20. EL PROCESO CONTRA FILOTAS

Por el hecho de llevar la diadema, Alejandro reclamaba la totalidad del Imperio de Darío. Para ganarlo, tendría que dirigirse al este, a los refugios de Afganistán, a través de puertos de montaña y estepas de arena. «En Khorasán —dice el proverbio persa— las postas del Camino Real son tan interminables como la charla de una mujer», y más adelante se abría un mundo de espacios inmensos y movimientos lentos donde no se producía otro bullicio que no fuera el del correo real en el Camino Real, el único que había. Nada podía obtenerse desde la cuenca del Irán central hasta el sur y el sureste, pues pertenecía a los Desiertos de Sal y Muerte; no era, por tanto, un lugar que tuviesen en cuenta los colonos y las rutas. Como cualquier viajero, lo que haría Alejandro sería bordearlo; de este modo, yendo hacia el este desde su base en Gurgán, Alejandro marchó a través de un paisaje infinitamente llano, agobiado por el calor y el hambre pero siendo consciente de que se trataba sólo de la antesala de un mundo de tribus y señores hasta entonces desconocido por los griegos.

Debido a la escasez de alimentos, tuvo que marchar rápido; además, el ejército se había reducido debido a las secciones destacadas en Hamadán. Tras haber recorrido casi seiscientos cincuenta kilómetros, Alejandro se detuvo en la moderna Meshed, donde sus Compañeros persas explicaron a los agrimensores del campamento que, en ese punto, tenían que escoger entre dos rutas. Una de ellas, la futura ruta de la seda procedente de China, conducía al noroeste a través del monte y el desierto, al otro lado del oasis de Merv, a la provincia de la Bactriana, de donde se había informado que el rebelde Beso, uno de los asesinos de Darío, «se había puesto la tiara —un símbolo de realeza— y se había proclamado a sí mismo rey de Asia» con la ayuda de los refugiados persas, los nómadas y la nobleza local. El otro camino, que también llevaba a la Bactriana, torcía hacia el sur desde Meshed en dirección a las dunas y praderas de Seistán, y después giraba al noreste hacia el valle del Helmand, en el corazón de las montañas del Hindu Kush, y cruzando por tanto uno de los cuatro pasos elevados existentes en los nuevos dominios de Beso a lo largo de las orillas del río Oxo. Por el momento, Alejandro prefirió la primera de estas dos alternativas, la mitad de larga que el rodeo por el sur.

Una casualidad afortunada lo impulsó a realizar esta elección. Meshed estaba situada en la frontera de la antigua satrapía de Aria, que los persas llamaban Hariva y que, como su nombre implicaba, era el centro de las tribus iranias, que habían vivido allí al menos durante quinientos años; la denominación de Ariana, de donde procede la moderna palabra Irán, ya se aplicaba a las tierras orientales que se encontraban más lejos, incluso en un lugar tan alejado como las fronteras del Punjab. Posiblemente fue desde Aria, situada en torno al oasis de Hariva y regada por el río Hari-Rud, de donde los iranios empezaron a desplazarse hacia el oeste en sus tempranas correrías tribales: este historial la habría convertido en una provincia difícil de atravesar —y no digamos de controlar— para el heredero de Darío, de no ser porque su sátrapa Satibarzanes fue a Meshed y se rindió en la frontera. Jefe de la caballería de los arios en Gaugamela, y después, como Beso, asesino de Darío, a pesar de todo Satibarzanes fue restituido en su alto cargo y se le proporcionó un escuadrón de vanguardia de lanzadores de jabalina a caballo, iranios como él, para que vigilaran a los macedonios cuando pasaran a lo largo del límite de su provincia, que sólo estaban interesados en saquear para proveerse de suministros. Así pues, al tiempo que mostró su favor hacia el asesino de un rey, Alejandro se preparó para perseguir a otro, pero primero hizo que se apilara el exceso de equipaje sobre unos carros y lo reunió en el centro del campamento; entonces prendió fuego, en primer lugar a sus propios carromatos y después a los otros, tras haber dado él mismo ejemplo. A partir de aquí, los animales de carga servirían como transporte en unos caminos que resultaban demasiado abruptos para las ruedas. El ejército aceptó la repentina pérdida del equipaje sabiendo que Alejandro también la había sufrido; sin embargo, al menos se permitió que los hombres se llevasen a sus concubinas nativas.

Satibarzanes partió con sus guardias hacia la lejana capital de su provincia y, a mediados de agosto, Alejandro continuó desde Meshed por el este hacia la ruta de la seda, todavía esperando sacar al pretendiente Beso de su lejana base en Balj. No había llegado muy lejos por la frontera de la satrapía de los arianos cuando recibió graves noticias que lo obligaron a apresurarse por el sur hacia el corazón de la provincia; Satibarzanes había asesinado a sus guardias, había alzado en rebelión a dos mil jinetes y había bloqueado la fortaleza de la capital. Durante dos días, Alejandro marchó a toda prisa con una escuadra hacia el sureste, recorriendo los ciento doce kilómetros que lo separaban de la capital, Artacoana, donde la crueldad de las represalias estuvo a la altura de la miserable traición que se había cometido contra la confianza. Los rebeldes se refugiaron en un monte bastante boscoso, pero los hombres de Alejandro prendieron fuego al sotobosque y quienes se quedaron dentro se asfixiaron y abrasaron hasta morir; en Artacoana, las torres de asedio abrieron brechas en las murallas de la ciudad, y todos los alborotadores fueron capturados para ser ejecutados o esclavizados. Alejandro ordenó que el resto se reasentase en el lugar, que se rebautizó con el nombre de Alejandría y se reforzó con nuevas murallas y veteranos macedonios. El resultado todavía se conserva en Herat, su moderna sucesora, pero no sería la última vez que, en Oriente, una Alejandría se limitara a ampliar las construcciones de una antigua ciudadela persa y la corte de una satrapía. Mientras tanto, Satibarzanes no aparecía por ninguna parte. Al tener noticias del avance de Alejandro, había escapado al valle del Hari-Rud y desaparecido en las estribaciones del Hindu Kush para colaborar con Beso. Había cometido un error garrafal en el que perseveraría.

En vez de dedicarse a perseguirlo, Alejandro dio marcha atrás en sus planes. No quería regresar de nuevo a la ruta de la seda en el noroeste, sino acercarse directamente a los secuaces de Beso; para ello, Alejandro encomendaría Aria a un persa, puede que al hijo de Artabazo, el oriental de mayor confianza, y seguiría la ruta más sinuosa justo al sur, a Seistán, el valle del Helmand y, finalmente, hasta los pasos que cruzaban el centro del Hindu Kush. Fue una decisión extraordinaria, llena de sorpresas y dificultades, pero que no carecía de sentido estratégico. Satibarzanes seguía sin ser capturado en el camino alternativo más corto, y Alejandro no deseaba encontrarse con él y con Beso por primera vez a finales de otoño en un valle árido que facilitaba que les tendieran una emboscada. También se supo que el sátrapa de Seistán era uno de los asesinos de Darío. Si lo dejaban en paz, podría unirse a Beso y bloquear la retaguardia de Alejandro. De los tres enemigos, éste debía ser derrotado el primero.

Envalentonado por los seis mil refuerzos que habían llegado de parte de Antípatro y del oeste, Alejandro marchó como deseaba desde Herat hasta las fronteras de Seistán, asustando tanto a su sátrapa que el hombre huyó para refugiarse entre los indios más próximos del Punjab. Pero pronto fue arrestado y enviado de vuelta para ser ejecutado «por su crimen contra Darío»; por entonces, Alejandro había aprendido los peligros de la clemencia y prefirió aparecer como el honrado vengador de Darío. A principios de otoño, Seistán no era el mejor lugar para dar a los enemigos una segunda oportunidad: sus polvorientas llanuras son azotadas por el estacional Viento de los Ciento Veinte Días, que sopla a través de los precipicios y las dunas de arena del noroeste y que, a ras de tierra, levanta unas nubes tan grises que los hombres tienen que luchar para mantenerse en pie, sin contar con lo que sucede cuando hay que marchar con una sarisa en las manos. Este viento arranca las hojas de la vegetación de matas y arbustos, lo que resultaba molesto para los caballos de Alejandro, que ya habían pacido imprudentemente entre los venenosos euforbios de Herat. Y en cuanto a los treinta y dos mil soldados, andaban escasos de comida en una tierra en la que la cosecha se recogía temprano a fin de evitar los cortantes vientos: por tanto, los soldados arrastraron las tiendas para descansar nueve días en Farah, sede del palacio del sátrapa local, en la frontera norte de la moderna Seistán.

Hambrientos y zarandeados por el viento, a los soldados se les podía perdonar que envidiasen la oportuna ausencia de Parmenión, que se encontraba en Hamadán. Durante los últimos tres meses, el anciano general se había quedado al cargo de las comunicaciones, lo que quizás era el síntoma de una inminente jubilación, puesto que ya tenía más de setenta años. Su ausencia tendía a apoyar esta sospecha. Las últimas órdenes conocidas que había recibido eran que se reuniese con Alejandro en Gurgán en julio, pero nunca llegó, y podría pensarse benévolamente que las órdenes fueron canceladas para que Parmenión se quedase donde estaba. Lo habían dejado con unos veinticinco mil hombres, los tracios, los mercenarios veteranos, los tesalios, los jinetes peonios y seis mil Compañeros de a Pie, a cuyos cuatro batallones se les había ordenado que supervisaran la llegada del tesoro a Hamadán. Clito había recibido órdenes de ponerse al mando de estos cuatro batallones tan pronto como hubieran terminado el trabajo, pero, por la época en que él llegó a Seistán, aún no habían alcanzado a Alejandro. Incluso en el caso de que estos batallones todavía se encontrasen en el camino, viajando desde Hamadán, el contingente que retenía Parmenión era numeroso. Aún controlaba a casi veinte mil soldados en un momento en que Alejandro tenía poco más de treinta mil en su propio campamento. La relación de fuerzas entre el rey y el general estaba casi equilibrada; en Farah, el general iba a aparecer por última vez en un asunto de extraordinaria importancia: «A salvo del exterior, Alejandro sería atacado de repente desde dentro de casa». Fue un asunto de lo más misterioso. Quienes pudieron conocer la verdad contaron pocas cosas acerca de lo sucedido: otros elaboraron esa verdad haciendo libremente suposiciones a partir de los rumores y las habladurías.

Según Ptolomeo, a Filotas, el hijo de Parmenión, le revelaron la existencia de un complot. Sin embargo, no consiguió pasarle el informe a Alejandro, pese a que visitaba la tienda del rey un par de veces al día. Una segunda versión se ocupa de los detalles, y, a falta de nada más convincente, hay que creerla. Se decía que el asunto empezó cuando un macedonio llamado Dimno le contó a su joven amante que había un complot en marcha para asesinar al rey. Le dio los nombres de los conspiradores y le explicó, en el máximo secreto, que lo iban a intentar al cabo de tres días. Sin embargo, su amante, que era joven e indiscreto, le contó el secreto a su hermano Cebalino, y, como todos los jóvenes a los que se les cuenta un secreto, le pidió que hiciera lo que él mismo no había hecho: no decir nada del complot. Pero Cebalino se puso nervioso. Estaba anonadado y no quería ser cómplice del asesinato, por lo que se dirigió al oficial de mayor graduación que conocía y le contó todo lo que se le había escapado a su hermano. El oficial era Filotas, el hijo de Parmenión.

Filotas iba a la tienda de Alejandro un par de veces al día, pero durante dos días postergó informar de las averiguaciones realizadas por Cebalino aduciendo que el rey había estado ocupado y que no había tenido ocasión de sacar el tema en su presencia. Cebalino empezó a desconfiar. El tiempo pasaba deprisa, por lo que Cebalino recurrió a uno de los pajes reales que encontró de guardia en el arsenal. El paje, que tenía acceso privado al rey, se dirigió de inmediato a los aposentos de aseo reales, donde encontró a Alejandro tomando un baño. Tras ser informado del complot, Alejandro ordenó que se arrestara a los implicados; Cebalino relató la historia y se defendió alegando ser un confidente leal; Dimno fue citado a declarar al ser el origen de la información, pero se suicidó, seguramente antes de que pudieran interrogarlo. El rey perdió a su principal testigo y se quedó con una confusa lista de nombres que Dimno había pasado a su amigo, y su amigo a su hermano. Sólo un hecho estaba claro: Filotas había sido informado de un complot, pero había ocultado la información durante los últimos dos días. Era preciso investigar este punto sin pérdida de tiempo.

Es aquí, probablemente de manera equivocada, donde el historiador romano hizo que el drama se desarrollase con rapidez, elaborando las historias originales cuatrocientos años después del acontecimiento. En primer lugar, se dice que Alejandro recibió a Filotas a solas y que, cuando Filotas imploró perdón, Alejandro le tendió la mano derecha como signo de que su negligencia no sería castigada. Filotas abandonó la tienda y, de inmediato, Alejandro llamó a sus amigos más íntimos para pedirles su opinión. No le tenían ninguna simpatía a Filotas, y el leal Crátero los indujo a aprovechar la oportunidad y volver al rey en su contra. Su actuación sería decisiva.

Esa tarde, a Filotas le tocaba cenar en la tienda del rey. Llegó puntualmente, fue recibido sin ningún comentario por unos amigos que lo odiaban y ocupó su lugar cerca de Alejandro. Nadie reveló sus sentimientos. Mientras un plato seguía a otro, los invitados hablaron de las órdenes para el día siguiente; el ejército iba a levantar el campamento al alba y, previendo la dura marcha que les aguardaba, la fiesta terminó a una hora razonable. Filotas se retiró a su tienda, pero a medianoche lo despertó el ruido de los pasos de los Portadores de Escudo: habían venido a arrestarlo. Todos los caminos que rodeaban el campamento se habían bloqueado para impedir su huida.

Es más que probable que esta puesta en escena, aunque colorista, fuera inventada para un público romano, muy acostumbrado a este tipo de acciones encubiertas por parte de sus emperadores. Alejandro podía permitirse el lujo de actuar sin rodeos, y Ptolomeo, el único testigo ocular, sólo dice que Filotas fue arrestado y llevado ante los macedonios, donde Alejandro lo acusó «enérgicamente»; Filotas se defendió, pero «vinieron los que habían informado y lo declararon culpable, tanto a él como a sus socios, de varios cargos obvios», entre ellos, sin duda, el de conspiración, «y en especial por el hecho de que Filotas había tenido noticias de un complot, como admitió, pero había evitado cualquier mención acerca del mismo». Filotas «y quienes le ayudaron en la conspiración» fueron alanceados por los macedonios. Otros dijeron, probablemente de manera equivocada, que después del proceso Filotas fue torturado hasta que confesó, y que sólo entonces lo mataron lapidándolo. Su confesión, de ser cierta, diría más de la tortura que de su culpabilidad: parece ser que Ptolomeo no añadió ninguna «prueba» de la complicidad de la víctima, ni siquiera la lapidación, que sugiere la culpabilidad de Filotas. Es la única pena de muerte que tiene un carácter comunitario y que involucra a una muchedumbre que, en consecuencia, debe creer en el crimen de su víctima.

No satisfecho con siete inculpados, Alejandro amplió la investigación. Entre sus oficiales había cuatro hermanos de una familia tinfea de las tierras altas que era peligrosa a causa de su amistad con Filotas. Hacía tiempo que uno de los hermanos se había destacado como líder de un batallón; otro huyó tan pronto como supo que Filotas había sido arrestado, y su huida fue tan sospechosa que los otros tres hermanos fueron conducidos ante los soldados y juzgados por sus historiales. Sin embargo, su defensa fue vehemente y consiguieron ser absueltos; de inmediato, pidieron partir para traer de vuelta al otro hermano, una petición que parecía garantizar su inocencia, y, por tanto, con su nombre limpio de sospechas, mantuvieron sus puestos de confianza. Amintas murió de una herida de flecha dos meses más tarde; Átalo asumió el mando de la brigada de su hermano fallecido y, finalmente, se casó con una hija de Pérdicas, una alianza bien calculada; Polemón progresó gracias al matrimonio de su hermano y reapareció después de la muerte de Alejandro como almirante de la flota de Pérdicas. Estos hermanos son el raro ejemplo de una familia que sobrevivió a una crisis y cuya estrella volvió a estar en alza.

Otros fueron menos afortunados. Habían transcurrido casi cuatro años desde que Alejandro el lincesta fue puesto bajo custodia como posible traidor y, durante ese tiempo, el rey lo había mantenido prisionero, considerándolo demasiado peligroso para soltarlo. Ahora era el momento de sacarlo a colación; quizás había estado envuelto en el complot, quizá no era más que un sospechoso plausible, pero Alejandro dispuso que el jefe de los Portadores de Escudo empezara el juicio ante un ejército preparado para esperar que la traición llegara desde cualquier lugar. Alejandro el lincesta escuchó la acusación, flaqueó y no encontró nada que decir como réplica, puede que porque los cargos fueran más allá de la verdad, quizá debido a que estaba involucrado en el complot de un misterioso oriental llamado Sisines, de quien no recordaba nada. Algunos soldados lo acribillaron con sus lanzas hasta matarlo; el incidente era demasiado desagradable para incluirlo en las historias de Ptolomeo y Aristóbulo, lo cual es un indicio de los sentimientos que podía haber suscitado.

Lo que siguió después fue demasiado infame para ser suprimido. En medio de la crisis, Alejandro dirigió sus pensamientos hacia el sospechoso más peligroso de todos. Filotas era hijo de Parmenión, y Parmenión estaba a kilómetros de distancia en Hamadán, controlando los tesoros, las encrucijadas del Imperio y a más de veinte mil soldados. Estaba también el peligro de Clito y los seis mil macedonios; todavía no se habían unido al ejército y, en el mejor de los casos, se encontraban en el camino, a unos pocos kilómetros de Hamadán. Parmenión podía llamarlos e inclinar la balanza entre las dos mitades del ejército si se llegaba a una lucha abierta. Hamadán se encontraba a un mes de marcha por una ruta todavía amenazada por Satibarzanes.

Como era habitual, Alejandro conocía los medios y al hombre adecuado para el trabajo. Envió a buscar a Polidamante, un amigo de Parmenión, que acudió asustado a su presencia temiendo que su vieja amistad fuese ahora a costarle la vida. Alejandro jugó con sus inquietudes y sólo le dijo lo que a él le interesaba que supiera; cuando Polidamante escuchó lo que se le pedía, obedeció, agradecido de que el pasado no fuera a volverse contra él. Tenía que llevar unas cartas a Parmenión, una de parte de Alejandro y otra firmada con el sello de Filotas, y debía entregar además órdenes escritas a los generales que estaban bajo el mando de Parmenión. El viaje era urgente y la ruta principal no era ni directa ni segura; se vestiría como un nativo y viajaría con un camello entrenado para las marchas rápidas, directamente a través del desierto de Dasht-i-Lut. Dos guías le mostrarían el camino mientras sus hermanos más jóvenes quedaban retenidos como rehenes.

Polidamante se apresuró a llevar a cabo una misión cuyos detalles desconocía. Los camellos estaban preparados; el desierto no les causó ningún problema. A los once días alcanzaron Hamadán, habiendo acortado el viaje en tres semanas y demostrando esa extraordinaria rapidez, en un vasto territorio, que posteriormente convertiría a los camellos en la punta de lanza de los ejércitos árabes. Polidamante buscó a los generales de Parmenión, como se le había ordenado, y les entregó el mensaje escrito; su líder, un noble macedonio, dijo que sería mejor abordar a Parmenión a la mañana siguiente. Los generales se pusieron a deliberar mientras el mensajero se retiraba.

Poco después del alba, Parmenión estaba preparado para recibir a su visitante. Al parecer, se encontraba dando un paseo por los jardines del palacio de Hamadán con los generales a su lado; la aparición de su amigo lo complació y, después de abrazarlo, empezó a abrir las cartas. Primero, una nota de Alejandro con noticias de una nueva expedición; después, el comunicado sellado como si fuera de su hijo Filotas. Empezó a leerlo «con una expresión de evidente satisfacción», cuando sus generales desenvainaron las dagas y lo acuchillaron repetidamente. Sólo entonces se daría cuenta Polidamante de lo terrible de su misión; no había sido enviado con un mensaje táctico, sino con las órdenes para el asesinato de su protector. Al ser un conocido de Parmenión, su presencia no había levantado sospechas.

La noticia provocó una conmoción en Hamadán. Los soldados amenazaron con amotinarse a menos que los asesinos se rindieran, y no se calmaron hasta que las cartas de Alejandro, en las que se explicaba que Parmenión y Filotas habían conspirado vergonzosamente contra la vida del rey, se leyeron en voz alta. Esto bastó para satisfacer a los hombres humildes y, en cinco semanas, algunos de ellos se unieron a las tropas principales de Alejandro en Seistán. Pero lo que bastó para el ejército no basta para la Historia. Las muertes de Filotas y Parmenión fueron momentos de grave crisis cuyos efectos se hicieron sentir en el alto mando. Necesitan ser cuidadosamente investigadas.

No puede haber ninguna duda de que, en efecto, se había preparado un complot contra el rey. Dimno, el primero en revelar esta información, se suicidó cuando fue citado a declarar; un suicidio tan repentino sólo puede deberse a una culpabilidad consciente, pues sin duda sabía que iba a morir y no quería ser el primero en hablar. En cuanto a los nombres que ya había revelado a su amante, todos ellos son, por lo demás, desconocidos, y aunque se trataba de hombres de cierto rango, sus nombres no dan ninguna pista acerca del motivo. Ahora bien, sus ambiciones son menos discutibles. Eran un grupo de seis y debieron de haber estado discutiendo a propósito del futuro antes de actuar. Se proponían asesinar a quien era el rey y el general más extraordinario de toda la historia antigua, dejando al ejército dividido y sin líder en las inmensidades de Seistán, con unas tropas rebeldes delante y unas tierras que estaban lejos de haber sido pacificadas a sus espaldas. Puede que un hombre que se hubiese sentido personalmente agraviado hubiese dado el golpe de manera irresponsable para satisfacer su ira. Ahora bien, un grupo de seis habría tenido planes para un reemplazo, especialmente de cara a la guardia personal de Alejandro, unos hombres que no se quedarían de brazos cruzados después de un asesinato. En este punto es donde se plantea la cuestión de Filotas, el hijo de Parmenión.

Filotas, aunque poderoso, había sido durante mucho tiempo objeto de murmuraciones y sospechas. Había servido al rey desde la infancia, como amigo, pero el pasado sugiere que su relación nunca fue muy estrecha. Cuando el joven círculo de amigos de Alejandro fue exiliado por Filipo siete años atrás, Filotas permaneció en la periferia del grupo, quizá como delator. Después, en las intrigas de los primeros meses de Alejandro, casi escogió el bando equivocado; había sido amigo de Amintas, el anterior rey al que Filipo había suplantado y que Alejandro mandó asesinar, y había casado a su hermana con Átalo, el más resentido de los enemigos de Alejandro. Sin embargo, a diferencia de otros, Filotas corrigió sus errores de cálculo: en pocos meses fue invitado a dirigir la caballería de los compañeros, un extraordinario honor para un hombre joven que, sin duda, debió a la influencia de su padre. Era un trabajo exigente, y en todas las batallas campales había luchado bajo el mando del propio Alejandro. Presumiblemente, él y Alejandro discutirían sobre sus respectivas heroicidades. No eran hombres cuyas capacidades pudieran menospreciarse, y muy pronto la relación entre ambos empezó a ser tensa.

Entre el botín procedente de Isos, Parmenión encontró a una noble dama macedonia llamada Antígona, a la que la flota persa había capturado durante el verano anterior a la batalla. La dama se había hecho a la mar desde su hogar para participar en un culto mistérico en la isla egea de Samotracia. Filotas quedó prendado de ella y la tomó como amante; una noche, en la cama, ambos se habrían burlado de Alejandro y contado fantasiosas historias con la tontería propia de la intimidad compartida. Filotas bebería y se jactaría de sus incomparables proezas: para ser honestos, él y Parmenión habían hecho todo el trabajo, mientras que Alejandro sólo era un niño que gobernaba en su nombre. Antígona pensó que era valiente y divertido, y se lo contó a sus amigos. Los amigos se lo contaron unos a otros hasta que llegó a oídos de Crátero, el devoto general del rey. Antígona fue emplazada y se le pidió que continuase manteniendo su relación con Filotas. Sin embargo, a partir de entonces, tales alardes y atisbos de insolencia le serían comunicados a Alejandro.

Fue un año después de estos sucesos, en Egipto, según contó Ptolomeo, cuando se informó por primera vez de que Filotas estaba organizando un complot, si bien Alejandro no creyó en aquel rumor «a causa de su larga amistad y de la estima que sentía por Parmenión». Es difícil saber cómo hay que interpretar esto. Posiblemente el rumor se inventó para hacer que la eventual conspiración pareciera más plausible; es posible, pero el hermano más joven de Filotas se había ahogado recientemente en el Nilo, un accidente que puede que llenara de rencor a la familia y que provocara que Filotas expresara a su amante la irritación que sentía. Y, desde Egipto, esta vaga sospecha no disminuyó. Filotas era fanfarrón y rico; se rumoreaba que su radio de caza abarcaba más de treinta kilómetros, e incluso Parmenión le había advertido «que fuera menos protagonista». Pero el consejo era pésimo en un momento en que el poder de la familia empezaba a decaer.

Cuando llegaron a Seistán, Parmenión pasaba de los setenta, y Filotas era el único hijo vivo que le quedaba. Un mes antes, su segundo hijo, que dirigía a los Portadores de Escudo, había muerto en el desierto de Aria, y por aquel entonces Alejandro andaba demasiado escaso de alimentos como para detenerse y honrarlo. Se dejó a Filotas para que atendiese el funeral y, como en Egipto, puede que reflexionase con disgusto sobre la pérdida de su familiar. Otros dos colegas habían muerto recientemente o habían sido enviados lejos, a las provincias, y el propio Parmenión se encontraba a una gran distancia, en Hamadán, donde pronto se lo podría jubilar. Parmenión controlaría por poco tiempo las rutas, el tesoro y veinte mil soldados extranjeros, lo que bastaba para que fuera peligroso incluso bajo la vigilancia de cuatro comandantes independientes; también estaban los seis mil veteranos de Clito, que por primera y última vez se encontraban fuera del alcance de Alejandro. Éste disponía, como máximo, de treinta y dos mil hombres, pero, en otros dos meses, el ejército principal podía reunirse con Clito y los otros, y Parmenión estar muerto. Era la última posibilidad. Si Alejandro era depuesto, padre e hijo podrían unirse para crear un nuevo rey, ninguno más plausible que Alejandro el lincesta, yerno del virrey Antípatro, él mismo de sangre principesca. Al regresar del funeral de su hermano, Filotas habría tenido la posibilidad de conspirar e involucrar a seis cómplices que finalmente lo decepcionaron.

Todavía había que convencer a los conspiradores, y en este caso había principios que podían invocarse. Sólo seis semanas antes, Alejandro había llevado el atuendo persa por primera vez, tras haber puesto punto y final a su expedición griega y haber licenciado a los aliados griegos que tan a menudo habían luchado bajo el mando de Parmenión. El nuevo vestuario y la vida en la corte eran el símbolo de nuevas ambiciones, las cuales no se verían satisfechas hasta que Asia hubiera sido invadida; mientras tanto, los persas eran respetados en vez de castigados, quizá para disgusto del propio Filotas, que en Susa había incitado a Alejandro a utilizar la propia mesa del rey como un mero taburete bajo sus pies. Se ha dicho que, en el transcurso del juicio, se mencionó un detalle que quizá resulte demasiado inusual como para que sea sólo una ficción histórica; Alejandro denunció a Filotas por hablar en griego y desdeñar el dialecto macedonio de los soldados que estaban escuchando. Alejandro pudo haber aprovechado una acusación que, por otro lado, podía haberse vuelto contra él. Si algún soldado pensaba que sus vestidos persas traicionaban las tradiciones macedonias, que considerara primero el caso de Filotas, demasiado altivo para utilizar incluso su dialecto nativo. El juicio del rey puede que fuera bastante más enérgico, y es posible que jugara con los prejuicios de los hombres corrientes. Sin embargo, seguramente fueron unos prejuicios similares los que alentaron primero a los conspiradores; puede que quisieran una monarquía macedonia, no devaneos con la diadema, y, después del saqueo, regresar al Asia occidental. La conspiración vino inmediatamente después de la transformación del mito de Alejandro: «Alejandro tuvo razón —escribió Napoleón en su retiro en Santa Elena— al asesinar a Parmenión y a su hijo, porque eran unos brutos que consideraban que era un error abandonar las costumbres de los griegos». Cuando dos acontecimientos están tan cerca en el tiempo, sin duda resulta atractivo vincularlos como causa y efecto.

Este trasfondo de principios y personalidades hace que la culpabilidad de Filotas sea muy plausible, pero no basta para probarla. En el caso de Filotas, hasta donde sabemos, había muy pocas verdades sólidas que los confidentes pudieran aducir. Era imposible que supieran que él estaba envuelto en la conspiración, pues lo eligieron como el hombre adecuado para exponérsela a Alejandro; había más cómplices de los que no eran conscientes en ese momento, pero su ignorancia acerca de Filotas no podía haber respaldado sus otras pruebas. Si, en efecto, Filotas hubiera estado tramando un complot, habría recibido las tentativas de acercamiento del informante como un extraordinario golpe de suerte; podía haber arreglado las cosas para silenciarlo, o al menos actuar con diligencia antes de que se dirigiera a otro. Pero Filotas no había hecho nada de esto: simplemente se había limitado a ocultar el rumor, y aunque esta negligencia se volvería en su contra, refuerza la hipótesis de que él no formaba parte de la conspiración. No se la tomó en serio porque no sintió preocupación; quizás esto, en sí mismo, fuera algo punible, en particular para los amigos de Alejandro, que lo odiaban. En Seistán, las influencias se dejaban sentir especialmente entre los guardias personales y los jefes de la falange, y de nuevo Crátero era el más destacado de todos ellos. Pero Filotas era un hombre de la caballería, cuyas secciones se habían subdividido hacía un año entre subalternos escogidos por su mérito y nobles que se distinguían por su nacimiento. Por tanto, Filotas era vulnerable e impopular, y puede que los enemigos liderados por Crátero aprovecharan la oportunidad para hacerlo caer.

Aun así, el asunto es más un misterio que un escándalo. Según dijeron, se citó una carta que Parmenión había escrito a sus dos hijos al menos un mes antes: «En primer lugar, id con cuidado, pues de este modo llevaremos a cabo nuestros planes». Incluso aunque fuera auténtica, la carta era de lo más ambigua: no fue de mucha ayuda que Filotas, como ultimo recurso, acusase del proyecto a un tal Hegéloco, pues Hegéloco había muerto recientemente. Nadie creyó que Filotas fuera inocente, y es absurdo idealizarlo como un mártir de la crueldad de Alejandro simplemente porque las historias apenas cuentan nada. Ni la fecha ni el método elegido para su muerte sugieren que se tratase de una purga despiadada. Si Alejandro hubiese querido asesinar a un hombre inocente, podría haberlo envenenado, expuesto al peligro de la batalla o hacer que se perdiera discretamente durante la siguiente marcha por la montaña; no necesitaba procesarlo con torpeza en un juicio público, donde otros sospechosos se las ingeniaron para ser absueltos a pesar del procesamiento. Sobre todo, el momento todavía no estaba maduro para llevar a cabo un asesinato con alevosía. Un intrigante despiadado habría apartado primero a Parmenión de sus recursos, habría esperado a Clito y los seis mil veteranos y, después, se habría abalanzado sobre ellos en secreto: el hombre que organizó un inoportuno juicio en Seistán seguramente debía de creer que la razón, y un agravio, estaban de pronto de su parte. Las cifras ciertamente no lo estaban.

Tanto si fue justa como si no, la condena de Filotas hizo que el asesinato de Parmenión fuera algo inevitable. Era un grave riesgo que, sin embargo, debía asumirse, pues Parmenión era la figura más poderosa de todo el ejército —un hombre muy instruido a su vez en el arte del asesinato judicial—, y posiblemente no convenía dejarlo con vida para que utilizara sus recursos y seguidores en una rebelión con base en Hamadán. Un enfrentamiento con los veteranos de Clito y veinte mil soldados no era un plato de gusto, sobre todo porque custodiaban el dinero y podían conseguir más comida. Parmenión, el poderoso padre de un hijo condenado, era una amenaza casi sin precedentes desde el acceso de Alejandro al trono, y no sorprende lo más mínimo que éste organizase su asesinato como medida de autodefensa. Es irrelevante alegar que Alejandro quizás interpretó mal las pretensiones de su general: entre los macedonios, el rey que en un momento de crisis esperase hasta estar seguro sería el primero en encontrar la muerte. No había ninguna ley para proteger y limitar la monarquía: un carácter fuerte podía hacer oídos sordos a la tradición, y el instinto de supervivencia llegaba hasta donde la aprobación de la gente lo permitía. Se dijo, puede que de manera acertada, que los soldados aprobaron en Seistán el asesinato de Parmenión antes de que fuese ordenado: ciertamente, a muchos de ellos les importó muy poco cuando escucharon la noticia, e incluso los soldados de Hamadán se calmaron. Alejandro tenía amigos allí, entre ellos Hárpalo, el tesorero, y esos amigos lo apoyaron; sin duda por requerimiento real, a partir de ahora la memoria de Parmenión se mancillaría en las historias de la corte. Probablemente la victoria en el Gránico y el incendio de Persépolis se reescribieron en perjuicio de un general asesinado.

Entre los oficiales hubo consternación. Los nobles de la caballería sintieron pánico y empezaron a huir hacia el desierto, temiendo por su pasada amistad a la luz de lo que había sucedido. Alejandro se vio forzado a anunciar que los parientes de los conspiradores no serían castigados, aunque el trato urgente que dispensó al padre de Filotas indicaba exactamente lo contrario. En una situación de emergencia nada se rompe con más rapidez que una camarilla de familiares y amigos: Filotas, por ejemplo, fue acusado del modo más enérgico por su propio cuñado, mientras que Parmenión fue asesinado por ese mismo cuñado renegado en Hamadán. Estos hombres estaban asustados por sus antiguas relaciones y las traicionaron de manera decisiva. Otros, ausentes del campamento, no pudieron ser tan atrevidos; quizás Asandro, el hermano o sobrino de Parmenión, estaba fuera, en el oeste, buscando refuerzos, pero no se sabe que le encomendaran otra tarea cuando llegó al campamento un año y medio después. Puede ser que muriera a causa de alguna enfermedad o de una herida, pero es más probable que el nombre de Parmenión pesara negativamente sobre él.

Con el complot descubierto a medias, Alejandro no podía permitirse ser magnánimo. Durante algunos meses, las cartas que los soldados enviaban a casa se abrieron y censuraron en secreto: los pocos simpatizantes conocidos de Parmenión fueron apartados a una unidad conocida como «los alborotadores», junto con cualquiera que se hubiese quejado en sus cartas del servicio militar. La disciplina iba a ser severa, pero «ningún grupo fue más entusiasta en la guerra: eran los más valientes por el hecho de haber sido deshonrados, tanto porque querían reparar sus errores como porque el valor era más manifiesto en una pequeña unidad»: todo aquel que fingiese estar enfermo siempre podría ser abandonado en la siguiente Alejandría.

Quedaba la caballería de los compañeros. Habían sido dirigidos por Filotas, «pero no se consideró seguro encomendarlos ahora a ningún otro hombre». Hefestión tomó la mitad del mando por ser un oficial que estaba libre de sospecha y del que se sabía que simpatizaba con las costumbres persas de Alejandro; la otra mitad del mando se dejaría en el aire hasta que llegaran los seis mil macedonios de Hamadán. Su lealtad, o su desconocimiento, había contribuido a decidir el destino de Parmenión. Muchos eran veteranos, hombres de Filipo, y llegaron para encontrarse con una corte que había cambiado mucho respecto de la que habían dejado en Hamadán; ahora su rey tenía eunucos, mayordomos y portaba una diadema. Había que recompensarlos y asegurar su lealtad; habían sido conducidos al campamento por Clito, que también era un veterano y el jefe de caballería más experimentado. Clito fue nombrado segundo hiparca junto con Hefestión, que nunca había dirigido a jinetes. Su ascenso pronto fortalecería un alto mando que se encontraba amenazado, pero no se trataba de una recompensa debida exclusivamente a la elección de Alejandro.

La última palabra, y la única cierta, vino del propio Alejandro. Antes de dejar Farah, decidió rebautizarla con el nombre de Proftasia, un rompecabezas sólo hasta que se traduce. Pues Proftasia es la palabra griega que significa Previsión; por tanto, así es como Alejandro se veía a sí mismo, no como un juez provisto de pruebas, sino como un rey que golpeaba antes de que otros pudieran golpearlo a él. La justicia o injusticia del complot de Filotas nunca se conocería de un modo preciso, ni el propio Alejandro había esperado tampoco conocerla con precisión. Sin embargo, por primera vez en la historia se había dado publicidad a una conspiración; su superviviente había actuado rápido y, como finalmente el viento de Seistán había empezado a soplar, llegó el momento de que Alejandro considerase el mejor modo de llevar su «previsión» a otros lugares.