de las tiendas de campaña, como en el Danubio, y las rellenaron con heno para hacer balsas flotantes, método que, hasta la fecha, era el tradicional para cruzar un río en el este. En cuanto hubo pasado al otro lado del Oxo, el ejército puso pie en la Sogdiana, la provincia nororiental del Imperio persa; desde allí, una de sus rutas, largamente utilizada, parte a través del desierto en dirección a China, la única vía de comunicación por la que viajaban los mercaderes de la Sogdiana llevando cualquier cosa a los hogares de su clientela china, desde melocotones y loto hasta danzas y religiones subversivas. Para el ejército de Alejandro, China era desconocida y la Sogdiana no era más que un páramo arenoso de piedra y tamarisco, un lugar que sólo prometía enfermedades, escaramuzas con las tribus o más Alejandrías situadas a kilómetros de distancia de los olivares que conocían en casa. Sólo Beso podía haberlos atraído hacia allí.
Por el momento, la persecución continuaba recompensándolos. Beso había sido incompetente y, al igual que Darío, sufría el acoso de los cortesanos independientes; cuando el enemigo cruzó el Oxo, estos esbirros detuvieron a Beso y acordaron entregarlo. Se envió a Ptolomeo para que se hiciese cargo del traidor, que se encontraba en una aldea remota, y éste se lo llevó, desnudo y sujeto con un collar de madera. Después fue puesto en el lado derecho del camino por el que marchaba Alejandro, y Alejandro pasó, detuvo su carro y le preguntó por qué Beso había asesinado a Darío, su benefactor y legítimo rey. Beso echó la culpa a sus ayudantes, pero la excusa no se consideró satisfactoria: ordenó que fuera azotado y declarado asesino antes de ser conducido a Balj para recibir un ulterior castigo. El incidente dice más de la astucia de Alejandro que de su severidad. Sólo un año antes, Satibarzanes, otro de los asesinos de Darío, se había rendido y había recibido un conspicuo perdón, pero, al igual que Satibarzanes, Beso había añadido la rebelión a la traición, y los rebeldes, en la ética de Alejandro, sólo podían esperar el tratamiento más severo. El crimen de Beso no había consistido tanto en haber ayudado a asesinar a Darío como en el hecho de haberse proclamado nuevo rey de Asia. No obstante, Beso fue condenado como asesino: en el verano de 329, Alejandro tenía a orientales sirviendo en su ejército y deseaba convencerlos de su nueva posición. Todavía luchaba para cumplir una venganza, pero ya no era tanto una venganza de los griegos por el sacrilegio cometido por los persas como una venganza de los persas por el asesinato de Darío. Beso, el pretendiente real, fue despojado de su prestigio al abrigo del último mito de Alejandro.
Con Beso convenientemente encadenado, la marcha hacia el norte podría haber finalizado, de no haber sido porque resultaba lógico cabalgar hasta el cercano río Jaxartes y reclamar la frontera noreste del Imperio persa. Cerca de Karshi, Alejandro adquirió caballos locales, de magnífico linaje, para reemplazar a los muchos que habían muerto en el desierto; en los alrededores del Korum-tag, la única colina en la monotonía arenosa del paisaje, sus hombres fueron hostigados por los nativos mientras buscaban comida, puede que con excesiva desesperación. Al parecer, durante las represalias fueron asesinados unos veinte mil nativos, aunque éstos se las arreglaron para herir a Alejandro en la pierna con una flecha y romperle el hueso, lo que entrañaba cierto riesgo en un clima desértico que facilitaba la gangrena. La herida provocó una pelea, no un retraso, pues se determinó que Alejandro sería llevado sobre una camilla para mantener a la expedición en movimiento, y la elección de los porteadores adecuados dividió al ejército. La caballería y la infantería se pelearon por el privilegio, una escisión que se reabriría seis años más tarde tras la muerte de Alejandro. Pero, en la Sogdiana, Alejandro estaba allí para intervenir, y dispuso que la caballería y la infantería podían hacer el trabajo por turnos. Las lealtades fueron satisfechas y, tras cuatro días de marcha por el desierto, el ejército alcanzó Samarcanda, que por aquel entonces todavía era meramente un palacio de verano de los gobernantes iranios, construido con murallas de ladrillo. Samarcanda estaba regada por un río que los soldados bautizaron con el nombre de Politimeto, palabra griega que significa «muy valioso», sin duda una referencia al oro que se lavaba en su lecho y que todavía es recordado en el actual nombre Zarafshán, es decir, «que dispersa oro». Desde allí sólo quedaban doscientos noventa kilómetros hasta el río fronterizo. Los pueblos nativos fueron saqueados en busca de comida y los que se resistieron fueron incendiados. Probablemente Alejandro todavía no era capaz de andar.
Alcanzaron la frontera en julio, cuando el nivel de humedad era sólo del 5 por ciento y la temperatura a la sombra alcanzaba los 43 grados. En la actual Kurkath, a unos pocos kilómetros al sur del vado principal, el río estaba custodiado por un puesto de avanzada persa que Ciro había levantado doscientos años atrás, y, como en el Hindu Kush, Alejandro ordenó construir una nueva Alejandría para reemplazarlo. «Pensó que la ciudad estaría bien situada y que tendría posibilidades de crecer, especialmente como guarnición contra las tribus que había al otro lado, y confiaba en que se convertiría en una gran ciudad tanto por el número de colonos que confluyeran allí como por el esplendor de su nombre». En el último punto, Alejandro estaba equivocado; la Última Alejandría pronto fue acosada por los nómadas y refundada por su sucesor como una Antioquía; después fue conocida con la moderna denominación de Khojend, y posteriormente, cuando fueron otros los nombres que parecían espléndidos, como Stalinabad, y después como Leninabad.
El propósito de la ciudad era inequívoco: mejorar la defensa de una frontera que había ocupado un lugar preponderante en el pasado de los persas. Al contemplar Persia a través de los ojos de un griego occidental, a menudo esta preocupación se ha infravalorado. Posteriormente, para los persas, no fueron tanto las derrotas infligidas por los griegos en Maratón las que perduraron cual incómodo recuerdo, como el hecho de que su gran rey Ciro y su profeta Zoroastro hubiesen muerto luchando contra los nómadas de las estepas septentrionales. La provincia de la Sogdiana era a Asia lo que Macedonia a Grecia: una barrera entre una civilización frágil y los inquietos bárbaros que había al otro lado, tanto si se trataba de los escitas de la época de Alejandro y de otras posteriores, como de los hunos blancos, los turcos y los mongoles que finalmente llegaron al sur en avalanchas para destruir el delgado barniz de la sociedad irania. En esta provincia-barrera, Alejandro siguió el ejemplo de su padre y reforzó la Sogdiana, como hizo Filipo en Macedonia, con ciudades y colonias militares para mantener a los escitas en el lugar al que pertenecían. Los enviados ya habían cruzado el río Jaxartes para hablar con el rey de los escitas y espiar a sus gentes, que eran los jinetes más expertos conocidos al este de Irán. Tenían mucha movilidad y eran peligrosos, y sus soberbias bridas, copas, alfombras y tiendas constituyen un recuerdo de que el mundo palaciego de Asia y la vida urbana de los griegos sólo fueron breves paréntesis en un viejo mundo de nómadas, tan ligero como polvoriento, pero no menos permanente, y, en ningún caso, era una sociedad que debiera infravalorarse. Era un augurio de los tiempos el hecho de que en una historia de amor persa, traducida al griego por un mayordomo de la corte de Alejandro, desde mediados del siglo VI el personaje del villano hubiese cambiado, pasando de ser un aristócrata de la Bactriana a un jefe escita.
Antes de que se hubiera empezado a construir la Última Alejandría, llegaron noticias de una rebelión, no entre los escitas sino en la retaguardia. Desde que desembarcó en Asia, Alejandro había exigido de sus hombres que marchasen a un ritmo terriblemente duro, a menudo sin comida, pero nunca los había enredado en una lucha lenta y autosostenida contra guerrilleros. Ahora, por primera vez, la velocidad de su marcha iba a aminorarse. Esta rebelión sogdiana agotaría la paciencia del ejército durante dieciocho insatisfactorios meses, plantearía nuevas exigencias a su mandato y traería un clima de duda a su entorno. Las causas eran simples; cuatro de los esbirros de Beso todavía estaban libres, liderados por Espitámenes, el persa cuyo nombre tiene vínculos con la religión de Zoroastro. Ahora los cuatro empezaron a sembrar entre los nativos la desconfianza hacia los macedonios. Para ello había una poderosa razón. Al buscar ansiosamente comida en el desierto de la Sogdiana, el ejército de Alejandro había saqueado campos de arroz, robado ganado y requisado caballos, castigando con severidad cualquier amago de resistencia. No había ningún otro recurso con el que alimentar a los treinta mil soldados, pero se trataba de un modo peligroso de comportarse. Mientras tanto, los nativos veían cómo se instalaban guarniciones en los principales pueblos; la vieja ciudad de Ciro empezó a transformarse en una Alejandría, y, al igual que en la Bactriana, Alejandro prohibió que los cadáveres se expusieran a los buitres porque eso repelía a su sensibilidad griega. Del mismo modo que en la India los británicos prohibieron inmolar a la esposa en la pira del marido, en el ritual denominado sati, los escrúpulos morales de Alejandro le costaron la popularidad, pues los sogdianos no habían visto cómo Persia era derrocada sólo para tener que soportar una mayor injerencia por parte de sus conquistadores. Era el momento de liberarse de cualquier imperio, en especial cuando se habían dado órdenes de convocar una reunión en Balj, a la que se esperaba que asistiría la baronía local. Si acudían, podrían ser tomados como rehenes. Por tanto, los bactrianos se unieron a la resistencia; sin duda, se trataba de los mismos bactrianos a los que medrosamente Beso había abandonado, y, desde Balj hasta el Jaxartes, Alejandro topó con su desafiante presencia.
Haciendo caso omiso de los guerrilleros nómadas que se habían unido para poner el sur en pie de guerra a lo largo del Oxo, Alejandro se volvió contra los aldeanos rebeldes de los pueblos más cercanos. Allí sus guarniciones habían sido asesinadas, por lo que devolvió el cumplido a los siete asentamientos responsables en cuestión de tres semanas. Las fortificaciones de ladrillo de los qal’ehs fueron tratadas con desprecio. Pese a que no se habían transportado torres de asedio por el Hindu Kush, había maquinaria desmontable para lanzar piedras lista para ser armada en caso de que fuera necesario; no hubo necesidad de montarla en los tres primeros pueblos, que sucumbieron en un par de días a las obsoletas tácticas de los grupos de escaladores apoyados por proyectiles, mientras que los dos pueblos siguientes fueron abandonados por los nativos, que corrieron hacia un cordón de caballería que estaba aguardándolos; en las cinco poblaciones, los hombres que presentaron batalla fueron masacrados y los supervivientes, esclavizados. El sexto pueblo, la guarnición fronteriza de Ciro en Kurkath, era con diferencia el más fuerte debido al elevado montículo sobre el que se encontraba. Allí, las murallas de barro eran un objetivo apropiado para las catapultas, pero su actuación fue mediocre, quizá porque había escasez de munición; hay pocas piedras en el desierto del Turquestán, y no pudieron haberse transportado muchos cargamentos de rocas a través del Hindu Kush. Sin embargo, Alejandro se dio cuenta de que el curso de agua que todavía corría al pie de las murallas de Kurkath se había secado con el calor y ofrecía un inesperado paso para los soldados si avanzaban a cuatro patas. Se ordenó el habitual fuego de cobertura y, al parecer, el rey se arrastró junto con sus soldados a lo largo del lecho del río, prueba de que la lesión en la pierna se había curado con una sorprendente rapidez. La astucia era conocida en Grecia y, una vez dentro, las puertas se abrieron de golpe para los sitiadores, aunque los nativos continuaron resistiendo e incluso le provocaron a Alejandro una conmoción al apedrearlo en el cuello. Ocho mil hombres fueron asesinados y otros siete mil se rindieron: el respeto de Alejandro por Ciro, su recién encontrado antepasado, no se hizo extensivo a los aldeanos rebeldes que lo habían herido, por lo que Kurkath, la ciudad de Ciro, fue destruida. El séptimo y último pueblo dio menos problemas, y sus habitantes fueron meramente deportados.
Al parecer insensible a sus heridas y al sol de agosto, Alejandro dejó el Oxo, que estaba crecido, y reemprendió los planes para su nueva Alejandría. Los únicos materiales de construcción disponibles eran la tierra y el ladrillo, de ahí que las murallas y el trazado principal estuviesen terminados en menos de tres semanas. Tampoco había escasez de colonos después del asedio y la destrucción recientes: los supervivientes de Kurkath y de otros pueblos se fusionaron con mercenarios voluntarios y veteranos macedonios, y fueron destinados a vivir en el lugar más caluroso que hay en el curso del río Jaxartes, donde el sol redobla el calor debido a las abruptas colinas que se alzan en la otra orilla. Las casas tenían el techo plano y estaban construidas sin ventanas para conservar el frescor, pero de las comodidades de la vida, los templos y lugares de encuentro nada puede decirse hasta el momento. Los nuevos ciudadanos fueron elegidos entre los prisioneros, así como también entre los voluntarios, y se les concedió la libertad a cambio de prestar servicio en la guarnición: tendrían que vivir con griegos y veteranos macedonios extremadamente reacios a sus costumbres nativas, y siendo conscientes de que habían sido elegidos tanto por su impopularidad entre los comandantes de su sección como por sus discapacidades físicas.
Si los rebeldes que se encontraban al sur habían sido imprudentemente olvidados en el entusiasmo inicial que producía la creación de una nueva Alejandría, no pasó mucho tiempo antes de que impusieran bruscamente su presencia al enemigo. El saqueo de siete pueblos cercanos no había afectado en nada al verdadero corazón de la revuelta; Espitámenes y sus jinetes nómadas todavía andaban sueltos tras las líneas, y durante la construcción llegaron noticias de que estaban asediando a los miles de soldados acuartelados en Samarcanda. El mensaje alcanzó a los escitas en la otra orilla del río-frontera: se reunieron en desafiantes formaciones, pues se dieron cuenta de que Alejandro estaba siendo presionado para retirarse. La situación era grave, dado que el número de soldados de Alejandro era el más bajo de toda la campaña tras la reciente fundación de diversas Alejandrías y destacamentos; atrapado entre dos enemigos, Alejandro escogió tratar con el que estaba más cerca y destacó solamente a dos mil soldados mercenarios para liberar Samarcanda, quedándose él mismo con unos veinticinco mil hombres, no más, para impresionar a los escitas. Dos generales de la caballería mercenaria compartieron el mando del destacamento de Samarcanda con un oriental bilingüe que servía como intérprete y oficial del alto mando. Nunca más volverían a verlos.
Mientras la fuerza de liberación cabalgaba hacia el sur, Alejandro se quedó para darles una lección a los escitas. Al principio ignoró sus provocaciones y continuó construyendo, «haciendo sacrificios a los dioses habituales y después organizando un certamen de caballería y gimnasia» como demostración de su fuerza. Pero a los escitas les importaban muy poco los dioses griegos, y menos aún las competiciones, de manera que empezaron a gritar obscenidades desde la otra orilla del río; Alejandro ordenó que las balsas de piel rellenas se pusieran a punto mientras realizaba un nuevo sacrificio y examinaba el augurio. Sin embargo, los augurios se consideraron desfavorables y el adivino de Alejandro se negó a interpretarlos de forma falsa: rechazado por los dioses, Alejandro recurrió a las ballestas. Fueron colocadas en la parte alta de la orilla, apuntando al río que había en medio: los escitas se asustaron tanto cuando la artillería se usó por primera vez en el campo de batalla, que se retiraron en cuanto uno de los jefes murió bajo una de aquellas misteriosas flechas. Alejandro cruzó el río, los Portadores de Escudo cubrieron a los hombres que iban sobre las balsas hinchadas, los caballos nadaron junto a ellas y los arqueros y los honderos mantuvieron a los escitas a distancia.
En la otra orilla, el combate fue breve pero magistral. Las tácticas de los escitas se basaban en el cerco puesto por los jinetes, que llevaban pantalones y, en su mayor parte, no usaban armadura: cabalgaban alrededor del enemigo y disparaban flechas al pasar; otros tal vez acorralaban al enemigo por medio de las lanzas. También Alejandro tenía lanceros, así como arqueros escitas a caballo que habían servido durante un año en su ejército. Conocía las tácticas y las afrontó como había hecho en Gaugamela; primero, atrajo a los escitas a la batalla con una fuerza de avance perceptiblemente débil; después, mientras ellos trataban de cercarlos, desplazó a la caballería principal y a la infantería ligeramente armada y cargó a su manera. Pues los lanceros, y no los arqueros, eran los únicos que podían repeler a los arqueros nómadas, de manera que los escitas fueron empujados hacia atrás, sin dejarles espacio para maniobrar; después de perder a un millar de hombres, huyeron a los montes cercanos y se pusieron a salvo, a una altura de unos novecientos metros. Alejandro los persiguió sin tregua durante unos trece kilómetros, pero se detuvo para beber el agua de la región, «que era mala y le provocó una diarrea incesante, por lo que el resto de los escitas escapó». Todavía sufría por la herida que había recibido recientemente en el cuello, que además le había hecho perder la voz, y su afección estomacal fue una excusa convincente para abandonar una persecución sin esperanza, sobre todo cuando sus cortesanos anunciaron que ya había «rebasado el límite establecido por el dios Dioniso». Como la cueva de Prometeo, este tema mítico, importante para el futuro, no debería tratarse de un modo demasiado escéptico. En el puesto de avanzada de Ciro, que Alejandro había tomado por asalto, se encontraron altares para cultos orientales que los macedonios equipararon con los ritos de sus propios Heracles y Dioniso. Si Dioniso no había ido más allá del puesto de avanzada de Ciro, el lugar donde más lejos había llegado su equivalente culto oriental, entonces Alejandro podría sin duda consolarse por haber perdido a los escitas. Los augurios se habían justificado con su enfermedad y su fracaso.
Irrumpir en los límites de Dioniso fue una recompensa escasa por lo que siguió. Mientras el rey escita enviaba a unos embajadores para desvincularse del ataque, argumentando que había sido obra de guerrilleros espontáneos, Alejandro escuchaba un informe mucho menos grato de lo que sucedía detrás de las líneas. Los dos mil soldados que fueron enviados de vuelta a Samarcanda para vérselas con el rebelde Espitámenes habían llegado cansados y escasos de alimentos; sus generales empezaron a pelearse cuando Espitámenes apareció de repente y les dio una dura lección librando a caballo una batalla en movimiento. A diferencia de Alejandro, los mediocres generales no sabían cómo hacer frente a las vertiginosas tácticas de los arqueros escitas a caballo, sobre todo porque los doblaban en número: la fuerza de liberación se vio atrapada en una isla del río Zeravshan y todos los hombres fueron asesinados sin excepción. La diferencia entre los generales del frente y los reservistas no podía haberse mostrado más claramente, sobre todo porque Alejandro juzgó mal al enemigo, no tanto en lo tocante a sus cifras como a su habilidad. Incluso aunque se hubiese permitido concentrar una fuerza mayor en la insuficiente línea del frente, la velocidad de Espitámenes también la habría destruido; lo adecuado hubiera sido designar a un general de primera clase con un mando único, mientras que Alejandro había designado a tres hombres equivocados y había permitido que discutieran. El error era irritante y no se escatimaron medios para repararlo.
Al recibir las primeras noticias del desastre, Alejandro reunió a unos siete mil hombres, entre Compañeros e infantería ligera, y corrió con ellos a través de los trescientos kilómetros de desierto que lo separaban de Samarcanda en sólo tres días y tres noches. Semejante velocidad en el calor de principios de otoño es asombrosa pero no imposible, aunque Espitámenes volvió a escapar sin problemas de un enemigo cansado y sediento, desapareciendo por el oeste hacia los estériles pasos de los nómadas de su séquito. Por tanto, sólo cabía enterrar a los dos mil muertos, castigar a los pueblos cercanos que se habían unido a los nómadas en su victoria y deambular a lo largo del río Zeravshan intentando descubrir el rastro de los rebeldes. La búsqueda no obtuvo recompensa y, finalmente, incluso Alejandro la abandonó: al volver a cruzar el Oxo, se acuarteló para pasar el invierno en Balj, donde tuvo que limitarse a reflexionar sobre el contratiempo más evidente de la expedición y sobre el descenso de sus fuerzas, que ahora apenas sumaban veinticinco mil hombres.
Dos heridas, una rebelión continua y la escasez de hombres y comida habían hecho que los últimos seis meses fueran particularmente frustrantes. Pero justo cuando parecía que sus perspectivas no podían ser peores, la esperanza de una nueva estrategia iba a llegar del modo más oportuno al campamento de invierno. Desde Grecia y las satrapías occidentales, los refuerzos formados por veintiún mil seiscientos hombres, la mayoría griegos contratados, finalmente habían emprendido el viaje a la Bactriana bajo el mando de Asandro, que quizás era hermano de Parmenión, y el fiel Nearco, que dejó su ignominiosa satrapía en Licia para unirse a su amigo en el frente de batalla. Era, con diferencia, el reclutamiento más grande recibido hasta entonces, y permitiría que el ejército recuperara su antigua fuerza; si se dividía en destacamentos, de inmediato los problemas de Alejandro se reducirían. Los asaltantes esporádicos podrían ser abatidos por unidades independientes y, en consecuencia, el teatro de la guerra se estrecharía. Afortunadamente, los peñones y castillos del este no presentaban problemas; al norte, más allá del Jaxartes, un asalto había impresionado tanto a los escitas que enviaron embajadores para ofrecer a su princesa en matrimonio. En la Sogdiana central, se asignaron tres mil soldados acuartelados a una región que había sido castigada dos veces; los nuevos mercenarios podían ahora custodiar Balj y el Oxo para que sólo las estepas adyacentes al oeste y el noroeste permanecieran abiertas para Espitámenes. Incluso allí, su libertad acababa de verse restringida.
Hasta Balj llegaron enviados de parte del rey de Kharezm, que no era un desierto silencioso y yermo como sugirieron los poetas, sino el reino más poderoso que se conocía al noroeste del Oxo, el punto donde el río se ensancha para encontrarse con el mar de Aral. Kharezm dejó pocas huellas o historia escrita hasta que las excavaciones rusas pusieron de manifiesto que se trataba de un reino estable y centralizado, defendido por sus propios jinetes vestidos con cota de malla, al menos desde mediados del siglo VII a. C.; en la actualidad, planea como una sombra débilmente perceptible sobre mil años de historia en el Alto Irán. En el arte y la literatura, Kharezm muestra la influencia del Imperio persa al que una vez estuvo sometido; era una tierra de colonos terratenientes, y sus intereses no eran los mismos que los de los nómadas que vivían alrededor de los desiertos de Arena Roja y Negra. Espitámenes estaba utilizando estos desiertos como base, y la seguridad fue lo que inclinó a Kharezm al lado de Alejandro. Su rey incluso intentó desviar a los macedonios contra sus propios enemigos, ofreciéndose a llevarlos al oeste en una expedición al Mar Negro. Alejandro rechazó la propuesta con diplomacia, aunque complacido por tener un nuevo y sólido aliado: «No le convenía en ese momento marchar al Mar Negro, pues su preocupación de entonces era la India». Fue la primera pista de lo que sucedería en el futuro: «Cuando hubiese dominado toda Asia, regresaría a Grecia, y desde allí llevaría a toda su flota y al ejército al Helesponto e invadiría el Mar Negro, como se sugirió». Por tanto, por primera vez se pensó que Asia incluía la India, y no precisamente la India del Imperio persa. No obstante, las negativas diplomáticas no son una prueba segura de sus planes, y resultaba fácil hablar del futuro en el campamento de invierno, la estación en la que los generales hablan para pasar el rato; era sólo para atrapar a Espitámenes por lo que se requería al rey de Kharezm. En esta dirección, se habían suscitado esperanzas de que se lograría una temprana victoria: los nuevos refuerzos estaban formados en brigadas, y cuatro prisioneros sogdianos fueron adscritos a los Portadores de Escudo porque Alejandro se enteró de que afrontaron su ejecución con una audacia desacostumbrada. Cuando pasó el invierno, el traidor Beso fue enviado a Hamadán, donde los medos y los persas votaron que había que cortarle la nariz y las orejas, el trato tradicional reservado a un rebelde oriental.