Absorto en sus pensamientos, Alejandro se sentó a la luz de las antorchas y reflexionó sobre las tácticas que iba a emplear con la llegada del nuevo día. Fuera de la tienda real, la medianoche llegó y marchó, pero hasta la madrugada Alejandro no se metió en la cama, donde enseguida se durmió. Había despuntado el alba del primero de octubre, pero el rey seguía durmiendo. El sol de la mañana se alzaba resplandeciente y los oficiales, según cuentan, empezaron a preocuparse, hasta que Parmenión dio algunas órdenes a las tropas y reunió a un grupo de generales para despertar a Alejandro. Lo encontraron relajado y tranquilo, y con una respuesta preparada para hacer frente a sus recriminaciones: «¿Cómo puedes dormir —le preguntaron— cuando todavía tienes que ganar la batalla?» «¿Cómo? —replicó con una sonrisa—. ¿Es que no creéis que la batalla ya está ganada, ahora que vamos a ahorrarnos tener que perseguir a Darío, que incendia su tierra y cuya lucha consiste en la retirada?».
Puede que esta historia sea descabellada, pero sin duda Alejandro se sintió aliviado de que, como durante mucho tiempo había planeado, el dominio de Asia fuera a depender de una batalla campal. La batalla, en sí misma, resultó sobrecogedora. Los informes dijeron que las cifras del enemigo eran inmensas y se situaban alrededor de un cuarto de millón de hombres como mínimo, aunque nunca pudieron ser calculadas con precisión. En una llanura abierta, sin barreras naturales para proteger los flancos, Alejandro estaba condenado a ser rodeado por la caballería del Gran Rey, millares de jinetes que procedían no sólo de las áreas del Imperio en las que se criaban caballos, de Media, Armenia e incluso, detrás de sus líneas, de Capadocia, sino también de las tribus de las satrapías superiores, de la India, Afganistán y otros lugares; algunos jinetes eran además arqueros, y todos ellos habían nacido para cabalgar, en especial los nómadas escitas, unos aliados procedentes de las estepas que se encontraban al otro lado del Oxo. Frente a ellos, cuyo número quizás ascendía a treinta mil hombres, la caballería de Alejandro apenas sumaba siete mil jinetes, y ni siquiera el armamento estaba a su favor. Muchos jinetes enemigos llevaban pesadas armaduras, una ventaja dudosa si la lucha se volvía abierta y había que moverse, pero, desde Isos, Darío había revisado las armas de ataque de su caballería y la había dotado de escudos más grandes, de espadas y unas lanzas ofensivas, que no eran jabalinas, para que las utilizaran en la línea de batalla contra los Compañeros de Alejandro. En cuanto a los jinetes que llevaban las sarisas, esta vez se encontrarían con la horma de su zapato: puede que algunos de los jinetes escitas lucharan con una lanza que requería la utilización de ambas manos, y probablemente por este motivo Darío los colocó en el lado opuesto a la derecha de Alejandro, donde un par de años antes había podido ver a sus equivalentes macedonios en acción. Sólo la infantería de Darío era notoriamente débil, pues, aunque sus efectivos eran numerosos, los soldados no tenían la instrucción militar de los Compañeros de a Pie de Alejandro. Pero Darío no esperaba que el combate se ganase a pie.
En relación con el problema general del cerco, los exploradores informaron a Alejandro de detalles precisos que había que examinar con atención. En el centro del frente persa, donde por tradición Darío situaría su propia posición, se habían colocado unos quince elefantes indios cuyos bramidos y colmillos ahuyentarían a los jinetes y caballos macedonios si cargaban frontalmente, puesto que hasta entonces los caballos nunca habían visto u olido a los elefantes. A cierta distancia del frente persa, se habían clavado estacas y, en el suelo, se habían ocultado obstáculos como precaución adicional contra la caballería de Alejandro, mientras que más cerca de la línea de combate el terreno había sido nivelado para que los doscientos carros de guerra con hoces de los persas realizaran una carga de contraataque. Anteriormente, esta antigua forma de ataque había sido eludida con éxito por los griegos, pero, en las actuales circunstancias, suponía un peligro añadido. El objetivo de los carros era tanto la falange como la caballería, y, para evitarlos, la mejor opción de Alejandro era irse hacia un terreno accidentado, fuera de la zona que había sido alisada. Este terreno accidentado, aparte de obligarlo a girar para dirigirse a él, probablemente desequilibraría la concentración de sarisas de su propia falange; al igual que los carros de guerra, las sarisas también eran más efectivas en terreno llano.
Hay pocos méritos más elocuentes de la inteligencia de Alejandro que el plan que urdió para anticiparse a estos peligros. Su frente básico de batalla fue el mismo que él y su padre utilizaron durante mucho tiempo: los Compañeros de a Pie, unos diez mil hombres, blandían las sarisas en el centro, mientras que el flanco derecho, sin escudos, estaba protegido por los tres mil Portadores de Escudo que, a su vez, se comunicaban con la agresiva ala derecha de la caballería de los Compañeros, guiada por el propio Alejandro y precedida por unos dos mil arqueros, honderos y lanzadores de jabalinas agrianos dispuestos para llevar a cabo una refriega de largo alcance. En el ala izquierda, el flanco protegido con escudos de los Compañeros de a Pie se unía directamente con Parmenión y la caballería griega, que libraría su acostumbrada batalla defensiva como si fuese el ancla del inclinado frente de batalla. La amenaza de verse flanqueados y cercados exigió precauciones especiales. En el extremo de cada ala, Alejandro añadió unidades mixtas de caballería pesada e infantería ligera, ocultando a los soldados de a pie entre los caballos e inclinando el conjunto en un ángulo perpendicular a su frente, ya oblicuo, para que se desplegaran hacia atrás como alerones tras su propia caballería, que se adelantaría y protegería de algún modo los flancos y la retaguardia si estas unidades de vanguardia empezaban a ser cercadas. Si el cerco continuaba, tenían órdenes de dar la vuelta en dirección a una pendiente todavía más pronunciada, hasta situarse en los ángulos de la derecha de la línea del frente y unirse, en el extremo más alejado, a la segunda protección que Alejandro había preparado. Los hombres que la integraban permanecerían a cierta distancia, tras la retaguardia del rectángulo que formaban los Compañeros de a Pie; consistía en la infantería integrada por unos veinte mil griegos y bárbaros dispuestos en formación de reserva, que darían media vuelta si la caballería del enemigo burlaba las defensas de los flancos y aparecía al galope por la retaguardia. Esta media vuelta realizada por los reservistas transformaría al ejército de Alejandro en un rectángulo hueco, atestado de lanzas en la línea de combate, la retaguardia y los lados, y aunque había riesgos evidentes si las unidades de la retaguardia se veían forzadas a retroceder hasta sus defensas en la línea del frente, y sin la posibilidad de una retirada, la utilización de reservistas y de una formación hueca era una sofisticación poco habitual, por no decir sin ningún precedente, en la guerra griega. Estos recursos, diseñados para organizar una defensa estando en inferioridad numérica, se convertirían en un ejemplo que no sería olvidado; los planes específicamente diseñados contra los elefantes, los obstáculos y los carros de guerra se pondrían de manifiesto en el transcurso de la acción.
Tras un sueño reparador, pero no excesivo, Alejandro ordenó a sus unidades que tomaran estas nuevas posiciones y regresó para ponerse la armadura de una manera digna de cualquier héroe homérico:
La camisa había sido tejida en Sicilia y el peto estaba hecho con dos grosores de lino, que procedía del botín conseguido en Isos. El yelmo, de hierro, era un trabajo de Teófilo y relucía como si fuera de plata pura, mientras que la pieza para el cuello, que asimismo era de hierro y estaba tachonada con piedras preciosas, se ajustaba a él perfectamente. La espada era increíblemente ligera y estaba muy bien templada; era regalo de un rey chipriota. También llevaba una clámide, trabajada de un modo más elaborado que la armadura. Había sido teñida por Helicón, el famoso tejedor de Chipre, y se la había regalado la ciudad de Rodas.
Con este atuendo tan cosmopolita, Alejandro montó uno de sus caballos de reserva y cabalgó para pasar revista a las tropas; sólo cuando hubieran concluido los preliminares haría avanzar al envejecido Bucéfalo.
Cabalgando arriba y abajo del frente de batalla, Alejandro exhortó a cada unidad como pensaba que correspondía. Tenía muchas cosas que decirles, tanto a los jinetes tesalios como a los otros griegos que, situados en el extremo izquierdo, estaban bajo el mando de Parmenión, «y cuando ellos lo instaron a gritos para que los condujera contra los bárbaros, Alejandro cambió la lanza de la mano derecha a la izquierda y empezó a invocar a los dioses, exhortándolos —según contó Calístenes— a que, si verdaderamente él era descendiente de Zeus, lo defendieran y ayudaran fortaleciendo a los griegos». Este ruego dice mucho de cómo Alejandro deseaba que lo vieran. Lejos de ser algo blasfemo o inverosímil, la referencia a su especial descendencia de Zeus constituía el clímax apropiado para arengar a las tropas griegas en un momento de gran excitación; de manera similar, en la víspera de otra batalla, Julio César recordaría a sus hombres que descendía de la diosa Venus, a la que reivindicaba como su protectora familiar. En términos generales, las palabras de Alejandro no tienen por qué significar nada más que la afirmación de que Zeus era su antepasado, como el de todos los reyes macedonios, y, en este anodino sentido, la misma frase podría aplicarse a los reyes de la Sicilia griega o a los medio bárbaros de Chipre. Ahora bien, esta ascendencia estaba fuera de discusión, y ni Alejandro ni su historiador cortesano la habrían limitado con las palabras «si verdaderamente era…». Esta cauta referencia implica un significado más profundo, y, para una audiencia que había convivido con los rumores y las adulaciones que se habían ido acumulando desde Siwa, las palabras habrían de tomarse seguramente como una insinuación de que su rey descendía directamente del dios. Incluso en este caso, constituían un grito de aliento, no algo imposible; su cuidada expresión no constituye una prueba de que Alejandro fuera escéptico en relación con las historias que se contaban acerca de su origen divino. A diferencia de otros, se dio cuenta de que estos delicados asuntos nunca pueden considerarse seguros. Aristandro, el sumiso adivino que lo acompañó a lo largo de las líneas vestido con una capa blanca y ciñendo una corona de oro en la cabeza, le prestó su apoyo: Aristandro «señaló un águila —símbolo de Zeus y de las monedas reales de Alejandro— que volaba sobre la cabeza de Alejandro y dirigía su vuelo directamente contra el enemigo». Preparándose para luchar por sus vidas, ningún soldado desearía discutir que el pájaro en el cielo fuese un augurio menos trascendental.
Lleva su tiempo hacer que las órdenes y las exhortaciones lleguen a sus destinatarios, y no pudo haber sido hasta el mediodía cuando Alejandro finalmente marchó con sus cuarenta y siete mil hombres hacia la llanura para enfrentarse con un enemigo que era seis veces más numeroso y al que había mantenido a la expectativa, armado, inquieto y soñoliento, durante los últimos dos días. Se han hecho muchas cábalas sobre lo que siguió luego, pero, en el avance, se produjeron unos hechos que sólo sirven para desacreditar tales intentos; ningún general, y menos aún un rival de Aquiles, habría permanecido en una posición estratégica ventajosa para describir el conjunto del combate, y ningún historiador, y menos que nadie Calístenes, estaría en situación de contemplar el escenario con una mirada objetiva. Sin duda, sería imposible disponer de una amplia visibilidad: el enemigo se basaba en los jinetes, que siempre cargan y van a toda velocidad en una competición frenética, y la llanura de Tall Gomel es árida y polvorienta. Todas las versiones coinciden en que la batalla terminaría en una inmensa nube de polvo. Cuando las órdenes sólo podían transmitirse mediante las trompetas o de boca en boca a los alejados comandantes, cuya alineación les permitía elegir entre varias posiciones alternativas, este polvo constituiría un problema de vital importancia: «Cualquiera que haya sido testigo de una carga de caballería en tiempo seco sobre un maidan indio, será capaz de describir lo que supuso el polvo en Gaugamela. En una ocasión como ésta, el escritor recuerda que la visibilidad se reducía a trescientos o cuatrocientos metros».[7] En todos los relatos de la batalla, tanto los antiguos como los modernos, el polvo sólo puede intervenir cuando la lucha ya casi ha finalizado. Pero si la retirada se vio oscurecida por una nube de polvo, lo mismo sucedió con el avance sobre un terreno exactamente igual; como los filósofos, los historiadores de Gaugamela harían mejor en sacudirse primero el polvo de encima y en lamentarse después de que ellos, al igual que Alejandro, son incapaces de ver desde el principio.
Cuanto más excluido de los hechos se encuentra el historiador, más impone un patrón al desorden que aquéllos presentan: los coetáneos se apresurarían a describir una batalla rica en giros y maniobras de flanqueo, y, al cabo de veinte años, un historiador literario terminó haciéndose un lío con los detalles y los reelaboró. Cuatrocientos años más tarde, un historiador romano entrelazó de manera torpe estas diversas narraciones y ahora, dos mil años después, los hombres dibujan mapas para reconciliar unas discrepancias que deberían dejarse tal cual. Para los participantes, una batalla no es una situación ni ordenada ni explicable; los primeros relatos de Gaugamela hablan más del clima en la corte de Alejandro tras la victoria que de los acontecimientos en el propio campo de batalla. El romanticismo y la adulación destacan lo que siguió; y aunque con el botín se obtuvo un documento coherente, el orden de batalla de los persas, ni siquiera esto es digno de ser creído sin reservas. Puede que sólo fuera una copia entre muchas otras y que nunca llegara a ponerse en práctica.
Entre el polvo y el desorden, se admite de forma unánime un movimiento crucial que resulta plenamente creíble porque se trataba de una costumbre. Al sonar la señal del avance final, quizás a un kilómetro y medio del frente de batalla enemigo, que lo solapaba con holgura, Alejandro avanzó en diagonal, como sus hombres habían aprendido de Filipo desde hacía tiempo, empujando a los Compañeros a la derecha, hacia delante, y apoyando a Parmenión y a los griegos que estaban detrás, a la izquierda. Sin embargo, cuando estuvo más cerca, Alejandro empezó a conducir al conjunto de la apretada formación hacia la derecha, un movimiento perpendicular que fue posible gracias a la formación en cuña de sus unidades. Parmenión y la izquierda estaban ahora expuestos a un cerco todavía más peligroso, pero si Alejandro conseguía cabalgar al otro lado de la izquierda persa impediría que su propia ala de la caballería fuera flanqueada; para igualarlo, los persas probablemente se desplazarían a la izquierda y, aprovechando su brevísima sorpresa, podría abrirse una brecha en el frente, que no estaba minuciosamente dispuesto en forma de cuñas triangulares. En el extremo de la derecha, al que ahora se dirigía Alejandro, el terreno era abrupto y poco apropiado para los carros con hoces, y se encontraba muy alejado de las estacas y los obstáculos que se habían instalado contra una convencional carga frontal. La línea de avance era sólida, aunque se malogró parcialmente debido a los rápidos reajustes de los persas.
También Darío podía mover con rapidez a su caballería hacia la izquierda, y si bien esta acción le costaría el control de la batalla, el desplazamiento no se produjo mucho antes de que el grupo de jinetes que se encontraba más lejos cabalgara en paralelo a las unidades de la derecha de Alejandro, dejándolas atrás y recuperando, una vez más, la posición exterior. Mediante este galope desenfrenado, la carrera que Alejandro había iniciado hacia la derecha fue detenida antes de que alcanzase el terreno accidentado; de inmediato, unos dos mil jinetes escitas y bactrianos fuertemente armados dieron comienzo a su esperada carga para flanquearlos y cercarlos. Sin embargo, estos jinetes no estaban preparados para afrontar una réplica inteligente por parte de los flancos móviles de las defensas macedonias. Primero, alrededor de unos setecientos jinetes, los que encabezaban la caballería mercenaria, los provocaron para que realizaran un ataque directo que los desvió de la retaguardia con la promesa de un victoria fácil; después, cuando se encontraron sin retirada posible, el resto de las defensas de los flancos se lanzaron para repelerlos, primero los jinetes peonios, después los varios miles de mercenarios veteranos que iban ocultos en medio. «Si cada unidad de caballería contuviera soldados de infantería —había escrito Jenofonte en un opúsculo sobre el mando de la caballería—, y si éstos se ocultaran detrás de los jinetes, entonces, al aparecer de repente y empezar a golpear, creo que contribuirían al máximo a conseguir la victoria». La maniobra había sido utilizada por los generales tebanos a los que Filipo a menudo había copiado; Alejandro, que también había leído a Jenofonte, lo vio de la misma manera, y los escitas, enredados entre lo que les había parecido un enemigo fácil, se encontraron en inferioridad numérica y se vieron forzados a retirarse.
Mientras los escitas retrocedían al flanco del extremo, el resto de la izquierda de los persas salió en tropel para apoyarlos; en las alas interiores y en el centro, los carros con hoces pasaron a toda velocidad mientras el terreno todavía era liso. De nuevo a la manera de Jenofonte, Alejandro se les habían anticipado. Al frente de la caballería de los Compañeros se habían colocado unos dos mil agrianos y lanzadores de jabalina para efectuar disparos de largo alcance; su descarga fue precisa, y los aurigas que continuaron fueron arrojados enseguida de las plataformas por las unidades más valerosas del ejército de Alejandro, que al mismo tiempo se dedicaron a herir a los caballos con largos cuchillos. Quienes sobrevivieron a este doble asalto fueron recibidos por los Compañeros que estaban situados detrás: las filas se rompieron en todas partes y los carros de guerra se desbocaron, sin causar ningún daño, a través del campamento en el que se encontraba el equipaje, en la retaguardia, donde terminaron siendo destrozados a manos de los mozos de cuadra y los escuderos reales. Para ser efectivos, los carros debían cargar en línea recta sin ser interceptados, y Alejandro lo sabía; primero los interceptó y después, como Jenofonte había sugerido y él mismo había puesto en práctica contra los carromatos de los tracios cuatro años antes, despejó un camino en el que las ruedas con hoces giraran sin lograr su objetivo. Según los oficiales macedonios, los carros de guerra «no causaron víctimas»; otros, con cierto gusto por el dramatismo, dijeron que «amputaron muchos brazos, con escudos y todo; más de un cuello fue rebanado mientras las cabezas caían al suelo con los ojos todavía abiertos y conservando la expresión del rostro». En el centro y el extremo de la izquierda, donde la mayoría de los carros cargó con un resultado desconocido, puede que esto fuera verdad. No obstante, debieron de rasguñarse muchas espinillas, seguramente el polvo se removió y la batalla debió de empezar a oscurecerse.
La maniobra decisiva, que tuvo lugar alrededor de Alejandro, no se olvidó y quedó registrada. «Todo el arte de la guerra —escribió Napoleón— consiste en una defensa bien razonada y circunspecta, seguida de un ataque rápido y audaz». Se había contraatacado a los escitas y los carros de guerra con cautela, y fuera lo que fuese lo que sucedió en el extremo izquierdo, que nadie describe con claridad, el ataque masivo en la derecha fue valientemente apoyado por un flanco defensivo inferior en número, por lo que la velocidad y la audacia pudieron empezar a entrar en juego. Los agitados movimientos del ala izquierda de los persas, primero cabalgando hacia un lado para coincidir con Alejandro, después corriendo hacia adelante para flanquearlo, abrieron una brecha en la que el ala izquierda se encontró con la izquierda del centro; esa zona, que era donde se encontraba el carro de Darío, invitaba a que se entrara en ella. «El segundo principio de la estrategia —escribió Clausewitz, maestro en la teoría de este arte— es concentrar las fuerzas en el punto donde van a darse los golpes decisivos, pues el éxito en este punto compensará todas las derrotas en los puntos secundarios». Anticipándose tanto a Clausewitz como a Napoleón, Alejandro dispuso la caballería de los Compañeros en su habitual formación en cuña y mostró a las brigadas de infantería más cercanas el camino para realizar una ofensiva contra el centro de los persas, desprotegido, desordenado y no excesivamente superior en cifras inmediatas. Como un experimentado lateral en el campo de fútbol, sus primeros movimientos habían sacado a la defensa de la derecha; entonces se detuvo, cambió de dirección y se precipitó hacia el centro, dirigiéndose hacia el objetivo del Gran Rey y evitando con habilidad a los elefantes, que estaban inmovilizados.
Los Compañeros cargaron, fueron a descansar entre los lanceros y después se abrieron paso a empujones; los Portadores de Escudo los siguieron con las tres brigadas de la derecha de los Compañeros de a Pie, que marchaban a paso ligero, «en formación compacta y plagada de sarisas» y dejando oír su grito, Alalalalai. En el más puro estilo homérico, se dice que Alejandro arrojó una lanza a Darío, que le pasó rozando y mató al auriga que estaba a su lado; sin duda los Inmortales y los parientes reales se inquietaron mucho ante este penetrante ataque y, puesto que los cadáveres se amontonaban unos encima de otros, Darío hizo girar su carro y se deslizó hacia el sur a través de la nube de polvo que lo cubría para ponerse a salvo en el Camino Real. No hay duda de que unos tres mil Compañeros y ocho mil soldados de infantería cambiaron el rumbo de la batalla al concentrarse en un punto débil. Sin embargo, las posiciones secundarias todavía estaban en peligro, y el premio principal, Darío, no sería localizado o adelantado con facilidad.
Puesto que la historia se centra en Alejandro, del que llegó a decirse que «quiso solucionar todo el asunto», es decir el millón de hombres que estaban involucrados, «por medio de sus propias heroicidades», los acontecimientos que tuvieron lugar en otros lugares del frente han quedado más o menos sin explicar. A la derecha, cuando Darío huyó, una fuerza compacta de caballería irania empezó a cargar sobre un flanco defensivo al que superaba ampliamente en número, y, sin embargo, parece ser que la entrada en la batalla de los aproximadamente seiscientos jinetes que llevaban sarisas hizo que, de repente, los iranios dieran la vuelta para huir; en el lado izquierdo, Parmenión se veía expuesto a todos los intentos que las unidades que se encontraban bajo el mando de Maceo hacían para rodearlo, pero el único resultado fue una carga destinada a flanquearlos realizada por unos tres mil jinetes enemigos, que continuaron precipitadamente hasta el campamento en el que se guardaba el equipaje, situado detrás de las líneas, donde, al parecer, intentaron liberar a los prisioneros y a la reina madre persa. «Ni una palabra salió de sus labios; ni su color ni su expresión cambiaron, pues permaneció sentada, sin moverse, para que quienes la miraran no estuviesen seguros de la opción que prefería». Antes de que pudiera decidirse, sus rescatadores desaparecieron de la historia, tal vez porque se enteraron de la huida de Darío, o quizá porque las unidades de reservistas regresaron para hostigarlos.
Sólo en el centro la situación era inequívoca. En la precipitada carga de Alejandro contra Darío, aquél había llevado las unidades de la derecha de los Compañeros de a Pie con él, pero las tres filas de la izquierda, que luchaban para mantenerse en pie, permitieron que su línea se rezagara y se expusieron a que se abriera una amplia brecha en el centro, como en Isos, por la que los persas y los indios se colaron encantados siguiendo la luz del día a través del muro de sarisas. Si se hubieran vuelto contra los flancos débilmente armados de los Compañeros de a Pie, podrían haber ocasionado un daño indescriptible, pero también ellos intuyeron el lejano campamento en el que se encontraba el equipaje y, por tanto, fueron a toda velocidad a situarse en medio, masacrando a los miembros desarmados del séquito con la esperanza, quizá porque así se les había ordenado, de rescatar a la familia del Gran Rey. No contaron con la línea de reservistas de Alejandro, cuyo papel desde el principio hasta el final es difícil de comprender. Tanto si se dividieron, al igual que el frente, y permitieron que los indios acabasen en primera posición, como si no, ahora se las arreglaban juntos lo bastante bien como para enfrentarse a los saqueadores y caer sobre ellos desde la retaguardia. Gracias a las originales precauciones de Alejandro, finalmente el equipaje se salvó de sus diversos atacantes y la familia de Darío continuó prisionera.
Mientras ponía en fuga el centro de los persas, no podía saber si el resto de sus líneas estaban en peligro o si eran capaces, con mayor fortuna, de subsanar sus diversas debilidades. Puede que tuviera vagas sospechas de lo que ocurría, pero no pudo haberlo visto. El polvo se arremolinaba a su alrededor, y había que esquivar las cimitarras y embestir contra unos turbantes que apenas se veían para permanecer con vida: la carga de Alejandro se interrumpió detrás de los elefantes, y los soldados de infantería más valientes aprovecharon para acometerlos, supuestamente con tridentes de bronce diseñados para apuñalar. Esta escaramuza sólo podía añadir más confusión. El único objetivo seguro era Darío, y se sabía que se había retirado, por lo que Alejandro abandonó todos los peligros secundarios y se lanzó con un grupo de jinetes en su persecución. Si esta acción parece tan impetuosa como la desastrosa conducta del príncipe Ruperto en Edgehill, no hay que creer que no fuera también una acción irresponsable: a través de la polvareda y los combatientes orientales, Alejandro no habría podido regresar a tiempo para ayudar a la izquierda o el centro, aunque hubiera sabido que era necesario. Si posteriormente la historia tuvo que inventar una excusa, ésta no fue para explicar la persecución que inició Alejandro, sino el hecho de que la persecución de un premio de vital importancia se saldara con un fracaso. Se necesitaba un chivo expiatorio y, como tantas otras veces, la culpa recayó en Parmenión: mientras Alejandro iba en pos de Darío acompañado por dos mil jinetes, al parecer llegó un mensajero de parte de Parmenión suplicándole que ayudara a la izquierda.
La súbita aparición de este mensajero presenta muchos problemas. Diferentes historias lo sitúan en momentos diversos, variando su mensaje y la réplica de Alejandro: unos dicen que Parmenión le comunicó que temía por el equipaje, a lo cual Alejandro respondió que se olvidara de él y que combatiera al enemigo, mientras que otros dicen que Parmenión pidió refuerzos, por lo que Alejandro hizo rechinar los dientes y se sintió obligado a regresar. Es altamente improbable que un mensajero hubiese llegado a alcanzar a Alejandro a través de la multitud que se agolpaba en la encarnizada batalla; por lo general, en esto estuvieron de acuerdo los historiadores, presumiblemente porque Calistenes fue el primero que dijo que Parmenión fue lento e incompetente en la lucha; de este modo, el cuento del «mensajero» podría haber sido puesto en circulación por los aduladores con el fin de explicar por qué Alejandro se retrasó y no consiguió capturar a Darío. Se alegó que su segundo en el mando lo había hecho regresar y, en la época en que se hizo pública la excusa, Parmenión había sido asesinado por miedo a una traición. Una vez más, la historia pudo haberse reescrito para complacer a Alejandro y difamar al general al que mandó asesinar.
Si la persecución fracasó, ello se debió más que nada al polvo y a la retirada masiva de la caballería persa; ésta intentaba separarse y seguir a Darío, al tiempo que Alejandro intentaba abrirse camino a través de sus líneas, y, con la persecución y la huida que tenía lugar, la lucha entre los dos bandos fue particularmente salvaje. Sesenta de los Compañeros que rodeaban a Alejandro fueron heridos, entre ellos Hefestión, antes de que los persas fueran definitivamente liquidados; por entonces, Darío se encontraba ya muy lejos, tras haber cruzado el río Zab Menor. Allí cambió su carro de guerra por un caballo y cabalgó hacia el Camino Real que pasaba cerca de Arbela, a unos cincuenta kilómetros del campo de batalla, una encrucijada de rutas en el corazón del Imperio. Alejandro lo seguía con retraso. En el momento en que más o menos alcanzó la otra orilla del Zab, empezó a caer la tarde con la oscuridad propia del mes de octubre y ya no pareció posible llevar a cabo una rápida captura. Por otro lado, los caballos necesitaban descansar, pues el ritmo de la persecución había sido demasiado extenuante para ellos; hasta medianoche no continuaron por el sureste hasta Arbela, donde llegaron a la mañana siguiente a través del Camino Real. Las primeras exploraciones revelaron que hacía rato que Darío había pasado por ahí; además, había dejado el camino que podría haberlo llevado por el sureste hasta Babilonia y había tomado una ruta por las montañas, más corta y menos transitada, hasta Hamadán, punto de encuentro de los caminos que conducían a las satrapías superiores. Su rastro llevaba a las montañas poco conocidas del Kurdistán, por unos pasos que alcanzaban una altitud de casi tres mil metros, y, en vez de arriesgarse a perderse entre unos habitantes nómadas y hostiles, Alejandro se contentó con el espléndido almacén de tesoros de Arbela y la posibilidad de una marcha segura por el sur hasta las riquezas de Babilonia. La fuga de Darío constituyó una gran decepción, pero, a pesar de todo, los hombres aclamaron a Alejandro como nuevo rey de Asia.
En el campo de batalla, y tras la huida de su real comandante, el enemigo pronto perdió brío. A la derecha, los escitas y los bactrianos habían escapado, pues se pusieron nerviosos al ver a los jinetes armados con sarisas; en el centro, los Compañeros de a Pie se habían repuesto y, a la izquierda, Parmenión había conseguido rechazar una masa de caballería enemiga a pesar de la abrumadora superioridad numérica y de la estratégica posición que ocupaba. Una voz disidente sostuvo que, de hecho, tanto él como sus jinetes tesalios lucharon magníficamente pese a que otros lo acusaran de pereza e incompetencia; tal vez la brillantez de su actuación sea cierta, y también las noticias de la retirada de Darío debieron de ayudarle, así como la presencia de Maceo, que pudo muy bien tener presentes los contactos que había mantenido con Hefestión apenas un mes antes en el Éufrates. Maceo, comandante de toda la derecha de los persas, no tardó en desentenderse de Darío y cabalgar hacia Babilonia, donde se rindió al cabo de pocas semanas y consiguió su rehabilitación. Maceo sabía, lo cual resulta de lo más sospechoso, dónde sacaría provecho.
En la derrota, «se contaron cerca de trescientos mil persas muertos y muchos más fueron hechos prisioneros, y además ningún elefante ni carro de guerra quedó intacto; de los soldados que rodeaban a Alejandro, cerca de un centenar fueron asesinados, pero más de un millar de caballos murieron a causa de las heridas o del agotamiento durante la persecución». Estas cifras absurdas son el remate final de un relato sobre una batalla en la que cuesta saber qué partes se salvan de ser una descarada y absoluta adulación de Alejandro. La repentina carga de Alejandro desde la derecha hacia el centro fue evidentemente crucial y forma parte de la mejor tradición de ataque de los generales; en otros puntos de su frente de batalla, la obsesión de los persas por apoderarse del campamento de los equipajes y la curiosa falta de habilidad que demostraron para sacar provecho de su superioridad numérica fueron bendiciones cuyo mérito Alejandro no podía atribuirse. La marca de un gran general es hacer que el enemigo parezca insustancial, y la planificación, la audacia y la rapidez de decisión de Alejandro superaron con mucho las del mando enemigo: ganó de un modo magnífico y ya nunca más tendría que volver a luchar por Asia a tan gran escala.
Mientras regresaba de la fracasada persecución, su propia posición todavía no parecía tan decisiva. En Gaugamela, Alejandro se apoderó de lo que un persa denominaría el Imperio occidental: todavía tenía que acercarse a lo que los iranios consideraban su hogar. Al este y el sureste se extendían las provincias de los medos y los persas, de los bactrianos, los sogdianos y las tribus de las montañas, adonde Darío podía retirarse desde Hamadán y levantar una segunda línea de resistencia. Hasta que Darío no fuese capturado, Alejandro no sería rey de Asia, y lo sabía. En el primer arrebato de la victoria, la imagen que quería dar de sí mismo todavía era la del vengador de los griegos: Alejandro escribió a sus aliados griegos «que todas las tiranías habían sido abolidas y que ahora los hombres se gobernarían a través de sus propias leyes», una reivindicación más cierta en relación con Asia Menor que con la península griega, donde las juntas militares todavía florecían bajo su alianza. En su mensaje se explayó también en los detalles: al otro lado del Mediterráneo, enviaba botines de victoria a una ciudad italiana del sur que, como aquellos Compañeros que conocían el oeste se encargaron de recordarle, era la cuna de un atleta griego que ciento cincuenta años antes había ido a luchar por los griegos contra Jerjes, el persa sacrílego. Esta preocupación por las nimiedades de carácter arcaico se debe, en parte, a la autopropaganda, pero seguramente también es un signo de que el tema de la venganza se tomaba en serio.
Ni siquiera al paisaje se le escatimaron conmemoraciones. Tras el campo de batalla se levantaba la colina de Tall Gomel, que los nativos denominaban «joroba del camello». Sin embargo, el escenario de una victoria gloriosa no podía llamarse así: Alejandro lo rebautizó con el nombre de Nikatorion, montaña de la Victoria, en su propia lengua griega, y mucho después de que los detalles de la batalla se fueran olvidando sólo sobreviviría este nombre. Un nombre que suscitaba viejas asociaciones en el este, que podía ponerse en sirio y perdurar como awana Niqator, la casa de postas de la victoria, nombre de una estación de relevo situada en un camino cuyo antepasado había sido el Camino Real de los persas. Sin duda la victoria había sido memorable, pero no sería la última: el nombre, dado en un momento de exultación, persistiría durante seiscientos años y establecería una moda que seguirían Pompeyo y otros romanos victoriosos, pero Darío había escapado, un hecho que ni siquiera un supuesto mensaje de Parmenión podía ocultar. Sería necesario efectuar una marcha más larga y mucho más dura antes de que el nuevo señor de Asia pudiera denominarse a sí mismo su legítimo rey.