17.EL BOTÍN.
DÍAS TRANQUILOS EN BABILONIA

El 2 de octubre, Alejandro dejó el campamento de Darío en Arbela y marchó hacia el sur, siguiendo el Camino Real, que todavía determinaba su ruta, manteniendo el río Tigris a su derecha. Había perdido toda esperanza de capturar a Darío en el primer arranque de la persecución y, como había hecho antes en Gaugamela, era más prudente esperar y ver si el Gran Rey reunía un último ejército para ofrecer resistencia en terreno abierto. Mientras tanto, la necesidad de suministros y la perspectiva del tesoro lo hicieron girar al sur, en dirección a Babilonia y a la promesa de una bien merecida recompensa para sus soldados. El dietario del escriba babilonio registra que un «mensajero» llegó a Babilonia el 8 de octubre y anunció algo, probablemente unas palabras tranquilizadoras referentes a la ciudad, el templo principal y su propiedad. Sin duda, Alejandro había ordenado que el mensajero se adelantara. Por su parte, dejó rápidamente el campo de batalla, una decisión que los aduladores justificaron por el hedor que despedían los cadáveres de los enemigos y por el miedo a las enfermedades que podían provocar. La zona era famosa también por los vapores venenosos, y Alejandro no tardó en detenerse para examinarlos.

En Kirkuk, donde el Camino Real se bifurcaba hacia el este, Alejandro «admiró una sima que había en el suelo y de la que continuamente salía fuego, como una fuente, y se maravilló del torrente de nafta que había cerca, lo suficientemente prolífico como para formar un lago». Para hacerle una demostración, los nativos «rociaron el sendero que conducía a los cuarteles reales con una fina capa del líquido, se situaron en un lugar elevado y aplicaron antorchas a las manchas húmedas. La noche estaba empezando a caer. Con la rapidez del pensamiento, las llamas prendieron de un extremo a otro de la calle y siguieron ardiendo». Por primera vez se habían mostrado los Fuegos Eternos de Baba Gurgan a los griegos, y, a sugerencia de un ateniense que lo atendía durante el baño, Alejandro permitió un segundo experimento. En la corte, había un muchacho «sin ninguna gracia pero con una voz agradable para el canto»; con el fin de descubrir si la nafta ardería tan bien como una hoguera, se presentó voluntario para que lo rociaran con el líquido y le prendieran fuego. Sin embargo, las llamas, que sólo pudieron sofocarse tras arrojarle varios cubos de agua, le causaron graves quemaduras. El muchacho sobrevivió, horrorizado y lleno de cicatrices, lo que constituye una advertencia para todos aquellos que creen que, en cuestiones de ciencia natural, los griegos preferían la teoría a la experimentación.

Después de dejar los Fuegos Eternos, Alejandro envió un mensajero por el este hasta Susa, el siguiente punto en su previsible trayecto, mientras que él mismo abandonó el Camino Real y tomó el otro gran sendero de la historia, que habría de conducirlo hasta Babilonia por el sur. Cerca de Tuz-Kharmatu, Alejandro observó la fuente local de betumen y se enteró de que este material se había utilizado en la construcción de las murallas de Babilonia; en Opis, volvió a cruzar el Tigris y marchó por los canales de la ribera occidental, a través de unas tierras de labranza tan rebosantes de mijo y cebada que el ejército pudo comer hasta hartarse. En todas partes fueron recibidos por las palmeras datileras, que eran la perla de la economía de Babilonia y una fuente de madera, cerveza, comida y colchones para las camas; los persas habían popularizado una canción acerca de sus trescientos sesenta usos, según decían, uno por cada día del año babilonio. El 18 de octubre, el dietario babilonio sitúa a Alejandro en Sippar anunciando, sin duda también para Babilonia: «No entraré en vuestras casas [¿ni en vuestros templos?]».

Las tierras por las que viajó Alejandro habían servido a Persia durante mucho tiempo con cosechas, nuevos estados y un tributo con el que ninguna otra tierra del resto del Imperio podía rivalizar. Se habían cumplido doscientos años desde que Babilonia cayó por primera vez en manos del rey persa y, desde entonces, se había sangrado la maravillosa fertilidad de su tierra: las tribus iranias dejaron su vida en el desierto y las montañas para robarle a Babilonia acres de tierras de labranza, vías fluviales y viviendas en la ciudad; sólo los documentos de negocios nativos pueden dar idea de un cambio social de semejante calibre. No es que los iranios encontrasen Babilonia más agradable que sus hogares, pues el calor era sofocante; quinientos años más tarde, un visitante chino todavía hallaría a sus sucesores viviendo en casas subterráneas refrigeradas con hielo, un elocuente comentario sobre lo que habían sufrido sus antepasados. Muchos fueron a Babilonia porque no les quedó más remedio; algunos fueron más afortunados y vivieron fuera de la ciudad, disfrutando del relativo frescor de la corte persa y gobernando los estados occidentales a través de esclavos y agentes nativos, un regalo libre de impuestos de su rey; otros eran siervos del gobierno, jueces, capataces y recaudadores de los impuestos anuales, por lo que tenían que establecer sus hogares allí donde trabajaban. No todos eran iranios. Entre ellos vivían los grupos de soldados extranjeros a los que el rey había instalado en tierras comunales a cambio de impuestos o del servicio militar; las comunidades de indios, árabes, judíos y antiguos nómadas cambiaron el aspecto de áreas enteras de la campiña de Babilonia, hasta el punto de que Alejandro estuvo marchando fundamentalmente a través de las haciendas de los extranjeros y los favoritos persas en su camino hacia la mayor ciudad que había en el este.

Desde hacía mucho tiempo, la corte y el Imperio habían extraído de las planicies que rodeaban Babilonia el excedente del que dependía su propio funcionamiento. En el este, en el centro de Irán, las tierras de labranza escasean y siempre se ha venerado el agua, pero en Babilonia se recaudaban cada año 1000 talentos de plata, quinientos eunucos y un tercio de los alimentos necesarios para proveer la corte de los persas, los cuales procedían de la población nativa y de los colonos militares: el ceremonial del Gran Rey entre sus parientes reales dependía del excedente que se obtenía de las cenagosas llanuras de Babilonia. Se creía que, en otro tiempo, el sátrapa local había albergado en sus cuadras dieciséis mil ochocientos caballos de su propiedad, sin contar los caballos para la guerra, y que mantenía una jauría de perros con los ingresos de cuatro pueblos asignados para este propósito. Los dignatarios privados se habían beneficiado también, de un modo no menos llamativo, de una tierra con una larga tradición de grandes estados reales. Parisatile, esposa de Darío II, era dueña de pueblos de Babilonia cuyos impuestos pagaban su guardarropa; algunos financiaban sus zapatos y otros sus cinturones, mientras que en las extensas haciendas que poseía cerca de Babilonia, administradas por sus propios espadachines y jueces, trabajaban cuadrillas de esclavos. Fuera de la ciudad, un eunuco persa o un favorito de Paflagonia podía acceder a un parque arbolado o a una plantación de raras palmeras datileras, mientras que sus vecinos eran unos expatriados que, como los hacendados, habían bautizado sus nuevas haciendas con nombres iranios; a través de sus agentes, en un solo día un príncipe persa podía arrendar en Babilonia dos mil trescientas ovejas y cabras, y podía poseer tierras de labranza en no menos de seis distritos separados, desde Egipto hasta Persia, tierras que eran administradas por silvicultores y alguaciles locales. Era un estilo de vida aristocrático que muy pocos macedonios, y todavía menos los griegos, habían podido saborear.

«En Babilonia —escribió el botánico Teofrasto a partir de los informes de los soldados de Alejandro— los terrenos mal cultivados producen una cosecha cincuenta veces mayor, y los bien cultivados cien veces mayor. El cultivo consiste en dejar que el agua permanezca en el suelo tanto tiempo como sea posible para que se forme limo; llueve muy poco, pero, en contrapartida, el rocío riega las cosechas. En principio, siegan las cosechas en crecimiento dos veces —una práctica que sorprendería a la mayoría de los granjeros en suelo griego—, y después dejan que los rebaños pasten en los campos; en Babilonia, a diferencia de Egipto, hay muy pocos hierbajos y los pastos son tiernos». Por tanto, en Babilonia las recompensas eran grandes, en especial para el propio Alejandro, aunque la larga sombra del rey persa se cernía sobre buena parte de los bienes más valiosos de la campiña. No sólo los había cedido a sus favoritos, sino que, al igual que habían hecho los reyes de Asiria antes que él, el rey persa se había quedado con las mejores haciendas reales; en las transacciones privadas, los compradores incluso pedían que se garantizase que ninguna de las tierras en cuestión pertenecía al rey persa. Para el rey, no suponía gran cosa arrendar una única hacienda por nueve mil fanegas de grano, un buey y diez carneros al año; poseía y alquilaba graneros, granjas de pollos con un cuidador para las aves de corral del rey, casas en las ciudades, establos e incluso el derecho a pescar. A menudo, los vastos estados que poseía se encontraban en los márgenes de los canales, por lo que se beneficiaban de la irrigación cercana, un privilegio que a un granjero nativo podía costarle un cuarto de su cosecha anual de dátiles. En cuanto a los canales, esas arterias de la vida de Babilonia, el rey también poseía un buen número de ellos y los alquilaba a las empresas locales independientes, que imponían un peaje por el transporte y el riego, vendían la pesca y cubrían los costes con los beneficios. Entretanto, los canales provocaban que en ellos se formase limo, dejando sin agua los cultivos de los que dependía la vida en Babilonia, y nadie tenía la voluntad o el equipamiento necesario para solucionarlo.

Alejandro era el heredero del rey, y Babilonia marcó el primer paso, y el más importante, en su progreso para convertirse en el hombre más rico del mundo; Babilonia y sus tierras de labranza podían mantener los despilfarros de la corte de un rey de Asia. Junto con los estados del campo, a menudo en manos persas, estaba la propia ciudad y su tesoro, una recompensa de inimaginable valor; la llegada a Babilonia sería crucial, pues supondría el primer encuentro de Alejandro con una ciudad asiática desde que la victoria lo había hecho señor del Imperio persa occidental. Alejandro no podía haber empezado de un modo más prometedor. Varios kilómetros al norte de las murallas torreadas de la ciudad, Maceo cabalgó para darle la bienvenida llevando a sus hijos como muestra de lealtad; el hombre que había liderado el ala derecha de los persas sólo siete días antes ofrecía ahora la rendición de Babilonia, como posiblemente se había convenido de antemano.

Alejandro no estaba de ningún modo tan seguro de lo que iba a suceder como sus historiadores supusieron. Cuando tuvo a la vista las murallas de sólido ladrillo de Babilonia, dispuso a su ejército como si fuera a la batalla y ordenó un avance prudente, con la esperanza de parecer un libertador y no otro rey saqueador. Estaba fingiendo, y además temía una trampa, pero sus esperanzas no se verían decepcionadas. Al acercarse, las puertas de Babilonia se abrieron y por ellas salieron en tropel los oficiales de la ciudad, que bajaron por un camino sembrado de flores y guirnaldas, y en cuyos bordes se habían colocado altares de plata cargados de incienso. El comandante persa de la fortaleza llevó manadas de caballos y rebaños, jaulas con leopardos y leones domesticados; tras él danzaban los sacerdotes y los adivinos de Babilonia, cantando sus himnos al son de los laúdes y los sacabuches. Ya más tranquilo, Alejandro conservó un guarda armado y subió al carro real; los nativos lo siguieron a través de la puerta principal de la ciudad y después hasta el palacio de los persas, donde la ovación continuó durante toda la noche. El dietario babilonio, en la fecha del 21 de octubre o después, alude a Alejandro de forma extravagante llamándole «Rey de Todo».

El recibimiento que Alejandro tuvo en Babilonia fue abrumador, un momento tan asombroso en su carrera como cualquier victoria sobre Darío. El miedo y el deseo de aplacar a un conquistador explican la sumisa rendición de los gobernadores persas, aunque fueron los ciudadanos quienes les obligaron a actuar, y sus motivos venían de mucho más lejos. Es un error aludir a la economía y subrayar el largo dominio de los persas sobre la tierra y los recursos de Babilonia; puede demostrarse que, bajo el gobierno persa, tanto en Babilonia como en Egipto el número de trueques o los intereses de los banqueros se cuadriplicaron o más en un lapso de cien años; sin embargo, en una sociedad que no utilizaba un sistema monetario y donde la gran masa de la población vivía de lo que podía cultivar o de lo que recibía de sus señores, poco podía hacerse para contrarrestar un incremento del coste de los lujos o un descenso del valor de la plata. Bajo el dominio persa, el número de escrituras relacionadas con la venta de esclavos también aumentó de manera significativa, y sólo había una clase de siervos que perteneciera a las haciendas del rey persa; los contratos establecen incluso medidas más estrictas para prevenir los intentos de fuga. Sin embargo, puede que muchos fueran prisioneros de guerra extranjeros, y la esclavitud en los estados de un rey venido de fuera no era nada nuevo para los babilonios. Alejandro no estaba heredando el alzamiento de un proletariado largamente oprimido; en una sociedad en que la religión era muy poderosa, inspiraría mayor descontento el florecimiento evidente de la injusticia y la impiedad que la visión de una perpetua guerra de clases. Por supuesto, el dominio persa nunca fue universalmente aceptado por los babilonios prominentes. Al parecer, según oyó decir Alejandro, los ultrajes infligidos a sus dioses y templos eran obra de Jerjes: en una fecha tan reciente como 336-335, un pretendiente real, con un nombre histórico, apareció en las listas de los reyes babilonios en lugar del rey persa Darío III, recién elegido. El genio de Babilonia consistió en recopilar allí donde más tarde los griegos se dedicarían a explicar; los hechos se acumularon sin enmarcarse en una teoría abstracta y, por tanto, nunca hubo ninguna doctrina de revolución de clases que pudiera aplicarse a una esclavitud que los babilonios no cuestionaban. Durante cerca de dos mil años, Babilonia había observado, no explicado; sin embargo, los babilonios habían visitado la Academia de Platón en Atenas, y se dice que Calístenes copió y envió a su pariente Aristóteles los registros de muchos astrónomos de Babilonia, que según los rumores abarcaban treinta y cuatro mil años. Únicamente en Grecia esta información llegaría a utilizarse para elaborar una teoría general del cielo; hay signos inmediatos de los efectos que tuvieron, pues el astrónomo Calipo pronto calculó con mayor precisión la duración del año griego a partir de un ciclo que él empezó en julio de 300. Al parecer, utilizó registros babilonios y sus dataciones indican que eran de la época de Alejandro.

La rendición de Babilonia también puede explicarse a partir de los gestos que, en contrapartida, tuvo Alejandro, probablemente fruto de un acuerdo previo. En el interior de la ciudad, recibió al clero en audiencia y ordenó la restauración de los templos que Jerjes había dañado, en especial el famoso E-sagila, que «se construyó con oro y joyas para que brillase como el sol —según escribió Nabucodonosor, su fundador—, mientras que para los techos se utilizaron cedros dorados del Líbano y, para el suelo del lugar más Santo de los Santos, incrustaciones de oro rojo». A sugerencia de los sacerdotes, Alejandro hizo sacrificios a Bel Marduk, el dios de la ciudad, presumiblemente agarrando la mano de la estatua para mostrar que recibía su poder, como los antiguos reyes babilonios, de un encuentro personal con el dios. Una vez más, Alejandro se benefició de las pasadas fechorías de Jerjes: como en Lidia, Caria o Egipto, también aprendió, a través de amigos e intérpretes, dónde sería más apreciada la diplomacia.

En Babilonia, este respeto hacia las comunidades del templo constituyó durante mucho tiempo el precepto de un gobierno prudente y noble, incluso bajo el brutal Imperio asirio del siglo VIII a. C., pero el ejemplo de la historia fue traicionado por los gobernadores persas. En torno al personal y las propiedades del templo se agrupaban las asambleas de la ciudad, dirigidas por un concilio de sacerdotes pero formadas a partir de una clase más amplia cuyos vínculos con el templo a menudo eran débiles o ancestrales. Estas asambleas nativas habían sido forzadas a pagar impuestos al rey persa, a proporcionarle vino, cerveza, productos de granja y grupos de trabajadores para cuidar de los rebaños reales, los edificios y los jardines. No se sabe de ningún rey persa que hubiese pagado el habitual diezmo a los templos; y, algo que nunca había sucedido antes, se había ordenado a los esclavos del templo que cortasen los juncos del rey, que cocieran sus ladrillos y esquilasen sus ovejas, al tiempo que los oficiales reales vigilaban para que los trabajadores y los impuestos fueran enviados como él ordenaba. Durante los setenta años que duró su conquista, Babilonia se sublevó cuatro veces contra esta interferencia; en 482, Jerjes envió a su cuñado para que castigase definitivamente a Babilonia abriendo una brecha en sus murallas, negándole el estatus de capital de satrapía y omitiendo su título honorífico del protocolo real. Las tierras del templo se confiscaron, aunque por poco tiempo; los edificios sagrados de E-sagila y el alto zigurat sagrado de Etemenanki resultaron dañados, y la estatua de oro maciza del dios Bel Marduk se bajó para fundirla. En la procesión para dar la bienvenida a Alejandro, la clase sacerdotal y los oficiales de la ciudad bailaron tras el comandante persa, y, en vista de lo sucedido en el pasado, la actitud de estos hombres cultos no era sorprendente. A cambio, se vieron recompensados con favores, y, como tantas otra veces, lo que Alejandro concedió se convirtió en un precedente para sus sucesores. Los reyes macedonios continuaron dando dinero para reconstruir los templos y se denominaron a sí mismos Rey de las Tierras, un antiguo título honorífico que se refería de un modo específico a Babilonia, pero que, desde Jerjes, había sido omitido por los reyes persas; los monarcas que sucedieron a Alejandro respetaron a los ciudadanos de los templos, permitiéndoles que redactaran sus documentos en el arcano lenguaje de los escribas y haciendo que quedaran exentos de determinados impuestos sobre las ventas, que por otro lado imponían al resto de la ciudadanía de habla griega a través de un supervisor de contratos real. Como comunidades privilegiadas en una vasta extensión de la tierra del rey, las asambleas del templo babilonio se parecían a las ciudades griegas libres de Asia, y determinados favores reales fueron comunes a ambas. Como en el Asia griega, también en Babilonia las tierras donadas a un cortesano tenían que registrarse ahora como parte de un templo cercano al territorio de la ciudad, en contraste con los aleatorios regalos de los reyes persas; presumiblemente, este privilegio se dio por primera vez con Alejandro.

Sin embargo, había algunas reservas. Alejandro había ordenado la reconstrucción de E-sagila, el mayor templo de la ciudad, cuya altura había alcanzado anteriormente los setenta metros, pero no garantizó los fondos necesarios; al parecer, había que sacar el dinero de los terrenos del templo, pero los sacerdotes habían disfrutado durante mucho tiempo de estos excedentes financieros al no quedar ningún edificio del templo que los absorbiera. Además, el vengador de Jerjes aún quería gobernar, por lo que sus planes combinaban el tacto y la firmeza. A Babilonia se le restituyó el estatus de capital de satrapía, que había perdido hacía mucho tiempo, pero todavía había que cobrar el tributo y mantener guarniciones en la fortaleza de la ciudad: las tropas que las integraban se dividieron entre dos oficiales, ambos con estados en la Macedonia de Filipo; uno de ellos era hermano de un adivino que debía de tener muchas cosas en común con los numerosos astrólogos babilonios. La elección del sátrapa fue más discutible: Maceo, el renegado virrey de Siria de Darío, fue designado para gobernar la provincia a cuya rendición había contribuido. Este curtido oficial persa iba a ser vigilado por dos generales y un recaudador de impuestos real, pero parece ser que públicamente su dignidad no se vio muy afectada; una vez más, Maceo alcanzó la dignidad de sátrapa, y probablemente se continuaron acuñando monedas de plata marcadas con su nombre, un privilegio persa que Alejandro posteriormente tendió a reemplazar con sus propios diseños estándar. Esta rehabilitación fue sorprendente y puede que recompensara una traición pactada de la ciudad: al igual que el rey Ciro, el conquistador persa de Babilonia, es posible que también Alejandro eligiera como primer gobernador a un hombre con contactos nativos, pues los dos hijos de Maceo tenían un nombre que derivaba de Bel, el principal dios de Babilonia. Puede que Maceo se hubiese casado con una babilonia.

En la misma tónica, Alejandro dio la satrapía de Armenia a Mitrines, el iranio que había sometido Sardes tres años antes, y rehabilitó al comandante del fuerte persa en Babilonia, de este modo, introdujo una costumbre que se impondría en su Imperio, pues ahora los sátrapas persas que se rindieran podían esperar ser devueltos a las provincias que habían gobernado para Darío, aunque, como en Egipto o Caria, se pondría a su lado a un general macedonio para mantener a las tropas locales en manos leales. Esta oferta alentaría la rendición y evitaría problemas innecesarios de lengua y organización; los mismos sirvientes persas volverían a ser empleados allí donde fuera posible y ocuparían lugares destacados en el Imperio, y eso a pesar de la consigna del castigo y la venganza griega.

Tras haber dado a conocer sus disposiciones, Alejandro descansó en Babilonia durante casi cinco semanas. Había muchas cosas que ver en la ciudad, cuyo tamaño había sido exagerado por los griegos; las enormes murallas dobles de ladrillo y betumen, de más de diecinueve kilómetros de circunferencia, la puerta Ishtar, con torretas y placas esmaltadas con dibujos de animales, el Zigurat sagrado, que se elevaba siete plantas y medía ochenta y dos metros de altura, eran lugares extraordinarios, y todos ellos figurarían en las diversas listas posteriores de las Maravillas del Mundo. Entre casas altas y adustas, construidas sin ventanas para conservar el frescor, los principales caminos de la ciudad corrían en líneas casi rectas, y su trazado sólo se interrumpía con el curvo cauce del río Éufrates, que se cruzaba por un famoso viaducto de piedra. Para un griego, la ciudad se había construido a una escala inimaginable, y los cuarteles generales de su gobierno, que serpenteaban entre la puerta Ihstar y el río Éufrates, no eran menos asombrosos: Alejandro se instaló en el más meridional de los dos palacios, un laberinto con unas seiscientas habitaciones y cuyos cuatro vestíbulos principales convergían en el salón del trono y el patio principal, construido por Nabucodonosor en unas proporciones que no desmerecerían en un duque de Mantua o un dogo veneciano. Desde el palacio, Alejandro visitó el fuerte septentrional en el que una vez Nabucodonosor guardó sus tesoros y expuso sus obras de arte, como si de un museo se tratase, «para que todo el mundo las examinara»; puede que Alejandro los considerase propiedad de los persas, «mientras admiraba los tesoros y muebles del rey Darío». Una increíble cantidad de lingotes completaba su recompensa, suficientes como para poner fin a todos los problemas financieros de su carrera; en Babilonia, nunca se habían utilizado monedas, pero una nueva acuñación ayudaría a convertir los sólidos lingotes en algo que los soldados pudieran utilizar.

Las riquezas no eran lo único que interesaba a Alejandro. Alrededor de los edificios del palacio se encontraban los Jardines Colgantes, en cuyas terrazas artificiales se habían plantado tantos árboles que a los griegos, por su parte jardineros mediocres, les pareció que se trataba de un bosque suspendido en el aire; se decía que los cedros y las píceas habían sido trasplantados por Nabucodonosor para consolar a su reina siria de la añoranza que sentía en una tierra pelada y extranjera. Alejandro se interesó por el parque dispuesto en terrazas y sugirió que se introdujeran plantas griegas entre los abundantes árboles orientales; este deseo, si bien admirable, no tuvo demasiado éxito, pues sólo la hiedra se adaptó al nuevo clima. Mientras tanto, el ejército se entregó a los bajos placeres: en tanto que Alejandro inspeccionaba los jardines, los soldados se resarcían de la escasez de mujeres sufrida durante los tres últimos años con las artistas de strip-tease de los burdeles de la ciudad. La paga, que procedía del tesoro de la ciudad, era extremadamente generosa y los mantenía con buen ánimo; era una recompensa que posiblemente se les debía desde hacía tiempo.

Disfrutando de los placeres de Babilonia, resultaba tentador olvidar que Alejandro todavía estaba comprometido en una guerra que no había terminado. Darío aún estaba vivo, y sin duda se preparaba para una nueva ofensiva en las montañas próximas a Hamadán; sin embargo, no iba a ganarse nada persiguiéndolo en invierno a través de un país tan agreste como desconocido, y, cuanto más tiempo transcurriera, más se vería expuesto Darío a otro encuentro en terreno abierto. Los palacios del Imperio, llenos de tesoros y listos para ser tomados, se encontraban en el este; su captura aislaría a Darío de sus muchos seguidores persas supervivientes y no le dejaría otra elección que la de retirarse a unos desiertos situados todavía más al este, donde su realeza no podría seguir siendo indiscutible. Desde un punto de vista táctico y financiero, tenía sentido continuar por el Camino Real, de manera que, a finales de noviembre, Alejandro partió hacia él a través de un país bien provisto de alimentos, los cuales, en invierno, no podían reunirse desde el Irán central. Su destino era Susa, el centro administrativo del Imperio, y, puesto que había enviado una carta a su sátrapa por medio de un mensajero, Alejandro esperaba otra rendición.

No se había alejado mucho de Babilonia cuando se encontró con un recordatorio de todo lo que dejaba tras de sí. En el Camino Real, fue recibido finalmente por los refuerzos procedentes de Grecia que había reunido el otoño anterior: macedonios, griegos y unos cuatro mil tracios, famosos por su ferocidad, sumaban aproximadamente quince mil hombres, que incrementaron su fuerza al menos en un tercio. En una campiña famosa por estar bien surtida, Alejandro se detuvo para reubicar las nuevas tropas. La infantería se distribuyó de acuerdo con la nacionalidad, y a los Compañeros de a Pie se les añadió una séptima brigada de macedonios; en la caballería, los escuadrones se subdividieron en secciones y se escogió a los comandantes de dichas secciones no por su raza o su cuna, sino por su mérito personal. Estas pequeñas unidades tenían más movilidad, y sus mandos divididos resultaban más dignos de confianza. Con el mismo espíritu de eficiencia, se celebraron competiciones, y se cambió la corneta, que era el sistema utilizado por el ejército para emitir señales, por el método persa de las hogueras, cuyo humo no se perdía entre el barullo de la multitud.

La suerte de estos refuerzos había sido extraña; se habían visto atrapados en medio de emergencias antes de que pudieran participar en las batallas en las que habrían sido más útiles. Llegaron demasiado tarde para Gaugamela pero abandonaron Grecia demasiado pronto para poder ayudar a Antípatro con la revuelta espartana, que finalmente alcanzó un punto crítico; en el otoño de Gaugamela, cuarenta mil macedonios y aliados marcharon a los montes cercanos a Megalópolis, en el sur de Grecia, y desafiaron a los espartanos y sus aliados a una batalla campal doblándolos en número. En una lucha feroz, Agis, el rey de Esparta, fue asesinado y sus rebeldes derrotados, pero el mérito correspondió más a los aliados de Antípatro, griegos a su vez, que a los relativamente pocos macedonios que había en el ejército; la rebelión de Agis había sido heroica, pero, en el más genuino estilo espartano, se había producido demasiado tarde, y fueron más los griegos que contribuyeron a sofocarla que los que se unieron en la lucha por esa libertad que con tanta frecuencia Esparta había traicionado. Para los aliados que conocían los antecedentes de Esparta, la causa de un rey espartano era incluso menos recomendable que la del propio Alejandro.

Sin embargo, los refuerzos no sabían nada del resultado de la rebelión. Sólo podían hablar del peligro que se cernía en el sur de Grecia, y un Alejandro ansioso pasó revista a sus nuevas tropas y continuó esperando una carta o un signo de sus contactos en Susa. En unos días, llegó el hijo del sátrapa para calmar su inquietud. Se ofreció a guiarlo hasta el río Kara Su, conocido por los griegos como la fuente de agua potable del rey persa; allí lo estaba esperando su padre con doce elefantes indios y una manada de camellos en prueba de amistad. Veinte días después de dejar Babilonia, a principios de diciembre, Alejandro entró, pues, en la provincia y en el palacio de Susa, que se encontraba al final del Camino Real que había determinado su ruta durante los tres últimos años.

«Susa —escribió uno de los oficiales que lo acompañaban— es una tierra fértil, pero el calor es increíblemente sofocante. A mediodía, las serpientes y los lagartos no cruzan las calles de la ciudad por miedo a abrasarse; cuando la gente quiere bañarse, saca el agua fuera para calentarla, y si dejan la cebada extendida al sol, salta como si estuviera en un horno». A principios de diciembre, lo peor del clima había pasado, si bien sus efectos eran visibles en la apariencia de la ciudad. «A causa del calor, las casas están cubiertas con un tejado de tierra de un metro de espesor, y las construyen grandes, estrechas y altas; las vigas de tamaño adecuado son escasas, pero utilizan palmeras, que tienen una propiedad peculiar: son rígidas, pero cuando envejecen no se comban. En cambio, los tejados se curvan hacia arriba, lo que proporciona un soporte mucho mejor». Incluso Babilonia parecía preferible a un clima como éste.

Los palacios no carecían de magnificencia. «La ciudad —escribió un compañero tesalio— no tiene murallas»; a pesar de lo que muchos habían creído, «su circunferencia es de treinta y dos kilómetros y se extiende hasta el final del puente del Kara Su». Los griegos pensaban que había sido fundada por Titono, héroe de una interminable edad antigua, pero de hecho había sido construida por el primer Darío, unos doscientos años antes de Alejandro, y se encontraba en la tierra de los elamitas, que una vez fueron dueños de un imperio, pero a quienes los persas habían reducido hacía mucho tiempo para utilizarlos como escribas, guardas de palacio y aurigas. Cada provincia del Gran Rey había ayudado a construir Susa. La madera de sisu para las columnas se había traído en barco desde la India, y los artesanos y orfebres procedían de las ciudades del Asia griega; entre las tallas y los trabajos en oro, los esmaltes, las alfombras y las maderas preciosas, Alejandro se encontró con que era dueño de otro gigantesco tesoro de lingotes, en esta ocasión un legado más personal de los reyes persas. Sobre la plataforma central de la ciudad, cada rey había construido su propio edificio del Tesoro; en los dormitorios reales, en la cabecera y al pie de la cama del rey, había dos arcones privados llenos de tesoros, mientras que la cama estaba guardada por el famoso plátano dorado, durante mucho tiempo un símbolo de las riquezas de Persia. Sin embargo, el tesoro más impresionante lo constituían las pilas de bordados púrpuras, cuya antigüedad era de ciento noventa años, aunque todavía se conservaban tan frescos como si fueran nuevos debido a la miel y el aceite de oliva que habían mezclado en las tinturas. Heredero de la fortuna más magnífica de su tiempo, Alejandro había entrado de lleno en una nueva escala de poder; sólo era el principio cuando ordenó que se enviaran 3000 talentos —seis veces más que los ingresos anuales de la Atenas del siglo IV— a Antípatro para ayudarlo a sofocar la revuelta espartana, pues todavía no se sabía que ésta había terminado de manera satisfactoria.

Su entrada en Susa fue un momento emocionante, puesto que los griegos celebraron la caída de un palacio cuyas amenazas y riquezas habían determinado muchos de sus asuntos durante los últimos ochenta años. Alejandro no desperdició la ocasión: en Susa hizo sacrificios a los dioses griegos y organizó juegos de gimnástica griega, y, al entrar en el interior del palacio, le fue mostrado el alto trono de oro de los reyes persas, donde tomó asiento bajo su baldaquín dorado; Demarato, que le había dado a Bucéfalo y era el más leal de sus compañeros griegos, «se deshizo en lágrimas al verlo, como suelen hacer los ancianos, y habló de la gran alegría que se habían perdido los griegos que habían muerto antes de poder ver a Alejandro sentado en el trono de Darío». Sin embargo, la altura del trono fue una cuestión embarazosa, pues mientras que un rey persa podía descansar sus pies sobre un taburete, Alejandro no necesitó una banqueta para los pies sino una mesa, prueba de su baja estatura. Sus hombres hicieron rodar una mesa hasta el trono, pero aquel insulto a los muebles de Darío entristeció sobremanera a un eunuco persa que estaba curioseando, hasta el punto de que no pudo contener el llanto; Alejandro vaciló, pero, siguiendo la sugerencia de Filotas, el hijo mayor de Parmenión, parece ser que templó su corazón y dejó la mesa de Darío bajo sus pies. En este trivial momento de vacilación, se planteó por primera vez el nuevo problema al que Alejandro se enfrentaba, aunque su reacción fue parca. Un griego había llorado de alegría por lo que un persa había lamentado, y Alejandro, el primer hombre que había de gobernar a ambos pueblos, tendría que encontrar pronto un equilibrio entre ambos.

En Susa, su actitud siguió siendo incontestablemente griega. Como el nuevo acuerdo exigía, Alejandro restituyó al sátrapa persa que se había rendido y, por seguridad y conveniencia, dejó junto a él a un general macedonio, un tesorero, una guarnición y un comandante de la ciudad. Hay otros detalles más reveladores. En el interior del palacio se encontraron estatuas de, al menos, dos de los héroes populares atenienses más famosos, los cuales eran reverenciados como los asesinos del último tirano de Atenas. Jerjes se las había llevado de Atenas en 480 como parte del botín; Alejandro ordenó que fueran llevadas de regreso, lo que constituía una buena réplica para aquellos atenienses que también a él lo llamaban tirano. Alejandro no era meramente el vengador de las equivocaciones de Jerjes, sino que se estaba haciendo pasar por el simpatizante del culto más democrático de la ciudad griega a la que más temía. Su propaganda estuvo tan bien fundamentada como siempre, quizá siguiendo el consejo de Calístenes. A cambio, dejó allí a la madre de Darío, las hijas y el hijo que había capturado en Isos, y designó a unos maestros para que les enseñaran la lengua griega.

Tan lejos, en Susa y Babilonia, la visión que Alejandro tenía de sí mismo y de su expedición no se había puesto a prueba. En Babilonia, Alejandro pudo continuar explotando la venganza de Jerjes que en otro tiempo su padre había concebido para los griegos; en Susa, los persas habían sido los primeros en abrirle su palacio, «sobre todo porque la ciudad nunca había conseguido nada importante, sino que parecía que siempre había estado sujeta a otros». A partir de Susa, Alejandro ya no estaría atravesando un imperio largamente sometido; con acierto, decidió que no se dedicaría a perseguir a Darío hasta que los flancos y la retaguardia de su ejército estuvieran protegidos y la estación permitiera encontrar provisiones cerca de Hamadán. Ahora su ruta lo conducía por el este a la provincia de la Pérside, la tierra natal de los gobernantes del Imperio. Allí no había nadie a quien liberar o vengar; era probable que encontrara resistencia y que ésta proviniera de hombres que estarían luchando por sus hogares.

Tras dejar Susa a mediados de diciembre, a los cuatro días Alejandro cruzó el río Karun y recibió la primera advertencia de que el mundo que había más adelante era diferente. En los montes que se alzaban sobre el camino vivía una gran tribu de nómadas que siempre habían cobrado un peaje a los reyes persas a cambio de un paso seguro a través de sus tierras de pastoreo; este acuerdo era algo nuevo para Alejandro, y no precisamente de su agrado, por lo que, en un ataque realizado al amanecer, cuyas dos descripciones mantienen pocas semejanzas la una con la otra, derrotó a sus habitantes y los obligó a suplicar por sus tierras. Los nómadas apelaron a Sisigambis, la reina madre persa y tía de su líder; Alejandro le hizo caso y concedió a los nómadas que continuaran utilizando sus tierras al coste de cien caballos, trescientos animales de carga y treinta mil ovejas, la única moneda en la que podían pagar. Las ovejas constituían un suministro valioso, pero en el inmutable equilibrio de Oriente, donde los nómadas y los aldeanos regateaban y luchaban unos contra otros por sus derechos, no había manera de solucionar un problema que era tan antiguo como el propio paisaje.

A los tres días de marcha, después de dejar a los nómadas, el peligro tomó otro cariz. Era natural que esperasen encontrar problemas en el límite de la propia tierra natal de los persas, y Alejandro afrontó la tarea que tenía ante sí dividiendo sus fuerzas: allí donde el camino se bifurcaba al sureste, Parmenión tomó el equipaje y a los soldados equipados con armamento pesado y los llevó a través de las actuales Behbehan y Kazarun hasta Persépolis, centro ceremonial del Imperio persa, mientras que la caballería de los compañeros, los Compañeros de a Pie y las unidades equipadas con armamento ligero siguieron a su rey hacia el este de la provincia, por una ruta abrupta pero directa a través de las montañas. De este modo, ningún piquete sería capturado antes de que pudiera replegarse y advertir a Parmenión. Lo que siguió después quedó ensombrecido por Gaugamela, pero no fue precisamente uno de los recuerdos más felices de la carrera de Alejandro.

El camino terminaba en un estrecho barranco de una altura de más de dos mil metros; estaba flanqueado por densos bosques de roble y una nevada había contribuido a ocultar los baches. Al cuarto día, los guías nativos señalaron las llamadas Puertas de Persia, una escarpada barrera montañosa que los geógrafos árabes alabarían más tarde como un paraíso terrestre; se llegaba a ellas a través de un desfiladero particularmente estrecho y, al final, las rocas parecían formar un muro. Alejandro entró con cuidado, pero tan pronto como estuvo dentro se vio que el muro era artificial. Sobre el muro se habían dispuesto catapultas persas y, a uno y otro lado, las cimas estaban repletas de persas, «al menos cuarenta mil», en la atemorizada opinión de los oficiales de Alejandro.

Los piquetes empezaron provocando una avalancha de grandes rocas desde arriba, mientras los arqueros y las catapultas descargaron sobre unos enemigos «atrapados como osos en un foso». Muchos macedonios se pusieron a arañar las paredes de roca en busca de huecos para subir por ellas, pero sólo consiguieron caer en el intento; no había nada que pudiera hacerse salvo retirarse, por lo que Alejandro condujo a los supervivientes a unos seiscientos metros al oeste, al claro actualmente conocido como Mullah Susan. Aunque se sabía que había un camino más fácil que trazaba una amplia curva por el noroeste para eludir el desfiladero, Alejandro, con toda la razón, se negó a tomarlo; «no deseaba dejar a sus muertos sin enterrar», lo que en las batallas antiguas suponía la aceptación de la derrota, y no podía arriesgarse a que los persas se retiraran a Persépolis y le tendieran una emboscada a Parmenión y los carromatos con el equipaje que se aproximaban. No parecía haber ninguna salida, hasta que un pastor que estaba prisionero habló de un escarpado camino de ovejas que rodeaba el muro de los persas y conducía a la parte de atrás. Como tantos guías e intérpretes en la historia, el pastor sólo pertenecía a medias a la comunidad a la que ahora traicionaba; era medio licio por nacimiento y no conocía las montañas más que una persona de fuera. La información era muy arriesgada, pero Alejandro no tuvo otro remedio que darla por buena.

Al igual que cuando se asedia una ciudad, Alejandro dividió primero sus fuerzas en varios puntos de ataque. Unos cuatro mil hombres mantendrían las hogueras ardiendo y ahuyentarían las sospechas de los persas. El resto traería suministros para tres días y lo seguiría por el camino del pastor hasta la cima del paso de Bolsoru, cuya altitud era de casi dos mil trescientos metros. El viento del este les arrojaba la nieve sobre el rostro en medio de la oscuridad de diciembre y los empujaba contra la densa arboleda de robles que había a su alrededor, pero, después de haber recorrido unos ocho kilómetros por una ruta casi impracticable para las mulas, alcanzaron la cima, donde Alejandro dividió a sus soldados. Cuatro brigadas de Compañeros de a Pie, demasiado pesadas y torpes para la emboscada, descenderían a la llanura y prepararían un puente sobre el río hacia Persépolis; el resto tuvo que seguir cuesta arriba durante otros once kilómetros de terreno resquebrajado hasta que sorprendieron y masacraron a tres grupos externos de piquetes persas. A primera hora de la mañana, cayeron sobre la retaguardia del muro persa. Un toque de trompeta alertó al ejército, que se encontraba más lejos, en el campamento base: desde la vanguardia hasta la retaguardia, los persas fueron masacrados sin piedad. Sólo unos pocos escaparon hacia Persépolis, donde los habitantes supieron que estaban sentenciados y les negaron cualquier ayuda. En cuanto al resto, muchos se lanzaron desde los precipicios presa de la desesperación y otros corrieron hacia las unidades que se habían situado tras la emboscada para negociar con los fugitivos. Después de uno de los pocos desastres de su marcha, a principios de enero Alejandro era libre para entrar en Persia como quisiera.

La manera en que Alejandro entró en Persia constituyó una advertencia para el futuro. Por primera vez, había luchado contra los iranios en su territorio; no iban a ser liberados, vengados o conquistados mediante consignas diplomáticas, aunque al otro lado de Persia, el montañoso «sur profundo» de la lealtad irania, se encontraba el imperio libremente agrupado de las tribus iranias que se extendía a un lugar situado tan al este como el Punjab y tan al norte como Samarcanda, algo que los griegos desconocían. Por primera vez, la expedición se movía por entero más allá de los mitos de venganza y liberación con los que había partido.

En Persia, la diferencia se planteó sin que llegara a solucionarse. Alejandro todavía era el griego vengador del sacrilegio persa, el mismo que, al parecer, les había dicho a sus soldados «que Persépolis era la ciudad más odiosa del mundo». Por el camino, Alejandro se encontró con las familias de los griegos que habían sido deportados a Persia por los anteriores reyes y, consecuente con su consigna, los honró de manera llamativa, dándoles dinero, cinco mudas de ropa, animales de granja, cereales, un viaje gratis a casa y la exención de impuestos y acosos burocráticos. En el río Pulvar, se demolió un pueblo nativo con el propósito de obtener madera para construir un puente; el gobernador de Persépolis sólo pudo enviar un mensaje de rendición y esperar el mismo trato de que habían sido objeto sus compañeros sátrapas en el oeste. Al recibir su carta, Alejandro se apresuró a cruzar la llanura denominada Marv-i-dasht y vio ante él, en la distancia, los palacios con columnas que se elevaban sobre una plataforma de quince metros.

Esta tierra persa —escribió Darío I, el constructor de Persépolis, en la inscripción de la muralla sur— que Ahura Mazda me dio, que es hermosa y contiene buenos caballos y buenos hombres, por la gracia de Ahura Mazda y la mía, el rey Darío, no teme a los enemigos… Por la gracia de Ahura Mazda construí esta fortaleza, pues Ahura Mazda ordenó que debía construirse, y de este modo la construí segura, hermosa y apropiada, justo como deseaba hacer.

Sin embargo, a principios de enero de 330, el centro ritual del Imperio persa había caído en manos de un invasor macedonio. El destino de Persépolis estaba en el aire y no había ningún Ahura Mazda que pudiera dilucidarlo.