19. LA HERENCIA DE DARÍO

Como muchos gestos desafiantes, el incendio de Persépolis pronto parecería un gesto anticuado. Durante el verano siguiente, Alejandro rompería con el pasado, un cambio tan notable que llegó a explicarse a través de un cambio paralelo en su carácter; de ahí que la historia de los tres años posteriores hablara tanto de la victoria de Alejandro sobre las tribus de Irán como de la derrota debida a su creciente orgullo e indisciplina. De las dos batallas, la que libró contra sí mismo es la más enigmática, pues, aunque la expedición comportó nuevas tensiones y conflictos, la historia le asignaría a Alejandro el papel que más se avenía a sus ideas preconcebidas. La verdad probable se halla en un nivel más profundo; a veces permanece en la oscuridad, a veces resulta ciertamente más sutil.

A mediados de mayo, Alejandro dejó Persépolis y tomó el camino principal hacia el norte para recorrer los setecientos veinticinco kilómetros que lo separaban de Hamadán, esperando tener que librar una batalla campal antes de capturar a Darío. Por el camino, se unieron a él los refuerzos que había llamado el noviembre anterior, unos seis mil hombres que incrementaban el ejército a más de cincuenta mil soldados, sin contar con el carro del tesoro y el equipaje, cada vez más voluminoso. Esto último se convertiría en una carga pesada e incómoda si el asunto acababa en una persecución de Darío en vez de en una lucha abierta. Sin embargo, Darío no parecía decidirse. Desde Gaugamela había huido a Hamadán a través de un camino de montaña con unos diez mil leales, incluyendo las tropas griegas mercenarias, y al principio se había quedado en su territorio con la esperanza de que en el campamento de Alejandro estallase la discordia. No obstante, cuando sus perseguidores giraron hacia el norte para darle caza, Darío planeó una huida hacia Balj, en Afganistán, el lejano hogar de muchas familias nobles del Imperio; después, al descubrir que Alejandro se aproximaba demasiado deprisa, cambió de nuevo el rumbo y decidió retirarse de Hamadán y dirigirse a las cercanas Puertas del Caspio con un grupo de soldados escitas y cadusios. De esto le llegaron rumores a Alejandro, pero ni los escitas ni los cadusios acudirían en su ayuda; por consiguiente, se produjeron peleas entre los seguidores de Darío. Quienes tenían sus hogares cerca de Balj estaban determinados a retirarse allí, y por tanto arrestaron a su rey en la fértil llanura de la actual Khavar con la intención de escapar al este tan rápido como pudieran. El principal defecto de Darío era su falta de resolución. Ahora esta indecisión le costaría la vida.

Mientras tanto, las actividades de Alejandro habían variado en función de sus informaciones. Avanzó sin descanso hasta un lugar tan alejado como la actual Isfahán, apoderándose a su paso de las tribus locales y de un palacio persa; después, al enterarse por primera vez de la huida de Darío, se apresuró a ir hasta Hamadán y, tras una larga semana de marcha siguiendo a su presa, llegó allí a mediados de junio, ansioso por hacer acopio de provisiones y continuar hacia el norte. Incluso durante su marcha apresurada encontró tiempo para decidir dos cambios trascendentales: la parte de los tesoros del palacio que estaba siendo transportada desde Persia se guardaría en Hamadán, custodiada por una guardia temporal de seis mil macedonios, mientras que todos los soldados griegos aliados y la caballería tesalia serían licenciados del servicio militar. Capaz de reemplazar a sus aliados griegos con los recientes refuerzos, Alejandro abandonó de este modo un mito que empezaba a estar anticuado; después del atolondrado clímax alcanzado en Persépolis, la consigna de la venganza griega no iba a extenderse a la persecución y la captura del rey persa, de manera que, en el futuro, la guerra sería una aventura personal, no una venganza pública. Los aliados podían alistarse como aventureros y compartir el entusiasmo a título privado. Muchos lo hicieron, tentados por la promesa de una bonificación tres veces mayor que la espléndida cifra de despedida que se les pagó a quienes rehusaron; éstos recibieron los salarios acordados, un suntuoso regalo en efectivo y una escolta hasta el litoral, junto con el botín obtenido y los recuerdos. 9000 talentos y muchos objetos valiosos desaparecieron en un momento; a los generales de categoría inferior, que se encontraron con que sus unidades se licenciaban, se les dieron nuevas órdenes; en cuanto a Parmenión, depositaría el tesoro en Hamadán y lo dejaría en manos de Hárpalo, el amigo de Alejandro, y después marcharía al noroeste con una gran fuerza contra los cadusios, de cuya ayuda había dependido Darío hasta entonces. Puesto que esperaban encontrarse en Gurgán, Alejandro y su general se despidieron brevemente. Nunca más volverían a verse.

Al avanzar hacia el norte, Alejandro estaba sometiendo a sus intendentes a una grave tensión. Los documentos persas prueban que los principales caminos fuera del Oxo estaban equipados con casas de posta en cada etapa del viaje para que los oficiales pudieran disfrutar de comidas regulares si disponían de las credenciales correctas. Por tanto, los generales de Alejandro tenían asegurada la comida cualquiera que fuera el paisaje, pero los soldados disponían de los carros y de poco más, puesto que a los mercaderes que seguían al ejército no les debía de resultar nada fácil ofrecerles los habituales productos en una tierra de tribus del desierto y que carecía de ciudades. Hubo meses enteros de raciones escasas en los que el ejército tenía mayores posibilidades de sobrevivir si se dividía, y estaba también el problema de la paga. Los espléndidos y maravillosos regalos hechos en Hamadán eran una buena promesa para el futuro, pero no hay nada que indique de qué modo pagó Alejandro a sus hombres durante los seis años siguientes. Al parecer, llevó con él una parte del tesoro, y sabemos que los reyes posteriores recurrieron a una acuñación especial durante los viajes; los lingotes de oro necesarios para hacer frente a la paga del ejército durante un año no debían de constituir una carga tan voluminosa como para que resultara imposible de transportar desde Hamadán hasta la India, y, según parece, los lingotes de plata, valorados según su peso, fueron utilizados como moneda en el alto Irán bajo los reyes persas. Es posible que se pagara a los soldados con este metal sin acuñar, pues el total de las monedas de Alejandro encontradas en el alto Irán es desdeñable, y las pequeñas unidades para el intercambio diario son particularmente raras. El saqueo y el pago en especies debió de ser muy importante, aunque la mayoría de las noticias que tenemos al respecto provienen de relatos latinos posteriores, y puede que los hombres prestaran sus servicios por la promesa de recibir una recompensa inmensa cuando regresaran a casa. Sin embargo, las cantidades y la disponibilidad de dinero nunca pueden calcularse, por lo que hay un aspecto crucial en la relación entre el rey y sus soldados que es un misterio insoluble. Utilizando índices estándar, que sin duda Alejandro mejoró, los siguientes seis años fueron inmensamente caros; el tesoro podía hacerles frente, pero incluso aunque los métodos de su financiación sean desconocidos, y probablemente seguirán siéndolo, no debería olvidarse que la contabilidad y sus entresijos son un factor importante.

Durante once días Alejandro condujo a un pelotón, elegido por su movilidad, hacia el norte desde Hamadán a una velocidad frenética; puesto que las caravanas árabes posteriormente necesitarían nueve días para realizar el viaje, Alejandro debió de dejar el camino principal, tal vez con la esperanza de atrapar a Darío en un desvío. Decepcionado, regresó al Camino Real y cabalgó hasta Ragai, donde permaneció por espacio de cinco días; muchos soldados sucumbieron, exhaustos, y varios caballos galoparon hasta morir.

Una vez más, fueron los rezagados quienes revelaron lo que había sucedido. Dos babilonios, uno de ellos el hijo de Maceo, informó del arresto de Darío; con unos pocos jinetes elegidos, Alejandro corrió de inmediato hacia el este para tomarles la delantera a los traidores. Después de galopar dos días temerariamente, descansando sólo durante el calor de la tarde, alcanzó el último campamento conocido de Darío en el límite del Dasht-i-Kavir: allí le dijeron que unos asesinos habían escondido a Darío en una carreta y que, al parecer, se dirigían a Shahroud, aunque no dudarían en abandonarlo si se veían obligados a ello. El tiempo que se ahorrara en el desierto podía ser decisivo, por lo que la infantería ligera, que era más apropiada, montó a caballo con la orden de seguir un audaz atajo que lo bordeaba. De sol a sol, se cubrieron unos sesenta y cuatro kilómetros de un yermo paisaje salino, y finalmente, cuando el calor de la mañana empezó a intensificarse, vieron una caravana de carretas que se tambaleaba en el lejano verdor dirigiéndose al este por el camino principal cerca de la actual Damghán. Por última vez, los caballos corrieron a medio galope, a trompicones, lo cual al menos bastó para levantar una polvareda y asustar a su desprevenida presa. Alejandro sólo tenía sesenta hombres a su lado cuando detuvieron la caravana y desmontaron los carros para inspeccionarlos. Sin embargo, a pesar de la búsqueda, no encontraron a Darío en ninguna parte.

Con gesto de cansancio, un oficial macedonio se apartó para ir a buscar agua por los alrededores del camino; en su búsqueda, llegó a un carromato cubierto de barro que había sido abandonado por sus ocupantes. Miró y vio que en su interior había un cadáver atado con cadenas de oro, lo que significaba que se trataba de un rey persa: como Yazdegerd III, el último rey de la dinastía de los Sasánidas que huiría de los invasores árabes mil años después, Darío III, último de los reyes Aqueménidas, había sido acuchillado y abandonado por sus propios cortesanos. Sólo en la leyenda se le dejó el suficiente aliento para saludar a quien así lo había encontrado y encomendarse a la nobleza de Alejandro. Los oficiales de servicio insistieron de manera conveniente en que Darío había muerto antes de que Alejandro pudiera verlo. Los asesinos estaban ya demasiado lejos como para poderlos atrapar.

Al encontrarse con el cadáver de su enemigo, Alejandro se comportó de un modo sorprendente. Se quitó la capa que llevaba y envolvió con ella el cuerpo. Darío sería llevado a Persépolis para recibir un funeral digno de su realeza. Los prisioneros persas fueron interrogados y a los nobles se los colocó aparte para su puesta en libertad: la nieta del predecesor real de Darío fue devuelta a su marido, un aristócrata local, y, al cabo de pocos días, el propio hermano de Darío se alistó en el cuerpo de los Compañeros macedonios. Y, sin embargo, cuando estaba vivo, Darío había sido acusado de ser enemigo de Alejandro; él fue «quien inició primero la enemistad» y se decía que «sólo recuperaría a su familia y sus posesiones si se rendía y suplicaba en su favor»: fue un completo cambio de tono, y los soldados debieron de observarlo con asombro. Para tranquilizarlos, se distribuyeron entre ellos regalos de una generosidad extraordinaria procedentes del tesoro capturado.

Gracias a la muerte y la captura de Darío, Alejandro se vio convertido en el heredero del Imperio que anteriormente había venido a castigar. Con todo, la realeza de Persia no iba a asumirse a la ligera; sus raíces se hundían en la historia y, al igual que el gobierno del Imperio, se había nutrido de sus pueblos sometidos. Alejandro iba a heredar unas tradiciones que ya había ofendido. Nunca llegaría a aceptarlas del todo, pero es importante darse cuenta de lo que significó su ejemplo y de por qué no podía hacerles justicia.

Aunque los griegos habían denunciado durante mucho tiempo que la monarquía persa era servil, e incluso habían explicado ese rasgo como consecuencia del debilitador clima de Asia, se trataba sin embargo de un gobierno encomiablemente versátil. «Los persas —había escrito Heródoto— admiten las costumbres extranjeras más fácilmente que el resto de los hombres», y cuantas más cosas sabemos de ellos más cierta resulta esta afirmación. Doscientos años antes de la llegada de Alejandro, habían derrocado el Imperio de los medos y se habían anexionado la antigua civilización de Babilonia, pero en ambos casos se habían aprovechado de la experiencia de sus súbditos. De los medos adquirieron las artes de la comodidad cortesana y el aislamiento de la realeza, junto con un legado lingüístico y arquitectónico que sólo ahora empieza a recuperarse; de Babilonia y Asiria tomaron los antiguos mitos reales, ya fuera el del Árbol de la Vida o el del ajusticiamiento del León Alado del mal que tanta santidad dio a Persépolis, mientras que, en un plano más humilde, asimilaron la ley y la burocracia, para las cuales su propia vida pastoril y analfabeta no estaba preparada. Como siempre, las nuevas necesidades se cubrieron con recursos internacionales: escribas de Babilonia y Susa llevaron las cuentas del rey en un lenguaje que éste no podía hablar; los griegos sirvieron como médicos, escultores, intérpretes y bailarines; los carios y los fenicios gobernaron la flota; los magos de los medos se ocuparon de las plegarias y los sacrificios, al menos inicialmente, mientras que, para que sirvieran en las guarniciones de las satrapías, se trajeron indios a Babilonia, hombres del Oxo a Egipto, marineros griegos al golfo Pérsico y bactrianos de Irán a Asia Menor. Sin embargo, este intercambio no se limitaba a las aptitudes y al servicio en el gobierno.

Al desplazarse al oeste para gobernar en la extranjera Babilonia, la nobleza persa se había casado libremente con sus súbditos. En menos de dos generaciones, en los documentos comerciales locales abunda la mezcla de nombres persas y babilonios, aunque, incluso entre la nobleza, un persa podía casarse con una judía, una armenia o una egipcia, y su matrimonio era considerado legal por los babilonios, los árabes o los hebreos. Bajo el dominio persa, Babilonia se convirtió en una tierra de mestizos, e incluso se sabía que el rey persa mantenía una amante babilonia. En las capitales del Imperio, en Menfis igual que en Babilonia, había barrios de extranjeros que se denominaban según la nacionalidad de sus habitantes, exactamente igual que en las ciudades de Alejandro y en las de los reyes griegos que lo sucedieron, pero estas zonas segregadas no aislaron a un pueblo de otro, y la Babilonia persa, especialmente, fue un mundo integrado. Esta integración no se limitó al matrimonio: en la corte persa, las tallas de Persépolis constituyen un documento preciso sobre los oficiales del Imperio persa. Los Guardias Reales de las dependencias privadas de palacio son todos persas y se distinguen por la empuñadura de oro de sus lanzas; dependen del alto mando persa. Sin embargo, nada más salir de dichas dependencias, en las salas públicas y a lo largo de las grandes escaleras, los responsables del alto mando son a menudo medos, mientras que los lanceros están mezclados con súbditos de Susa, cuna del antiguo Imperio elamita, integrados en los nueve «Miles» restantes de Guardias Inmortales que servían como tropas de élite del rey. En cuanto a la policía de la corte, el modelo es aún más impresionante. El rey empleaba a los encargados de los látigos, que controlaban a la muchedumbre cuando llevaba a cabo procesos públicos; junto a sus látigos de oficio, estos servidores transportaban las alfombras y la silla real, prueba de que también supervisaban la comodidad del rey. Y, sin embargo, en Persépolis cada uno de estos altos oficiales aparece con la capa y el sombrero esférico, lo que demuestra que son medos; y si los medos supervisaban el escabel del rey, había mozos de cuadra medos que se ocupaban de sus caballos, mientras que los elamitas de Susa estaban al cuidado de los carros de guerra. La mitad de los enviados del Imperio eran conducidos ante el rey por mayordomos persas, y la otra mitad por medos; ante el rey, el Representante de la Casa Real presenta su informe, haciendo una ligera reverencia, y también él, el más alto oficial de la corte, es un medo. Los persas no excluyeron a los pueblos cuyos imperios conquistaron: de los nativos de Susa reclutaron escribas y guardias de infantería, y también adoptaron el estilo de sus vestidos y mantos con pliegues, sus dagas, sus estuches arqueados y sus zapatos abotonados. De los medos, famosos por utilizar cosméticos y por llevar pantalones de vivos colores, pendientes y botas con tacones altos, los persas atrajeron a los oficiales para que hicieran la corte confortable y mantuviesen a su rey en un apropiado aislamiento.

Sin tener en cuenta este contexto persa, los planes que tenía Alejandro para el gobierno habrían parecido innecesariamente radicales. Ya en verano de 330 había signos de que el acierto de esta integración no se perdería con él más que con sus predecesores persas: Alejandro asignó las satrapías que se encontraban al este de Babilonia a orientales, de las que éstos conocían la lengua y las tribus. Incluso el más conservador de los aduladores griegos había aconsejado una política de este tipo a Filipo cuando llevaba a cabo la cruzada de los griegos; Alejandro se había rodeado de persas a los que consideraba amigos honorarios y ahora respetaba al difunto Darío del mismo modo que los antecesores de Darío habían respetado en otro tiempo a los reyes a los que sustituían, tanto si estaban vivos como si estaban muertos. Para administrar sus conquistas, Alejandro necesitaba la misma destreza que los persas habían demostrado antes que él, tanto a nivel local en Babilonia, donde los impuestos pasaban a través de una compleja cadena de recaudadores y oficiales regionales, como en las sedes del gobierno, en Susa o Hamadán, donde la mayoría silenciosa de oficiales encargados de los suministros, los tesoreros, capataces, administradores de tierras y contables habían servido durante mucho tiempo a la nobleza persa, aunque fueron completamente ignorados por los historiadores griegos. Los documentos locales prueban que, bajo el dominio persa, mil trescientos cincuenta trabajadores pertenecientes al Tesoro podían ser despachados mediante un simple envío desde Persépolis, mientras que un atraso en el trabajo podía hacer que los escribas siguieran ocupándose de recibos y registros durante más de seis años. Al igual que los persas, Alejandro seguramente asignó estos puestos a la burocracia extranjera y a la población de siervos, al menos en lo tocante a los impuestos y suministros: lo que había hecho para la cancillería debía hacerlo ahora, como era lógico, para la corte, y como los persas habían tratado a los medos Alejandro iba a tratar ahora a los persas.

No obstante, el proceso no fue tan fluido como podría parecer. Por un lado, se encontraban los veteranos que habían estado luchando durante treinta años, formados con Filipo y a menudo resentidos con los griegos y, por supuesto, con los orientales. No habían pasado su juventud con amigos que sabían hablar persa o con tutores que escribían sobre los magos. Querían el poder para ellos, tesoros y quizás el final de la marcha. No habían esperado compartir el gobierno de las ciudades conquistadas, como tampoco los griegos habían esperado que su cruzado se convirtiera en el rey de los persas. Los griegos cultos habían mostrado tanto cariño por la idea de lo bárbaro como por las clases más bajas: había oficiales macedonios cuyos sentimientos podían ser parecidos, especialmente si Alejandro amenazaba su posición con servidores orientales.

Su consentimiento sólo se aceleraría debido a las características de la realeza persa, pues si bien la corte de los persas era una sociedad entremezclada, el propio rey se situaba por encima de ella en un venerable aislamiento. El acceso al rey estaba controlado por el alto mando y los chambelanes, y, durante las audiencias, los visitantes debían mantener las manos estrictamente bajo la capa. Los griegos creían que ningún hombre sería recibido a menos que antes se hubiese lavado y se hubiese puesto vestiduras blancas; ciertamente, a cualquier súbdito que se sentara en el trono de oro del rey o que se pasease por la alfombra real le esperaba la muerte. Una vez admitido, el visitante se llevaba las manos a los labios en un respetuoso gesto que los griegos reservaban para sus dioses, mientras que los suplicantes o las clases más humildes además se arrodillaban. Durante las comidas oficiales de la corte, el rey comía bajo un velo en compañía de su esposa, su madre y sus hermanos reales; bebía principalmente agua hervida, comía un pastel de cebada y sólo tomaba vino en una copa de oro con forma de huevo. Los miembros de la corte podían incluso reservar comida procedente de su mesa como una ofrenda a su reverenciado espíritu. En vida del rey, se mantenía encendido en su honor un fuego real que sólo se apagaba cuando moría: en su funeral, los miembros supervivientes del alto mando eran ejecutados junto a la pira. Aunque no era adorado como un dios viviente, era el elegido de Ahura Mazda y su protegido favorito, y se vestía como correspondía a su majestad. Cabalgaba en un carro engalanado tirado por caballos blancos; la túnica que llevaba, con franjas blancas y púrpuras, caía sobre un vestido cuyos bordados eran de oro y que, según se decía, costaba 12.000 talentos; los collares y brazaletes que lucía también eran de oro; se protegía del sol con una sombrilla e iba acompañado por un Ahuyentamoscas, mientras que el tocado era sencillo y redondeado, como una chistera alta pero sin ala; los zapatos eran acolchados, teñidos de un color azafrán claro, sin hebillas ni botones, y la faja estaba tejida con hilo de oro puro. Se movía como un dios entre los hombres, distante pero solitario y a menudo inseguro.

Aunque fuera respetuoso con el difunto Darío, Alejandro nunca podría competir con esta aura religiosa. Sus oficiales no la habrían entendido, y ya después de Gaugamela, la desafiaría de manera deliberada mediante la propaganda: las monedas procedentes de las acuñaciones de Asia occidental mostraban un león-grifo, símbolo persa del caos y el mal, pero, lejos de aparecer acuchillado por el rey persa como en Persépolis, se mostraba al grifo dando muerte a unos persas, justo al revés del mito real. Cuando un rey persa subía al trono acudía a Pasargada, el lugar donde se encontraba la tumba del rey Ciro, y se vestía con un tosco uniforme de piel para consumir una comida ritual de higos, leche agria y hojas de terebinto. Esta antigua ceremonia recordaba antiguas leyendas de la juventud de Ciro, en la sociedad nómada que una vez fue Persia; tras esta comida, el nuevo rey incluso se ponía la capa del rey Ciro. A través de los autores griegos y de sus amigos persas, Alejandro sabía lo mucho que los persas reverenciaban el recuerdo de Ciro, por lo que no tardó en querer mostrar ciertas semejanzas con este rey en su propia propaganda. Sin embargo, sólo en el Román se explica que se notificó a todos los persas mediante una proclama que el nuevo rey de Asia mantendría sus tradiciones como antes. No sabemos si Alejandro aprendió a hablar persa con fluidez y, aunque a menudo se valió de magos orientales, nunca ordenó esta tradicional ceremonia real para sí mismo. Era un extranjero que había incendiado Persépolis y no podía entender tales rituales nómadas. No obstante, los rituales sobrevivirían mucho tiempo después de que sus logros se hubiesen olvidado.

Ahora bien, Alejandro también iba a aproximarse al alto Irán, donde se esperaba la debida dosis de tradición de cualquier aspirante al reino persa. En el proceso, Alejandro podía ofender a sus generales más veteranos, pero había que llegar a un compromiso entre los escrúpulos macedonios y las expectativas orientales. Si hubiera sido débil o hubiera carecido de imaginación, nunca lo habría intentado. Pero Alejandro no era así, y en unas semanas la corte se convirtió en un hervidero de chismes y conjeturas.

En primer lugar, Alejandro se aseguró de su posición. Al dejar la zona donde había sido asesinado Darío, regresó al cuerpo principal de sus tropas y, tras un breve descanso, las llevó desde los límites del desierto hasta los pasos de los montes Elburz, dirigiéndose al norte, en dirección al mar Caspio, a través de bosques de robles y castaños, barrancos montañosos y guaridas de lobos y tigres. Se sabía que los cortesanos de Darío y los soldados griegos que lo sirvieron hasta el final habían huido a esas zonas boscosas en busca de refugio. En menos de una semana, el antiguo visir, uno de los asesinos de Darío, prometió rendirse a cambio de un perdón que posteriormente se atribuyó a los encantos del eunuco que lo acompañaba. El perdón formaba parte de una política más moderada según la cual todos aquellos que se rendían debían ser indultados, por lo que Alejandro empezó a preocuparse menos por castigar a los asesinos de Darío que por sacar a los nobles persas de los bosques para incorporarlos a su causa, donde podrían ayudar a resolver los problemas de lengua y gobierno. En efecto, el eunuco era una figura a la que había que respetar, y de todos los hallazgos que se hicieron en los meses transcurridos cerca del Caspio ninguno demostraría ser más valioso o extraordinario; con el persa Bagoas, Alejandro inició una relación que duró toda la vida.

El nombre de Bagoas iba ligado a numerosos y desagradables recuerdos; unos diez años antes, un tal Bagoas, también eunuco, se había hecho famoso sirviendo como general persa, primero en Egipto y después en Asia occidental, donde llevó a Hermias, el primer patrón de Aristóteles, a la muerte. Después envenenó al predecesor de Darío e hizo rey a este último, sólo para que, en pago de su acción, acabara envenenado él también, según dijeron algunos; el famoso jardín arbolado de Bagoas en Babilonia pertenecía ahora a Parmenión, que lo había recibido como regalo. No obstante, parece ser que el Bagoas de Alejandro era joven y extremadamente apuesto; una lista de los oficiales de Alejandro honra a «Bagoas, hijo de un tal Farnuces», quien quizá tenía relación con la costa helenizada de Asia; de ser así, puede que Bagoas fuera bilingüe, y probablemente se trataba sólo de un joven eunuco cortesano amado por su afectación. Lo que Hefestión pensaba de él sólo podemos imaginarlo, pues la gran importancia que tuvo Bagoas quedó oculta tras el decente silencio que guardaron los amigos de Alejandro. Así pues, el más sorprendente de los íntimos de Alejandro es también el menos conocido, sin que por ello deba minimizarse el papel que desempeñó; además de ser una servicial fuente de información sobre los persas, también era la prueba más rotunda de que Alejandro encontraba agradable la compañía de los orientales; en pocas semanas, Bagoas pudo considerarse el primer signo de los nuevos tiempos.

Al continuar atrayendo seguidores desde los territorios salvajes, Alejandro ofreció las condiciones para un nuevo empleo a los mil quinientos griegos mercenarios que habían permanecido devotamente al lado de Darío. Primero se mostraron reacios, pero después aceptaron el trato que se les proponía y en el que todavía se reconocía a Alejandro como caudillo aliado. Quienes se habían unido a Persia antes de que Filipo declarase la guerra fueron puestos en libertad, mientras que los que habían luchado contra los decretos de los aliados griegos tuvieron que alistarse en el ejército de Alejandro a cambio de la misma paga. Rico y sin que nadie lo desafiara, Alejandro se había distanciado mucho de la masacre de los «rebeldes» griegos en el Gránico; después, partió por un breve espacio de tiempo para ir en busca de las tribus de las montañas circundantes; durante unos instantes, que resultaron gloriosos, éstas consiguieron tenderle una emboscada a Bucéfalo, pero ante la furiosa amenaza de devastación proferida por Alejandro, se rindieron y devolvieron el caballo. La brusquedad con que se trató a las tribus de las montañas no pudo menos que impresionar a sus nuevos amigos persas, ya que durante mucho tiempo la autoridad de sus reyes había zozobrado frente a esos pueblos inaccesibles.

Reunidos de nuevo, Alejandro y sus soldados marcharon por las laderas de la montaña a Zadracarta, la capital de Gurgán, cerca de la ribera meridional del mar Caspio. Alejandro entró en la exuberante jungla de un paisaje tropical en el que abundaban los alimentos y que se beneficiaba del frescor de las lluvias de verano, un auténtico lujo: ningún griego había visto nunca antes nada semejante y los oficiales quedaron convenientemente impresionados: observaron los abetos plateados, los robles rebosantes de savia y los precipicios que había en la costa, por encima de los cuales los «ríos fluían, dejando espacio suficiente para que los nativos organizaran festines e hicieran sacrificios en las cuevas que hay debajo, disfrutando de la luz del sol y viendo cómo el agua pasaba por encima sin causarles ningún daño, mientras que ante ellos se extendía el mar y una ribera tan húmeda que en ella crecían la hierba y las flores». El propio mar no era menos misterioso. Bajo el mando del primer rey Darío, había sido explorado doscientos años atrás por Escílax, un marinero de Caria cuya pequeña embarcación alcanzó la orilla norte y descubrió que había otra masa de tierra más allá. Los hechos no se conocían muy bien en Grecia, aunque puede que Aristóteles le hablara de ello a su antiguo discípulo, y puesto que muchos creían que el Mar Exterior del mundo fluía alrededor de la costa norte de Asia, Alejandro se preguntó si el Caspio no sería un golfo de ese mar. Por primera vez, tuvo la sensación de encontrarse en un posible límite del mundo, y tanto si esta cuestión le entusiasmaba como si no, al final de su vida retomaría el plan para descubrir la verdad. Mientras tanto, sus seguidores habían probado el agua del Caspio y habían notado su intenso dulzor, todavía manifiesto en nuestros días; también les sorprendió la gran cantidad de pequeñas serpientes de agua que había. Sin embargo, dejaron su extensión sin definir y, durante quince días, descansaron en Zadracarta mientras Alejandro hacía sacrificios a sus dioses habituales y celebraba los primeros juegos atléticos que vieron las gentes de Gurgán. Durante esas dos semanas, se dejó constancia de dos acontecimientos, tan romántico uno como memorable el otro.

Se contaba que, de las orillas del mar Caspio, llegó la reina de las amazonas acompañada por trescientas mujeres a las que prudentemente dejó fuera del campamento macedonio. Con un solo pecho y adiestrada para la guerra, le dijo a Alejandro que deseaba tener un hijo suyo. A pesar de Bagoas, «la pasión de la mujer, que era más entusiasta que la del rey, hizo que él pasara treinta días satisfaciendo sus deseos». Pero ninguno de los historiadores de Alejandro estaba dispuesto a apoyar esta controvertida historia, ni siquiera el mayordomo mayor de la corte, que era quien debía de haber conducido a la reina a su presencia, y por tanto el episodio tuvo que descartarse como una mera leyenda. Durante mucho tiempo, los griegos habían situado a las amazonas cerca del Mar Negro, no sin razón, pues allí las tribus eran de carácter matriarcal y estaban gobernadas por mujeres. Ahora bien, el Mar Negro se encontraba a cientos de kilómetros del mar Caspio, por lo que la visita de la reina de las amazonas fue inventada por dos historiadores que, al parecer, confundieron la geografía. Quizás una reina de una zona cercana acudió al campamento. En cualquier caso, las amazonas eran demasiado famosas como para que los románticos reconocieran que Alejandro no las recibió.

Aun descartando un idilio con una amazona, Alejandro no se había quedado de brazos cruzados. En Zadracarta, la nobleza persa continuó uniéndose a él desde sus refugios en las estribaciones de los Elburz: algunos eran antiguos sátrapas; uno de ellos, Artabazo, era un antiguo amigo invitado a la corte de Filipo. Padre de Barsine, la amante persa que Alejandro tomó en Isos, trajo nada menos que a sus siete hijos, que en el futuro se convertirían en intérpretes y oficiales de segundo rango. La política de indultos y su relación con Barsine ayudaron a que el número de orientales al servicio de Alejandro aumentara considerablemente. Esta reserva de colaboradores persas siguió siendo un elemento central en los planes para el Imperio a lo largo de su vida. Resultaba prudente, y era un gesto de cortesía, procurar que esta nueva nobleza se sintiera como en casa, y en las conversaciones puede que se discutiera sobre lo que siempre habían sabido en los tiempos en que gobernaba un rey persa. Alejandro no vaciló más; como heredero de Darío y admirador de Bagoas, empezó a llevar algunas prendas del atuendo real persa.

Es importante entender cómo lo hizo exactamente. Rechazó los excesos de los medos, tales como los pantalones reales o el sobrepelliz de mangas cortas, y no hay noticia de que llevara la tiara redonda o el tocado real en ninguna ocasión. Se contentó con la túnica a franjas blancas y púrpuras, la faja y la cinta o diadema que antiguamente habían llevado el rey y sus parientes reales. Ahora el uso de la diadema era exclusivo del rey, y éste a veces la llevaba alrededor del sombrero macedonio, de color púrpura, o en ocasiones directamente sobre la cabeza. A los Compañeros se les dieron sombreros púrpuras similares y clámides bordadas con púrpura, como los oficiales Ataviados con la Púrpura de la corte persa, y se los invitó a que adornaran los caballos con arneses y arreos persas. En lo sucesivo, el acceso a Alejandro estuvo controlado, como en Persia, por los mayordomos y el alto mando, cuyo comandante en jefe era el griego Cares de Lesbos, quien presumiblemente era bilingüe y que más adelante escribió unas vívidas memorias. También se dijo que las concubinas de Darío fueron restituidas, «trescientas sesenta y cinco en total», según los griegos, quienes gustaban de hacer coincidir el número de las costumbres persas con los días del año babilonio, que era el que ellos seguían. Las concubinas nunca vuelven a mencionarse y es poco probable que estuvieran disponibles en los salvajes territorios del mar Caspio. Sin embargo, no hay duda de que antes o después Alejandro las reclutó.

Este reajuste estaba destinado a suscitar comentarios. «Fue entonces —escribió un historiador romano cuatrocientos años más tarde— cuando Alejandro dio rienda suelta a sus pasiones y transformó su continencia y autocontrol en altivez y libertinaje». Este aspecto, bien conocido, pasa por alto la cuestión de que Alejandro no fue el primer rey griego que llevó la diadema o el atuendo persa. Durante los últimos setenta años, los tiranos de Siracusa, en Sicilia, se la habían puesto sucesivamente, no porque tuvieran alguna conexión con Persia sino porque creían, de manera equivocada, que el rey persa era considerado un dios viviente, y también ellos deseaban ser vistos a través de su vestimenta como los representantes del dios Zeus en la tierra. Estos matices de la religión no habían de pasar desapercibidos al observador griego casual que ahora veía a Alejandro con diadema y que ya sabía hasta qué punto el rey subrayaba su relación con Zeus. No formaban parte de los propósitos de Alejandro: se trataba de un asunto político, aunque modesto al fin y al cabo. Alejandro rechazó las prendas persas más vistosas porque sus oficiales se habrían molestado, y únicamente se ponía las otras en presencia de los orientales. Sin embargo, sólo por llevar diadema Alejandro instauró una moda duradera: la llevarían sus Sucesores cuando, uno tras otro, reclamasen su herencia asiática, y ciento cincuenta años después de su muerte todavía sería imitado por los lejanos reyes griegos de la Bactriana, aislados de Occidente en el alto Irán. Según se contaba, el propio Alejandro se había referido a ella denominándola «el botín de la victoria», pero también se trataba de una concesión a su nueva posición: como rey, no como agente de la venganza griega, se dirigía hacia el corazón de las tribus iranias, y adoptó en su tiempo libre una parte del atuendo al que sus súbditos estaban acostumbrados. Después de tres duras victorias, unas pocas costumbres persas pueden parecer un gesto irrelevante. Pero después de éstas vendrían algunas más, e incluso estas pocas son importantes: cuando Julio César planeó invadir el Imperio de los partos siguiendo los pasos de Alejandro, hubo quienes en Roma le aconsejaron, como medida de precaución, que se pusiese la diadema y el atuendo persa aun antes de entrar en Asia.

Para el personal de Alejandro, estos cambios revelaban nuevas ambiciones. Alejandro ya había hablado de conquistar Asia, pero, como herederos de Darío, ahora veían que Asia significaba todo el Imperio persa y que no podrían regresar hasta que, como mínimo, se hubiesen apropiado de una gran parte de él. Sería una marcha dura, pues Alejandro había puesto su corazón en dos reinos. Un detalle de su cancillería lo deja bien claro. Como siempre, las cartas necesitaban ser atendidas a diario, pero Alejandro no tardó en encabezarlas con fórmulas de cortesía, excepto cuando escribía a Antípatro o a Foción, un político ateniense de confianza; en otras utilizaba el «nos» mayestático desde el principio hasta el final, distinción de un monarca absoluto. Las cartas que se enviaban a Europa llevaban el sello de su viejo anillo, pero las que se remitían a Asia estaban estampadas con el antiguo sello de los reyes persas.

Este tipo de pretensiones no empezaron a prosperar hasta que Alejandro hubo reconocido el terreno. Tres semanas antes, había estado esperando la llegada del resto de su ejército tras la captura de Darío cerca de Damghán; estaba cansado y acababa de recibir noticias de que su cuñado Alejandro, rey del Epiro, había muerto en una batalla en el sur de Italia. Hizo que sus hombres se detuvieran para el duelo junto al camino que conducía a Kandahar, y durante tres días acamparon en una fortaleza a la que rebautizó con el nombre de Hecatómpilo, «Ciudad de las Cien Puertas», por su posición en las rutas locales. Un siglo más tarde, la fortaleza creció hasta convertirse en la primera capital del Imperio parto y, aunque muchos buscaron su famoso emplazamiento, no fue hasta 1966 cuando las controvertidas mediciones de los propios agrimensores de Alejandro contribuyeron a su descubrimiento. A unos cinco kilómetros al sur del camino que conduce a las Puertas del Caspio, en Shah-i-Qumis, un grupo de altos montículos se precipitan formando una prominencia semejante a un acantilado por lo llano de su árida planicie. Al norte y al oeste, se alzan los lejanos picos de los montes Elburz, pero, en todos los demás aspectos, el paisaje se reduce a una meseta sin árboles y a la vasta y yerma extensión del desierto de sal de Dasht-i-Kavir. Fue aquí donde Alejandro reunió a sus tropas y les pidió silencio bajo el sol de julio. En la Ciudad de las Cien Puertas habló a los hombres de su ejército de las pasadas victorias, de la necesidad de continuar adelante con la conquista y de la facilidad con que Oriente sería de ellos. Habían visto el final de la cruzada y, con la muerte de Darío, habían empezado a hablar de sus hogares. Pero Alejandro se burló de este consabido rumor. Con su retórica los entusiasmó hasta que los hombres se olvidaron de su agotamiento y sus aspiraciones parecieron extenderse hasta el lejano horizonte. Después, tras haber despertado el fervor, hizo una pausa. Se hizo el silencio, la recompensa a los grandes discursos, y el grito afirmativo de respuesta estalló como el oleaje en el mar: ¡Llévanos! ¡Llévanos a donde tú quieras!