Entre la montaña de la Misericordia y el río Araxes, sobre una terraza artificial de dieciocho metros de altura, se levantaban los edificios del palacio de Persépolis, centro ceremonial del Imperio persa. Se construyeron para que fueran impresionantes, una enorme afirmación del poder real al pie de unas montañas en las que el dominio persa nunca pudo extenderse. Todas las puertas del palacio estaban recubiertas de bronce; había dos salas de audiencias, una sala del tesoro y las habitaciones del rey; había escaleras, dependencias para los guardas y un harén real. La altura de las paredes de ladrillo, adornadas con oro y cristales, casi alcanzaba los veinte metros; unas altas columnas de madera o de mármol, acanaladas y situadas sobre bases con forma de campana, sostenían los techos de madera de cedro. Los tambores de las columnas eran irregulares y los capiteles estaban abigarradamente modelados en forma de parejas de toros o de monstruos arrodillados espalda contra espalda; las puertas eran enormes y difíciles de manejar, el pavimento era una locura y el estilo del palacio resultaba demasiado embrollado para resultar agradable. Una vez al año, Persépolis se convertía en el escenario de un gran acontecimiento, cuando los enviados de todos lo pueblos del Imperio acudían con sus regalos para celebrar la Fiesta del Tributo. Sobre las escaleras de piedra y a lo largo de la parte frontal de los muros de la terraza, los relieves tallados describían la ceremonia: había hileras de Guardias Inmortales que permanecían firmes, con los extremos redondeados de las lanzas descansando sobre sus pies; había nobles medos y persas subiendo las escaleras, algunos hablando, otros sosteniendo flores de loto o lirios —el acompañamiento de un banquete real—, y, mientras los enviados del Imperio esperaban engalanados con sus atuendos nacionales, listos para ser conducidos al interior por los cortesanos, el Rey de Reyes aguardaba sentado en la sala de las cien columnas, esculpido sobre un trono de oro, junto con su personal, y atendido por los ahuyentamoscas reales. Durante casi doscientos años, el poder de Persia se había reunido en Persépolis para celebrar su fiesta anual.
Ahora, en junio de 330, Alejandro se acercó a la ciudad con un ejército formado por unos setenta mil hombres, reunidos después de cruzar las montañas; subió el largo tramo de peldaños bajos de la escalera noroeste hacia la Puerta de Jerjes y sus dos toros monumentalmente esculpidos. Era un empinado ascenso a un mundo de gran pomposidad desconocido hasta la fecha para los griegos, pero el gobernador persa estaba esperando a Alejandro para darle la bienvenida. Le mostraron la sala con columnas de Darío I, cuya superficie era de cuarenta y cinco metros cuadrados, estaba conectada con la residencia real a través de un estrecho pasadizo; Alejandro caminó por la pequeña cámara central hasta la sala de las cien columnas de Jerjes, en cuya entrada se mostraba al rey persa apuñalando a las bestias del mal, el león-grifo alado y el león con cabeza de demonio, esos funestos antepasados del Diablo en el mundo occidental. Tras esta sala se encontraba el tesoro, un edificio de ladrillos de barro cuyo suelo, de un rojo descolorido, y cuyas relucientes columnas de yeso se iluminaban por medio de dos pequeños tragaluces, y fue aquí donde Alejandro encontró su recompensa: 120.000 talentos en lingotes sin acuñar, la fortuna personal más grande del mundo.
Alejandro ya había alentado a sus soldados hablándoles de Persépolis como la ciudad más odiosa de Asia, y, durante los últimos cuatro años, los hombres habían arriesgado sus vidas con la esperanza del saqueo; por tanto, no se los podía dejar merodeando por la terraza, y, cuando el rey reapareció, les dio al fin la orden para la cual habían estado sirviendo durante tanto tiempo como soldados. Subieron por las escaleras atropelladamente, en una orgía de pillaje que la arqueología ha ayudado a confirmar. Entre las ruinas de Persépolis se encontraron jarras y cristales hechos añicos; las cabezas de los relieves habían sido mutiladas y había pruebas de un vandalismo que no puede atribuirse al paso del tiempo. El tesoro del palacio, en cuanto propiedad de Alejandro, no fue saqueado; en otros lugares, las estatuas de mármol fueron arrojadas desde los pedestales y sus miembros troceados y esparcidos por los suelos; los guardias y los habitantes fueron asesinados indiscriminadamente, mientras que a las mujeres les arrancaron los vestidos y las joyas hasta que, según parece, Alejandro pidió que las perdonaran. Locos por conseguir una parte del limitado botín, los soldados empezaron entonces a luchar entre ellos.
La venganza contra Persia había sido un tema presente en la política griega durante más de cien años y había alcanzado finalmente su punto culminante en este saqueo de Persépolis: con un ejército formado por tribus montañesas de Macedonia y por un número cada vez mayor de tracios, la cruzada no podía haber tomado otro cariz. Sin embargo, este momento culminante no afectó en absoluto a los problemas de la propia posición de Alejandro y, como sucede a menudo, el apogeo del entusiasmo ya contenía los primeros atisbos de duda; una anécdota ilustra este nuevo estado mental:
Al ver una enorme estatua de Jerjes derribada por las hordas que habían forzado su camino hasta el palacio, Alejandro se detuvo a su lado y se dirigió a ella como si estuviera viva: «¿Pasaremos de largo —dijo— y te dejaremos en el suelo porque luchaste contra los griegos, o te levantaremos de nuevo a causa de tu naturaleza, por lo demás elevada?». Durante un buen rato, Alejandro se quedó mirando y pensando sobre el asunto en silencio, pero finalmente pasó de largo.
El vengador de los griegos estaba empezando a tener dudas: tanto si era el azote de Jerjes como si era su heredero, ¿cómo iba a gobernar, después de todo, en calidad de rey de Asia? Estos eran los problemas más acuciantes, y por el momento los dejó tal cual estaban, igual que a la estatua. Darío estaba reuniendo un nuevo ejército en Hamadán, y parecía muy probable que tuviera lugar otra batalla campal; Alejandro no podía suponer que, al cabo de seis meses, Darío habría muerto y que el problema de cómo gobernar volvería a presentarse con una gravedad tal que haría imposible continuar ignorándolo.
Aunque Persépolis fue saqueada, Alejandro moderó el pillaje con su habitual preocupación por la seguridad y por que el tesoro se agrupara de manera adecuada. Los soldados fueron enviados al este, a la cercana montaña de la Misericordia, y por tanto a Pasargada, donde Ciro el Grande había construido un pequeño palacio unos veinte años antes de la fundación de Persépolis; el gobernador persa del palacio se rindió, y se informó a Alejandro de que había un tesoro de 6000 talentos mientras él aún estaba pensando en cómo centralizarlo. Ordenó que se enviaran desde Susa diez mil animales de carga y cinco mil camellos para ayudar a transportar allí todo el tesoro que había en suelo persa, pues Persépolis no iba a continuar siendo el almacén del Imperio. Mientras se esperaba que llegaran estos carros de transporte, el ejército principal pudo descansar. No así Alejandro, que partió hacia las colinas que había en los alrededores de Persépolis con un piquete de infantería y un millar de jinetes.
Su intención era someter al resto de la provincia de Persia, abrupta, populosa y rara vez visitada por su rey. La nieve de principios de primavera no constituía un incentivo para una campaña como ésta en la montaña, pero, siempre que el grosor del hielo resultaba excesivo para el ejército, Alejandro desmontaba y empezaba a romperlo con un azadón, dando un ejemplo que sus hombres se sentían obligados a seguir. De nuevo su determinación fue decisiva, pues los pastores persas de las montañas nunca habían esperado un ataque durante el invierno y acudieron para rendirse tan pronto como oyeron que serían tratados con benevolencia; los nómadas vecinos, que habían permanecido independientes bajo los reyes persas, fueron sorprendidos en sus cuevas y lo recibieron con una rendición, la cual apenas afectaría a su modo de vida. Tras treinta días de duro esfuerzo, Alejandro ya había visto lo suficiente en relación con los habitantes de las tribus y regresó a Persépolis, donde continuó distribuyendo los más generosos regalos «a sus amigos y otros que ayudaron de acuerdo con sus méritos». Hubo banquetes, juegos y sacrificios a los dioses, y este descanso fue la calma que precedió al estallido de una segunda tormenta.
Mientras el tesoro se sacaba del palacio, se tomaron diversas disposiciones, como si Persépolis todavía fuera un lugar importante. El gobernador persa fue rehabilitado en su rango, y se designó a uno de los hombres de Alejandro para que se pusiera al frente de una guarnición de tres mil macedonios. El trato que habría de recibir la provincia de Persia constituía un problema de difícil solución, pues lógicamente nunca había pagado impuestos ni había sido sometida mientras gobernaba el Imperio. Una vez más, el tacto de Alejandro se aplicó a una víctima controvertida: nombró sátrapa a un aristócrata persa, hijo de una de las Siete Familias, cuyo padre había sido asesinado en la batalla del Gránico; fue una elección juiciosa en una zona donde dominaba el sentimiento de amargura. Después, una tarde de finales de primavera, sucedió algo que parecía una burla de los nombramientos que se habían llevado a cabo: los palacios de Persépolis ardieron y todo el mundo coincidió en que el fuego empezó con la aprobación de Alejandro.
Ningún acontecimiento de la expedición de Alejandro ha provocado más disputas y especulaciones, y sólo cuando se excavó Persépolis pudo apreciarse el alcance de la devastación. En la sala de las cien columnas de Jerjes, el grosor de las cenizas de la madera que cubría el suelo era de un metro, y los análisis demostraron que se trataba de madera de cedro, el material del que estaban hechas las vigas del tejado del edificio. Así pues, las vigas empezaron a caer desde una altura de dieciocho metros sobre un fuego que los ladrillos de barro de las paredes y las columnas de madera sólo contribuyeron a alimentar: el resultado era incontrolable, y la sala del tesoro y gran parte de la sala de audiencias ardieron al mismo tiempo. Como acto de destrucción, no puede competir con la de Tebas o Gaza en la carrera de Alejandro. Por no hablar de los hechos: su explicación es otra historia.
Según los oficiales de Alejandro, el fuego del palacio fue un acto calculado de venganza; en la historia de Ptolomeo es donde puede rastrearse el motivo de un modo más detallado:
Alejandro prendió fuego a los palacios persas, pese a que Parmenión le había aconsejado salvarlos, en particular porque no era lo más conveniente para él destruir lo que ahora eran sus posesiones: los pueblos de Asia no irían a su encuentro si se comportaba de ese modo, como si Alejandro hubiera decidido no ejercer su dominio sobre Asia, sino pasar a través de ella meramente como un vencedor. Pero Alejandro replicó que deseaba vengarse de los persas por haber invadido Grecia, por haber arrasado Atenas y quemado sus templos.
El incendio era, por tanto, la culminación de la venganza de los griegos.
Después del brutal saqueo y de haber sacado los lingotes, sin duda podría parecer lógico que Alejandro hubiese incendiado un palacio que no servía para ningún propósito útil. Alejandro habría esperado a que los metales preciosos hubieran sido transportados por medio de animales de carga, y después habría dedicado un gesto final a los aliados griegos a los que iba a disolver al cabo de un mes. Pero Parmenión, el infortunado consejero, es una figura que se desgastó de tanto repetirse en las historias, especialmente porque el verdadero Alejandro pronto se comportaría como el permanente rey de Asia, mientras que Parmenión encontraría la muerte, en parte quizá porque aquél receló de la conducta que, presuntamente, el general le había aconsejado adoptar en Persépolis. Además, si el incendio hubiese sido algo tan cuidadosamente planificado, el acuartelamiento previo de Persépolis no parece una orden categórica: «Todos convienen —escribió erróneamente Plutarco— en que Alejandro se arrepintió rápidamente y ordenó que se apagase el fuego». Por tanto, había una versión rival en la que el incendio había sido un error; esta versión también merece ser tenida en cuenta.
A diferencia de Ptolomeo, el autor de esta versión no era un amigo personal de Alejandro, pero, a los veinte años del suceso, publicó un libro en el que a menudo exageraba las cosas y en el que a veces se equivocaba, y que redactó basándose, en parte, en las historias que le contaron los hombres del ejército de Alejandro, en parte en otros escritos y, quizá, en lo que vio con sus propios ojos. La noche del incendio, escribió, el rey y sus Compañeros habían celebrado un banquete; había mujeres, el vino corría con generosidad y los músicos se sumaron al jolgorio.
Relajado por la música, el rey iba presumiendo;
las batallas concluidas las luchaba de nuevo,
tres veces derrotó a los enemigos y tres veces mató a los caídos.
El Amo vio cómo se desataba la locura…
Entre las mujeres se encontraba la encantadora Tais, una cortesana de Atenas que había seguido al ejército a través de Asia; cuando el banquete estaba muy avanzado, hizo un discurso alabando a Alejandro y tomándole el pelo, desafiándolo a que se divirtiera con ella. Era por las mujeres, dijo, para castigar a Persia por el saqueo de Grecia, para castigarla más duramente de lo que habían hecho los soldados, y por eso prendería fuego a la sala de Jerjes, saqueador de su Atenas nativa. Sus palabras fueron acogidas con gritos de aplauso, pues los Compañeros clamaron venganza por la ruina de los templos griegos; Alejandro se puso de pie de un salto, llevando una guirnalda en la cabeza y una antorcha en la mano, y pidió que se formara una turba en honor al dios Dioniso.
El jovial dios triunfante viene:
¡que suenen las trompetas, que batan los tambores…!
Las bendiciones de Baco son un tesoro,
beber es el placer del soldado,
rico el tesoro,
dulce el placer,
dulce es el placer después del dolor.
Mientras las flautistas animaban el canto, los invitados cogieron antorchas y la atolondrada procesión siguió a Tais hasta la terraza. En lo alto de la escalera, primero Alejandro y después Tais arrojaron las teas al suelo de la sala de las cien columnas; quienes iban detrás los siguieron y, cuando las llamas se elevaron, las columnas se prendieron y empezaron a arder. Las chispas volaron a través de la plataforma; los soldados del campamento llegaron corriendo, temiendo un accidente; sólo tuvieron tiempo de ver caer las vigas envueltas en llamas; los techos del palacio empezaron a desplomarse. Persépolis tenía su propio suministro de agua y un sistema de desagües, pero no había ninguna esperanza de mantener semejante incendio bajo control; Alejandro hizo más daño del que pretendía y, cuando los vapores del vino desaparecieron, se arrepintió de su proceder.
Ésta era la historia, adaptada de la original por tres autores distintos al cabo de trescientos años. El autor romano puso el énfasis en el vino y quitó importancia al papel de Tais; los dos griegos hicieron hincapié en la mujer y el frenesí, permaneciendo más fieles a la fuente común; siglos más tarde, dieron pie a que Dryden, que subrayó el poder de la música, escribiera El festín de Alejandro, una de las mejores odas en lengua inglesa. La historia que compartían dejaba el motivo de la venganza griega como trasfondo, pero no se imputaba a ninguna conversación con Parmenión o a una destrucción planificada con fines políticos. Lo que Ptolomeo atribuyó a la resolución, otros lo atribuyeron a una mujer, el vino y las canciones. Es a partir de esta profunda diferencia donde debe empezar la búsqueda de la verdad.
Cuando hay un conflicto entre los relatos, resulta tentador creerse el más dramático, pero la historia de Tais, omitida por los oficiales de Alejandro, a menudo se ha juzgado y encontrado deficiente: «Por supuesto —se ha dicho— no hay necesidad de creer ni una sola palabra de esto», y «naturalmente, el relato fue repetido con entusiasmo por escritores posteriores, e incluso hoy en día goza de crédito». Sin embargo, en Tais hay algo más que una divertida leyenda, pues la historia siempre es humana, y, tras el incendio de Persépolis, subyacen entresijos de carácter muy humano.
Tais, la ateniense, no se había unido al ejército macedonio por un capricho pasajero; en primer lugar, tuvo que haber estado segura de su cliente y, por una vez, sucede que un asunto de carácter tan privado nos es conocido. En un libro sobre la conversación en los banquetes, se nombra a este cliente: se trata nada menos que de Ptolomeo, el amigo de Alejandro, del historiador y futuro faraón de Egipto; es una referencia al azar, pero está confirmada por una inscripción que honra a un hijo de Ptolomeo y Tais como vencedor en una carrera de carros de dos caballos en Grecia. De repente, el misterio del incendio adquiere un aspecto muy diferente: aun estando todos de acuerdo en que la venganza inspiró la ruina de Persépolis, fue Ptolomeo quien omitió cualquier mención de Tais y explicó el asunto por medio de un debate entre Alejandro y Parmenión. Es sabido que Ptolomeo solía alterar o suprimir la historia para desacreditar a sus rivales personales. Lo que pudo haber hecho en el caso de un enemigo, pudo haberlo hecho corregido y aumentado en el caso de una dama a la que había amado. Tras la muerte de Alejandro, Ptolomeo se casó por razones políticas, pero Tais ya le había dado tres hijos y no era una amante fácil de olvidar. Incluso puede que Tais estuviese presente mientras su amante reescribía el pasado. «Nadie excepto el audaz, nadie excepto el audaz merece la imparcialidad…». ¿Cómo podía involucrar Ptolomeo a la madre de sus tres hijos en un acto de vandalismo que incluso Alejandro había lamentado? Era mucho mejor dejar a Tais fuera de la historia y reemplazar un momento de intoxicación con una sobria refutación del difunto y desacreditado Parmenión. A través de su firme respuesta, Alejandro parecería muy seguro de sus acciones y nadie sospecharía que la amante del historiador había estado tras el gesto de venganza.
Y sin embargo, la propia irrelevancia del gesto, los nombramientos anteriores, el relato del arrepentimiento y las dudas se han conservado para impugnar la honestidad del relato de Ptolomeo. Alejandro, aunque de un modo vacilante, había empezado a dudar de su papel como castigador de los persas, y es bastante plausible que hicieran falta el vino y el aliento de una mujer para realizar una acción que no había descartado en absoluto:
El príncipe, incapaz de ocultar su dolor,
miró a la doncella
que inspiró su dolor
y suspiró y miró, suspiró y miró,
y de nuevo suspiró y miró:
al fin, oprimido a la vez por el vino y el amor,
el victorioso vencido se hundió en su pecho.
En una época de indecisión, el palacio se quemó porque un futuro faraón tenía una amante, porque el vino corrió, la mujer provocó y otro rey presumió ante ella; el incendio puede explicarse a la luz de la vieja política, pero tres meses después, cuando Alejandro ya no era el castigador de Jerjes, sino su heredero, el incendio fue justamente lamentado como fruto de un error poco meditado.
Podría parecer que sólo la dama escapó de la culpa por la ruina que había ocasionado. Quizás esto es lo que parecía, pero, de un modo lento y artero, se acabaría haciendo justicia a su nombre. La historia de Ptolomeo era demasiado reservada para que llegase a ser ampliamente leída, pero el autor que contó la verdadera historia de Tais era expresivo y más del gusto del público romano; de Roma, su historia pasó a la Italia medieval, cuando hacía mucho tiempo que ya no se leían los escritos de Ptolomeo. Mientras tanto, otra Tais la había representado en una comedia romana como una muchacha esclava que se mostró desleal con su señor; el poeta Dante combinó a las dos y el resultado mereció un lugar en el Infierno. En el Octavo Círculo, mientras los aduladores son azotados por los demonios, Tais recibe finalmente su merecido. «Antes de que dejemos este lugar», dice Virgilio, el guía de Dante:
… Haz que penetre tu mirada
avante —dijo el guía— y tenla atenta
hasta que por tus ojos sea alcanzada
la desgreñada meretriz mugrienta
que rascándose está con las merdosas
uñas, y se alza, agáchase o se sienta.
Esa es la puta Tais a quien «¿Hermosas
prendas hallas en mí? dijo su amante,
y respondió: «¡Más bien maravillosas!».
Más basta ya, y sigamos adelante.[8]
Tras esta pregunta y esta respuesta subyace una fina ironía que Dante apreció: sin duda Ptolomeo se ganó el exultante elogio de Tais gracias a un delicado silencio que durante dos mil años pareció convincente. El faraón correspondió a su amante, el incendio de Persépolis se trasladó a la página de la política razonada y sólo a través de la confusión de un poeta se hizo justicia a su nombre: finalmente Tais fue condenada, pero es que la justicia poética nunca ha formado parte de la prosa de la política y de los reyes.